Colectivo Zetkin ||
Este ensayo, firmado por William Callison, George Edwards, Jacob McLean y Tatjana Söding como miembros del Colectivo Zetkin, fue publicado originalmente en la revista Salvage (primavera/verano de 2024).
Se respira un aire de apocalipsis. Durante el verano, un grupo de «Blade Runners» comenzó a sabotear la infraestructura de las zonas de ultrabajas emisiones (ULEZ por sus siglas en inglés) de Londres y sus alrededores. Van vestidos con ropa negra de la cabeza a los pies y su objetivo son las cámaras que leen las matrículas de los coches para determinar si cumplen con los estándares medioambientales mínimos o si deben pagar el peaje diario de doce libras y media. Algunos de estos de Blade Runners desmontan totalmente estas estructuras, sacando las cámaras de su peana y llevándoselas para apilarlas en una caja fuerte. Otros tiran abajo los postes para que la gravedad reviente el aparato contra el suelo. Aun así, los más hábiles se presentan en el lugar con unas tenazas grandes, cortan los cables y luego se esfuman de allí. Uno de los Blade Runners se grabó a sí mismo en acción y dirigiéndose a las fuerzas a las que estaba plantando cara: «Igual a vuestros colegas les lleva medio día levantar uno de estos. A mí me lleva menos de un minuto echarlo abajo. A la mierda con vuestras putas zonas de bajas emisiones, hijos de puta. Este país es nuestro y lo vamos a recuperar».
¿Qué está motivando exactamente este sabotaje por parte de los Blade Runners? Si te metes en las webs donde se reúnen los individuos más comprometidos verás que no tiene nada que ver con la calidad del aire y muy poco, por no decir nada, con las multas que todo ello implica. Se trata de espacios donde se mezclan todo tipo de ansiedades culturales y políticas actuales. Cuando despotrican contra las vacunas, contra los «confinamientos climáticos», contra que ya no se use dinero en metálico, contra la «ideología de género», contra las redes 5G y contra los documentos de identidad digitales, los Blade Runners se perciben a sí mismos como luchadores por la libertad que se enfrentan a un Estado totalitario con una agenda global. Con todo, sería un error minusvalorar a estos agentes como si fueran unos llorones situados en los márgenes de la sociedad. Aunque en parte se fijen en movimientos que tradicionalmente han sido preocupación de la izquierda —como la expansión del Estado y las tecnologías privadas de vigilancia—, sus diagnósticos y recetas arrastran la política al terreno más conspiranoico de la extrema derecha. Su respuesta a las políticas de descarbonización se está convirtiendo rápidamente en uno de los frentes más importantes para el negacionismo organizado de la ciencia climática, uno de los discursos mainstream de la extrema derecha que sintetiza el nacionalismo fósil con una forma radical de libertarismo.
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Aunque las movilizaciones de tendencia derechista ya estaban en auge antes de 2020, la pandemia ha hecho mutar y ha acelerado las condiciones preexistentes. El batiburrillo de ansiedad, desinformación y polarización atrajo a nuevos e inesperados sectores de la población, especialmente de la pequeña burguesía, muchos de los cuales se vieron participando en un movimiento social —online y offline— por primera vez en su vida. Ahí encontraron a activistas más experimentados, medios alternativos y teóricos de la conspiración que llegaban equipados con la experiencia organizativa y los marcos ideológicos necesarios para diagnosticar y ofrecer «soluciones» a una crisis de proporciones apocalípticas. Al mismo tiempo, la pandemia asfixió la constante movilización del movimiento por la justicia climática en todo el mundo: las manifestaciones se convirtieron en webinars; las acciones, en discusiones sobre estrategia, y el ímpetu perdido aún está por recuperar.
