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¿Amarga victoria o dulce derrota del Green New Deal?

Emilio Santiago, Héctor Tejero y Xan López ||

Este texto fue publicado originalmente en el volumen Green New Deal. ¿Un programa de transición ecológica para Chile?, a principios de 2024.

Green New Deal: un posneoliberalismo que pone el clima en el centro

Según Thomas Meaney, en términos retóricos la historia del Green New Deal es la de un éxito genuino. Menos de quince años después de la popularización del concepto en algunas columnas de opinión e informes de think tank británicos y estadounidenses, toda la banda izquierda de la opinión pública occidental ha asumido su marco.

Si hubiera que destilar la idea de Green New Deal en sus esencias constitutivas, el Green New Deal es un paraguas que agrupa diversos procedimientos políticos, capitaneados por un Estado fuerte y con vocación de protagonismo económico, para acelerar la transición a una sociedad descarbonizada con un alto componente socioigualitario. Esto es, una transición ecológica justa, puesta al servicio de las clases populares, que no solo emprenda la ecologización de la economía, sino que en todo momento esta se vea acompañada de un proceso de redistribución de riqueza que permita superar los efectos sociales más dañinos de la era neoliberal. A partir de este marco estratégico común, el Green New Deal ha sido una idea disputada desde diferentes perspectivas ideológicas, más o menos ambiciosas en su carácter transformador: desde un centrismo liberal sensible al peligro climático hasta posiciones ecosocialistas y anticapitalistas de signo pragmático.

Por tanto, lo que comparten todas las expresiones del Green New Deal no es solo darle la prioridad que merece a la crisis climática, sino apostar por un retorno del compromiso popular y social del Estado que deje atrás el proyecto neoliberal. La necesidad de un Estado fuerte y de una direccionalidad y participación pública en la transición ecológica son una condición imprescindible de un Green New Deal digno de tal nombre. Este refuerzo de la capacidad estatal se ha planteado sobre tres planos. En primer lugar, una extensión del Estado del bienestar que se haría cargo de la parte de justicia social de la transición ecológica. En segundo lugar, un aumento de la inversión y la participación pública en los instrumentos necesarios para la transición ecológica, desde infraestructuras hasta empresas energéticas. Finalmente, la necesidad de una mayor capacidad estatal de planificación y de agencia. Toda esta propuesta no se produce en un vacío intelectual ni solo desde el ámbito ecologista. Junto con la desastrosa valoración de la respuesta posterior a la crisis financiera de 2008, existen diferentes contribuciones teóricas que han prefigurado de forma clave este «retorno del Estado» y, de alguna manera, influenciado el surgimiento del Green New Deal.

Entre estas influencias intelectuales podríamos destacar el trabajo teórico de Mariana Mazzucato y su idea de un Estado Emprendedor (un nombre diseñado con un objetivo explícitamente político), el crecimiento de una corriente crítica con la globalización neoliberal y defensora del papel del estado en el desarrollo económico y la política industrial (entre los que podríamos citar a Dani Rodrik, Ha Joon Chang o Erik Reinert, entre otros) y, por último, el conjunto de libros, estudios y propuestas que pueden agruparse bajo la etiqueta «Teoría Monetaria Moderna» que supusieron, sobre todo en Estados Unidos, una reformulación radical de la capacidad del Estado a la hora de financiar transformaciones políticas. No hace falta estar de acuerdo con sus postulados ni que los mismos se ajusten fielmente a la realidad económica para darse cuenta que su idea fundamental (que la capacidad financiera de los Estados solo está limitada por variables reales como la inflación y no monetarias como el déficit o el ratio deuda/PIB) supone tanto un ataque directo a las políticas austeritarias del neoliberalismo como una base sobre la que defender la viabilidad de la elevada inversión pública que requiere una transición ecológica justa y rápida.

La recepción del Green New Deal en España

Al menos en España, la breve historia del Green New Deal demuestra que para que una idea tenga éxito político no debe ser solo buena; también debe contar con el empuje de un momento propicio. Los planteamientos de algo parecido a un Green New Deal no eran una novedad radical cuando este se convirtió en un concepto estrella de la política progresista allá por 2018, primero en el mundo anglófono y luego, por efecto derrame cultural, en el conjunto del mundo occidental. A principios de los noventa en España, como en el resto de la Unión Europea, la intención de dar respuesta a la crisis ecológica mediante algún tipo de keynesianismo verde era un horizonte difuso pero sin duda común, al menos en los espacios políticos ecologistas y poscomunistas. El libro Ni tribunos, firmado por Paco Fernández Buey y Jorge Riechmann, recoge diez propuestas del mundo político y sindical de la izquierda española formuladas entre 1990 y 1996 que derivan de la misma célula madre ideológica de la que nació el Green New Deal dos décadas después.[1] De hecho, el mismo libro Ni tribunos, a pesar del tiempo transcurrido, sigue siendo una de las obras más completas escritas en castellano para pensar la arquitectura teórica y política del concepto.

Pero aquellas formulaciones de la protohistoria del Green New Deal español tardaron mucho tiempo en alcanzar peso político, pese a que con el paso de los años fueron encontrando plasmaciones cada vez más afinadas en los planos técnico y económico. Desde los primeros informes fundamentados de Greenpeace para transitar hacia una sociedad 100% renovable, hasta la medida estrella del programa electoral del primer Podemos (un plan de inversión en energías renovables que aspiraba movilizar un gasto anual equivalente al 1,5% del PIB a lo largo de un ciclo de inversión de veinte años, diseñado por Robert Pollin, Shouvik Chakraborty y Heidi Garrett-Peltier), todas estas iniciativas compartieron un mismo destino: ser grandes promesas, viables y sugerentes, que sin embargo no terminaban de eclosionar. El caso de Podemos es ilustrativo. El plan de transición energética estaba respaldado por la firma de conocidos gurús internacionales y fue intencionalmente situado como medida número uno del programa de las elecciones generales de diciembre de 2015, en las que Podemos irrumpió con sesenta y nueve diputados tras una campaña que pasó a la historia de la comunicación político-electoral. Y, sin embargo, la transición energética no tuvo ningún hueco en la campaña. La explicación la encontramos en el metabolismo afectivo de la sociedad española del momento: la fuente de energía política de Podemos era la revuelta del 15M, y esta se originó como una rebelión contra la ruptura del pacto social por el austericidio neoliberal tras la crisis del 2008, que se agravaba en contraste con la endémica corrupción del sistema político español. La cuestión ecológica no tenía apenas ningún peso en la galaxia de malestares que movilizó el 15M.

Sin embargo, ese metabolismo afectivo español comenzó a deslizarse al verde progresivamente a partir del año 2016, en un fenómeno que fue común en todo el mundo occidental. La explosión de la conciencia climática global que se manifestó con toda contundencia en las históricas movilizaciones climáticas de 2019 empezaba a gestarse entonces. Las razones de esta transformación del sentido común son complejas, pero cabe señalar, al menos, cuatro: el efecto de irradiación, en diferentes discursos y políticas, del Acuerdo de París, un tratado insuficiente pero no exactamente otro papel mojado más de la historia frustrante de la diplomacia climática (y que terminó descubriendo su valor por contraste con la política negacionista de la administración Trump); la encarnación de la crisis climática en realidades cotidianas angustiosas, pues en la segunda mitad de la década de los diez resultaba evidente que el cambio climático ya no era un relato científico sino una experiencia vivida en primera persona; la autodefensa científica internacional ante la victoria de Trump y su amenaza directa a la academia, ejemplificada en el traslado masivo de datos gubernamentales sobre la crisis climática de servidores estadounidenses a servidores canadienses, lo que empujó a que muchas investigadoras e investigadores despolitizados se organizasen y diesen un paso público en defensa política de la lucha climática; y, finalmente, el trabajo de choque ideológico de una nueva generación de activistas jóvenes, personificadas en la joven activista sueca Greta Thunberg, que, en este contexto, y alimentados por las demandas de atención de la comunidad científica, puso el clima en el centro de sus demandas de transformación social.

