Emilio Santiago, Jaime Vindel y César Rendueles ||
El apocalipsis ecológico está de moda. Los títulos de los libros de algunos de los autores ecologistas más leídos y prestigiosos de nuestro país coquetean con el fin del mundo: Petrocalipsis, se titula la obra en la que Antonio Turiel ha sintetizado más de una década de divulgación energética; Otro fin del mundo es posible, sugiere Jorge Riechmann en uno de sus últimos ensayos.
No se trata de una apuesta comunicativa arriesgada. Al contrario, encaja como un guante en un estado de ánimo y un tipo de narración extremadamente normalizado en la cultura contemporánea. La cantidad de novelas, películas, series, videojuegos, obras de teatro que imaginan un futuro distópico como resultado de una catástrofe ambiental devastadora es abrumadora: El día de mañana, Waterworld, The Rain, Snowpiercer, El cuento de la criada, Geostorm, Interstellar, Mad Max, La carretera y, por supuesto, Colapso, una serie de televisión que quintaesencia las tesis colapsistas que van ganando el corazón del ecologismo político. En cambio, pensar en un puñado de títulos que aborden el futuro desde una óptica ecológicamente fundamentada y a la par ilusionante es casi misión imposible. Por cada Ursula K. Le Guin o Kim Stanley Robinson hay cien guionistas de series como The Walking Dead.
En el siglo XXI se nos ha escurrido entre los dedos como granos de arena uno de los grandes consensos de la modernidad y uno de los elementos medulares de las tradiciones emancipadoras: no se debe confundir lo que efectivamente existe con lo que puede llegar a ser real, la facticidad presente no agota las posibilidades del porvenir. La creencia en que el futuro no solo no sería una mera prolongación del presente sino que podía ser «mejorado» mediante la acción política ha sido un axioma compartido por ideologías antagónicas, cada una con versiones radicalmente diferentes de la empresa colectiva moderna y de los medios para alcanzarla.
Esa lenta cancelación del futuro, como la llama Mark Fisher, no es solo el fruto de una derrota en la batalla de ideas. Tiene una base objetiva. La distopía cultural contemporánea se alimenta de una realidad socionatural crecientemente angosta y peligrosa. La crisis ecológica es una trampa material autodestructiva que ha puesto en jaque la civilización moderna y amenaza con ampliar el terrible proceso de extinción en curso, incluyendo en él a la especie humana. Caos climático, pérdida de biodiversidad, rendimientos decrecientes (y por tanto escasez creciente), tensiones disparadas alrededor de la apropiación de recursos básicos (desde el agua dulce a los combustibles fósiles pasando por el suelo fértil o los minerales críticos), procesos masivos de contaminación con afecciones muy graves para la vida de las personas… La literatura científica que estudia en profundidad estos temas ha ido adquiriendo una tonalidad cada vez más lúgubre y arroja pocas dudas razonables. Dejando al margen la reducción del agujero en la capa de ozono, ni un solo indicador de los que suelen usarse para medir nuestro desempeño ecológico muestra signos de una reconducción esperanzadora del rumbo de la sociedad industrial. La moda del apocalipsis ecológico es muy problemática por muchas razones, epistemológicas y políticas. Pero en ningún caso es un capricho gratuito: moviliza afectos y sentimientos de ecoansiedad, desesperación y fatalismo comprensibles a la vista de la inercia autodestructiva del capitalismo.
Y, sin embargo, el ecologismo social no siempre ha hecho del colapso su bandera. Durante mucho tiempo entendió que su misión era precisamente la contraria: anticipar una respuesta al riesgo de catástrofe que hace medio siglo comenzaron a señalar algunos estudios científicos. El informe Los límites del crecimiento nunca pretendió condenar a muerte a la civilización industrial, sino alertar a la opinión pública de una serie de riesgos ecológicos que podían derivar en una catástrofe, pero ante los cuales existía un margen de maniobra técnico y social suficiente. Es cierto que desde el primer momento se sabía que la ventana de oportunidad para acometer las transformaciones necesarias era limitada. Los años se han ido sucediendo sin que se alteren las dinámicas sistémicas que nos llevaron a sobrepasar los límites planetarios en la década de los ochenta.
