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Ecología de la organización

Tras enumerar una serie de obligaciones impostergables para la renovación de las luchas por la emancipación, decía Manuel Sacristán: «Todas esas cosas se tienen que decir muy en serio. La risa viene luego, cuando se compara la tarea necesaria con las fuerzas disponibles». De esto hace más de cuarenta años. La tarea sigue pendiente, las fuerzas disponibles no son mayores, las risas han empezado a ser demasiado incómodas. Incapaces de dar con una forma de unirnos que logre la mayor eficacia posible en el poco tiempo disponible, nos vemos una y otra vez discutiendo sobre el problema de la organización política, haciendo uso de herencias diversas, descartándolas, probando ideas nuevas, frustrándonos otra vez, discutiendo sin fin, intentando dar sentido a medios nuevos y apropiarnos de la realidad sin que la realidad se apropie de nosotros, dejando continuamente a cientos de personas por el camino. Para intentar aclarar el camino que tenemos por delante y pensar qué significa hoy «organizarse», qué es una organización política y cómo el cambio climático altera este debate eterno entre la izquierda, hablamos con Rodrigo Nunes, autor de Neither Vertical Nor Horizontal [Ni vertical ni horizontal], una teoría de la organización para el siglo XXI.

Para situar el tema del que vamos a hablar, los problemas actuales de la organización política, creo que tiene sentido empezar preguntándote por las dos melancolías que en tu libro dices que afectan a la izquierda: la melancolía de 1917 y la melancolía de 1968. ¿Podrías explicarnos brevemente en qué consisten estas dos melancolías y por qué crees que suponen un obstáculo para pensar en nuevas formas de organizarse?

La idea de «melancolía de izquierda» la introdujo Walter Benjamin en 1931, pero ha sido recuperada en las últimas dos décadas, especialmente en la última, en interpretaciones que son más tributarias del concepto freudiano de «melancolía» que del sentido original. Para Freud, la melancolía es la incapacidad de realizar el duelo, de superar el vínculo con un objeto perdido. En una lectura como la de Enzo Traverso, una de las más recientes y ambiciosas, esta melancolía es elevada a la condición de un elemento intrínseco a la propia posición de izquierdas. Pero lo que me llamaba la atención en intentos anteriores, como los de Jodi Dean y de Wendy Brown, era el modo en que el referente de la discusión —quiénes serían los melancólicos— parecía cambiar:  yo tenía la impresión de que cada texto describía la posición del otro como melancólica. Y esto, me parecía, era síntoma de algo: que, aunque tengamos una sola derrota de la izquierda desde finales de los setenta con el ascenso del neoliberalismo, las posiciones desde las que se experimenta esta derrota son distintas según el punto de vista de su concepción de la transformación social. Fueron dos modelos distintos, que identifico esquemáticamente con dos momentos históricos, 1917 y 1968, lo que acabaron derrotados en el siglo XX; y de ahí se sigue que estemos hablando no de una sino de dos melancolías, que además se definen por oposición la una a la otra, y que con esa oposición se mantienen mutuamente en una posición de imposibilidad de realizar el duelo, de revisar sus apuestas fracasadas.

Esto ayuda a explicar por qué, como se observa a partir de los noventa, los debates dentro de la izquierda toman la forma de una elección forzada entre términos opuestos: hay que elegir entre lo vertical y lo horizontal, entre lo macropolítico y lo micropolítico, entre la unidad y la diversidad, entre la centralización y la descentralización… Cualquier persona que se involucre en una práctica política concreta comprende intuitivamente que los problemas nunca se presentan de manera tan neta, que nunca existe una práctica puramente vertical u horizontal, macro o micro, unitaria o diversa; pero la doble melancolía bloqueó nuestra capacidad de elaborar este hecho evidente. La derrota histórica de los setenta y ochenta fue, así, un hundimiento no solo de la capacidad organizativa de la izquierda (como consecuencia de un gran reflujo histórico de las grandes organizaciones de masas y de los movimientos sociales), sino de la propia capacidad de pensar concretamente sobre la cuestión de la organización. Entre la desaparición de la organización como realidad y problema concreto, de una parte, y la melancolía, de la otra, hay por tanto una relación de retroalimentación: la primera produce la segunda, pero la segunda vuelve muy difícil salir de la primera, lo que supone un duelo doble.