Si la xenofobia contra los inmigrantes y la islamofobia eran las condiciones sine qua non de la extrema derecha prepandemia, la creciente oposición a las políticas de sanidad pública trastocó el modo en que se articulaban y se incorporaron a ellas. Por supuesto, la frontera siguió siendo un lugar de contención, pero cuando la llegada de personas migrantes y refugiadas quedó en suspenso por las restricciones de la pandemia, el foco viró temporalmente de la restricción de libertad de movimiento de ese Otro perverso a la liberación de los propios límites internos para «la gente». Los grupos por «la libertad» proliferaron en medio de este ambiente asfixiante. Los emprendedores se convirtieron en emprendedores políticos. Los dueños de restaurantes, predicadores, profesionales de la sanidad independientes, asesores jurídicos, autónomos, dueños de pequeños negocios y gerentes de todo pelaje hicieron causa común. Algunos de ellos se mostraron como influencers en las redes sociales, como presentadores de pódcasts, vendehúmos de medicinas alternativas y productos de bienestar, portavoces de protestas contra el confinamiento o líderes de nuevas organizaciones políticas. En algunos casos, ello implicó dejar a un lado o añadir a su negocio real el «negocio» del movimiento, desdibujando así la ya fina línea dentro de la extrema derecha entre la política y la estafa.
Según han ido creciendo las filas de la extrema derecha, lo mismo ha ocurrido con su presencia en el mainstream. Conceptos y teorías de la conspiración que antes estaban enclaustrados en la periferia fascista —desde el control poblacional malthusiano hasta «el gran reemplazo»— han pasado a formar parte del lenguaje cotidiano. En el interior de estos discursos se han encontrado la pandemia y la crisis climática. Por poner un ejemplo, la crítica a los confinamientos de la pandemia se ha transformado en advertencias acerca de un futuro distópico de «confinamientos climáticos». El aparato negacionista de think tanks financiados por el capital fósil y organizaciones que defienden sus intereses ha desempeñado su papel a la hora de garantizar que las energías del movimiento por la «libertad» se transfieran al terreno climático.
Según el marco del capitalismo fósil, pero también de aliados que a menudo no se dan cuenta de que lo son, el mundo parece estar dividido en conjuntos binarios: verdades y mentiras, nacionalistas y globalistas, luchadores por la libertad y totalitarios, zonas residenciales y ciudades, trabajadores con coche y activistas climáticos. Estas imágenes binarias, que sirven de combustible para el motor de las conspiraciones de la extrema derecha, presentan algo a lo que podríamos poner el nombre de «crisis invertida». Esta crisis invertida refleja y al mismo tiempo oculta la crisis material del calentamiento planetario, divulgando narrativas perfectamente alineadas con los intereses del capital fósil. La crisis no es el cambio climático, sino lo que «esta gente» (la élite «globalista» y la muchedumbre woke) quiere hacer al respecto. De este modo, las soluciones a la crisis ecológica son presentadas como la crisis propiamente dicha. Y, en el centro de todo ello, está lo que han denominado «guerra contra los coches».
El coche, en tanto que cristalización del capital fósil, particularmente en la forma que tuvo en el siglo xx, se ha convertido en el emblema de un modo de vida y sistema mundial capitalista que no puede ser subvertido mediante la agregación de elecciones individuales de consumo. Además, a medida que la transición energética va cobrando una urgencia existencial, la defensa de la movilidad individual motorizada se está convirtiendo rápidamente en la clave de bóveda de un conjunto de luchas más amplio. A nivel simbólico, afectivo y material, el coche le sirve a la extrema derecha como «vehículo» para conducir la participación apolítica en el statu quo hacia formas reaccionarias de política antiecológica. En esta coyuntura, el coche es la divisa de libertad individual, de la familia nuclear y de una nación con «energía garantizada». En clave populista, el coche es «la gente».
