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Echarse al campo

Javier Martínez ||

Las macrogranjas están envenenando la tierra y el agua de la España rural, además de estar contribuyendo al cambio climático. Las explotaciones de ganadería intensiva, como muestran de manera incontestable todas las mediciones, llenan de mierda —en el sentido literal y también en el más amplio de la palabra— suelos, ríos y acuíferos, de amoniaco y metano el aire que respiramos, e infligen a los animales que se convierten en mercancía una vida tortuosa entre sus propias heces. Sin embargo, dato no mata relato; la derecha está logrando movilizar el voto en estas zonas defendiendo este mismo modelo. La izquierda, más allá de la numantina defensa de algunos activistas locales, cojea a la hora de plantear una alternativa, y cualquier tímida crítica al producto resultante —la carne mala— es vapuleada hasta por los supuestos aliados.

La cabaña ganadera en España consta, según los últimos datos disponibles del Ministerio de Agricultura y Ganadería, de unos cuarenta y siete millones de gallinas (una por cada español), así como de aproximadamente treinta y cuatro millones de cerdos, catorce millones de ovejas, seis millones cuatrocientas mil vacas y quinientas mil cabras. De todos estos sectores, el porcino es el que ha disfrutado —otros lo sufren— de un mayor crecimiento en los últimos años. El país se ha colocado como el principal productor europeo, con un crecimiento del 24% entre 2017 y 2021 debido, principalmente, al alza de la demanda de China. En 2022, la cabaña de puercos se redujo en todos los principales países productores de la Unión Europea, menos en España, donde aumentó un 0,5% con respecto a 2021 mientras que su principal competidor, Alemania, decreció un 10% por culpa, primordialmente, de la peste porcina.

Si bien España es eminentemente importadora de carne, sobre todo de vacuno y de pollo, para alimentar la voracidad del que es el segundo país de Europa que más chuletas, filetes y hamburguesas consume, en el cerdo las tornas se invierten: el saldo es exportador. Y el aumento de la producción tiene consecuencias sobre las comarcas en las que se desarrolla la actividad explotadora y también sobre la atmósfera. La ganadería es el único sector productivo que aumenta año a año sus emisiones de gases de efecto invernadero, como reconoce en el último inventario el Ministerio para la Transición Ecológica; si bien la agricultura desciende poco a poco su impacto «por la bajada en el uso de fertilizantes nitrogenados», el negocio de la carne, la leche y los huevos incrementó su impacto climático en 2021 (último año con registros) por «el aumento de la cabaña ganadera».

La ganadería representa, aproximadamente, el 9% de las emisiones de gases de efecto invernadero en España, pero lo que no cuenta la patronal es que muchos impactos están externalizados. Los piensos con los que se engorda a aves, cerdos y vacas cruzan el Atlántico tras deforestar los pulmones del planeta. A nivel global, la cifra del impacto ganadero en el cambio climático es del 14,5%. Pero no es el único daño medioambiental. «El 80% de la deforestación mundial es resultado de la expansión agrícola, y la mayor parte se destina a alimentar animales, en lugar de personas», señala Greenpeace.

La contaminación, sin embargo, es un problema más palpable, sobre todo en los pueblos que rodean a las explotaciones. Los animales defecan y orinan, y todos esos residuos hay que verterlos en algún lugar; la mayoría de explotaciones lo hacen en enormes balsas situadas cerca de la propia granja (porque es poco rentable llevarlas más lejos y, quizá, tratarlas mejor). Los nitratos se filtran a las masas de agua subterráneas de las que beben unos catorce millones de personas en España, el 30% de la población, según datos de Transición Ecológica. Los están envenenando. Entre 2016 y 2021, cifró una investigación de Datadista, se detectaron 4.115 incumplimientos de la normativa sobre el agua de grifo en 411 municipios: contenía más nitratos de lo que es recomendable para la salud.

En varios de esos municipios, el ayuntamiento se ha visto obligado, directamente, a prohibir beber del grifo y a surtir a la población de agua embotellada. Detengámonos un segundo, entre tanto dato, en pensar en lo que esta afirmación implica. Una actividad privada, cada vez más concentrada en menos manos, cuyo objetivo no es alimentar a la población sino, en el caso del cerdo, vender cuanto más mejor a otro país (y, en caso de la demanda interna, seguir cebando a una sociedad que ya come muchísima más carne de lo que es saludable), está privando a poblaciones enteras del derecho básico al agua limpia.