A pesar de ello, ¿crees que puede estar surgiendo una generación que, en cuanto a sus organizaciones, no esté afectada directamente por estas melancolías? Pienso en Fridays For Future o Extinction Rebellion, por llevarlo al frente climático, pero también en Black Lives Matter. Quizá sus apuestas organizativas, independientemente de las críticas que queramos hacerles, no estén determinadas por el peso abrumador de la tradición del siglo XX.

Hay una frase en el libro, que yo esperaba que fuese más polémica de lo que efectivamente parece haber sido, que dice que quizá en algún momento nos demos cuenta de que 2011 fue el 1989 de 1968. Con ello me refiero a que 1989 fue el fin definitivo del modelo de 1917 y, aunque ya casi nadie tuviese ninguna esperanza en que este modelo fuese a ser victorioso en los términos en que se planteaba inicialmente, después de ese año se vuelve absolutamente imposible volver a él si no es como una fantasía. Del mismo modo, después del movimiento de las plazas, se produce una ruptura en la que mucha gente concluye que tampoco aquello que se imaginaba como la aplicación de un modelo exclusivamente desde abajo, supuestamente del todo horizontal, organizado en grandes asambleas y demás fuese a ser capaz de darnos las respuestas adecuadas a nuestra coyuntura histórica. Y me parece que sí, que en una experiencia como la de Extinction Rebellion se ve algo que está más allá de estos debates, quizá porque ahí hay una generación que no solo es que esté más allá de los viejos debates sobre organización de la izquierda, sino que está más allá de la izquierda, en el sentido de que su socialización y formación política ya no se dan dentro de espacios y organizaciones que reclaman una herencia de esta o aquella tradición de los siglos XIX y XX.

Hay un rasgo en estas nuevas experiencias que me parece notable. Contra la idea del movimiento de las plazas, que se basaba en la máxima participación —lo cual, entre otras cosas, exigía una cantidad máxima de tiempo y dedicación que, muy rápidamente, se demostraba prácticamente imposible—, en Extinction Rebellion lo que tenemos es más bien lo contrario: un modelo en el que la gente acepta inscribirse en una cosa donde en principio se le ofrece muy poca participación y no dispone de un espacio donde colaborar con las decisiones estratégicas; en cambio se le dice «danos tu número de teléfono, tu mail y, cuando tengamos un acción, te llamamos». Esto, por un lado, está mucho más adaptado a la situación de precariedad y pobreza temporal en que la mayoría de la gente, especialmente la más joven, existe hoy; es como una adaptación a los movimientos sociales del modelo just in time, es una uberización de la organización política. Lo que llama la atención es que mucha gente parece no tener ningún problema con no participar en las decisiones más importantes, cosa que ocurre también con la estructura «oficial», digamos, de Black Lives Matter. Lo que se ve ahí es una tendencia a lo que en el libro llamo una plataformización de la organización política, no solo en cuanto que la organización pasa cada vez más por el uso de plataformas digitales, sino que la organización pasa a adaptar el modelo de la plataforma. Existe, por un lado, un núcleo organizativo que presenta una propuesta política o una idea general de una estrategia para el movimiento, unas herramientas de cooperación —lo que a menudo incluye, de hecho, una plataforma digital propia— y, por otro, la gente, que se suma en una posición ambigua entre la del miembro de una organización y la del usuario de una plataforma en su doble sentido, pues tiene algo de libertad para hacer lo que quiera dentro de esta propuesta pero, al mismo tiempo, dicha libertad está condicionada por los límites de la propia plataforma.