Ciudad confinada
El concepto de «ciudad de quince minutos» lo acuñó en 2015 Carlos Moreno, un profesor de empresariales franco-colombiano de la Universidad de París 1 Panthéon-Sorbonne. La idea se basa en el diseño de ciudades que permitan a sus habitantes acceder a todas sus necesidades básicas, incluido el lugar de trabajo, en un trayecto de quince minutos a pie o en bici. Anne Hidalgo, alcaldesa de París y miembro del Partido Socialista, utilizó como eslogan de su campaña del año 2020 (con la que ganó) el concepto de ciudad de quince minutos, y se comprometió a que en 2024 hubiera «carriles bici en todas las calles», en buena medida retirando de la ciudad sesenta mil de las plazas de aparcamiento a pie de calle. En buena medida esto era una continuación de lo que Hidalgo llevaba haciendo desde que fue elegida por primera vez, en 2014. El resultado de sus políticas es que el número de ciclistas se duplicó en un año (entre 2019 y 2020) y las emisiones se redujeron un 20% entre 2014 y 2018. Yendo más allá, su plan es prohibir los coches diésel en la ciudad en 2024 y los vehículos que no sean eléctricos para 2030.
La implementación de estos planes por parte de Hidalgo no ha estado exenta de oposición. En Twitter ha tenido cierto recorrido un hashtag que se podría traducir básicamente como #ParísVandalizada, con el que los usuarios subían fotos y vídeos de la «decadencia» urbana —jeringuillas, papeleras a rebosar, acampadas de gente sin hogar—, culpando a Hidalgo de todo ello. Según informó Politico, en octubre de 2021 una protesta atrajo a cientos de personas que criticaban la suciedad de la ciudad y la «promoción caótica de motos y bicis eléctricas a costa de los peatones». Hidalgo sintió tal presión por las quejas contra las motos eléctricas que en abril de 2023 convocó un referéndum en el que la ciudadanía parisiense voto a favor de prohibir su uso en la ciudad. Aun así, a pesar de la rotundidad de las políticas de Hidalgo, ha habido pocas protestas que focalizaran sus esfuerzos contra la reducción de automóviles y la expansión del transporte en bici o a pie.
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En Reino Unido la historia es diferente. En Oxford, los intentos de crear barrios de bajas emisiones, lo que principalmente implica la colocación de bolardos y macetas que restringen el acceso de coches y peatonalizan ciertas áreas, se han topado con una oleada de vandalismo. En el año 2022, hubo un bolardo en la parte este de la ciudad —«el bolardo más odiado de Gran Bretaña»— que él solo fue vandalizado veinte veces, porque un coche se lo llevaba por delante, porque alguien intentaba arrancarlo o incluso porque alguien le prendía fuego. Esto llevó a que la ciudad lo sustituyera por una construcción de madera más resistente y otros fueran reemplazados por unos de acero. A lo largo y ancho del país se han presenciado acciones antibolardos parecidas.
A nivel discursivo, las ciudades de quince minutos y las zonas y los barrios de bajas emisiones terminan todos mezclados con los elementos preexistentes en lo que Naomi Klein denomina «el batido de la conspiración del gran reinicio». Jordan Peterson, uno de los comerciales más destacados de este cóctel tan nocivo, hizo que el concepto de la ciudad de quince minutos se hiciera viral cuando el 31 de diciembre de 2022 hizo un retuit de una publicación que arremetía contra «los burócratas idiotas y tiránicos» que estaban detrás de esta idea y advertía a sus seguidores diciendo: «No os equivoquéis, forma parte de un plan bien documentado». Para no dejar lugar a especulaciones acerca de qué y quiénes estaban realmente detrás de un «plan» tan aparentemente siniestro, la publicación de Peterson incluía un retuit de Don Keiller que decía «Ya está pasando… #GranReinicio #SchwabAPrisión» y que incluía fotos de las nuevas zonas para coches en Canterbury y en Oxford junto a una infografía que explicaba que «la ciudad de quince minutos es un plan de la ONU y del FEM porque se preocupan por ti quieren que conduzcas menos». El tuit ha tenido siete millones de visualizaciones.