La moraleja colapsista es que ya no hay marcha atrás. Sus defensores piensan que el escenario más plausible hacia el que se encamina la civilización moderna es un horizonte hobbesiano de lucha atroz por los recursos y el espacio ambiental en un contexto social de desigualdad extrema, con el telón de fondo de un clima caótico y un planeta esquilmado. No tiene sentido apostar por proyectos emancipadores en un sentido tradicional. El papel del ecologismo sería el de impulsar estrategias meramente adaptativas, tal vez apenas paliativas: una versión por abajo de lo que la gobernanza neoliberal de la crisis climática plantea por arriba. En palabras de Roy Scranton, solo nos queda «aprender a morir en el Antropoceno». El colapsismo es, en el fondo, una aceptación estoica y resignada del fracaso político.
«La moraleja colapsista es que ya no hay marcha atrás. […] El colapsismo es, en el fondo, una aceptación estoica y resignada del fracaso político».
Rechazar el colapsismo no implica rechazar la posibilidad de la catástrofe. Es un futuro posible, no una fantasía morbosa. Desde posiciones colapsistas se han realizado aportaciones pertinentes al debate ecologista subrayando, por ejemplo, la imposibilidad de que las energías renovables permitan continuar la senda actual de crecimiento económico exponencial. En general, los colapsistas plantean premisas lúcidas pero extraen de ellas conclusiones erróneas. Es verdad: nuestra transición ecológica ya no puede ser igual que la que se hubiera producido bajo aquel amago de Green New Deal abortado que intentó desplegar el gobierno de Jimmy Carter gracias a la influencia de la burguesía ilustrada del Club de Roma. Y lo mismo ocurre con las promesas socialistas de automatización y fin del trabajo, ya sea en sus versiones clásicas o contemporáneas, con nombres tan sugerentes como comunismo de lujo totalmente automatizado. Nada de eso está ya a nuestro alcance. Un programa emancipador adaptado a la realidad medioambiental del Antropoceno inevitablemente tiene que ser más humilde. Pero ni la posibilidad objetiva de la catástrofe ni el estrechamiento material del abanico de opciones emancipadoras justifica el salto argumentativo que supone aceptar la ruina de la sociedad industrial como un destino fatal.
¿Qué es colapsar?
Denominamos colapsismo a la tendencia a considerar que ante el choque con los límites planetarios en sus distintas formas (crisis climática, energética, de biodiversidad…) el colapso de la civilización industrial es un hecho consumado, una suerte de destino. O al menos algo extremadamente probable, el tipo de resultado al que debería jugarse sus ahorros alguien si el futuro de la humanidad aceptara apuestas. El margen de acción colectiva ante esta trayectoria se habría reducido a colapsar mejor o peor. Dentro del colapsismo hay matices, corrientes, posiciones divergentes sobre ritmos, causas, posibilidades o incluso sobre la misma noción de colapso. Pero todas ellas coinciden en imaginar un futuro disruptivo en el que el viejo mundo se va a acabar derrumbando.
El colapsismo no es una escuela de pensamiento sistemática. Cuenta con propuestas académicas elaboradas, como la «colapsología» de Servigne y Stevens, y existen foros de reflexión y debate, como la revista 15-15-15, que organizan los materiales colapsistas y les dan coherencia. No obstante, se trata más bien de una constelación de discursos que comparten un estilo de argumentación al que subyace un esquema conceptual común. En realidad, lo más característico del colapsismo no es tal o cual idea concreta. Como cualquier ideología, el colapsismo es, por encima de todo, un registro emocional y estético, un conjunto de estados de ánimo y afectos prerracionales que introducen sesgos y preferencias en la comprensión de la realidad presente y las posibilidades futuras.