A mí no me interesa hacer un argumento epocal que diga «esta es la forma que tendrá toda política de aquí en delante», ni tampoco defender esta como una práctica organizativa superior a las anteriores. Lo que sí es importante es comprender las condiciones objetivas y subjetivas de este cambio, además de señalar tres cosas. La primera es que las cuestiones que le importan a la gente actualmente ya no parecen ser las mismas de un momento anterior, el que va del ciclo antiglobalización al movimiento de las plazas, en el que la adhesión a un horizontalismo estricto era una preocupación dominante. La segunda es que esto tampoco implica un simple rechazo de las aspiraciones del horizontalismo, sino una nueva manera de comprender y poner en movimiento la tensión entre horizontalidad y verticalidad. La tercera, finalmente, es que, si encontramos aquí nuevas soluciones a algunos de los problemas constitutivos de la organización, estas soluciones no agotan estos problemas, sino que los plantean de otros modos. Así, por ejemplo, incluso en algo como Extinction Rebellion suele pasar que los miembros/usuarios experimenten sus relaciones los unos con los otros como mucho más horizontales que las que tienen con los iniciadores de estas plataformas, y pasan a exigir más voz y participación en las decisiones. De ahí que a menudo se produzca una escisión entre el núcleo organizativo original y la gente que se suma después; por eso Roger Hallam ha abandonado Extinction Rebellion y por eso se han visto tantas tensiones dentro de Black Lives Matter.

Querríamos seguir en la misma línea de la pregunta anterior. Estas organizaciones que mencionábamos aparecieron poco antes y poco después de la pandemia del Covid, que las ha influido claramente, o bien barriéndolas, o bien modificando ciertos principios, o bien determinando sus acciones desde un comienzo. ¿Crees que la pandemia, en sí misma y por el shock político que produjo, mostrando cómo los Estados pueden tomar decisiones fulminantes y a gran escala en poco tiempo, ha afectado más todavía a nuestra confianza en nuestra capacidad para organizarnos? ¿Quizá nos haya llevado a confiar más en los espacios de apoyo mutuo para los momentos de crisis y no tanto a imaginar cómo influir en grandes acontecimientos?

De hecho lo que ha producido el Covid y lo que produce normalmente el problema del cambio climático es que se refuerza una condición en la que nos hallamos desde hace mucho tiempo. Me refiero a la confrontación con temas de escala cada vez mayor y más complejos, como la pérdida de soberanía nacional de los Estados-nación, las pandemias o la crisis medioambiental, al tiempo que las instancias organizativas de gran escala de los siglos XIX y XX y su imaginario se han perdido. Tenemos problemas que son muy grandes y no tenemos los medios con los cuales seríamos capaces de actuar en esa escala.

Creo que el Covid lo que ha hecho ha sido reforzar esta condición más que crearla, o siquiera revelarla. Desde los noventa y hasta hoy se ha venido hablando —pienso por ejemplo en mi amigo David Graber— de que nuestro problema sería de imaginación, de no tener la capacidad de imaginar alternativas. Pero me parece que ahí hay cierta confusión: estamos imaginando alternativas todo el tiempo, desde la ciencia ficción hasta un discurso político que a menudo bordea la ciencia ficción. Justamente lo que no logramos imaginar son los medios que permitirían llevar a término estas alternativas. Por esto precisamente para mí el asunto central es el de la organización: porque es el término intermediario entre la imaginación y la realidad.

Lo que nos hace falta son los medios que nos den la sensación de ser capaces de llevar a cabo lo que imaginamos, o por lo menos una idea sobre cómo construirlos. En la ausencia de todo ello, lo que nos queda es este repliegue a espacios más pequeños, a una organización de pequeña escala, de apoyo mutuo, que no es que no sea esencial y que en el contexto de la pandemia no tuviera perfecto sentido, pero es un repliegue que a menudo viene acompañado de otra idea, que es que la acción a gran escala ni siquiera hay que planteársela, porque es necesariamente mala y habría que dejársela a «los malos», a los políticos profesionales, a los burócratas, al Estado. Esto me parece que es algo que hay que combatir, yo escribo en buena medida para ello, porque juzgo evidente que, aunque toda acción sea siempre «local» en el sentido de que está situada en algún punto, no toda cuestión se puede resolver desde una acción que sea estrictamente «local» en el sentido de que no esté activamente buscando los modos de conectarse estratégicamente a otras iniciativas o de expandir su campo de acción.