Dos meses después, de nuevo en Oxford, una manifestación contra la ciudad de quince minutos reunió a dos mil personas. Le cedieron el micrófono a una chica de doce años para que se dirigiera a la multitud. Haciendo su mejor imitación de la némesis de Greta, gritó: «¿Cómo os atrevéis a robarme la infancia y el futuro, y el futuro a nuestros hijos, convirtiéndonos en esclavos de vuestra delirante prisión de vigilancia digital?». Unas octavillas explicaban que el timo era en realidad una trama destinada a engañar a la gente para que viviera en prisiones al aire libre. Vallas con alambre de espinos, cámaras que observan todos los movimientos, supervivencia a base de dietas de insectos: las ciudades de quince minutos serían «la punta de lanza de algo que pretende limitar nuestra libertad de movimiento». Estas preocupaciones encontraron eco en la Cámara de los Comunes, donde el diputado tory Lee Anderson definió los planes de Oxford como «una conspiración socialista internacional». También Nigel Farage insistió en la naturaleza tiránica y restrictiva del plan, e hizo el anuncio aciago de que «los confinamientos climáticos están a punto de llegar».
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Las teorías de la conspiración acerca de la ciudad de los quince minutos llegaron a Canadá viajando a través del mercado internacional de la desinformación. En febrero de 2023, en Edmonton, capital de la petroprovincia de Alberta, tuvo lugar una manifestación contra la ciudad de los quince minutos que arrancó con un padrenuestro. En un momento dado, una de las organizadoras sacó un libro enorme de su mochila y se lo puso delante a uno de los urbanistas allí presentes: «¿Juras sobre la Biblia que no nos van a poner multas, que no vamos a tener que mostrar la documentación en ninguna parada de control y que no va a haber lecturas de matrícula utilizando un escáner?». El urbanista sonrió, divertido, y se desentendió de la pregunta. Sin embargo, una hora después, cuando le volvieron a preguntar, esta vez en el escenario en frente de la gente, accedió. Posó la mano izquierda sobre la Biblia, y entonces le corrigió el activista anticonfinamientos, Chris «Sky» Saccoccia, que le indicó que tenía que usar la derecha. «Oye, compañero, que yo no hago juramentos sobre la Biblia todos los días», señaló el urbanista, antes de dar inicio a su juramento: «Yo, Sean Bohle, urbanista sénior de la ciudad de Edmonton, juro solemnemente…», en busca de la aprobación de Saccoccia le preguntó «¿está bien así?», y prosiguió, «… que si la ciudad de Edmonton alguna vez intenta imponerle a la gente controles de movimiento por la ciudad, me opondré vehemente en virtud de mi capacidad como urbanista de la ciudad de Edmonton». La multitud prorrumpió en vítores.
Antes de 2020, Saccoccia, de treinta y nueve años e hijo de un acaudalado promotor inmobiliario de las afueras de Toronto, parecía no tener experiencia política más allá de su inclinación por el shitposting de extrema derecha. Según documentó la Canadian Anti-Hate Network, Saccoccia escribió que «a los negros les falta la sofisticación para producir una civilización avanzada»; que «los musulmanes y las violaciones infantiles van de la mano como las hamburguesas y las patatas fritas»; y que Mein Kampf era «100% certero» en lo que se refiere a los intentos de los judíos por controlar el mundo, «como si [Hitler] hubiera tenido una bola de cristal para ver el futuro». Cuando golpeó la pandemia, Saccoccia canalizó esta cosmovisión hacia el activismo antivacunas y anticonfinamiento, con un número cada vez mayor de seguidores online, acumulando multitud de acusaciones criminales y miles de multas al tiempo que se convertía en uno de los activistas por la «libertad» más reconocibles del país. También contaba con fama internacional por ser invitado ocasional en InfoWars y, en el momento en que escribimos esto, se prevé que viaje a Oxford para grabar un documental sobre la ciudad de quince minutos.