Por supuesto, no hay acción política sin afectos y estados de ánimo. Sería ridículo criticar el colapsismo por estar atravesado por un paquete de mitos, gustos, premociones y expectativas, exactamente igual que cualquier otra posición ideológica. En realidad, ocurre más bien al contrario. El problema de los colapsistas es precisamente que creen que su estado de ánimo se deduce de una lectura «científica» de la realidad supuestamente irrebatible, lo que les lleva a fantasear con la posibilidad de que tenga potencialidades políticas profundas.
En realidad, ¿qué significa «colapso»? ¿Por qué hablar de colapso y no de crisis, cambio de régimen, invasión, decadencia, estancamiento, o como hace Latour, «mutación»? ¿Por qué nadie denomina «colapso» a la tragedia humana del descenso demográfico de más de cien millones de muertos de las dos Guerras Mundiales, o el lento declive del poder del Imperio hispano desde 1640 hasta su descomposición final en 1898? ¿Lo que vendrá en el siglo XXI se parecerá más a la caída de la Isla de Pascua en el canibalismo que a estos otros procesos?
«Colapso» deriva del latín collapsus, participio pasivo de collābi, que quiere decir «caer» o «arruinarse» y, como otras muchas metáforas sociológicas, tiene un regusto arquitectónico. El colapso designa el punto en que un edificio se desploma bruscamente, sin posibilidad ya de apuntalarlo, convirtiéndose en una ruina desde la que es imposible recuperar la vieja estructura. Si el concepto de «colapso» aspira a algún rigor analítico debería emplearse para nombrar procesos i) muy destructivos, ii) rápidos y iii) irreversibles. Ni mucho menos los procesos que estudian los colapsistas cumplen inevitablemente estas condiciones.
Por ejemplo: ¿cuánto tiempo es «rápido»? En ausencia de un marco temporal operativo, es fácil equiparar bajo la misma categoría un proceso como la descomposición del Imperio romano occidental, que duró varios siglos, con la caída del Imperio inca, que fue mucho más acelerado por el efecto combinado de una pandemia y una conquista militar. ¿Basta con el descenso numérico de un indicador clave, como la población o el PIB, para hablar de colapso? ¿La URSS habría colapsado en los años noventa, pero Cuba no? Los problemas de vaguedad conceptual no son raros en ciencias sociales. Solo se convierten en una fuente insalvable de errores cuando se finge que la indefinición no existe y es posible llegar a conclusiones unívocas a partir de los datos empíricos disponibles.
Uno de los puntos más débiles del esquema teórico colapsista es el uso recurrente de la noción de «pérdida de complejidad social» como indicador del proceso catastrófico en el que estarían sumidas nuestras sociedades. Se trata de un cheque en blanco conceptual cuya indefinición permite convertir lo que sea en una señal del colapso. Porque, de nuevo, ¿qué es «complejidad social»? Así lo explicaba Eduardo García: «Tanto la oruga como la mariposa son dos sistemas complejos. Pero ¿cuál es más complejo? En mi opinión, la respuesta dependerá de qué variables utilicemos para definir un sistema como más o menos complejo. Si damos relevancia a variables cuantitativas del tipo del peso o el balance de calorías, la oruga será más compleja que la mariposa. Pero si nos fijamos en variables cualitativas, como la capacidad de reproducirse, la mariposa sí la tiene pero la oruga no, y esta sería por tanto menos compleja».
Una manera razonable de rebajar ese nivel de vaguedad en torno a la idea de «pérdida de complejidad social» como indicador del colapso es interpretarla como una generalización de los llamados «Estados fallidos». Se trata de un giro coherente con las hipótesis políticas colapsistas que ayuda a clarificar el debate. Los procesos de derrumbe relativamente rápido de la capacidad regulatoria del Estado, bien fragmentándose en unidades estatales más pequeñas, bien disgregándose en núcleos de poder locales o regionales que no logran administrar el monopolio de la violencia de sus territorios (mafias, señores de la guerra) no son, en absoluto, ajenos a la historia contemporánea del mundo. Además, pensar el colapso en términos de colapso del Estado nos ofrece un criterio analítico que sirve para evaluar comparativamente distintas turbulencias políticas. Dada la centralidad del Estado en las sociedades modernas, su descomposición casa bien con la imagen intuitiva del colapso como ese momento en el que, en palabras de Yves Cochet, «la población no puede cubrir sus necesidades básicas».