En esos años de formación de la ola de indignación climática, el movimiento ecologista carecía de herramientas para dar salida a la potencia política que estaba concentrándose en el subsuelo del sentido común de época. En España, a diferencia del centro y el norte de Europa, las fuerzas electorales netamente verdes, como Equo, apenas tenían implantación. En el sistema de partidos español, lo verde era un satélite discursivo bastante externo de una izquierda cuyo centro de gravedad estaba en las demandas más tradicionales del mundo del trabajo y la justicia social, estimuladas entonces por la gestión neoliberal de la crisis económica. Sin embargo, es justo reconocer que el PSOE, el espacio de centro-izquierda mayoritario y uno de los dos pilares del sistema político bipartidista que ha regido España desde el fin de la dictadura, tuvo más afinado su sismógrafo social y detectó antes las vibraciones de la ola verde en gestación. En junio de 2018, tras acceder al poder en la primera moción de censura exitosa de la historia de España, Pedro Sánchez nombró a Teresa Ribera como Ministra de Transición Ecológica. Esta nueva denominación ministerial era mucho más que un cambio de nombre, pues a las antiguas competencias del Ministerio de Medio Ambiente ahora se sumaban las de un sector tan estratégico como la energía. Al año siguiente, el PSOE presentaría un programa electoral que hablaba de «un Green New Deal para España», después de haber dicho en Davos que «no había que tenerle miedo al Green New Deal». A todo ello se suma el que las dos almas fundamentales del movimiento ecologista en España no facilitaron el surgimiento de un actor político autónomo: este movimiento se dividía entre un sector orientado a un ejercicio de presión institucional más parecido a un lobby, que se imaginaba influyendo en el poder pero no siendo poder, y otro sector con una hipótesis muy rupturista que, inspirada en diferentes marcos ideológicos (ecosocialismo, decrecentismo, colapsismo), tendían a desentenderse del trabajo institucional.

Ello explica que el aterrizaje en España de la idea de Green New Deal como dispositivo político lo abanderara un grupo de activistas bastante heterodoxo respecto a la tradición política del ecologismo español. Hasta donde sabemos, fue Contra el Diluvio —un colectivo orientado a la reflexión y acción sobre el cambio climático y sus efectos sobre las mayorías sociales, y fundado por dos de los firmantes de este texto— el primero en traer al debate político en España la propuesta del Green New Deal, y uno además alineado, en fondo y forma, con el fenómeno que estaba emergiendo en Estados Unidos promovido por políticos como Bernie Sanders y Alexandria Ocasio-Cortez y por el colectivo Sunrise Movement.[2] Del mismo modo, fueron otros dos autores de este texto quienes, durante la primera mitad del año 2019, teorizaron y publicaron la primera propuesta sistemática de un Green New Deal para España en el libro ¿Qué hacer en caso de incendio?. Un texto de intervención que fusionaba el espíritu del Green New Deal que propugnaba una figura como Alexandria Ocasio-Cortez con las hipótesis posgramscianas que habían nutrido, estratégicamente, la irrupción del primer Podemos.[3] El viento de cola de las movilizaciones climáticas de 2019, impulsadas por nuevos jóvenes militantes inspirados por Greta Thunberg, ayudó mucho a la recepción de este conjunto de mensajes. Además, la operación política de armar un Green New Deal en España tuvo ciertos resultados: influyó notablemente en que Más Madrid, partido regional surgido de la implosión del proyecto original de Podemos y que se mantenía fiel a la hipótesis política inicial, y luego Más País como ampliación de la hipótesis al conjunto del territorio nacional, se estructuraran como fuerzas verdes para las que la transición ecológica sirve de columna vertebradora de su programa económico. En el caso de Más Madrid con un notable rendimiento electoral (actualmente lidera la oposición en la región de Madrid) y, en el caso de Más País, como un foco de innovación política muy significativo para el campo progresista que le ha permitido marcar en varias ocasiones el debate nacional pese a sus modestos resultados electorales. En ambos casos, sin embargo, el rendimiento electoral y político de la identidad verde es más importante como elemento diferenciador en el espacio de la izquierda que como determinante del voto.

Antes de proseguir con esta reconstrucción histórica, es preciso aclarar un problema con el que se ha encontrado siempre el Green New Deal como expresión a nivel internacional, y particularmente en los países hispanohablantes: es un término con un profundo anclaje en el contexto norteamericano. (Mal) traducido a veces como «Nuevo Pacto Verde», la realidad es que la potencia comunicativa del concepto Green New Deal no se debe a su significado literal o a la idea de pacto, sino a la referencia a una época histórica determinada, el New Deal, que remite al recuerdo de una victoria popular. Este referente histórico sigue siendo fuertemente apreciado en general en Estados Unidos (Franklin D. Roosevelt siempre está entre los tres presidentes mejor valorados históricamente) y es una buena metáfora de lo que un país puede hacer para superar una crisis (económica en su momento, climática en la actualidad). Aunque el New Deal rooseveltiano de los años treinta adolecía de enormes déficits en materia de género o de igualdad racial, es un ejemplo de que las crisis de régimen pueden resolverse por una vía progresista.

Aterrizar el concepto Green New Deal en cualquier otro país implicaría, por tanto, no traducir literalmente sus palabras sino buscar una época histórica comparable. La historia de España no ofrecía ningún asidero simbólico parecido. Este es un país en el que, tradicionalmente, las victorias populares son efímeras y trágicas, y suelen dar continuidad a largos periodos de represión y reacción que ensombrecen cualquier balance histórico. Al mismo tiempo, el uso de una traducción directa o del mismo Green New Deal sin traducir permite asociarse a una corriente específica internacional del ecologismo, algo que quizás se perdiese con expresiones más regionalizadas. La realidad es que no hay solución perfecta y por eso cada caso debe estudiarse y decidirse en función de la coyuntura concreta. Por ejemplo, como nos dirigíamos fundamentalmente a sectores del ecologismo, cuando publicamos el libro ¿Qué hacer en caso de incendio? decidimos dejar como subtítulo Manifiesto por un Green New Deal y así introducir el concepto y vincularnos, como decíamos, a un movimiento internacional. Sin embargo, cuando quienes escribimos el libro redactamos un programa para unas elecciones decidimos hablar de «Acuerdo Verde», destacando las bondades comunicativas de la palabra «Acuerdo» en un contexto de fuerte polarización política.

Green New Deal, fase 1: un relato en lucha por la hegemonía

De un modo que escapa por completo a la influencia intencional de los aquí firmantes, pues la causa última fue el auge de las movilizaciones climáticas de las que solo éramos una célula microscópica, una más de sus muchas expresiones, lo más reseñable de esta historia es que, visto retrospectivamente, 2019 fue un año en el que la idea genérica de transición energética tomó el control del espíritu de época y se hizo relativamente hegemónica. En España, administraciones de todo tipo declararon la Emergencia Climática: desde ayuntamientos tan importantes como el de Barcelona hasta el Gobierno Central, que lo hizo en enero de 2020 por vía del Ministerio de Transición Ecológica y Reto Demográfico. Este gesto institucional, despreciado por los espacios activistas por su carácter cosmético e incoherente, sin embargo también podía ser leído como el preámbulo de futuras victorias estructurales. Al fin y al cabo, ya nos había enseñado Gramsci que antes de gobernar y transformar, una propuesta política debe liderar intelectual y moralmente. Las declaraciones de emergencia climática eran la prueba de que el ecologismo estaba sabiendo disputar las palabras que daban sentido y organizaban las prioridades de la experiencia social.

Del mismo modo, en las elecciones generales del año 2019, de las que hubo dos convocatorias ante el fracaso en las negociaciones para conformar un gobierno progresista (abril y noviembre), el conjunto de las izquierdas concurrieron con programas electorales que ponían el acento en la transición ecológica justa como su gran apuesta estratégica. De hecho, uno de los primeros golpes de efecto de Pedro Sánchez al frente del gobierno progresista conformado a final de año fue el de elevar a Teresa Ribera, aún al frente del Ministerio de Transición Ecológica, a la categoría de vicepresidenta del país.