En el discurso que dio en la manifestación de Edmonton, Saccoccia reutilizó su discurso de la época de la pandemia en este nuevo frente climático: «Utilizaron el Covid para que os acostumbrarais a la idea de no estar a más de cinco kilómetros de casa […]. Ahora bien, saben que una pandemia no puede durar siempre, ¿pero qué es lo que sí puede hacerlo? ¡Una crisis climática! Una crisis climática dura generaciones. Así que el Covid fue un instrumento para conteneros, para liaros y que aceptéis la nueva agenda forzada de control total frente al cambio climático», que implicará «la supresión de la propiedad del vehículo privado». De este modo, los mensajes, la influencia y los seguidores de Sky son reenfocados contra la guerra contra los conductores. Para Sky el hecho de que «una pandemia no puede durar para siempre pero una crisis climática dura generaciones» quizá aquí no funcione como un aviso sino más bien como una esperanza; a fin de cuentas, la crisis anterior le hizo famoso. ¿Por qué no iba a querer que la siguiente durara más?
Se puede ver la manifestación de Edmonton como un ataque preventivo contra los intentos de mitigación urbanística, avivando una polémica paranoide a pesar de la escasa planificación y aplicación de políticas concretas que se observa en Europa. Saccoccia, fijándose en Oxford, llevó a las masas al frenesí: «¿Sabéis lo que están haciendo justo ahora? Están cargándose los bolardos con su coche. Están echándoles cemento. Están arrancando las cámaras […]. Y eso es lo que vamos a hacer aquí». Todo esto a pesar de que en realidad en Edmonton no hubiera ningún plan de introducir zonas de bajas emisiones. Con todo, a la gente se la mantiene en un estado de vigilancia, en guardia contra el menor atisbo de intento de limitar la movilidad privada.
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Este tipo de teorías tan excéntricas se pueden encontrar no solo en activistas que están a pie de calle como Sky. Más bien tiene lugar un vaivén entre el movimiento de base «de abajo arriba» y la guerra cultural «de arriba abajo», en la que los influencers de extrema derecha se juntan con grupos negacionistas de toda la vida para diseminar la paranoia. Según informaba DeSmog, el colectivo Not Our Future —uno de los principales grupos de Oxford opuestos a la ciudad de quince minutos— tiene muchos vínculos con negacionistas climáticos organizados, incluidas personas conectadas con la Global Warming Policy Foundation, el principal grupo negacionista de Reino Unido. Entre tanto, estos grupos gozaron de más atención y tráfico por cortesía de gente como Jordan Peterson, que se ha convertido, en palabras del climatólogo Michael Mann, en una «pieza fundamental de la máquina negacionista», fundamentalmente por dar voz y compartir este tipo de fuentes en X/Twitter y YouTube. Y, en Canadá, la clásica organización negacionista Friends of Science ha estado divulgando las mismas conspiraciones. Su portavoz, Michelle Stirling, ha aparecido en Rebel News y otras plataformas de extrema derecha para explicar cómo la pandemia «condicionó a la gente para tener una vida de quince minutos», advirtiendo de que los pasaportes sanitarios pronto se convertirían en una tecnología para el racionamiento de carbono entre el conjunto de la población. Según el discurso de estas coaliciones, está en camino una tiranía que opera en múltiples escalas: desde las cimas de las cumbres «globalistas» en Davos hasta tu dormitorio.
Sexo en la ciudad de quince minutos
«#DiNo al FEM. #DiNo a la crisis climática fake. #DiNo a los Confinamientos Climáticos. #DiNo a las ciudades de quince minutos/SmartCities. #DiNo a la tropa de letras». Aunque sería fácil descartar la excéntrica letanía de Saccoccia a través de Telegram —el último concepto se refería a la comunidad LGTBQ— como otra perorata demagógica más, plantea sin embargo una pregunta importante: ¿por qué la gente queerfoba odia las ciudades de quince minutos? ¿Es solo una lista arbitraria de rencores de extrema derecha que están en boga? ¿O existe una «lógica» subyacente que los conecta?