El impacto de la ganadería industrial va mucho más allá de los datos. No hay que acudir a ningún informe del IPCC para verlo, no hay que buscar por Twitter el último gráfico con barras amarillas, rojas y burdeos. Se nota y se siente en la tierra. «Yo tengo la boca que no podía comer ni un cacho de pan. Por el agua», explicaba una señora en un documental de Greenpeace del pasado año. Los ecologistas acudieron a Barcial del Barco (Zamora), otro pueblo esquilmado por las macrogranjas, simplemente a hablar con la gente. Y allí saben lo que está pasando. «Si antes vivían todos con el ganado, poco de un lado, poco de otro, la gente vivía y aquí se iba edificando y se iba avanzando. Pero ahora no, no, porque está en manos de cuatro. Y para vivir ellos, los demás no pueden vivir», explicaba otro hombre.

Tampoco pueden vivir, como es obvio, las millones de cabezas de ganado que son sacrificadas ya no para un consumo necesario, sino para el disfrute de unos y el negocio de otros. La vida hasta llegar al matadero, por otro lado, es indigna. La industria porcina presume de unos estándares de bienestar animal que, según analiza la fundación Igualdad Animal, se limitan a cumplir con una ley ya de por sí laxa. En 2023 es posible encontrarse en el supermercado con una chuleta de cerdo con un sello de bienestar animal proveniente de un cerdo que ha estado cinco de los doce meses del año sin ver la luz del sol, enclaustrado en un espacio de 0,65 metros cuadrados y que ha pasado por varias enfermedades muy dolorosas en su lamentable vida, como neumonías o prolapsos fruto del hacinamiento. Laura González, del colectivo climático Contra el Diluvio, habla de un particularmente cruel fetichismo de la mercancía: todo el sistema se mantiene bajo la ficción compartida de que la pechuga de pollo de la cena no tiene nada que ver con el simpático animalito que ha muerto, asfixiado, entre estertores.

El gobierno, entre la inacción y la complicidad

Las grandes instalaciones ganaderas no fijan población en el rural: la destruyen. No le dan una vida digna a los animales: los humillan y los maltratan. Generan pandemias por zoonosis: los virus cuentan con espléndidos campos de juego para replicarse, mutar sin control y, eventualmente, pasar a los humanos en forma de gripes aviares o porcinas. No son parte de la solución, sino del problema.

Era de esperar, por tanto, que el Gobierno actual, que ha hecho bandera de la salud pública y de la acción climática y medioambiental, le hubiese metido mano al problema. No se puede rubricar un no rotundo, pero las actuaciones han sido insuficientes y sonrojantemente dispares entre departamentos.

En la Estrategia de Descarbonización a Largo Plazo que el Gobierno envió a la Comisión Europea, que dibuja el camino hacia un país con cero emisiones netas en 2050 (esto es, que se emita tan poco que se compense por otras vías), el Gobierno de coalición asegura que no solo no piensa reducir la cabaña ganadera, sino que el sector ni puede ni debe reducir su tamaño. La reducción de emisiones que es suficiente aseguran que es de un 53% con respecto a los niveles de 1990, y vendrá de la mejora de los procesos de eficiencia en la gestión de residuos y en la generación de biometano. Nada de cerrar macrogranjas. Hay que tener en cuenta, reza el documento, la «importancia del subsector ganadero español» y sus «especiales carácterísticas que hacen difícil su mitigación».

En el presente, las normas que se dedican a poner coto a las macrogranjas tienen la trampa incluida en la definición. En el caso de la cabaña porcina, la que más ha crecido y la que más mierda reparte, la ley establece un límite de 7.200 cerdos por explotación, pero un mismo proyecto puede contar con una decena de explotaciones, es decir, hasta 72.000 cerdos, como los que contiene la macrogranja de Castillejar (provincia de Granada), que es la que más metano y amoniaco emite del país.

Con respecto a los nitratos, el Gobierno inauguró 2022 con un decreto contra la contaminación agrícola generada por estos nutrientes, usando en la exposición de motivos la misma expresión —«la importancia del subsector ganadero español»— y dejando en manos de las comunidades autónomas el desarrollo y la ejecución de medidas para paliar el mal estado del 60% de los acuíferos bajo suelo español; es decir, en las mismas comunidades autónomas que, en su inmensa mayoría, serán gobernadas por el Partido Popular con el apoyo de Vox, un partido negacionista del cambio climático, que rechaza la evidencia de que en España va a haber cada vez menos agua y, a este paso, con mucha más concentración de nitratos, y que está dispuesto a abrir la puerta a la tuberculosis con tal de que no parezca que mengua su apoyo al campo.