Con todo y ello, la gran trinchera ganada por el espíritu del Green New Deal en el año 2019 fue el modo en que sirvió de inspiración para el diseño de la columna vertebral de las estrategias de desarrollo económico y tecnológico del conjunto de la Unión Europea a treinta años vista, y que tomaron forma en la aprobación del Pacto Verde Europeo, o European Green Deal: un paquete de medidas de diversa índole que suponían un salto de escala muy notable en el compromiso geopolítico de la Unión Europea por abanderar, a nivel global, una suerte de capitalismo verde con rostro humano. Como constata Antxon Olabe, del conjunto de las grandes economías del mundo, desde los años noventa ha sido la Unión Europea la que ha mostrado un compromiso mayor con el liderazgo de la transición ecológica. Los motivos son varios y de diversa naturaleza: desde la escasez de recursos fósiles propios hasta la necesidad de generar nuevos nichos de desarrollo industrial competitivos, pero también caladeros simbólicos y yacimientos de valores posmateriales para desplegar su propio soft power, pasando por el buen hacer hegemónico de las fuerzas verdes en Estados clave de la unión como Alemania. Este rol de Europa como vanguardia verde de la globalización quedó enormemente reforzado con el European Green Deal, que entre otros objetivos volvía vinculantes, para el conjunto de los estados europeos, metas como un 55% de reducción de emisiones para el año 2030 (respecto a las de 1990), la neutralidad climática en el año 2050 o políticas muy avanzadas en materia de agricultura ecológica o economía circular. Aunque el European Green Deal fue recibido con escepticismo, incluso con hostilidad, por los espacios del ecologismo antagonista, pues su aplicación en el marco de la gobernanza neoliberal europea se antojaba o bien un objetivo imposible de cumplir, o un proceso de acumulación de nuevo signo con efectos socialmente lesivos, lo cierto es que el European Green Deal suponía una importante victoria cultural ecologista que no se limitaba a un fuego de artificio propagandístico. Bajo su paraguas era (y sigue siendo) de esperar un conjunto de reformas legislativas y de decisiones sobre grandes inversiones llamadas a acelerar sustancialmente, aunque quizá no a la velocidad suficiente, algunos de los procesos de sustitución tecnológica que la transición ecológica conlleva. Sin duda el ecologismo transformador estaba en lo cierto al señalar que la ambición del European Green Deal era insuficiente, como insuficientes eran las garantías de que sus apelaciones a la justicia social no se fueran a quedar en pura retórica. Pero hemos de advertir que salvo que Europa conozca un importante retroceso político e ideológico hacia el negacionismo de derechas, que no es en absoluto descartable, los horizontes de desarrollo del modelo europeo han quedado alineados con uno de los principios básicos de un Green New Deal: la modernización ecológica como fuente de empleo y prosperidad. Sin embargo, otros de los principios básicos del Green New Deal, como la justicia social y, sobre todo, la necesidad de una dirección público-estatal del proceso, están mucho más lejos de ser efectivos.

El Green New Deal fase 2: dos pruebas de fuego y un cambio en el guion

Podríamos decir que la COP 25 planeada para diciembre de 2019 estaba gafada desde el principio. Inicialmente tenía que realizarse en Brasil, pero el presidente negacionista Jair Bolsonaro rechazó organizarla a finales de 2018, así que Chile se ofreció para acogerla. Sin embargo, en octubre de 2019 comienza en este país la revuelta social conocida como «el estallido», que daría pie a uno de los procesos más ilusionantes y al mismo tiempo frustrantes a nivel internacional de los últimos años.

Ante la imposibilidad de Chile de hacerse cargo en ese momento de la COP, España se mostró dispuesta a acogerla logísticamente bajo una presidencia conjunta. El 6 de diciembre de 2019, en torno a medio millón de personas encabezadas por Greta Thunberg y muchos otros activistas climáticos salieron por las calles de Madrid a exigir más ambición climática. Esta manifestación puede considerarse el canto del cisne de la explosión de conciencia climática que había empezado a mediados de 2018 poco después de la publicación del informe de la ONU que alertaba sobre los riesgos de sobrepasar los 1,5 ºC, y que atravesaría todo 2019 a lomos de un nuevo activismo juvenil.

La COP 25 tuvo ese carácter de clímax porque apenas una semana antes, el 1 de diciembre de 2019, comenzaron en la ciudad china de Wuhan los síntomas del paciente cero de una infección desconocida que antes de acabar el año recibiría el nombre Covid-19. Todos sabemos lo que pasó después. Se multiplicaron los casos en diferentes países del mundo hasta dar lugar a la primera gran pandemia global del siglo XXI y a un fenómeno sin precedentes en la historia reciente: el gran confinamiento, la decisión de la gran mayoría de gobiernos de restringir el movimiento de sus ciudadanos y obligarlos a quedarse en casa para contener la presión que las infecciones por Covid estaban produciendo en unos servicios sanitarios a menudo maltrechos tras años de austeridad.

Es ya un lugar común el afirmar que las medidas políticas, sociales y económicas tomadas para hacer frente a la pandemia de Covid-19 pueden leerse desde la idea del retorno del compromiso social del Estado y el inicio de una mutación epocal que va desde el neoliberalismo hacia otra cosa en la que la intervención estatal y la relocalización ganan peso frente a la expansión globalizadora del libre mercado que caracterizó la época anterior.

El confinamiento obligatorio y la suspensión de numerosos trabajos obligó a poner en marcha o a extender diferentes mecanismos de apoyo monetario a los trabajadores a lo largo y ancho del globo. La disrupción de las cadenas de suministro global y la dependencia inicial de China para todo tipo de productos sanitarios necesarios (desde mascarillas hasta respiradores) inició el debate de la relocalización productiva y la política industrial. Finalmente, tras los confinamientos iniciales, los grandes bloques pusieron en marcha diferentes esquemas de colaboración público-privada (compra anticipada en la Unión Europea, Operación Warp Speed en Estados Unidos) para conseguir vacunas contra el Sars-CoV-2, la primera de las cuales sería aprobada en el plazo récord de un año. La posterior distribución de dichas vacunas por criterios estrictamente médicos y no mercantiles, algo que no por ser completamente lógico deberíamos dar por sentado en un mundo capitalista, podría considerarse casi un pequeño destello de socialismo.

La pandemia fue el primer golpe de timón serio frente a un neoliberalismo debilitado por la desastrosa gestión económica de la crisis de 2008 y los diferentes envites políticos de la ola populista de la década de 2010 tanto desde la derecha como la izquierda. Naomi Klein fue la primera en señalar la enorme y catastrófica coincidencia de que la creciente evidencia científica sobre las consecuencias del cambio climático se produjese en el periodo triunfal del neoliberalismo. Su progresivo desmantelamiento, incluso si se debe a otras causas, y teniendo en cuenta que no existen garantías de que lo que pueda seguirle sea necesariamente mejor, es no obstante una condición necesaria, pero en ningún caso suficiente, para que una transición ecológica justa y rápida pueda evitar las peores consecuencias de la crisis climática.

Se ha escrito bastante sobre la relación entre la aparición de nuevas pandemias, el apetito voraz del capitalismo por interferir en cada espacio natural que queda en el planeta y la policrisis ecológica que esto provoca. Sin embargo esta relación siempre fue tenue para la gran mayoría; como mucho un factor más, en ningún caso algo relevante entre la población general. Menos se ha escrito sobre el efecto que tuvo el confinamiento y la pandemia de Covid-19 sobre la, hasta entonces, creciente movilización ecologista y la difusión de la idea del Green New Deal. En el primer caso es difícil no ver que la pausa obligatoria de la actividad social provocó la interrupción de una movilización global que, si bien eventualmente se hubiese agotado, como todas, aún parecía tener mucho camino por recorrer. A pesar de sus límites, los movimientos sociales son en cierta manera el combustible sobre el que avanzan las transformaciones sociales de gran calado. La incapacidad de mantener el pulso en la calle debido a las restricciones, pero también la propia entrada de una gran crisis sanitaria a competir por la atención global, e incluso por el concepto de «urgencia», y, por último, la simple saturación de noticias negativas, destronaron parcialmente al cambio climático del sitio que había alcanzado a lo largo de los dos años anteriores.