Con motivo del mes del Orgullo, Benita Pederson —otra destacada activista por la «libertad» que está en contra de las ciudades de quince minutos— lanzó una campaña para evitar que se pintaran pasos de cebra con los colores del arcoíris en una pequeña ciudad al norte de Edmonton. Justo al sur, en Leduc, lugar en el que se descubrió el primer gran pozo de petróleo de Alberta, alguien había derrapado con sus neumáticos sobre un paso de cebra arcoíris recién pintado, dejándolo cubierto con marcas negras; un símbolo de queerfobia más que pertinente. Cara Daggett ha descrito estos hechos como la «convergencia catastrófica» entre cambio climático, un sistema de combustibles fósiles amenazado y una hipermasculinidad occidental cada vez más frágil. «Cuando se cuestionan los sistemas que se alimentan de combustibles fósiles y, de manera más general, los modos de vida empapados de ellos —explica Daggett—, eso se interpreta como un desafío al orden blanco y patriarcal».
En esta convergencia se forjan alianzas improbables. Por poner un ejemplo, los conservadores musulmanes se han unido a evangelistas y chalados de extrema derecha que, pocos años antes, estaban advirtiendo de que la crisis migratoria era un frente de una «invasión» musulmana de Occidente. En estas coaliciones tan cínicas y de patas tan cortas (la extrema derecha no puede dejar aparcada la islamofobia durante demasiado tiempo), la atención se desplaza momentáneamente de las fronteras a las juntas escolares, que se convierten en el frente de batalla porque también en este caso lo que pretenden los grupos de extrema derecha es «recuperarlas». «Si tu libertad te permite entrometerte en mi privacidad, en cómo educo a mi hijo, entonces eso no es libertad», afirma Mahmoud Mourra, el principal organizador de la manifestación anti-LGTBQ de Calgary. Cuando habló con un reportero del Toronto Star, no tuvo escrúpulos a la hora de admitir que «si mi hijo mañana decide ser gay, voy a estar dolido el resto de mi vida».
Podemos dar por hecho que la libertad es la capacidad de hacer lo que uno quiera con lo que es de su «propiedad», ya sean automóviles o niños. No es ninguna coincidencia el paralelismo que existe entre el «dejad en paz a nuestros hijos» —uno de los principales eslóganes de la cada vez mayor reacción anti-LGTBQ— y el tuit de Jordan Peterson en el que pedía «dejad en paz nuestros coches». Se trata de una divulgación del ethos libertariano «don’t tread on me», «no me pisotees», para el que el Estado se convierte en sinónimo de tiranía y para el cual el derecho a contaminar sin límite es equiparable al derecho a abusar psicológicamente de niñes de género no binario. Hay un meme del que ya hay pegatinas para los coches y que dice «change gears, not genders», «cambia de marcha, no de género». La reacción antitrans se generaliza aquí a la totalidad social: de la transición de género a la transición energética, la cuestión es —por invertir a Marx— frenarla.
La familia fosilizada
Si, según M. E. O’Brien, la familia es «un lugar dentro de la reproducción más amplia del capitalismo», ¿qué es entonces el coche familiar? A la hora de anunciar una revisión de los «planes anticoches a lo largo del país», Rishi Sunak creyó conveniente posar sentado en el asiento del conductor del antiguo Rover de Margaret Thatcher. «Charlando sobre la libertad» fue el título que le puso Sunak a la foto, antes de explicarle a The Telegraph qué era lo que tanto le inquietaba. El primer ministro se mostró «particularmente preocupado» por si las jardineras y los bolardos, como los de Oxford, no iban a dejar que «circulara ningún vehículo de mayor tamaño que una bicicleta» y, por lo tanto, impidieran a los coches de las familias hacer su vida. Por supuesto, él sabía «lo importantes que son los coches para las familias».
En un número anterior de la revista Salvage, Alva Gotby se inspiraba en las campañas Salarios para el Trabajo Doméstico y Deuda Salarial Lésbica de los años setenta para armar una crítica materialista de la heterosexualidad, que ella concibe como un «modo de vida institucionalizado que exige […] el deseo social de una vida en particular, y todo aquello en lo que se cimienta esa vida». Esto se puede ver en el análisis que hizo Deuda Salarial Lésbica de la división sexual del trabajo: «La mujer apoya al hombre para que trabaje más, para que se compre una casa más grande, un coche, etcétera, y para que subordine sus propias necesidades a estas otras necesidades, que son las del capital».