Mientras tanto, el ministro de Agricultura, Luis Planas, ha dedicado la última legislatura a prometer y repartir ayudas a los agricultores, en parte para compensar los daños generados por los desajustes que el cambio climático produce; a garantizarles «pagos justos» con la reforma de la Ley de la Cadena Alimentaria; y a compadrear con las patronales ganaderas, negando toda necesidad de un cambio estructural del modelo y enfrentándose a los ministros que hablaban a las claras del impacto de la ganadería.

El ministro Planas fue uno de los más activos del ala socialista del gobierno a la hora de desautorizar al ministro de Consumo, Alberto Garzón, cuando este explicó en la prensa internacional una evidencia: que la carne española generada en macrogranjas no es de la mejor calidad y tiene importantes externalidades negativas. Ha bloqueado en el Consejo de Ministros iniciativas del líder de Izquierda Unida, como el etiquetado nutricional, que ayuda a explicar a los consumidores qué es lo que comen, y es asiduo a los actos de patronales como Interporc, la organización que reúne a los capos del cerdo en España, para celebrar el crecimiento del sector. «Actualmente, hay más de 50.400 explotaciones y más de 2.630 industrias implantadas en buena parte de la geografía nacional», celebraba el gabinete de prensa del ministro en la crónica de su última visita al congreso anual de la asociación.

Garzón ha sido el ministro que más ha sufrido el sabotaje lobbista de Planas en el seno del Consejo de Ministros, no solo por ser uno de los eslabones más débiles de la coalición, sino porque sus competencias se dirigen a la mercancía fetichizada: la carne. No es lo mismo, y bien lo sabe ahora el líder de Izquierda Unida, hablar de una difusa transición que hacerlo de lo que ponemos en nuestra mesa a diario, con incontables cargas culturales, sociales y de estatus. La campaña de acoso y derribo iniciada por las organizaciones y sindicatos amarillos agrarios, espoleada por la derecha y con la complicidad del PSOE durante las navidades de 2021 y los comienzos de 2022, tiene pocos precedentes. Son recordadas las palabras del presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, y el imbatible chuletón al punto, pero igualmente humillante fue la reacción de Planas, lamentando que Garzón no le hubiera consultado primero, como si un ministro tuviera que pedirle permiso a otro para hacer su trabajo; una suerte de paternalismo que refleja bien las concepciones del socialista al respecto. A la hora de la verdad, el poder lo ejercen los de siempre y con el negocio no se juega.

La derecha que siembra

El pasado verano, en un encuentro en Madrid con el historiador medioambiental Troy Vettese, Alberto Garzón recordaba el episodio y se preguntaba cuáles son los siguientes pasos a dar ante la derrota. Porque, por el momento, la derecha está ganando en el rural, a pesar de que uno de los baluartes de su modelo, las macrogranjas, llena de mierda los pueblos. A pesar de que el cambio climático sea la principal amenaza para sus modos de vida . «Cualquiera diría que la alianza ecologista principal tendría que venir del rural —explicaba el ministro—. Pero la derecha y la extrema derecha llevan mucho tiempo sembrando en ese terreno». El discurso ya lo conocemos todos: los ecologistas urbanitas, que no conocen la realidad del campo, vienen a imponernos sus normas en base a un fenómeno exagerado o inventado, nos quitan el trabajo y no respetan nuestras tradiciones. Ante una realidad cada vez más desconcertante, es mucho más fácil señalar como enemigo la caricatura del ecologista, del progre, que un complejo fenómeno natural que seca los pozos y encarece los insumos. Ante los temblores, la seguridad de lo de siempre: la chuleta, la caza, el cultivo intensivo, el maltrato animal.

No es algo que vaya a pasar sino que está pasando: la derechización del rural. Desde 2019, los sondeos y las elecciones muestran que, a diferencia de otros partidos de reciente creación —teniendo en cuenta los tiempos de la política—, Vox no solo ha cimentado su crecimiento en las grandes ciudades, sino también en los municipios pequeños y medianos, a pesar de carecer de una fuerte red territorial. Tras las elecciones municipales y autonómicas del 28 de mayo de 2023, Vox está reclamando para sí las concejalías o consejerías relacionadas con la agricultura, tal y como hizo en Castilla y León, demostrando así que van con todo a la guerra cultural, aunque ello implique riesgos para la salud pública. Hace unos años, los tractores se manifestaban en Madrid con reclamaciones sobre la cadena alimentaria, los altos precios y las dificultades de las explotaciones familiares frente, precisamente, al «modelo macrogranja». En la última marcha, en julio de 2023, sin embargo, algunas pancartas señalaban conspiraciones relacionadas con la sequía o con la Agenda 2030.