Pese a todo, las movilizaciones climáticas habían avanzado lo suficiente como para condicionar las decisiones que tomaron los Estados, sobre todo a la hora de enfocar la recuperación tras el primer confinamiento. Si antes decíamos que la pandemia ha catalizado un retorno del Estado que es necesario para avanzar hacia cualquier formulación del Green New Deal, durante estos años hemos podido observar también el fenómeno inverso: las respuestas económicas de los tres grandes bloques político-económicos globales tras la pandemia tuvieron, con sus diferencias y sus ambigüedades, un carácter innegablemente verde.

Empecemos por China, por razones culturales y políticas seguramente el bloque más impermeable a la expansión de la conciencia climática global de los años anteriores. En septiembre de 2020, para sorpresa de todo el mundo, Xi Jinping anunció en la Asamblea General de la ONU la neutralidad de carbono del país para 2060 y el objetivo de alcanzar el máximo de emisiones en 2030, un compromiso sin duda insuficiente pero increíblemente importante para asegurar un futuro climáticamente seguro para la humanidad. En 2022, China invirtió en transición energética un 70% más que la Unión Europea y Estados Unidos juntos, a pesar de tener un PIB comparable a cada uno de ellos por separado. Ese mismo año, sus inversiones representaron el 90% de todo lo invertido a nivel global en la fabricación de tecnologías para la transición energética (baterías, eólica y fotovoltaica).

La respuesta de la Unión Europea supuso una ruptura con dogmas neoliberales imbricados en el funcionamiento de la Unión que en ningún caso se habían discutido en la larguísima gestión austeritaria de la crisis financiera y, posteriormente, del euro. En el verano de 2020 vimos como se suspendían las reglas fiscales del déficit, se mutualizaba la deuda y se aprobaban los fondos Next Generation (un paquete de cientos de miles de millones de euros para estimular una recuperación económica en el marco del Pacto Verde Europeo y de una transición verde y digital). Un año después, en julio de 2021, la Comisión Europea presentó el paquete Fit for 55, que aumentaba el objetivo de reducción de emisiones de la UE en 2030 del 37,5% al 55%. Dogmas rocosos, que parecían eternos, constitutivos e inextirpables del tejido político de la Unión Europea, que hicieron naufragar varios proyectos de cambio social, no solo quedaban en cuestión, sino que se diluían en cuestión de pocos meses. Lo que en su momento parecía una mole institucional inabordable ahora mostraba recovecos, incertidumbres y pliegues políticos que disputar.

Estados Unidos, la cuna del Green New Deal, es quizás un caso aún más sorprendente. Allí la pandemia coincidió con el proceso de primarias demócratas y, después, con las elecciones presidenciales. El resultado del primer proceso fue una victoria sin paliativos de un viejo senador moderado y hacía no mucho vicepresidente del país, Joe Biden, que hábilmente supo integrar y colaborar con el gran rival a su izquierda, Bernie Sanders. Su victoria posterior en las elecciones de 2020, sin duda muy influenciada por la desastrosa gestión trumpista de la pandemia, dio inicio a una presidencia que ha liderado políticas económicas que pocos esperábamos. Con sus luces y sus sombras, y las sombras climáticas no son inexistentes (como la apertura de pozos petroleros en Alaska, o las nuevas concesiones de gaseoductos) la llamada Bidenomics está sin duda influenciada en muchos aspectos por la agenda económica del Green New Deal que puso sobre la palestra la izquierda demócrata de Ocasio-Cortez y Sanders los años anteriores. No es la única influencia, por supuesto, y es difícil no ver una influencia igual o superior en las ansiedades norteamericanas por la amenaza de China a su hegemonía económica y geopolítica. Pero cualquiera que haya seguido la política americana no puede obviar el hilo conductor que une el Green New Deal de Bernie Sanders, la propuesta de Build Back Better de Biden y el Inflation Reduction Act aprobado finalmente por el Congreso en verano de 2022.

Tanto en Estados Unidos como en la Unión Europea, el Green New Deal ha ganado perdiendo o ha perdido ganando. El Pacto Verde Europeo o la Inflation Reduction Act son programas menos ambiciosos de lo deseado y lo necesario pero, sin duda, son descendientes de las movilizaciones climáticas del 2019 y de esa idea de transición ecológica justa y enorme movilización económica que llamamos Green New Deal.

Socialdemocracia de guerra: ¿amarga victoria o dulce derrota del Green New Deal?

A principios de 2022 la dulce derrota, o la amarga victoria, de las políticas del Green New Deal parecía haber llegado a un punto estable. El shock pandémico había servido de catalizador para dos tendencias que se habían desarrollado con enorme lentitud desde el año 2008, pero que ahora habían explotado con la velocidad increíble de todas las verdaderas crisis. Como ya hemos visto, estas tendencias eran las de una mayor involucración del Estado en la gestión directa de la economía y una expansión sin precedentes en las últimas décadas del gasto social. En ambos casos una coyuntura excepcional, imprevisible y sin ningún culpable humano identificable había creado una ventana de oportunidad lo suficientemente amplia y urgente como para hacer saltar por los aires varios tabús neoliberales que habían resistido prácticamente incólumes el primer asalto de la gran crisis financiera. La mutualización de deuda y expansión fiscal en la Unión Europea (contra la gestión ultraortodoxa en la anterior crisis), la redistribución de riqueza sin precedentes (sobre todo en Estados Unidos, donde los cheques pandémicos supusieron la mayor intervención contra la pobreza en décadas) o el reconocimiento de la debilidad geopolítica de la producción mundializada just in time (escasez de material sanitario, producción y distribución por bloques de las vacunas, gestión directa del caos en las cadenas de suministro) fueron golpes reales y profundos a un diseño institucional que ya empezaba a mostrar demasiadas grietas. Sin embargo, a principios de 2022 la aspiración mayoritaria era la reapertura y la vuelta a la normalidad, y no tanto seguir avanzando en un desensamblaje neoliberal que nadie había planeado ni deseado. Hacía falta una nueva crisis dentro de la crisis para que se produjera un salto cualitativo de irreversibilidad.

En la mañana del 24 de febrero de 2022 tropas rusas invadieron por cuatro frentes el territorio de Ucrania. A pesar de que las tensiones con Rusia habían ido en aumento en los años anteriores, a pesar de la relativamente reciente invasión de Crimea y el control de facto del Donbás, a pesar de las claras advertencias de los servicios de inteligencia estadounidenses (quizás, en algunos casos, debido a esas advertencias), la invasión causó una enorme conmoción y sorpresa en la mayoría de la sociedad. Después de unas primeras semanas de caos empezó a resultar evidente que Ucrania no iba a colapsar inmediatamente arrollada por una fuerza militar superior y que la guerra en Europa había vuelto para quedarse, al menos en el medio plazo. Con ella se abrían varios frentes de desestabilización social, que se sumaban a los que ya estaban en activo. Primero, las sanciones económicas y financieras sin precedentes a Rusia, incluyendo su expulsión del sistema SWIFT o la congelación y expropiación efectiva de las divisas internacionales en manos de su banco central. Segundo, el cataclismo energético, centrado en Europa pero con reverberaciones mundiales, al cortarse de forma gradual pero sostenida la compraventa de combustibles fósiles (fundamentalmente gas natural licuado, pero no solo) entre Rusia y un buen número de países europeos y aliados. Tercero, la imposición del marco bélico y de seguridad nacional a muchos problemas que anteriormente se habían considerado de naturaleza «civil», como la independencia energética o la capacidad industrial dentro de un bloque aliado. Cualquiera de estas cuestiones, por separado, habría causado una gran crisis política. Todas ellas juntas, cuando apenas se comenzaban a amortiguar los efectos de la pandemia, suponían un vuelco potencialmente irreversible.