Del mismo modo en que el sistema capitalista necesita producir coches necesita también producir «mujeres» y «esposas» disciplinadas que apoyen al hombre que lleva el dinero a casa, producir «familias» capaces de absorber mediante el consumo excesivo la sobreproducción de mercancías materialmente intensivas y ecológicamente destructivas y los modos de vida aparejados. El efecto combinado de mezclar los discursos procoche, profamilia y anti-LGBTQ —una amalgama que podríamos denominar «pánico sexual de quince minutos»— es la demonización y la condena al ostracismo de quienes desertan del heteropatriarcado, personas que se atreven a construir deseos sociales alternativos con una base material alternativa. Renegar del vehículo privado es, por lo tanto, equiparable a renegar de la familia.
Estos vínculos entre el natalismo de extrema derecha y el negacionismo climático aparecen de manera destacada en los tuits de Jordan Peterson, que hace poco reorientó su talento hacia la poesía. En un poema, encarna la voz de las «élites globales promotoras del miedo» hablando desde su atalaya: «Pereced de hambre / campesinos / vosotros y vuestras masas hacinadas / de niños emisores de carbono / que saturan el planeta de basura». El FEM y la ONU, etiquetados en el tuit, son presentados como dementes genocidas, hasta tal punto están consumidos por el deseo de reducir las emisiones que están dispuestos a cometer asesinatos en masa. El concepto de «niños emisores de carbono» es útil para la construcción de una sensación de crisis para la familia fosilizada: no «quieren» que tengamos niños; al arrebatarnos los combustibles nos «están» matando. Quien se encarga de difundir una construcción discursiva similar es David Parker.
Parker, fundador de Take Back Alberta, una de las organizaciones canadienses de extrema derecha más influyentes de la actualidad, tiene querencia por decirle a la multitud de personas que le apoyan, casi todas blancas y en buena medida de entornos rurales, que se están enfrentando a un proyecto «antihumano», y dice: «La mayoría de las mujeres de mi edad piensa que lo peor que puede pasarles es que se queden embarazadas. Vale, su carrera es más importante. Más importante que la continuación de la raza humana […]. Tanto si eres provida como proaborto, estamos asesinando a nuestros hijos en el vientre. Vivimos en una sociedad antihumana que literalmente les enseña a nuestros hijos que son una enfermedad para este planeta. Que lo mejor que podemos hacer es disminuir la población. Vosotros sois el carbono que están intentando reducir».
La continuación de la raza humana se enfrenta a una amenaza existencial: no por el cambio climático, sino por las feministas y ecologistas cuyas perversas ideologías hacen caer la tasa de natalidad. Esta perspectiva es igualmente relevante dentro de la ideología largoplacista, muy popular entre las figuras más adineradas de Silicon Valley, como Elon Musk, a quien Parker elogia con frecuencia, algo habitual entre la extrema derecha. «Una especie que ni siquiera se reproduce no va a sobrevivir —le dice Parker a la gente, y añade—: La tasa de natalidad en Norteamérica no llega a la reposición». Entre Peterson y Parker (que en mayo de 2023 compartieron escenario), lo que estamos presenciando es el desarrollo de un natalismo fascista fósil para el cual el énfasis que antes se ponía en las tasas de natalidad y en el papel de la mujer para la reproducción de la nación blanca empieza a ir de la mano del negacionismo climático.
A través de esta cadena de equivalencias —identificando de modo absoluto a «la gente» con el carbono—, el antiecologismo se vuelve ultranacionalismo, y viceversa. Mediante esta lógica, la quema de combustibles fósiles, la oposición a las políticas y las tecnologías de la transición energética y el apuntalamiento de la familia nuclear pasan a ser actos ultranacionalistas por definición. El «no nos vais a sustituir» se convierte en «no vais a sustituir los combustibles fósiles». Esta construcción discursiva no es arbitraria, sino que hunde sus raíces en las transformaciones históricas y materiales promovidas por el capital fósil y asentadas en una de sus mercancías por antonomasia, el coche.
