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Un amanecer para el que estamos despiertas

Irene Rubiera de Felipe ||

Orígenes en común

En un artículo de 1999, Fernández Buey habla de «los nuevos movimientos sociales» metiendo en un mismo paquete al feminismo, el ecologismo y el pacifismo, poniéndolos de frente con lo que era popular hasta el momento: lo obrero y sindical. Sin entrar en una historia detallada de los movimientos sociales del siglo xx, podemos afirmar que estos tres valores tienen, sin duda, raíces epistemológicas en común.

No existe una definición única de «movimiento social», pero nos parece pertinente rescatar cómo los define Sidney Tarrow: una consolidación de la agregación en torno a desafíos colectivos planteados por personas que comparten objetivos comunes y que, para conseguirlos, generan una organización para sostener la confrontación con sus oponentes. En este y otros acercamientos conviven varias ideas que son denominadores comunes de «movimiento social»: acción colectiva, conflicto, cambio, organización duradera… Todo ello acompañado de unas formas de acción o un repertorio de lucha creativo y generado por unos actores cuya identidad colectiva tendría que ver no tanto con el punto de partida sino con el punto de llegada, como también explica Jaime Pastor.

El ecologismo, en su más amplia definición, a lo largo de su dilatada historia ha tenido una gran diversidad de exponentes, con relaciones igualmente diversas con las nociones de jerarquía y dominación, en este caso de la naturaleza. Podemos enfrentar dos ejemplos muy claros que ilustran a la perfección la tesis de este artículo. Por un lado, Henry David Thoreau, que en 1845 decide hacer el experimento de «devorarse a sí mismo» en una cabaña a las orillas del lago Walden, en un intento (propio, por otra parte, de su época y condición) de revertir el eje de dominación hombre-naturaleza y «tomar las riendas» de sí mismo al mismo tiempo que domina su entorno. Durante esos dos años de su vida, escribe una de sus obras magnas, por la cual se lo ha llegado a denominar «uno de los profetas del ecologismo moderno».

Por otra parte, está el conocido ejemplo del movimiento Chipko de los años setenta, liderado por una colectividad de mujeres (y algunos hombres) que consiguió poner freno a la aforestación de determinadas regiones de la India durante unos quince años, algo que subvierte por completo esta jerarquía natural, pasa más allá de ella y se coloca en una situación de igualdad o simbiosis.

En ese sentido, Chipko es uno de los primeros ejemplos claros de los valores ecofeministas en acción, ya que recibe de la perspectiva feminista la necesidad de la empatía y la colaboración, rompiendo así el eje clásico que lleva a interpretar el mundo necesariamente desde el eje de dominación, tan masculino, que es lo que representa Thoreau (sin que por ello invalidemos sus grandes aportaciones al ecologismo y a la desobediencia).

El movimiento feminista, por su parte, ha tenido una gran diversidad de manifestaciones en función tanto de debates como de sujetos de lucha que no solo se preocupaban por la reapropiación de la estructura material sino también por el control colectivo del tiempo, del espacio y de las relaciones de la vida cotidiana. La historia de los feminismos tiene grandes momentos de auge al calor de diferentes estallidos sociales, pero a la vez tiene la capacidad de aparecer y desaparecer, recomponiendo su fuerza en demandas muy concretas que superan o consiguen integrar la fragmentación, los debates y las perspectivas que han ido naciendo en su seno.

Similitudes y diferencias

Respecto a los últimos veinte años, resulta indudable la apreciación de que ambos movimientos han crecido en una relación de mutualismo simbiótico. La capilaridad horizontal de los movimientos sociales, tanto al nivel de las personas que en ellos se involucran, como al más alto nivel de discurso y estrategia, es innegable.

En el encuentro entre el feminismo y el ecologismo aparece una flexibilidad común: la capacidad de adaptarse a los ciclos políticos, ya hablemos de fuerzas y acciones como, sobre todo, de demandas y objetivos ajustados a la coyuntura política, es una fortaleza fundamental de los dos movimientos. Ambos, también, y tal vez por este marco de partida común, manejan un principio de descentralización: combinan imaginarios espaciales rurales y urbanos, centrándose al mismo tiempo en lo común y en las luchas concretas que surgen en cada contexto local (mujeres rurales, ecologismo local y feministas urbanas, ecologismo de derecho a la ciudad…).