Con la pandemia hemos visto la capacidad que tiene la política a gran escala de tomar decisiones que nos habían dicho que eran imposibles, y súbitamente la plata que nos decían que no existía estaba disponible para realizar una serie de cosas que se había dicho que eran inviables. Por otro lado, esto fue un cambio en buena medida temporal y que se produjo no en respuesta a una movilización desde abajo, sino a un choque externo que amenazaba al capital tanto como a la gente. De hecho, si hay algo que la incapacidad de las protestas de la década pasada para cambiar las cosas parece sugerir es que estamos en un periodo en que los enormes desequilibrios de poder económico y político, la estagnación capitalista y la crisis ecológica creciente confluyen para crear una situación de bajísima capacidad de respuesta institucional. La tendencia de expansión de derechos y participación a la que se asistió durante buena parte del siglo XX, ella misma asociada a una expansión global del capitalismo, ha llegado a su fin, y con ello el gasto de energía necesario para forzar cualquier cambio es mucho más grande: hoy meras reformas parecen exigir la fuerza de una revolución, y movilizaciones del tamaño de un 15M pueden tener lugar sin que nada cambie. Esto exige que planteemos la cuestión de la acción política más allá de la protesta social, bajo la forma, por ejemplo, de bloqueos o de sabotaje logístico. Pero igualmente nos obliga a plantear el tema de la acción colectiva en gran escala nuevamente, no solo porque acciones como los bloqueos también lo exigen, sino porque, aunque concluyamos que el fin de la permeabilidad institucional a las demandas desde abajo es una condición definitiva, no se puede ignorar ni la potencia que el Estado todavía tiene de impedir resultados aún peores (como vimos con el Covid), ni su potencia para acelerar activamente lo peor (como se vio recientemente en Brasil), ni el hecho de que es improbable que Estado y capital asistan pasivamente a su propia desintegración sin reaccionar de manera violenta.

En uno de los debates que he tenido cuando salió la edición brasileña de Ni vertical ni horizontal, un tipo me dijo que él entendía lo que yo planteaba como «un giro reflexivo del fin de las utopías». Yo no sé exactamente lo que quería decir con esto, pero le di una interpretación que me parece tener bastante sentido: las utopías quizá se hayan acabado, pero las distopías no. Quizás hoy tenemos que plantearnos el problema de la acción a gran escala no en nombre de una gran utopía, sino para evitar las distopías que vienen, que vienen cada vez más rápido y que no se pueden combatir exclusivamente desde la pequeña escala.

Esto encaja bien con la siguiente pregunta, porque, aparte de la escala espacial de la que hablas, podemos hablar también de los problemas de la escala temporal. Un problema muy específico del cambio climático es que trastoca los tiempos políticos y los comprime; esto casa bastante mal con los tiempos lentos de la organización y la reorganización. Por un lado, nos empuja a pensar en formas quizá más fugaces o pasajeras de organización si queremos ser relevantes a corto plazo; por otro, al necesitar cambios rápidos sin estructuras propias, nos obliga a apoyar la acción política de instancias en las que no tenemos influencia; para terminar, queremos crear paralelamente esas organizaciones estables que, al ser ellas mismas de largo plazo, nos permitan de hecho pensar y actuar a largo plazo. En medio de esta trampa imposible, ¿cómo crees que podemos ser más o menos pragmáticos sin subordinarlo todo al hoy ni tampoco al pasado mañana?