Comencemos planteando claramente lo que seguramente sea la cuestión más espinosa para la izquierda: la motivación más poderosa para la coordinación y estimulación industriales, en términos históricos, ha sido siempre la militar. La Primera Guerra Mundial hizo más por mostrar la efectividad de la planificación económica que décadas de teorización. La Segunda Guerra Mundial hizo más por acabar con la crisis y estancamiento económico en Estados Unidos que años de New Deal. No hay nada como una guerra para disciplinar a una masa crítica suficiente de intereses económicos y convencerles, por las buenas o por las malas, para cooperar en la persecución de ciertos objetivos fijados desde el Estado. La seguridad nacional y la supremacía geopolítica son la ultima ratio disponible para los Estados-nación, su último as en la manga para superar las limitaciones autoimpuestas en forma de diseños institucionales y acuerdos internacionales que priorizan los intereses de los llamados mercados, de la acumulación, el flujo y la rentabilidad del capital. La invasión de Ucrania transformó los tímidos pasos de unas políticas posneoliberales como respuesta a shocks percibidos como externos (climáticos, pandémicos) en una suerte de socialdemocracia de guerra en la que el conflicto geopolítico vertebra un impulso por la reindustrialización nacional o de bloque, la independencia energética, o la expansión fiscal y redistributiva. Todos estos hilos buscan formar una unidad teórica y política con dos objetivos fundamentales: garantizar la supremacía militar y económica a nivel mundial, y mantener la paz social y la estabilidad institucional a nivel doméstico.

A nivel legislativo, y en lo que concierne a la cuestión climática y ecológica, este impulso se plasma en nuevos avances como las Inflation Reduction Act o CHIPS Act en Estados Unidos (agosto de 2022), o la REPowerEU (mayo de 2022) y el Green Industrial Plan (febrero de 2023) de la Unión Europea. Las leyes siguen la lógica descrita: reindustrialización de sectores geoestratégicos, política industrial basada en incentivos, objetivos ambiciosos de autonomía energética y descarbonización, sin olvidar su dimensión ecológica pero entendidos fundamentalmente como cuestiones de seguridad nacional. La coronación simbólica del proceso puede encontrarse en el discurso del Consejero para la Seguridad Nacional de Joe Biden, Jake Sullivan, del 27 de abril de 2023, en el que se presenta la propuesta de un Nuevo Consenso de Washington. El mensaje a su base social nacional y a sus aliados internacionales es clara: las ortodoxias neoliberales han fracasado. Han causado el vaciado de la base industrial estadounidense, la fragilidad ante shocks provocados por agresiones externas, la dependencia excesiva de actores hostiles, la incapacidad de reaccionar ante crisis existenciales como la climática, la erosión permanente de los cimientos sobre los que se sostienen las democracias liberales occidentales. Ante eso Sullivan propone un giro hacia la política industrial activa, la autonomía productiva en los sectores estratégicos, la descarbonización agresiva, las políticas sociales que garanticen un suelo económico para amplias mayorías y eviten la descomposición terminal del cuerpo político. Estados Unidos se compromete a avanzar en esta dirección, siempre que mantenga su posición de primus inter pares, de líder de un nuevo bloque con estos valores. Esto es un mensaje claro a Rusia, a China, pero también a sus aliados. No es la muerte súbita del neoliberalismo, pero sí una propuesta clara a una alianza inestable que busca un proyecto propio, contrapuesto a sus enemigos internos (la reacción trumpista y neorreaccionaria mundial) y externos (el iliberalismo y las economías de «no-mercado», como las llama Sullivan).

A mediados de 2023 el Green New Deal ha sufrido una transformación con cierto parecido a la del New Deal original. Desde sus comienzos como posible respuesta a una situación de crisis económica y (ahora) climática, la fuerza de los acontecimientos y la rudeza de la correlación de fuerzas han hecho que poco a poco su impulso vaya tomando cuerpo como una línea más de un proyecto contradictorio pero orientado a la reindustrialización y descarbonización en clave de confrontación geopolítica. El dilema para la izquierda en esta coyuntura está en decidir si su postura debe ser la del precario «dentro y contra», para potenciar los elementos de justicia social y estabilización climática y neutralizar los peores impulsos belicosos y securitarios, o si por el contrario la deriva inevitable del proyecto ya es la de confrontación militar, y por lo tanto de barbarie asegurada por otros medios, a la que hay que enfrentarse nítidamente desde «fuera». El drama, por supuesto, es que esta decisión debe tomarse en una suerte de cuenta atrás de una bomba climática, en la que el tiempo ya no es neutral sino que juega en nuestra contra y en la que un error de cálculo de unos pocos años puede asegurar que traspasemos umbrales de peligro para la especie y la civilización humana de los que ya no haya vuelta atrás posible.

El Green New Deal y su irreversibilidad relativa

¿Qué está vivo y qué está muerto en el Green New Deal? Hemos intentado resumir años de avances y retrocesos, de alianzas inesperadas y desencuentros frustrantes. Nos hemos centrado en la recepción y adaptación del proyecto por un nuevo pacto social verde en Europa y en España, pero la dimensión del Green New Deal a día de hoy ya es mundial. Nos parece pertinente en este texto intentar responder a dos preguntas fundamentales. Por un lado, ¿de qué manera ha conseguido el Green New Deal transformar irreversiblemente el panorama político? ¿Qué elementos de su propuesta son ya inevitables, o enormemente difíciles de obstaculizar? Y, por otro lado, ¿en qué aspectos podemos decir que ha fracasado? ¿Qué elementos de su propuesta pueden ser derrotados o no han conseguido todavía echar a andar?

Comencemos por la irreversibilidad del Green New Deal. Su aspecto más importante es quizás el más obvio, pero el que es más difícil de percibir sin tomar cierta distancia del presente. Hace cinco años el consenso científico sobre la gravedad del cambio climático y la crisis ecológica era similar al de hoy en día. Pese a ello, no era un tema que estuviese en el mainstream del debate político. Lo climático, lo ecológico, era siempre una cosa más, de segundo o tercer orden, una medalla que colgarse. Una identidad que lucir. Hoy en día la crisis ecológica, sobre todo la climática, es una cuestión de primer orden. Moviliza a millones, está en boca de muchos de forma constante, de casi todos en momentos de particular urgencia, que cada vez son más frecuentes. Abre discursos históricos, justifica inversiones masivas y la recuperación de la política industrial en Occidente, es razón y aliciente para la reorientación de la seguridad nacional. Es fácil mostrar cierto cinismo ante todo eso, la sensación de que muchas veces lo climático es una excusa, señalar que nada está cambiando con la intensidad o velocidad necesarias. Todo eso es cierto, pero un análisis que solo hable de esos límites será un análisis abstracto e incompleto. El Green New Deal ha conseguido una transformación del sentido común, del debate social. Ha conseguido cambios perceptibles y en algunos casos profundos en décadas de consenso bipartidista, de la ortodoxia que se presentaba como eterna. Es un primer paso, incompleto y contradictorio, pero en la medida en la que ya parece irreversible hemos de darle la importancia que se merece. Es la culminación de muchos años de esfuerzo militante, que se ha erguido a los hombros de décadas de concienciación y activismo ecologista. Aunque solo hubiese conseguido esta ruptura, su apuesta por una política de masas, por la transición ecológica y la justicia social ya habría sido recompensada. Es una transformación revolucionaria de la coyuntura política.

El segundo elemento irreversible del Green New Deal es la transición energética entendida de manera estrecha como transición de la producción energética de la inmensa mayoría de países del planeta. Aquí se combinan aspectos que podríamos definir como positivos, o inconfundiblemente progresistas, surgidos de una sana precaución por las amenazas climáticas o el empuje de la sociedad civil, con otros más problemáticos y con más aristas, como el giro en el ámbito de la seguridad nacional hacia una combinación de soberanía energética e independencia industrial, motivado fundamentalmente por los shocks solapados de la pandemia del Covid-19 y la invasión de Ucrania. El resultado es la vuelta de la política industrial y la inversión masiva para la conversión a energías renovables de un porcentaje sustancial de los sectores energéticos nacionales. Todavía será necesario electrificar o transicionar a combustibles libres de emisiones muchos usos (transporte, calefacción, procesos industriales), pero la cuestión importante aquí es el enorme momento detrás de esta transición y lo complicado de pararla en seco. Sin duda habrá retrasos, pasos atrás, boicots de gobiernos o sectores empresariales hostiles, la persistente falta de una ambición suficiente, pero el salto cualitativo en la velocidad y credibilidad de esta primera etapa de una transición energética general es indudable.

