José Luis Rodríguez
En política no existe el vacío. Existe, sí, la capacidad de generar vacíos: un gobierno que dimite, una movilización que derroca, un ejército que depone, un gobernante que cesa, un Estado que se repliega, un pueblo que no comparece. El peligro de producir vacíos cuando no se tiene la capacidad de rellenarlos con una alternativa es que la masa heterogénea de la política, en ocasiones la de nuestros enemigos, se extenderá siempre, arrastrándose o como un alud, para rellenar esos huecos. La política, en fin, es un asunto barroco.
Quizá sea exagerada, pero la idea de que China no tiene que hacer nada para ganar la carrera de la transición energética y el liderazgo climático a nivel global apunta en la dirección correcta. La retirada de Estados Unidos del escenario de competición global de modelos industriales en el que se estaba dando la transición, los aranceles a muchos países que son o potencialmente pueden ser socios de China o los tijeretazos que la administración Trump está dando a los vínculos del país norteamericano con Europa están produciendo un vacío de dimensiones colosales que solo la inercia del modelo industrial verde chino puede llegar a ocupar por una mera cuestión de volumen material.
Si el primer lustro posterior al Acuerdo de París se jugó en el campo de la cooperación, los incentivos, el mercado y los impuestos al carbono, en este segundo lustro —tras el meteorito cultural, institucional y socioeconómico que representó el año 2020— el terreno de la política climática se ha reconfigurado de un modo tan sustancial y profundo que apenas estamos empezando a comprenderlo, aturdidos por el viraje extraordinario del mundo y por nuestras escasas herramientas para explicárnoslo. Lo que sí está claro, en todo caso, es que ese terreno es ya el del despliegue de políticas industriales para construir un nuevo orden global verde. Intervenciones de una dimensión gigantesca y estructural destinadas a reconstruir el planeta y su base productiva. Una misión hercúlea que trae también un nuevo lenguaje a la lucha climática. Un idioma nuevo para contarnos un mundo nuevo.
Los protagonistas de ese despliegue, que hasta hace menos de un año se estaba dando en unas coordenadas de competición de modelos de intervención industrial entre Estados Unidos y China (con la Unión Europea noqueada y sin dar la impresión de saber cómo entrar en la disputa, pero rasgándose las vestiduras por el nuevo panorama), hoy asisten, entre la perplejidad, el cálculo de oportunidad y el pánico, al autosabotaje trumpista, frenético y espectacular de su proyecto industrial verde, hasta hace poco encarnado por la Ley de Reducción de la Inflación. La trituración de ese proyecto, junto a otra serie de medidas adicionales posteriores en defensa de la industria fósil, pone a Estados Unidos en camino de convertirse en un petroestado autoritario.
Este repliegue fósil-fascistoide estadounidense de los últimos seis meses deja tras de sí vacíos que son al mismo tiempo oportunidades jugosas (¿quién absorberá las capacidades norteamericanas?) y responsabilidades históricas que una mente humana no puede abarcar (¿quién asumirá la tarea de compensar todo lo que Estados Unidos no deje de emitir?). Con todo lo trágico que esto es, y a pesar de la competencia real que el modelo industrial de Biden presentaba al auge de China, corremos el riesgo de seguir leyendo este proceso, con sus crecimientos y caídas, desde una óptica distorsionada, culturalmente americana. Como si este desmoronamiento autoinducido representase el fin de la transición climática; como si esta transición no llevase ya tiempo siendo, en realidad, una historia china.
China cuenta con un dominio absoluto, incontestado e incontestable a nivel planetario en la extracción y tratamiento de materiales críticos para la transición, en las cadenas de suministro de baterías o coches eléctricos, en las inversiones industriales a escalas inconcebibles o en la producción académica en torno a las nuevas tecnologías limpias, en las exportaciones de estas tecnologías, en la instalación de capacidad de producción energética (acelerada en los últimos meses para anticiparse a la entrada en vigor de las nuevas leyes de liberalización del precio de la energía) o en la electrificación total de su economía. Prácticamente cualquier ámbito de la transición que uno quiera estudiar está determinado, de una forma u otra, por el alcance mundial de las mastodónticas capacidades industriales chinas en las tecnologías limpias. Son tales la velocidad de los cambios, la potencia material y la virulencia de las transformaciones protagonizadas por China y su transición a electroestado que la discusión sobre quién puede rellenar los vacíos americanos brilla por su ausencia.
Aunque esto deja en una chiquillada el argumento de que, efectivamente, China emite muchísimos gases de efecto invernadero y, por tanto, no está haciendo nada para mitigar el cambio climático y, por tanto, por qué deberíamos mover un dedo los demás, puede que la contraargumentación se precipite por el otro extremo: por qué deberíamos mover un dedo los demás si China ya lo está haciendo todo. El despliegue de una política industrial verde sofisticada, afinada y coordinada a nivel europeo no es solo una cuestión de hacer nuestra parte en la descarbonización global (que lo es, e incluso principalmente). Aunque los intentos de competir con China podrían traernos más desastres que beneficios, Europa y los Estados que la componen tienen la tarea pendiente de activar una política industrial selectiva, atenta a la frontera tecnológica donde los dominios no están decididos, ágil para atraer inversiones perdidas en otros países y responsable de dotar de base material a un proyecto económico y político (la Unión Europea) que aunque no domine la transición sí debe hacer que esta garantice la prosperidad de su ciudadanía. Por mucho que la historia del siglo XXI, la de la transición a electroestados, sea una historia china, y aunque ya no vaya a escribirse la gran novela americana verde, este tránsito en Europa aún debe encontrar a quien lo narre. En política, ni siquiera las historias quedan vacías.