La crisis medioambiental es sin duda el problema más complejo con que la humanidad se ha confrontado, y es perfectamente posible que resolverlo sea algo que desborde nuestra capacidad finita de coordinación. Es importante señalar que puede que no haya ninguna solución y espero que el libro haya sido bastante honesto al decir que lo máximo que podemos hacer es, por ahora, intentar hacernos mejores preguntas. Es en este espíritu que propongo una de las ideas fuerza del libro, la de la organización como ecología. Uno de sus efectos es justamente el de operar un descentramiento de perspectiva, abrir la posibilidad de moverse entre diferentes escalas de tamaño y de tiempo. Es así como ello nos permite plantear, sobre otras bases, temas de los que se ocupaba tradicionalmente el debate sobre organización política, como son la estrategia y la disciplina.

Dos premisas implícitas en el debate organizativo a las que yo me opongo en el libro son que la organización es algo que se dice de las organizaciones (solo hay organización ahí donde la gente se ha organizado conscientemente en una organización) y que, por lo tanto, la «cuestión de la organización» consistiría en determinar cuál es la forma ideal que debe tener una organización. Cuando hablamos de ecología organizativa, estamos automáticamente negando las dos cosas: una ecología no es solamente un conjunto de organizaciones, sino también una trama de relaciones organizacionales entre organizaciones o incluso entre individuos que no pertenecen a ninguna organización; y supone una diversidad de formas, modalidades y grados de organización, lo que hace que la pregunta sobre una forma ideal resulte vacía. Es esto lo que opera un descentramiento, porque ahora la cuestión ya no es si mi organización es la que tiene la verdadera estrategia, sino qué puede lograr su estrategia en el interior de un campo diverso con otros actores y estrategias: cómo se compone con ellos, los refuerza o inhibe, cuáles son los posibles puntos de contacto, de colaboración, de choque, etcétera. Lo mismo vale para la disciplina. Desde el momento en que se habla de pertenencia a una ecología organizativa y ya no solamente a una organización, estamos hablando de dos niveles de fidelidad y, por lo tanto, dos niveles de disciplina. Por una parte, está la fidelidad a los objetivos de la organización y, por otra, la fidelidad a los objetivos de la ecología, cada una con una disciplina propia. Esto nos permite pensar nuestra acción a distintas escalas: está lo que estoy haciendo ahora, lo que ahora parece urgente, que quizás tenga alguna especie de éxito en este momento, y que por ello quizás exija algún tipo de pragmatismo; y luego está el lugar hacia el que vamos de verdad. Si tengo en mente las dos perspectivas, las dos disciplinas, no importa demasiado que el éxito inmediato sea una cuestión de vida o muerte para mi organización, importa también que sea al mismo tiempo un paso hacia donde realmente se necesita llegar. Aquí el pragmatismo tiene lugar, pero no es un fin en sí mismo, sino apenas un medio. Como propongo en el libro, la oposición entre radicalidad y pragmatismo se suele hacer de manera abstracta, porque toda situación concreta tiene siempre un límite inferior (un avance tan pequeño que no llega a cambiar en nada las cosas) y un límite superior (un cambio tan radical que simplemente no es viable en las actuales condiciones). El tema, entonces, no es elegir una identidad para todas las situaciones, la de pragmático o la de radical, sino indagar, en cada situación concreta, cuál es el mayor cambio que esta puede soportar, al mismo tiempo que se busca cambiar los límites existentes para que sea posible un cambio aún más grande más adelante.

Como mencionas, en el libro reniegas de la creación de el partido o de el movimiento, y hablas de una ecología organizativa, que no es una propuesta como tal, sino una manera de mirar a la forma en que intervenimos políticamente: a través una especie de ecosistema en el que conviven diversas formas de organización. Esto alivia cierta responsabilidad inasumible de intentar dar con la forma perfecta y definitiva de organización, pero quería preguntarte cómo crees que podría funcionar de manera más efectiva este ecosistema, qué mínimos necesitaría para operar, y si tienes en mente algún ejemplo cuando piensas en ello. ¿Quizá lo ocurrido en Chile en los últimos años (retrocesos incluidos), con movilización masiva, organizaciones involucradas pero sin ser necesariamente vanguardia, traducción institucional de las ambiciones, pueda ser un caso? Esto matizaría la imagen armónica que tenemos de la palabra «ecología»; quizá la ecología política funcione precisamente por no ser tan armónica. ¿Puede que sean la derecha y la extrema derecha quienes en la actualidad tengan un ecosistema organizativo engrasado, exitoso y en marcha?