¿Qué elementos están en peligro, o no han avanzado de la misma manera? La transición ecológica es mucho más que la transición del sector energético, y por desgracia el estado actual de aquella es mucho más desigual. En España y en Europa las cuestiones de una transición en la movilidad o el sector agrícola están profundamente enquistadas, y son de hecho los principales bastiones de una suerte de primera contraofensiva reaccionaria frente a los avances de los últimos años. En España la derecha ha hecho de la oposición a la movilidad sostenible uno de sus argumentos favoritos en la guerra cultural. Hasta tal punto esto es así que tras las últimas elecciones municipales y autonómicas se han desatado por todo el país procesos de reversión de diversas obras públicas, como carriles bici o peatonalizaciones. En términos económicos (por no hablar de salud pública o de clima) estos retrocesos son un disparate, y las administraciones que los desarrollan pueden incluso enfrentarse a sanciones legales, pues muchas de esas actuaciones fueron financiadas con fondos europeos. Pese a ello, como en otras ocasiones, la derecha española entiende este delirio presupuestario como una inversión moralmente beneficiosa para su proyecto de disputa del sentido común.

En cuanto a las resistencias rurales, resulta muy significativo, por ejemplo, que las tímidas propuestas del European Green Deal por avanzar hacia un sector agrícola ecológicamente racional hayan despertado una ola de rechazo que ha llevado a ser primera fuerza en los Países Bajos a un partido ruralista y antiecologista como el BBB (Movimiento Agrario-Campesino). En España ya hemos conocido conatos importantes de rebelión agraria contra la supuesta injerencia de una política ecologista percibida y demonizada como urbana. Estos han contado con el apoyo calculado de la extrema derecha, pero también de la derecha moderada, y han conducido a situaciones tan rocambolescas como instituciones del Estado incumpliendo leyes medioambientales (sobreexplotación hídrica del parque nacional de Doñana) o sanitarias (tuberculosis bovina en Castilla y León).

Del mismo modo, y en estrecha relación con los usos del suelo agrario, lo que están captando muchos estudios de mercado sobre hábitos alimentarios es una fuerte tendencia hacia la polarización: al mismo tiempo que las opciones climáticamente comprometidas (vegetarianismo y veganismo) crecen a niveles históricos, existe toda una identidad cultural, con un fuerte componente tanto de género como ideológico, bunkerizándose alrededor del consumo ostentoso de carne como último bastión de una masculinidad tradicional amenazada.

Todas estas pistas nos indican que en Europa, y por lo tanto en España, la idea de una transición ecológica integral no solo no está asegurada, sino que está en riesgo. Solo aquellos sectores que ya cuentan con un respaldo enormemente transversal, incluyendo el de un fuerte ciclo de acumulación de capital, como las renovables, parecen tener su desarrollo asegurado. Otros aspectos esenciales para la descarbonización pueden conocer obstáculos y retrasos muy importantes. Y la ampliación del diagnóstico de la crisis ecológica más allá del clima, como la peligrosa destrucción de biodiversidad en curso, es algo que la derecha va a intentar dejar fuera de agenda, como demuestra sus intentos recientes de tumbar en el Parlamento europeo la Ley de Restauración de la Naturaleza, un ambicioso paquete legislativo para revertir la pérdida de biodiversidad en Europa.

Sin duda, el rasgo del Green New Deal más vulnerable, el que puede conocer retrocesos más significativos si no sabemos articular políticas ganadoras en los próximos años, es su fuerte componente igualitario-redistributivo y su compromiso con la justicia social. El contexto reciente de turbulencias sistémicas y amenazas crecientes, tanto climáticas como geopolíticas, ha permitido de manera quizás inesperada cierto avance en la redistribución fiscal, entendido como una suerte de actuación contracíclica de emergencia. El objetivo no era tanto la justicia social, sino el salvamento in extremis de la capacidad y legitimidad para gobernar en una crisis percibida como existencial. Sin embargo, esta misma época de crisis solapadas, gobernada por la incertidumbre y la obsesión con la seguridad como respuesta, es también un suelo cultural muy fértil para que florezcan reacciones defensivas y cierres políticos alrededor del mantenimiento de privilegios heredados. La normalización de la angustia y la incapacidad de solucionar de forma contundente las mayores incertidumbres puede convertir esos tímidos avances progresistas en gigantescos retrocesos reaccionarios.

Ampliando el foco fuera del ámbito nacional, no hay nada que impida que la transición ecológica en el Norte perpetúe formas de abuso e intercambio ecológica y económicamente desiguales con naciones del Sur, rebajadas a cumplir un papel de exportadores extractivistas de materias primas. Quizás el elemento políticamente más inquietante de los tiempos que vienen lo podamos ver hoy prefigurado en la gestión de las fronteras y los flujos migratorios europeos, que el caos climático, si no está mediado por políticas progresistas y, en fin, humanas, solo podrá agravar. La crisis de refugiados provocada por la guerra en Siria condujo a un auge espectacular de la derecha extremista en Europa, un anticipo de lo que puede venir en una era en la que el desplazamiento migratorio por razones climáticas va a convertirse en un elemento estructural de presión con un fuerte componente desestabilizador. La reciente legislación migratoria europea, que supone un recorte de derechos sustancial para las personas migrantes, supone una señal muy negativa de la correlación de fuerzas con la que vamos a enfrentar esta batalla.

Ninguno de estos pasos atrás está asegurado, pero tampoco tenemos asegurada su resolución progresista. Retrocesos internacionales recientes en materia de derechos de las mujeres o de la comunidad LGTBI que parecían consolidados, y que siguen a los retrocesos que ya conocimos en materia de derecho laboral hace décadas, nos demuestran que en política toda victoria es provisional, que incluso la irreversibilidad más sólida es siempre en algún grado relativa y que hay que acostumbrarse a trabajar sin garantías. Ocurre, por cierto, lo mismo con las derrotas. Lo que termina decantando, con el paso de las décadas, un suelo de mínimos formado por conquistas coaguladas que sí son difíciles de desmontar completamente (el mejor ejemplo hoy sería la restauración del Antiguo Régimen). Tendemos a ver con cierto tremendismo las derrotas tácticas, que consideramos permanentes cuando no lo son, lo que no quita que hoy en día el peligro de una derrota estratégica a manos de la reacción concentrada en torno a su odio por los tímidos avances sociales y ecologistas recientes sea más real que nunca. (Paradójicamente, los sentimientos no se inflaman tanto con las victorias tácticas o parciales; todas las que ha producido el Green New Deal y que hemos descrito aquí son un buen ejemplo de ello). La dificultad de la política siempre está en articular estos dos niveles, lo tendencial y lo inmediato. Atender como decía Hall a la «disciplina de la coyuntura» sin perder de vista los desarrollos duros del largo plazo. Venimos de una tradición socialista educada en lo escatológico, en la resolución definitiva de las contradicciones. Los ecosocialistas del siglo XXI tendremos que ser más humildes y asumir que quizá ese tiempo que llamábamos «el mientras tanto» sea radicalmente insuperable.

Los retos del Green New Deal

Finalmente, ¿qué podemos esperar del Green New Deal cinco años después de su ascenso como idea directiva capaz de sintetizar las tareas transformadoras de toda una época? Resulta evidente que el mundo de 2023 es un mundo muy distinto al de 2019. Y aunque los objetivos por los que nació el Green New Deal sigan estando vigentes, avanzar en ellos requiere hoy una nueva modulación política. Esta debe, al menos, ser capaz de responder a cinco nuevos retos en los planos técnico, ideológico, institucional, discursivo y político.