Pero, sobre todo, más allá de cuestiones científicas, la definición del colapso alrededor del Estado está en sintonía afectiva y estética con el tipo de imaginación política que moviliza el grueso del colapsismo: una especie de anarquismo prepper de base termodinámica. Buena parte de los colapsistas están convencidos de que la crisis ecológica nos obligará a llevar vidas más autosuficientes, comunitarias, con un fuerte componente de ruralidad y con estructuras de poder mucho más simplificadas, en las que el Estado moderno, si no llega a desaparecer del todo, sí que perderá muchísimo protagonismo. La tarea política más urgente, desde esa perspectiva, es adelantarse al colapso fortaleciendo la resiliencia local y preparándose para organizar «balsas de emergencia», «arcas de Noé» u otras metáforas parecidas.
Ceguera en la mirada cálida: el miedo paraliza en la carrera de fondo
El colapsismo suele entender que el rechazo que provocan sus tesis tiene que ver con la inmadurez de nuestra sociedad, con una incapacidad para aceptar racionalmente los datos científicos objetivos porque están cargados de malas noticias. Es una actitud casi pueril, pues contrasta con posiciones muy consensuales en psicología, antropología y sociología acerca de la relación entre el conocimiento y el comportamiento humano: la verdad científica tiene una capacidad movilizadora muy limitada. En cualquier sociedad, el conocimiento objetivo tiene que competir con un torrente de afectos, emociones, mitos, identidades colectivas e inercias institucionales. Y ninguna sociedad puede alcanzar un mínimo de cohesión y estabilidad institucional sin contar con un conjunto de prefiguraciones del futuro razonablemente deseables. Nuestro déficit a la hora de combinar este imperativo de horizonte de futuro con la sostenibilidad ecológica es estremecedor. Por norma general, el ecologismo mejor informado no se coloca del lado de los «sueños diurnos», como los llamaba Ernest Bloch en El principio esperanza, sino de las «pesadillas diurnas», cuando aborda problemas como la emergencia climática, el pico del petróleo o la sexta extinción masiva. Si algo define al colapsismo es haber renunciado a la esperanza como afecto político. Y si hay un momento en el que la esperanza resulta decisiva es precisamente en las erupciones sociales transformadoras: la revuelta no se alimenta solo de rabia, explotación o indignación. Necesita poder dar salida a todo el magma de dolor social acumulado a través de una rendija que vuelva creíble la apuesta, siempre peligrosa, por un mundo mejor.
«Si algo define al colapsismo es haber renunciado a la esperanza como afecto político. Y si hay un momento en que la esperanza resulta decisiva es precisamente en las erupciones sociales transformadora ».
Hemos de mirar a los ojos de la crisis ecológica sin ninguna ingenuidad. Pero también sin ceder ni un milímetro de nuestro ánimo colectivo al derrotismo. Mirada fría, pero también mirada cálida. «Inengañables» e «indesilusionables»: esa es la aleación afectiva de la que, de nuevo según Bloch, está siempre hecho el impulso emancipador. Bloch también señalaba, en su libro Herencia de estaépoca, que en la espiral viciosa que llevó al fracaso de la República de Weimar, los comunistas se empeñaron en contar la verdad sobre las cosas, mientras que los nazis contaban mentiras a las personas. No cometamos el mismo error. Permitámonos, al menos, contarles el lado más esperanzador de la verdad a las personas, que poco tiene que ver con hacer apología del derrumbe de la sociedad industrial.
Los intentos de pintar el colapso de color de rosa son políticamente lisérgicos, se mueven en una burbuja ideológica que solo moviliza a una pequeña minoría, eso sí, profundamente convencida. La mayor parte de la gente conserva el olfato histórico suficiente para entender que si el orden moderno colapsa, su vida cotidiana y la de aquellos a los que aman, en el caso de sobrevivir (pues resulta poco creíble desligar la idea de colapso de una mortandad masiva), se tornará dolorosa, penosa y espeluznantemente peor. Y, como suele ocurrir en ese tipo de procesos catastróficos, cualquier alternativa política, estrictamente cualquiera, por muy monstruosa que sea —militarismo, involución democrática, autoritarismo…—, se tornará preferible.