Una pregunta que me hacen a menudo es «¿te parece que lo que propones podría ser utilizado por la derecha?». Me parece una pregunta muy graciosa. ¡Es obvio que sí!

De hecho ya lo están haciendo.

Sí, ya lo están haciendo, y muy bien. Me parece muy rara esta tendencia dentro de la izquierda, que al final del libro llamo «excepcionalismo ontológico», de creer que hay cosas que se aplican a nosotros pero no a los demás, o viceversa. Que la derecha pueda utilizar las mismas ideas nos enseña, en primer lugar, que no hay nada de necesariamente bueno en una ecología política, que puede ser bastante rica y exitosa sin que sus propósitos nos parezcan deseables. En segundo lugar, que la lección no es que las ecologías hay que crearlas, puesto que están siempre ya ahí, sino que hay que cultivarlas, lo que supone la capacidad de pensar nuestra propia acción ecológicamente. Dicho de otra manera, todas las ecologías ya funcionan a su modo; lo que pasa con los ecosistemas de la izquierda es que el modo en que funcionan es a menudo profundamente disfuncional.

Mientras que las ecologías de la derecha suelen ser constelaciones de élites de diferentes tipos (económico, político, religioso, criminal, militar) que buscan establecer control sobre sus áreas de actuación, y por eso mismo se contentan fácilmente con soluciones de equilibrio entre ellas, en la izquierda la competición por miembros, zonas de influencia, prestigio, etcétera, aún tiende a ser la actitud instintiva. Esto es, creo, un eco de una filosofía de la historia que planteaba la vanguardia como el grupo que tendría en manos el billete premiado de la transformación social y las organizaciones tenían que competir entre ellas para saber quién sería la ganadora. Por supuesto, la mayoría de los recursos de que necesita la práctica política son finitos: el tiempo, la energía de la gente, la plata… Pero tratarlos solamente como recursos escasos por los cuales hay que competir suele hacerlos aún más escasos (cuando compartirlos podría producir efectos que serían ventajosos para todo el mundo) y acaba en canibalización constante, porque, en vez de expandir la ecología, las organizaciones se comen trozos las unas de las otras.

En cuanto a ejemplos, el de Chile me parece bueno, incluso por demonstrar que la ecología no es una fórmula mágica y que, como todo, exige trabajo continuo y no necesariamente se mantiene en un nivel constante de intensidad. En el libro hago alusiones a otros casos, como los del movimiento por los derechos civiles en Estados Unidos, o los movimientos feminista y LGBT en los sesenta y setenta. Pero señalo también que incluso algo como la Revolución Rusa puede ser comprendido como una ecología; por ejemplo, la revolución en el campo no tiene nada que ver con los bolcheviques. No es que haya cosas que son ecosistemas y otras que no lo son: estamos siempre hablando de ecologías, algunas más centralizadas, otras más descentralizadas, algunas victoriosas, otras no tanto, y así siempre. Pero podemos pensar también en ejemplos más localizados de acción ecológica o cultivo de una ecología. Un caso que menciono en el libro es el de Bargaining for the Common Good, una red de sindicatos y movimientos de Estados Unidos que busca generar sinergias entre campañas sindicales y demandas sociales identificando enemigos y puntos de presión comunes, estableciendo calendarios de lucha compartidos, utilizando la fuerza de unos para darles apoyo a otros, e incluyendo en las negociaciones cuestiones que van más allá de lo estrictamente laboral.

