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Cómo responder a las importaciones chinas

Dani Rodrik

Según va creciendo el superávit comercial de China y sus exportaciones manufactureras son cada vez más dominantes en los mercados globales, el resto del mundo se enfrenta a la pregunta cómo responder a esta situación. ¿Deberían erigirse barreras comerciales frente a China? ¿Intentar desvincularse de China recuperando la producción manufacturera y estableciendo cadenas de suministro propias? ¿Imitar su estrategia de impulsar la manufactura mediante políticas industriales?

Los políticos deberían empezar por preguntarse, en primer lugar, por qué las importaciones de China son un problema. A fin de cuentas, las importaciones baratas son un ejemplo de lo que se gana al comerciar. En áreas tan importantes como las energías renovables, la innovación y la capacidad manufacturera china han producido beneficios climáticos significativos: son un bien público global. Además, los déficits comerciales bilaterales son en sí mismos poco preocupantes. Los grandes desequilibrios comerciales generales pueden ser un problema, pero es mejor gestionarlos con políticas macroeconómicas que con estrategias sectoriales dirigidas contra China.

Con todo, existen tres argumentos razonables sobre por qué las exportaciones de China son problemáticas. Tienen que ver con consideraciones sobre la seguridad nacional, el impacto sobre la innovación y la pérdida de empleos. Cada uno de estos motivos exige una estrategia separada, pero como los responsables políticos actuales habitualmente los entremezclan lo que hemos obtenido a cambio solo han sido malos resultados políticos.

Empecemos por la seguridad nacional. Cada vez más los líderes estadounidenses y europeos perciben a China como un adversario y una amenaza geopolítica. Por lo tanto, existe una justificación válida para activar políticas comerciales e industriales que protejan los intereses estratégicos y de defensa, como reducir la dependencia de suministros militares críticos y salvaguardar tecnologías sensibles. Cuando se despliegan este tipo de medidas, los gobiernos tienen la obligación de demostrar a sus ciudadanos —y a China, para que las tensiones internacionales no se magnifiquen— que sus políticas están dirigidas justamente a bienes, servicios y tecnologías relacionados con la seguridad nacional, y que están bien calibradas para que así no vayan más allá de su objetivo.

Aquí, el enfoque correcto sigue siendo el de la estrategia del «patio pequeño, valla alta» que articuló Jake Sullivan, quien fuera asesor de seguridad nacional del presidente Joe Biden. Aplicada con seriedad, esta doctrina aseguraría disciplina en el uso de medidas comerciales con fines de seguridad nacional. También fomentaría un intercambio mutuo de explicaciones y diálogo, evitando así una escalada perjudicial.

Pensemos ahora en la innovación. La preocupación aquí es que las exportaciones de China puedan socavar la capacidad de innovación de los países importadores, reduciendo así las perspectivas de prosperidad en el futuro. Aunque la manufactura emplea una proporción cada vez menor de la fuerza laboral de las economías avanzadas, sigue siendo una fuente enorme de I+D y excedentes de innovación hacia otras áreas. Cuando esas actividades quedan desplazadas por importaciones chinas, las ganancias del comercio se ven reducidas o incluso se transforman en pérdidas.

Pero para abordar este problema también hace falta una respuesta calibrada y diferenciada. Las políticas deben centrarse en los segmentos más avanzados de la manufactura, donde las perspectivas de nuevas tecnologías y externalidades de innovación sean mayores. Tiene poco sentido proteger bienes de consumo o industrias establecidas que usan tecnologías estándar. En automoción, por ejemplo, Estados Unidos y Alemania deberían centrarse en la próxima generación de vehículos eléctricos y no en los vehículos eléctricos para un mercado masivo en los que China ya es experta.

La manera correcta de contrarrestar las importaciones chinas en áreas tecnológicamente sofisticadas es desplegar políticas industriales modernas que impulsen directamente la inversión y la innovación mediante la introducción de ayudas, participación y coordinación públicas cuando sea necesario. En efecto, otros países deberían imitar las propias políticas industriales de China, aunque adaptándola de manera correcta a los distintos contextos económicos, políticos e institucionales locales. La protección importadora es, en el mejor de los casos, un escudo temporal detrás del cual, y con el tiempo, este tipo de políticas pueden dar sus frutos.

Pensemos finalmente en el empleo. Existe una preocupación legítima de que las importaciones chinas generen efectos adversos en el empleo, particularmente en regiones rezagadas donde se concentran industrias competidoras (el llamado shock de China). Esta preocupación va más allá de las típicas ideas sobre la equidad. Los lugares que experimentan pérdidas de puestos de trabajo tienden también a mostrar fracturas sociales y políticas: aumento de las tasas de criminalidad, desintegración familiar, adicción a los opioides, mortalidad y apoyo al populismo autoritario.

Sin embargo, centrarse en el empleo no justifica por sí mismo el apoyo a la manufactura y los aranceles. De hecho, es difícil ver cómo podrían recuperarse los empleos perdidos en el sector manufacturero, por mucha reintroducción de industria que haya. Estados Unidos ha estado persiguiendo durante casi una década cierto renacer fabril, ya sea mediante la imposición de aranceles a las importaciones (durante el primer y el actual mandato del presidente Donald Trump) y mediante políticas industriales (con Biden). Aun así, la participación de la manufactura en el empleo ha seguido disminuyendo. Los países europeos han experimentado tendencias similares, aunque con puntos de partida diferentes.

Alguien podría defender que una postura más agresiva frente a las importaciones chinas podría revertir esta tendencia, pero este optimismo se daría de bruces con el hecho de que la propia China ha estado perdiendo decenas de millones de empleos industriales aun cuando continúa dominando la manufactura global. Unas políticas más agresivas podrían recuperar algo de manufactura, pero serían pocos los empleos que traerían aparejadas. La automatización industrial es algo que ya no se puede revertir.

Los empleos de calidad son esenciales para recuperar la salud de nuestra clase media. Una estrategia de empleos de calidad debe centrarse necesariamente en servicios como el cuidado, el pequeño comercio, la hostelería y el trabajo temporal, pues son estos trabajos los que van a seguir absorbiendo la mayor parte del empleo en el futuro. En mi nuevo libro defiendo que esto es algo que puede lograrse mediante una combinación de iniciativas de desarrollo regional basadas en asociaciones entre agencias gubernamentales y empresas, y una inversión adicional en tecnologías favorables a los trabajadores que aumenten y amplíen el rango de tareas realizadas por trabajadores sin formación universitaria. Los dos pilares de esta estrategia requieren acción gubernamental, pero un tipo de acción muy diferente a proteger la manufactura nacional.

La máquina exportadora de China es un toque de atención para los responsables de políticas económicas en todas partes, pero las barreras a las importaciones son la respuesta equivocada y desvían la atención de las verdaderas prioridades. La política debería moverse por objetivos económicos, sociales y de seguridad nacional claramente articulados, los cuales suelen exigir respuestas dirigidas a segmentos relativamente estrechos de la manufactura. En el caso del empleo, exigen una reconsideración del papel que tiene la industria en la generación de prosperidad económica.

 

Dani Rodrik es profesor de economía política internacional en la Harvard Kennedy School y autor de Shared Prosperity in a Fractured World: A New Economics for the Middle Class, the Global Poor, and Our Climate (Princeton University Press).

Este artículo fue publicado originalmente por Project Syndicate el 21 de noviembre de 2025.

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