El dicho de Naomi Klein, que a Yayo Herrero le gusta tanto usar, «el miedo paraliza si estás solo y no sabes a donde correr» tiene un hándicap que resume bien las implicaciones teóricas que alimentan el colapsismo. El miedo solo funciona en las distancias cortas. Sirve para un sprint. Pero para sobrellevar una carrera de fondo el miedo es un fardo demasiado pesado que erosiona la confianza colectiva y promueve el salvase quién pueda y la insolidaridad. Si la catástrofe no se presenta como un acontecimiento súbito y total, sino como un proceso más parecido a una enfermedad degenerativa que a un infarto, el estado de ánimo colapsista solo puede provocar dos reacciones. O bien echar leña al fuego de la ética del bote salvavidas y las respuestas excluyentes y depredadoras; o bien fomentar un clima social semejante a lo que los psicólogos llaman síndrome de la indefensión adquirida: esa condición patológica en la que un sujeto, humano o animal, ha aprendido a no responder ante las amenazas porque sobreentiende que su capacidad de reacción es inútil. La interiorización de la impotencia es una respuesta adaptativa a una realidad fatalmente clausurada que lleva a desarrollar un cierto fatalismo acomodaticio.
Hipermetropía en la mirada fría: el colapsismo no es ciencia, es ideología
Pero nuestro rechazo del colapsismo no tiene que ver solo con su desacierto en la comunicación política y su incapacidad para construir mayorías transformadoras. Esto es algo tan evidente que los propios colapsistas son medianamente conscientes de ello. El debate más importante tiene que ver con su núcleo teórico y su base empírica. En primer lugar, los datos que alimentan la idea de un Estado fallido que impedirá a la población cubrir sus necesidades básicas de un modo tan inminente como irreversible no se corresponden con la mejor evidencia científica de que disponemos. Aunque tenemos la certeza de que la sociedad industrial ha entrado en una trayectoria ecológica enormemente turbulenta y peligrosa, son muchas las voces que defienden en base a estudios rigurosos un diagnóstico técnico menos asfixiante, que abre más posibilidades de las que presenta el discurso colapsista.
A diferencia de la cuestión climática, el debate científico de la transición energética no ha generado consenso. Hay incertidumbres y rangos de variabilidad sustanciales. Los estudios científicos abarcan desde el extremo optimismo de Jacobson (según el cual podríamos multiplicar por cinco nuestro consumo energético renovable) al pesimismo de Carlos de Castro (para quien las renovables solo cubrirán una cuarta parte de nuestro consumo energético global). ¿Quién tiene razón? Está por resolver. A diferencia de los discursos más optimistas, el pesimismo colapsista se ha tomado en serio cuestiones relevantes que deben ser tenidas en consideración, como las limitaciones minerales a la expansión de las renovables. Pero incluso cuando uno se aproxima a esos mismos datos duros desde un estado de ánimo no colapsista, el panorama se pinta de otro modo.
Los estudios de referencia para el mundo colapsista sobre la cuestión mineral son los de Antonio Valero, Alicia Valero y el Instituto CIRCE. En su obra Thanatia plantean que, en el escenario 2DS de la Agencia Internacional de la energía (un escenario climático de ambición moderada, pues solo asegura en un 50% las probabilidades de no superar los dos grados de aquí a final de siglo), el despliegue masivo de las renovables se puede ver afectado por riesgos muy altos de escasez de teluro, y riesgos altos en otros doce elementos: plata, cadmio, cobalto, cromo, cobre, galio, indio, litio, manganeso, níquel, platino y zinc. Pero a esta foto fija hay que añadir la dinámica política. Como apuntan los datos de estos investigadores, una reducción sustancial del coche eléctrico, motivada por una política de movilidad transformadora (transporte público, ferrocarril, relocalización productiva, teletrabajo), dejaría en este mismo escenario un margen de maniobra para la transición energética mucho más seguro y mucho más esperanzador. Por tanto, los mejores estudios hechos en España sobre límites minerales siguen siendo compatibles con un proyecto ecosocialista clásico basado en una economía de estado estacionario, profundamente circular, que tenga como uno de sus objetivos transformadores estratégicos la abolición de la automovilidad privada. En la misma línea, una decena de cambios radicales de este tipo en materia de alimentación, aviación comercial, racionamiento público de recursos estratégicos o fomento de los usos compartidos frente a derechos de propiedad individual nos siguen ofreciendo posibilidades técnicas fundamentadas muy diferentes a las del colapso de la sociedad industrial.