En el libro hay un momento en el que hablas críticamente sobre la pregunta por el sujeto de la organización política. Supongo que hace unas décadas esta pregunta tenía ya una respuesta y los militantes se podían dedicar a otras tareas y reflexiones; ahora mismo, sin embargo, esta pregunta por el sujeto es omnipresente. No te vamos a preguntar quién crees que tiene que ser el sujeto de la lucha climática, o de las luchas políticas más en general, sino: ¿crees que esta pregunta es la adecuada? ¿Crees que la estamos formulando correctamente, o quizá que estamos esperando de ella más de lo que puede dar?

Una de las narrativas de fondo de Ni vertical ni horizontal gira alrededor de la progresiva (y a menudo postergada) transformación del imaginario de izquierda frente a una revolución ocurrida inicialmente en las ciencias, y después en todas las áreas, a partir de la segunda mitad del siglo XIX: el paso de una concepción determinista a una concepción probabilista de mundo. El problema con la noción de sujeto político es que la forma en que se desarrolló en el seno de la tradición marxista estuvo muy marcada por el determinismo. De ahí viene la creencia en lo que yo llamo «transitividad», es decir, la idea de que habría una posición objetivamente dada en el interior de la estructura social que estaría determinada a convertirse en sujeto revolucionario, y bastaría identificar exactamente qué clase era esta, qué fracciones de qué industrias en qué países, para saber cómo debería marchar la revolución. Aunque esta creencia empiece a tambalearse ya en los sesenta, no es hasta los años ochenta cuando se desmorona explícitamente. Sin embargo, algunos intentos por superarla, notablemente la obra de Ernesto Laclau y Chantal Mouffe, van demasiado lejos en la dirección opuesta: mientras antes se suponía que la subjetivación política seguía automáticamente de los intereses objetivos, ahora se supone que es la identidad subjetiva la que determina los intereses y que estos no poseen por lo tanto ninguna realidad más allá de la experiencia subjetiva. A mí me parece más razonable sostener una posición probabilista: las posiciones que se ocupa en la estructura social objetivamente determinan intereses que son más probablemente atendidos en algunas configuraciones que en otras (digamos, en el estado de bienestar o en una sociedad sin clases), pero de esto no se sigue que, tarde o temprano, la gente necesariamente sabrá identificar sus intereses en cuanto tales, porque hay un grado elevado de contingencia que se interpone entre la existencia objetiva de un interés y de sus condiciones de satisfacción, por un lado, y su identificación subjetiva, por otro. Una cosa es el interés, otra es el deseo, y el deseo a menudo nos hace percibir como nuestro interés más auténtico algo que verdaderamente no lo es.

Es cierto que la política supone sujetos colectivos, pero la consecuencia de lo que acabo de decir es que estos no se producen «naturalmente», a través de la transformación automática de una posición social objetiva en una posición política subjetiva, sino que necesitan ser construidos de manera contingente. Ahí está precisamente el rol de política, y por lo tanto también de la organización. ¿Que es cuál, en esencia?: el de crear composiciones de intereses y deseos, o sea, de constituir y sostener sujetos colectivos a partir de realidades fragmentadas, y no el de identificar un sujeto que ya estaría dado de forma latente y al que bastaría con despertar.

Aunque el debate sobre la organización es permanente en el espacio de izquierdas, en el libro describes cierto terror por parte de los militantes a la organización como tal, que es un terror a la capacidad de hacer cosas y, paradójicamente, a la posibilidad de cosechar éxitos. Pero es verdad también que hay una exigencia tan dura como abstracta por parte de los militantes radicales: se le exige a la gente simplemente que se organice, sin que sepamos muy bien qué significa eso; no sabemos dónde, no sabemos para qué, no sabemos con quién, no sabemos si tenemos que crear un espacio de la nada o si tenemos que sumarnos a alguno que ya existe, no sabemos si sería una organización de un solo nicho político o si sería una organización política más generalista. En definitiva, más allá de los militantes que le dedican horas y horas a la política, no existe una imagen clara de qué significa organizarse, en qué consiste materialmente. ¿Qué crees que le estamos pidiendo a la gente cuándo le decimos que tiene que organizarse? ¿Quizá estemos en un momento en el que quienes estamos ya organizados no tengamos que centrarnos en ser más como premisa sino en ser más efectivos en lo que ya hacemos, y puede que esto acabe atrayendo a la gente?