Asimismo, destaca la existencia de demandas comunes en exponentes distintos dentro de cada movimiento. #NiUnaMenos o 25N o el 8M son manifestaciones en términos de repertorio, pero también una consigna y un espacio en el que se articulan diversos grupos feministas, y lo mismo ocurre con las diversas ramas del movimiento ecologista. Esta capacidad de sostener una razonable disonancia interior no tiene nada que ver con rencillas ya conocidas en ambos movimientos, todas ellas públicas y notorias, y que en absoluto son un ejemplo de la virtud que aquí se ensalza, que es la diversificación de manifestaciones que no son (o intentan no ser) competitivas.

Finalmente, el debate sobre la relación con las instituciones representa un aspecto crucial para ambos movimientos. Este debate se manifiesta a lo largo de las diferentes olas del feminismo y se refleja en la preocupación de las activistas por promover los objetivos del movimiento desde dentro de la institucionalidad, sin por ello dejar de participar en organizaciones independientes. Este enfoque reflexivo y crítico demuestra una preocupación compartida por mantener la autonomía y la integridad de los movimientos mientras se busca influir en las estructuras existentes para lograr un cambio significativo.

Hay un detalle especialmente interesante relativo al sujeto político de ambos grupos: vemos la interseccionalidad al mismo tiempo como un eje en común y como una diferencia. Por un lado, el feminismo, con un sujeto político claro, más evidente con respecto al ecologista, entiende rápidamente la interseccionalidad, casi de forma instintiva incluso en su exponente más mainstream: las mujeres son la mitad de la población humana y, de tal forma, ocupan simultáneamente diferentes posiciones de poder y opresión. El feminismo que no es interseccional no es válido, ya que no aplica a la totalidad de su sujeto político.

Por otro lado, el ecologismo, al tener un sujeto nacido de la percepción y el conocimiento, hace que aunque los individuos estén afectados tengan que sentirse de tal manera. Así, la interseccionalidad del ecologismo no surge de la diversidad de las personas afectadas por la crisis climática, sino que la construcción de esa percepción se hace desde lo sectorial. Por ello, la articulación del sujeto ecologista ha tenido más que ver con cómo la visibilización de los impactos en distintos sectores (trabajo, salud, ciudad) marca el pensamiento; es decir, aquí no hablamos de ser mujer y trabajadora, sino de ser trabajadores afectados por la crisis climática.

No quiere ello decir que el ecologismo sea necesariamente menos interseccional, pero desde luego sí quiere decir que, en el arco político de este binomio a lo largo de los últimos siete años, el ecologismo sin duda ha entendido la necesidad de dejar de ser percibido como una minoría homogénea para mostrar la inherente interseccionalidad de su lucha, de la misma manera que lo hizo en su momento el feminismo.

El ecologismo de hoy

En este contexto y fruto de la generación que ha vivido desde muy joven el movimiento feminista en su momento de máxima expansión y popularidad, surge la figura de Greta Thunberg en Suecia y, más concretamente, en la cumbre de Katowice. Si se piensa en los líderes del ecologismo moderno hasta el momento, la figura de Greta resulta, cuanto menos, rupturista. Hay que añadir que la siguiente disección no tiene la menor intención de minusvalorar los éxitos alcanzados por los exponentes de los que se va a hablar, que son muchos, pero es importante pensar en estos ejemplos para ilustrar dos corrientes muy distintas dentro del ecologismo (ejemplos que, precisamente por ello, no son representativos del conjunto, que es diverso y complejo, como lo son todas las luchas sociales).