Pero es que incluso aunque la evidencia disponible respaldara las tesis colapsistas en debates como el energético, que realmente no están cerrados, sus pronósticos sociales seguirían siendo una toma de posición política, no un corolario científico. Los factores culturales y políticos introducen una incertidumbre inmanejable para las investigaciones científico-naturales. Los estudios antropológicos y sociológicos sobre la ciencia climática, por ejemplo, sugieren que hay al menos tres errores epistémicos en los que incurren recurrentemente muchos científicos naturales cuando intentan abordar la dimensión social y política de la crisis climática: la cuestión de la escala, los problemas de atribución causal y la actitud ante la predicción.
Precisamente porque en las escalas meso y micro lo social gana mucho peso explicativo, resulta mucho más cómodo epistemológicamente para las ciencias naturales pensar en perspectiva de grandes escalas espaciales y temporales. Respecto a la atribución, esto es, la posibilidad de identificar un factor concreto como causa de un proceso social (como ocurre con los conceptos de guerra climática o migraciones climáticas), las ciencias naturales trabajan con modelos extremadamente simplificados (una precondición epistemológica de un buen trabajo de modelización) que convierten el reduccionismo en un prerrequisito metodológico. Las ciencias sociales operan en sentido contrario, complejizando y densificando el objeto de estudio. En cuanto a la actitud ante la predicción, esta es casi un tabú en las ciencias sociales, que suelen explicar los hechos de modo retrospectivo, mientras que la anticipación predictiva es casi una condición de legitimidad del saber científico-natural.
Independientemente de la calidad de las investigaciones científicas sobre nuestros problemas ecológicos, la traslación espontánea de los enfoques biofísicos a lo social es una fuente segura de malos análisis sociológicos repletos de determinismo, mecanicismo y reduccionismo. Por la naturaleza de sus presupuestos epistemológicos, el colapsismo participa de lleno en estos problemas: convierte a buenos científicos naturales en malos científicos sociales que, cuando se atreven a dar un paso en falso adicional, terminan siendo pésimos agitadores políticos.
Aunque el consenso científico sobre la crisis energética fuera igual de sólido que el que existe respecto a la crisis climática (que no lo es) y este presentara los resultados más apremiantes y comprometedores que el colapsismo más extremo baraja (una caída drástica de la disponibilidad energética global en menos de un lustro), casi ningún dato de la ciencia natural tiene asegurado una traducción social e histórica concreta tan específica como un colapso definido como Estado fallido (y, como hemos visto, otras definiciones de colapso son aún más vagas). El peak oil o el peak gas, pero también la emergencia climática o la sexta gran extinción, no son «acontecimientos» que funcionen activando el botón rojo de la demolición de nuestro sistema social, como lo haría el impacto de un meteorito (por eso la película de Don´t Look Up es, en el fondo, una muy mala metáfora de la crisis ecológica). Son procesos largos atravesados, y en última instancia constituidos, por factores culturales, económicos y políticos que introducen un campo importante de variabilidad e indeterminación.