En los comicios de mayo, el estado lamentable de Doñana fue uno de los temas de campaña. El PP agitó el eje identitario: Madrid nos quiere quitar el agua y el trabajo. La derecha fue la más votada en las comarcas contiguas al parque nacional. Y esto es algo que no solo está pasando en España. En Europa, la derecha tradicional está viendo el filón y la veta explotada por sus colegas ultras: hace unos meses estuvieron a punto de tumbar en el Parlamento Europeo la Ley de Restauración de la Naturaleza, agitando la misma bandera del supuesto agravio de los urbanitas a las tradiciones y al modo de vida rural.

La tierra de la izquierda en este conflicto es la tierra de nadie. Ni limitan de manera efectiva el daño que la ganadería y la agricultura industrial están infligiendo al recurso esencial del agua y la vida en los pueblos, así como a los ecosistemas más frágiles y al equilibrio de la atmósfera, ni es ya de fiar para el habitante de la España rural, que siente que se pone en riesgo su zona de confort sin que se perciba una alternativa. El primer paso es volver a la ofensiva y explicar que, precisamente, las macrogranjas son el mayor enemigo de las explotaciones tradicionales que tanto reivindica y dice defender la derecha. En aquel enero de 2022 asistimos al absurdo de ver a granjas familiares atacar al ministro de la mano de organizaciones que fomentan la concentración industrial y que, ellos sí, les quitan el trabajo; la identidad por encima de la clase, pero de verdad, al margen de ensueños rojipardos.

En cualquier caso, ni la ganadería extensiva ni las granjas familiares pueden sostener el mastodóntico consumo de carne de España y de los países más desarrollados y, por mucho que cuiden el método, siguen catalogando a seres vivos y sintientes como meros productos. La transición ecosocial, efectivamente, necesitará que algunos trabajos desaparezcan y que muchas dietas cambien, pero es un error considerar que será a cambio de nada, o a cambio de vagas promesas de colocación en otros sectores, de dinero público mal repartido, mal invertido y mal gestionado —como en la reconversión minera del norte— o por simple responsabilidad. La izquierda necesita diseñar, defender y construir una alternativa al atrofiado sector primario; otro tipo de industria y otra manera de vivir.

Este análisis se ha escrito en los días previos a los comicios del 23 de julio de 2023. Si la izquierda pierde y la extrema derecha llega al poder, los lamentos y el legítimo miedo no pueden distraer de la urgencia de, esta vez sí, tirarse al campo. Pero no para la defensa a la desesperada de los maquis, sino para una contraofensiva que, además de tejer una red de alianzas, confianzas y discurso en el mundo rural, ofrezca un futuro digno de ser vivido al margen de la tradición. Pero si la izquierda logra formar gobierno, el escenario será casi igual de difícil; el relato se ha perdido y la pervivencia del progreso necesita no dejar a nadie atrás. A corto plazo, se debe rectificar el error de una política agraria cómplice con el explotador y ajena a la sed de los pueblos, y que la alternativa vaya de la mano de los límites al envenenamiento progresivo que determinadas actividades ejercen sobre el medio.

En países europeos como Países Bajos o Alemania, a pesar de la ofensiva rural de la extrema derecha, se están planeando tanto moratorias a la apertura de nuevas explotaciones ganaderas como la reducción planificada de la cabaña, con expropiaciones y compensaciones a los propietarios y los trabajadores. Ya hay buenos ejemplos y guías de por dónde empezar. Pero si la izquierda logra mantener el poder en el gobierno estatal y quiere enmendar la laxitud de sus normas, que permiten la concentración, siguen dando alas al crecimiento sin límites y descartan cualquier tipo de reestructuración, debe tener también en cuenta que las competencias sobre moratorias y sobre el control de los nitratos las tienen unas comunidades autónomas gobernadas por la derecha, en muchos casos con reaccionarios en consejerías de agricultura que están absolutamente en contra de cualquier medida en este sentido. Esté lo que esté por venir, el escenario es difícil y, aceptándole un argumento al adversario, no se solucionará desde el despacho del catedrático. Es momento de echarse al campo.