Por un lado, un pretendido ecologismo de la parte más política y empresarial, que tuvo hasta un espacio en las elecciones a la presidencia de Estados Unidos, está centrado en las figuras de hombres de mediana edad, con un gran conocimiento técnico y político de la causa climática, pero que en absoluto están respaldados por un movimiento. Esta fórmula, de la cual el lector podrá sin duda imaginar varios ejemplos, tanto en el estado español como en el contexto más internacional, sostiene una lucha climática de despachos, documentales y escasa movilización social.

Por otro lado, haciendo un ejercicio de simplificación, pero sabiendo que no existen tampoco estos extremos totales, también podríamos decir que existe un ecologismo rupturista, que interviene desde fuera en las estructuras de poder y que, por ello, tiene su foco en la desobediencia. Esto puede suponer una suerte de acción por la acción que también peca, en ocasiones, de un liderazgo poco poroso. Tendemos a interrogarnos, desde el afán autocrítico, si determinadas formas de acción suponen que haya colectivos que se alejen y evitan que determinados agentes se conviertan en actores de cambio. Cabe señalar que, a diferencia del anterior modelo, su corazón social puede ayudar a que este efecto se atenúe, aunque es inevitable comparar las figuras de liderazgo de esta corriente con las de la anterior, pues se sitúan nuevamente en una lucha más presente en el eje de la dominación que en el de la construcción colectiva

En ambos casos se produce, sin embargo, un efecto de falta de accesibilidad a la acción. En el primer ejemplo, porque la acción climática es algo que corresponde a los despachos y a la incidencia política, y va de la mano de una gran cantidad de conocimiento y capacidad de influencia. No es accesible a un público general que acaba de descubrir que quiere hacer de esta causa la suya. En el segundo ejemplo, mucho más movimentista, transparente y abierto que el anterior, también sucede ocasionalmente esta dinámica, fruto del foco excesivo en la acción directa.

A pesar de los muchos esfuerzos dedicados a la accesibilidad de las acciones, la realidad es que, aunque la mayor parte del ecologismo movilizado (la audiencia base) comparte la tesis de Why Civil Resistance Works, la acción directa no violenta no resulta fácilmente escalable a una población todavía no demasiado comprometida y diversa. Las personas mayores, aquellas con diversidad funcional, o simplemente aquellas personas que no se pueden permitir ser arrestadas, se quedan fuera de la ecuación a pesar de ser, generalmente, de los individuos más vulnerables y cuyas voces más se necesitan.

En último término, lo que resulta evidente de los caminos de ambas corrientes es que, al no usar todas las herramientas a su disposición al mismo tiempo, su acción ecologista resulta falible, no solo por su falta de permeabilidad, sino por la apuesta recurrente por los mismos mecanismos, insuficientes por sí solos para provocar el cambio sistémico necesario.

En contraposición, el feminismo, con su mayor madurez como movimiento, ya ha pasado por este punto y ha aprendido que parte del cambio social requiere de confrontación en todos los escenarios posibles: desde las calles, sea con manifestaciones o con acción directa, hasta las instituciones y los tribunales. Los casos de litigación estratégica feminista, muy anteriores a los ecologistas y mucho menos conocidos, han sido, en muchas ocasiones, instrumentales a la hora de provocar cambios de importancia. De esta forma, el ecologismo actual debe aprender que usar todas las herramientas a su disposición resulta clave a la hora de hacer frente al sistema.

Conclusión

A lo largo de los últimos párrafos he llevado a cabo una breve disección de los aprendizajes compartidos del feminismo y el ecologismo. Desde sus orígenes comunes y a través del proceso por el cual hemos llegado a su situación actual, es innegable que los mayores aprendizajes en los movimientos, así como sus perspectivas e ideas más transformadoras, surgen de su carácter colectivo e inherentemente práctico.

Resulta, en último término, que los movimientos sociales son, en gran medida, como ecosistemas bien regulados: en la diversidad de su bioma están su fortaleza y su resiliencia. Diversidad tanto a nivel discursivo (donde se halla esta capacidad para la disonancia interna) como a nivel de acciones y espacios.

Los retos a los que se enfrentan el ecologismo y el feminismo son aún grandes y complejos, pero, como buenos biomas, estos siguen evolucionando, y de su salud dependemos para habitar el futuro.