En el plano técnico, en los últimos cinco años hemos asistido a una explosión de innovación y un abaratamiento de costes de algunas tecnologías, como la fotovoltaica, que han roto, para bien, todos los pronósticos que manejábamos. Procesos industriales que la literatura especializada daba por inelectrificables hace diez años hoy ya cuentan con prototipos viables que nos acercan a un mundo en el que la descarbonización puede imaginarse con muchos más elementos de continuidad que de ruptura respecto a la cultura material de los combustibles fósiles. Esto no significa que nuestros dilemas técnicos estén resueltos, en absoluto. Enfrentamos todavía problemas complejos en materia de almacenamiento, de respuesta del mix renovable a las situaciones de intermitencia propias de las energías de flujo, de puntos ciegos en la electrificación, de inmadurez tecnológica de algunas formas de energía complementarias como el hidrógeno, de la necesidad de realizar saltos de escala en materia de circularidad en el uso de minerales escasos o bien con altos costes sociales en su extracción… Pero, en un plano estrictamente tecnológico, muchas de las dificultades han cambiado de naturaleza: se trata, sobre todo, de los obstáculos logísticos y administrativos relacionados con la masificación de nuevas tecnologías que deben sustituir infraestructuras obsoletas pero muy ubicuas

En el plano ideológico, un Green New Deal transformador, de inspiración ecosocialista, debe hacerse cargo de algunas críticas que ha recibido por parte de los sectores más radicales. Como planteamiento general, un Green New Deal ecosocialista se puede clasificar dentro de lo que Erik Olin Wright denominaba estrategias de desmantelamiento del capitalismo, como las que pretendió abanderar la socialdemocracia clásica antes de la Primera Guerra Mundial. Esta elección estratégica responde a dos principios: el primero, un descarte de otras opciones, como la revolucionaria, en base a un análisis de la correlación de fuerzas existentes y el tiempo disponible; el segundo, una adopción de una posición coherente con un materialismo histórico inteligente, pues, como afirma César Rendueles, el materialismo histórico explica que cualquier transformación sistémica nace de recombinar posibilidades latentes reprimidas en una formación socioeconómica dada, no de una suerte de big bang revolucionario que permita escribir el nuevo orden en una tabula rasa. Un ecosocialismo factible debe ser pensable desde el capitalismo, no desde su completa impugnación. El problema es que este planteamiento exige hacer convivir, en situaciones muy ambivalentes, iniciativas transformadoras con las lógicas de la reproducción social capitalista que se pretenden superar.

Esta convivencia incómoda del Green New Deal con una sociedad donde sigue primando la acumulación de capital ha dibujado, al menos, dos frentes de tensiones ideológicas que es necesario resolver con propuestas superadoras. Uno de ellos tiene que ver con la subordinación de las transiciones energéticas realmente existentes a procesos de crecimiento económico que siguen teniendo impactos negativos en algunas de las otras aristas de la crisis ecológica (desde la presión por el uso del suelo a la pérdida de biodiversidad). En ocasiones se acusa al Green New Deal de pecar de cierta «visión de túnel de carbono» que permitiría reducir las emisiones a costa de agravar otros límites planetarios sobrepasados. Por ello es importante que el Green New Deal empiece a integrarse en propuestas más amplias de transición hacia una economía poscrecimiento en la que seamos capaces de planificar la desescalada masiva de algunos sectores económicos que han superado con mucho un techo de seguridad ambiental y desenganchar la prosperidad y el bienestar del impulso expansivo y sonámbulo de la valorización del valor.

El segundo frente de tensiones tiene que ver con los impactos extractivistas del Green New Deal y sus expresiones en forma de injusticia territorial, tanto dentro de cada país como, a un nivel de impacto muy superior, en las relaciones Norte-Sur. En la medida en que los intentos de modular desde una perspectiva ecosocialista el Green New Deal fracasen o sean endebles, la transición energética se desplegará (se podría decir que ya se está desplegando) aprovechando las condiciones favorables para la desposesión, la explotación laboral y la depredación ambiental de las geografías políticamente más débiles, que el capitalismo produce como precondición para un alto retorno de sus inversiones. Por ello una de las tareas más urgentes del Green New Deal es la de ser capaz de dar a luz arreglos institucionales que garanticen que la expansión de la infraestructura de renovables, o de los nuevos procesos mineros que alimentarán la electrificación de la economía global, se produzca con los máximos estándares laborales, ambientales y, sobre todo, revirtiendo la riqueza en los territorios en forma de procesos de industrialización verde que sirvan para corregir desequilibrios geográficos y sociales seculares. Como está demostrando la creciente conflictividad ambiental alrededor de las nuevas energías verdes, esto no es solo un principio ético insoslayable para los ecosocialistas que creemos en la igualdad y la fraternidad de todos los pueblos. Es también un principio técnico de buen gobierno que asegura rebajar fricciones y obstáculos en un contexto en el que cualquier error y cualquier retraso nos pueden hacer perder en la gran tarea de nuestra generación: reintegrar, en un tiempo históricamente récord, el sistema Tierra en un valle de estabilidad climática y seguridad ecosistémica.

En el plano institucional, nos gustaría resaltar que las primeras dos pruebas duras que la policrisis del Antropoceno nos ha arrojado enseñan que, en los momentos de peligro, no faltó dinero. Pero sí mucha capacidad administrativa. Roer las posibilidades gestoras y estratégicas de las administraciones fue una de las muchas guerras que el neoliberalismo le declaró al Estado. Recortes, externalizaciones, puestos que no se reponen tras las jubilaciones, ausencia de formación o incentivos han producido una administración enclenque, envejecida y jibarizada. El objetivo siempre fue, claro, generar esas condiciones para justificar desviar aún más competencias y tareas al mercado y al sector privado.

El aumento de la financiación pública y privada para la transición ecológica o para la socialdemocracia de guerra está poniendo de manifiesto las enormes carencias de las capacidades administrativas del Estado posneoliberal en las escalas micro y meso. Una y otra vez vemos las dificultades que se producen en todos los niveles competenciales para ejecutar ayudas, proyectos, evaluaciones, etcétera. Hablamos de administraciones colapsadas por la necesidad de evaluar ambientalmente proyectos de instalaciones renovables, por revisar la documentación para otorgar rentas mínimas a los más pobres o por gestionar subvenciones a la instalación de paneles solares para las clases medias.

Sin duda, parte de la solución pasa por simplificar muchos trámites y por una digitalización justa e inclusiva de la administración, pero también hace falta establecer un cuerpo burocrático ágil, eficiente e innovador capaz de echarse sobre sus hombros la gestión del Estado. Difícilmente esta necesidad de una burocracia innovadora puede convertirse en una bandera movilizadora, pero es, sin duda, una condición de base para que la transición ecológica sea justa y rápida. De poco vale aumentar la capacidad de endeudamiento o financiación pública de los Estados si no hay personal que la gestione y canalice o que piense a medio plazo.

La falta de personal, medios y capacitación en los cuadros medios de la administración no es el único problema institucional. En los últimos cuarenta años se ha producido un proceso de descapitalización y externalización de sus capacidades de planificación y pensamiento estratégico que han ido a parar en buena medida a manos de un ecosistema de consultoras privadas entre las que destacan las llamadas Big Four, las cuatro grandes consultoras internacionales señaladas por Mazzucato en su libro The Big Con. Las estrategias y planes para la transición ecológica, las políticas públicas y sus evaluaciones y los análisis de escenarios futuros deben retornar al Estado, que, en colaboración con las instituciones académicas públicas, tiene que recuperar la capacidad de generar conocimiento experto y pensamiento estratégico a corto, medio y largo plazo.

De mantenerse, esta incapacidad burocrática y estratégica tendría consecuencias claves, pues no solo determina la velocidad a la que puede llevarse a cabo la transición ecológica sino que puede, de hecho, condicionar completamente el modelo de la misma. A nivel micro, administraciones menguadas y descapitalizadas pueden condicionar que las principales ayudas a la transición ecológica sean desgravaciones fiscales que tienden a beneficiar a las clases medias pero que difícilmente llegan a las rentas bajas. A nivel macro, los Estados esqueléticos serán incapaces de conducir la transición ecológica y desplegar las infraestructuras públicas necesarias si quedan a merced de modelos de derisking que garanticen seguridad y beneficios a las inversiones privadas, lo que rara vez viene acompañado de justicia social y territorial. Es decir, si los Estados son incapaces de dotarse de una burocracia competente y ágil y de centros de pensamiento estratégico su papel quedará reducido al de comparsa de un capital financiero y un mercado que liderarán la transición ecológica no tanto por su victoria ideológica, sino por la incomparecencia material de su alternativa.