Las leyes naturales ponen límites, y no es baladí señalarlos en la medida en que hemos vivido en una cultura prometeica que los ha negado sistemáticamente y lo sigue haciendo en su propaganda cotidiana. Pero los límites biofísicos nunca nos permiten adelantarnos a lo que pasará. No nos permiten asegurar que el orden estatal vaya a quebrar o que se impondrá un retorno masivo al mundo rural. Porque lo que pase dependerá, en primer lugar, de las correlaciones de fuerzas y de los significados sociales que se impongan, del resultado de batallas culturales, ideológicas y morales que albergan muchas resoluciones distintas. Y, en segundo lugar, lo que ocurra dependerá de cómo dicha significación social venga ya históricamente articulada en dispositivos de poder, encarnada en instituciones que la impongan y la sedimenten en nuestras prácticas cotidianas. Por más que las imágenes que nos han llegado en otoño de 2021 de las peleas en las gasolineras inglesas nos recuerden al segundo capítulo de la serie Colapso, en las próximas décadas puede ocurrir casi de todo. Los Estados fallidos pueden proliferar, sin duda, pero es también factible que emerjan regímenes autoritarios que mantengan un control draconiano sobre la población. Pueden construirse mayorías sociales ecologistas que impongan un giro democrático y anticolonial esperanzador a los acontecimientos. Y no es descartable que unas regiones del mundo prosperen a costa de hacer colapsar a otras, reforzando las dinámicas coloniales que ya existen. Ni la termodinámica ni las curvas de Hubbert tienen gran cosa que decir sobre esto.
«Lo que pase dependerá, en primer lugar, de las correlacciones de fuerzas y de los significados sociales que se impongan, del resultado de batallas culturales, ideólogicas y morales que albergan muchas resoluciones distintas»
Un final abierto
En definitiva, cuando de las tendencias ecológicamente catastróficas en curso (calentamiento global, declive energético o destrucción de biodiversidad) el colapsismo extrapola un acontecimiento político como la descomposición de la sociedad industrial, se está obviando sistemáticamente el modo en que las muy diversas formas sociológicas y culturales de percibir y recibir cualquier turbulencia ecológica introducen un enorme grado de variabilidad en los impactos y las consecuencias de las mismas. Eso que llamamos sociedad industrial es, en realidad, un sistema complejísimo y mucho menos integrado de lo que habitualmente presuponemos, donde lo parcialmente interconectado convive con lo fragmentario, lo discontinuo y lo conflictivo, con actores (Estados, alianzas militares, regiones económicas) con diferentes grados de poder e influencia, que pueden competir y colaborar para dar lugar a realidades sociales muy disímiles.
Incluso aceptando el postulado colapsista de que estamos en un descenso energético irreversible y rápido y que no habrá irrupción tecnológica milagrosa que permita un salto hacia delante que nos salve (la fusión nuclear fracasará, los límites minerales impondrán un uso muy modesto de las renovables, etcétera), hay una enorme cantidad de variables políticas y sociales genéricas tremendamente importantes que podrían modular ese proceso: explotación de recursos fósiles marginales con rendimientos decrecientes pero todavía rentables; socialización de pérdidas mediante la intervención del Estado; conflictos sociales que faciliten a algunos grupos acaparar energía y recursos a costa de la desposesión de otros; mejoras significativas en materia de eficiencia y diseño técnico que aumenten los márgenes de maniobra; transformaciones sociales selectivas (como la limitación drástica de la movilidad privada en ciudades o la navegación a vela) que reduzcan la presión sobre los recursos naturales y los sumideros…
Georgescu-Roegen, uno de los autores más importantes del canon ecologista, frecuente pero superficialmente citado por el mundo colapsista, ofrece uno de los aparatos teóricos más sólidos para evitar los abusos epistémicos del colapsismo. En sus obras es taxativo cuando afirma que «ningún sistema de ecuaciones puede describir un proceso evolutivo», ya que el cambio cualitativo «no se puede conocer de antemano». Del mismo modo que el economista rumano afirmaba que la sentencia «todo es química» era uno de los eslóganes más pobres concebibles, porque impedía entender las propiedades emergentes de los sistemas, hoy podríamos decir lo mismo de aquellas posiciones ecologistas que, de modo explícito o implícito, operan pensando que «todo es energía».