Dos fronteras que busco complejizar en el libro son las que se supone que existen entre la organización y la no-organización, por una parte, y la organización política y la organización social, por otra. Detrás de las dos está la idea de que la organización política sería fundamentalmente rara, que existiría solamente a partir del momento en que las personas se reúnen conscientemente bajo una estructura formal deliberada; en su límite, algo que existiría solamente cuando está el partido. Contra eso, lo que digo es que todo está siempre organizado de alguna manera, por muy informal, no deliberada y transitoria que esta sea; que la organización es, así, una realidad que no está contenida en las organizaciones; y que la distinción entre lo social y lo político está más bien en el tipo de efecto que las personas producen actuando juntas que en la forma que toma esta acción o en el contenido consciente que ellas tengan en mente. En la última década hemos visto muchas veces, por ejemplo, cómo comunidades digitales que existían para fines de conexión social o entretenimiento pueden ganar súbitamente una orientación política, de modo a veces efímero —como en el caso de los fans del K-Pop contra Donald Trump— y a veces duradero.

Esta presunción de extrañeza no es incompatible, me parece, con la inflación de la idea de «organización» de que habláis, pues lo que aquella hace es borrar todos los modos en que las personas ya están organizadas y eventualmente actúan de maneras que dejamos de comprender como políticas porque no se corresponden con nuestras expectativas; al mismo tiempo que genera esta exigencia de que, si hay una forma verdaderamente «política» de organizarse (aunque no sepamos decir exactamente en qué consiste), basta con que la gente la alcance para que las cosas finalmente empiecen a marchar. Esto se da justamente porque pensamos lo «verdaderamente político» por asociación con la forma o el contenido consciente, y no según sus efectos. Si atendemos a estos últimos, veremos que una gran parte de lo que en la izquierda se considera «estar organizado» cumple una función más bien social que política: son círculos de lectura o grupos que se reúnen cada tanto para debatir sobre la coyuntura, pero raramente están en condiciones de intervenir en cualquier proceso de manera decisiva.

La definición que propongo en el libro es que la organización política se refiere a los medios que nos damos para constituir una potencia colectiva de acción, lo que quiere decir también que estos son los medios experimentales que construimos a fin de probar colectivamente hipótesis políticas. Si nosotros nos reunimos solamente para discutir sobre la coyuntura, a lo mejor podemos concluir que lo que va a pasar es esto o aquello (porque así lo quieren los actores más poderosos), o que esto o aquello es lo que se debería hacer, pero no tenemos una potencia con capacidad intervenir en la situación. La organización política es, sobre todo, la constitución de esta potencia. Es ella la que puede operar el paso de un «esto es lo que alguien debería hacer» a un «esto es lo que vamos intentar hacer nosotros» —a una política con el sujeto dentro, como lo llamo en el libro—.

Pensarlo así no solo asocia la organización política una vez más a sus efectos, sino también subraya su relación con el deseo, el experimento y la estrategia. La mejor manera de organizarse es en relación a una apuesta estratégica, a una idea de lo que hay que hacer, qué necesitamos para hacerlo, cómo utilizar mejor los recursos de que disponemos para ello, dónde podemos buscar los recursos que nos faltan, qué es lo que se puede ganar con eso, quiénes son nuestros aliados, dónde están las palancas que hay que intentar mover. Es esto, mucho más que «organizarse» en sentido genérico, lo que nos hace falta hoy en día. Especialmente si estamos hablando de trabajar con quienes no son necesariamente «de los nuestros», que no tienen nuestras mismas identificaciones con la izquierda, etcétera. Es solo a los militantes a quienes «organizado» les suena como un valor en sí mismo, como algo que hay que ser. Para la mayoría de la gente, lo que importa es lo que estar organizado hace o puede hacer.