En el plano discursivo, es perceptible que las inquietudes y los afectos que conforman el sentido común popular se han desplazado. El Green New Deal de 2018-2019 debió buena parte de su ascenso a su conformación como una ventana de oportunidad para producir una suerte de combo transformador o de win-win progresista; esto es, al modo en que proyectaba una solución simultánea a varios problemas: la mediocridad económica post-2008, las heridas sociales de la austeridad neoliberal y la creciente ecoansiedad climática. Sin embargo, la pandemia, la inflación, el agravamiento acelerado de la crisis climática y el retorno de la guerra explícita entre superpotencias geopolíticas o el genocidio en Gaza han oscurecido el clima de época. En la actualidad, si hay un reclamo universal de los sujetos populares, un anhelo multiforme, es el de seguridad. Seguridad económica, seguridad geopolítica y también una creciente, aunque todavía poco verbalizada, seguridad climática.

Por tanto, a nivel discursivo la transición ecológica tiene que intentar ser una fuente de certezas, frente la crisis climática sobre todo, pero también frente los cambios socio-técnicos que la propia transición ecológica necesita. Vivimos en un mundo crecientemente complejo donde, cada vez más inundados por informaciones que a menudo somos incapaces de digerir e integrar, tendemos a sentir que «no tenemos el control».

Paolo Gerbaudo ha explorado la idea de que la década populista posterior a la gran crisis financiera de 2008 era una respuesta a esta falta de certezas y que ahora estaríamos entrando ahora en un nuevo paradigma «neoestatista» en el que la noción de «seguridad», expresada en la tríada soberanía, control y protección sería el punto de anclaje discursivo epocal sobre el que se produciría la disputa política, principalmente entre izquierda y derecha. Por simplificar: la política del futuro sería sobre si la «seguridad» se declina contra los migrantes que nos roban el trabajo y lo woke que corroe nuestra identidad, o si es un seguridad frente a la crisis climática que nos roba el futuro y el capitalismo que nos condena a la precariedad y la ansiedad.

Que la hipótesis de Gerbaudo sea correcta o no es algo que solo sabremos con el tiempo, pero lo cierto es que los discursos de la seguridad permean ahora mismo todo el cuerpo social: desde la seguridad ciudadana a la energética pasando, como no, por la seguridad nacional en su sentido más descarnado, vivimos en un mundo sediento de certezas y hastiado de incertidumbres vitales. De hecho, las apelaciones al caos climático o a la crisis climática no son ajenas a esta sed de certidumbre. El gran reto que tenemos por delante es el de pensar un discurso ecologista de justicia social, un Green New Deal, que se haga cargo de esos anhelos sabiendo que nos adentramos en una época con una inestabilidad meteorológica cada vez mayor y con el clima convertido en un profundo desestabilizador social y geopolítico, pero siendo conscientes también de que el lenguaje de la seguridad es un campo de juego enormemente incómodo para las fuerzas progresistas.

De ser capaces de cabalgar este cambio de época depende el reto político que tiene ante sí el Green New Deal, seguramente el mayor de todos, ya que condiciona su propia implementación. Para ello, sus partidarios debemos enfrentarnos a una evaluación honesta de su hipótesis central: que el Green New Deal puede ser un dispositivo para articular mayorías sociales que apoyen las transformaciones necesarias para luchar contra el cambio climático y sobre las que pudieran construirse mayorías electorales capaces de llevar a las fuerzas ecologistas a los gobiernos. Sin que sea posible descartar completamente esta hipótesis, la realidad es que, seguramente, ni haya avanzado ni esté avanzando todo lo rápido que nos gustaría o necesitaríamos.

Si bien en España no tenemos un problema de negacionismo explícito (el 92% de los votantes considera que se está produciendo el cambio climático y que es grave), la realidad es que diferentes estudios dividen a la población en un 20% de personas muy concienciadas acerca del cambio climático que apoyan las políticas concretas necesarias para llevarlo a cabo, un 20% que se oponen a casi todas estas políticas, y una mayoría social (50-60%) que se muestra ambigua o que apoya unas políticas y no otras.

Por ahora, ni el cambio climático ni la transición ecológica determinan el voto de grandes mayorías y quizás era ingenuo pensar que temas tan complejos y con tantos matices podrían convertirse en un asunto capaz de decidir elecciones de una forma tan abstracta. Lo que vemos, de hecho, es que al final el Green New Deal supone la puesta en marcha de muchísimas políticas públicas concretas (construcción de carriles bici, evitar el paso del vehículo privado por determinadas zonas de las ciudades, instalación de renovables, promoción del transporte público, etcétera) y que todas ellas generan ganadores pero también perdedores o, al menos, gente temporalmente molesta incluso aunque en el largo plazo se puedan ver beneficiada.

Estas políticas deben ser disputadas cada día, pero están atravesadas por una contradicción: todas son necesarias pero cada una de ellas, individualmente, contribuye poco a la reducción de emisiones. Por eso es fácil que surjan oposiciones con mejor o peor intención que, sin negar la necesidad de luchar contra el cambio climático, se opongan a una política concreta por cualquier otro motivo o presentando otras alternativas que pueden ser reales o irreales. Por ejemplo, sectores rurales que sienten que no son escuchados o que se ven amenazados por un despliegue renovable del que no perciben beneficios exigen que los paneles solares se hagan solo, o primero y hasta que no quede espacio, en los tejados de los edificios; gente que necesita el coche para ir al trabajo porque se compró una casa muy lejos (precisamente porque tenía coche) exige que se prohíban los jets privados antes de poner restricciones al coche a pesar de que, en su conjunto, el coche sea una fuente de emisiones muchísimo mayor que los jets o que la totalidad de la aviación. Y así sucesivamente.

A su vez, aunque los efectos de la crisis climática sean cada vez más evidentes y tengan un mayor impacto, no podemos descartar que empecemos a ver fenómenos de fatiga moral y cierto nivel de normalización de la tragedia como los que conocimos durante la pandemia una vez superado el shock inicial. Para un sujeto agotado, las pequeñas disrupciones cotidianas pueden tener un peso político superior al de las grandes disrupciones que provocan los eventos extremos. Esta es quizás una de las más grandes lecciones de la crisis del Covid-19 para el movimiento ecologista: la gente simplemente se cansa y se acostumbra a las tragedias (al margen de su magnitud) que se extienden demasiado en el tiempo. Frente a la sorda compulsión del día a día no bastan ni las advertencias de la catástrofe que viene ni siquiera sus primeras manifestaciones.

La amenaza climática siempre va a apelar y movilizar a un conjunto más o menos amplio, y presumiblemente creciente, de activistas y ciudadanos que serán el núcleo de una coalición transformadora que ponga la transición ecológica justa en el centro. Pero este núcleo nunca deberá dar por asegurados a sus aliados laterales, cuyos intereses, afectos, deseos y aspiraciones pueden ser muy diferentes a los de la lucha contra la crisis climática; aliados que, además, pueden cambiar en función de cada política concreta, lo que obligará a una renegociación permanente de los términos en los que se produce esta coalición dinámica.

La victoria del Green New Deal no será la del Día D, la gran batalla o el sprint final. Tampoco será la de las minorías activistas o los núcleos de votantes rocosos. Su victoria será la de la lenta, continua y conflictiva articulación de mayorías políticas con la legitimidad suficiente como para transformar radicalmente la vida no de una vez para siempre, sino en el florecimiento de diez, cien, mil políticas públicas ecologistas. Por mucha que sea la urgencia que nos impone la policrisis ecológica, descarbonizar el mundo y transformar la vida nunca serán un asalto, sino una guerra de posiciones.

 

[1] Francisco Fernández Buey y Jorge Riechmann, Ni tribunos, Madrid, Siglo XXI, 1996, pp. 394-395.
[2] Una primera propuesta de Green New Deal hecha por el colectivo Contra el Diluvio, sin usar aún el término, la podemos encontrar en su texto «El espíritu de 2025: la revolución contra el cambio climático», publicado en mayo del año 2018.
[3] Héctor Tejero y Emilio Santiago. ¿Qué hacer en caso de incendio? Manifiesto por el Green New Deal, Madrid, Capitán Swing, 2019.