Este respeto escrupuloso por la indeterminación que introducen las propiedades emergentes de lo social y de lo cultural explica en parte la posición de Georgescu-Roegen respecto al informe Los límites del crecimiento, publicado un año después que La Ley de Entropía y el proceso económico. Aunque valoraba los aportes del documento al debate económico y lo defendía frente a la crítica feroz e infundada de los economistas convencionales, consideraba también que la «rígida naturaleza de los modelos aritmomórficos usados son incapaces de predecir los cambios evolutivos que estas relaciones pueden sufrir en el tiempo». Y añadía: «La especie humana, entre todas, no va a caer de pronto en un corto estado de coma. Su fin no se ve aún en lontananza, y cuando venga será después de una serie muy larga de crisis subrepticias y prolongadas». En definitiva, las advertencias de Georgescu-Roegen contra la aritmomanía y el espíritu geométrico que aspira a predecir cuándo y cómo va a ocurrir un proceso social nos vacunan también contra las tendencias colapsistas del ecologismo moderno.
Finalmente, además de releer en clave anticolapsista a autores de su propia tradición como Georgescu-Roegen, pensamos que el ecologismo necesita conocer hitos teóricos y políticos análogos a los que el marxismo vivió con Lenin, con Gramsci, con Benjamin, con Poulantzas, con Mouffe, con Laclau o con Olin Wright. Momentos que, por una parte, sirvan para enriquecer categorialmente nuestro sistema de ideas y esquivar la degeneración hacia cosmovisiones deterministas, reduccionistas o mecanicistas. Pero, mucho más importante, instancias de pensamiento que contribuyan a propiciar intervenciones políticas con capacidad de incidencia histórica. Consideramos que este diálogo con los viejos debates emancipadores ofrece un soplo de aire fresco que airea el confinamiento claustrofóbico que el ecologismo colapsista se está autoimponiendo.
Como muestra, en el siguiente texto de Gramsci hemos sustituido un par de términos por conceptos propios del debate ecologista contemporáneo. El resultado nos parece interesante e iluminador, y creemos que aporta herramientas muy útiles para abordar cuestiones como la de la inevitabilidad del colapso:
Las incógnitas son más numerosas que los hechos conocidos y controlables, y cualquiera de esas incógnitas es capaz de derribar una inducción aventurada. La historia no es un cálculo matemático: no existe en ella un sistema métrico decimal, una enumeración progresiva de cantidades iguales que permita las cuatro operaciones, las ecuaciones y la extracción de raíces. La cantidad (estructura económica energía neta) se convierte en ella en cualidad porque se hace instrumento de acción en manos de los hombres, de los hombres que no valen solo por su peso, la estatura y la energía mecánica desarrollada por los músculos y los nervios, sino que valen especialmente en cuanto son espíritu, en cuanto sufren, comprenden, gozan, quieren o niegan. En una revolución proletaria la transición ecológica la incógnita humanidad es más oscura que en cualquier otro acontecimiento.
La superación de la ideología colapsista que, por usar la dicotomía de Bloch antes citada, presenta una aguda hipermetropía en su mirada fría (solo ve bien de muy lejos) y una auténtica ceguera en su mirada cálida, se puede apoyar en parte en este tipo de paralelismos. La misma conclusión que defendía Gramsci en el párrafo anterior sigue siendo cierta: cuando los datos preocupantes y peligrosos de la crisis ecológica pasan por las manos de la acción de las mujeres y los hombres políticamente organizados, el fatalismo queda suprimido. La ruina del mito del progreso ya no nos sirve de garantía de éxito. Pero el colapso es ese mismo mito invertido, y tampoco se sostiene. Es una teodicea puesta del revés. Los malos finales están tan poco asegurados como los finales felices. Afortunadamente, la incógnita humanidad sigue siendo oscura porque no existe ninguna fórmula matemática que pueda despejar de antemano las posibilidades de sus decisiones.
«Cuando los datos preocupantes y peligrosos de la crisis ecológica pasan por las manos de las mujeres y los hombres políticamente organizados, el fatalismo queda suprimido».