El motor de la historia
A veces se dice que la historia del capitalismo en el siglo xx se puede contar a través del coche. Tras la Segunda Guerra Mundial existía un exceso de capacidad militar que había que reorientar con fines comerciales. Los programas de reconstrucción que debían reactivar las maltrechas economías nacionales giraban en torno a las industrias automovilísticas de propiedad estatal o «símbolos nacionales». Las empresas estaban unidas a sus países: la Volkswagen alemana, la Leyland británica, la Renault francesa, la Fiat italiana. Lo cierto es que la vinculación de estos programas con sus respectivos países se daba únicamente en apariencia. Estados Unidos proporcionaba maquinaria a las fábricas y alimentaba sus pistones con apoyo financiero. Los activos coloniales garantizaban el caucho, los metales y el petróleo llegaban importados a los talleres, y los vehículos que se fabricaban, algunos de ellos ensamblados por mano de obra migrante, se destinaban principalmente a las exportaciones. El impulso de este «milagro económico» del periodo de posguerra se hallaba en estas dinámicas que el fetiche del coche lograba ocultar.
Sin embargo, durante los años setenta y ochenta el mercado automovilístico empezó a estar cada vez más saturado. Esta sobrecapacidad redujo los beneficios y obligó a los productores a dejar a un lado los modelos estandarizados y a ofrecer modificaciones que se ajustaran a los gustos más refinados de los consumidores. Debido a la interminable gama de acabados, cueros, tejidos, capotas, llantas y sistemas de sonido, no había un día en que de la cadena de montaje de Volkswagen salieran dos coches idénticos. Según iba ampliándose el grado de personalización, lo mismo ocurría con el tamaño. Bajo la amenaza de la normativa sobre la eficiencia del combustible aprobada por el Congreso tras la crisis del petróleo de los setenta, los lobbies automovilísticos arrancaron exenciones para los «camiones ligeros» y los «utilitarios». Esto, de lo que ahora se ha dicho que es el «resquicio legal por donde pasan los SUV», básicamente dio incentivos a los fabricantes para que hicieran coches más pesados, más altos y menos eficientes y los hicieran pasar por camiones. Estos vehículos tan voluminosos contaron con una publicidad agresiva destinada a los consumidores corrientes: imágenes de máquinas que escalaban montañas que se vendían a quienes vivían en zonas residenciales para que con ellos recorrieran el trayecto que iba hasta la escuela. Más allá de esos primeros incentivos generados por dicho resquicio legal, el mayor precio de venta de los SUV prometía unos beneficios mucho mayores para los fabricantes que los coches normales de pasajeros, lo que en parte explica por qué lo que en origen empezó siendo un fenómeno estadounidense acabó haciéndose global. Mientras que actualmente los SUV y los camiones ligeros representan casi tres cuartas partes de las ventas de vehículos en Estados Unidos, a nivel mundial esa cifra se ha elevado de una quinta parte a más de la mitad solo en la última década.
En el mismo periodo, los SUV han sido el segundo mayor factor en el incremento de emisiones a nivel global, solo por detrás del sector de la energía y por encima del transporte, la aviación y la industria pesada. En la actualidad, si los SUV fueran un país, serían el sexto mayor emisor del planeta. Mientras tanto, simplemente el tamaño de estos vehículos está generando el caos no solo en el clima sino también entre el resto de conductores. Las líneas de montaje están produciendo en masa coches de un tamaño comparable al de los tanques que había en los campos de batalla durante la Segunda Guerra Mundial. No sorprende entonces que las muertes de peatones hayan aumentado en consonancia y sea la cifra más alta de los últimos cuarenta años en Estados Unidos. Resulta perverso que haya quien utiliza este aumento del riesgo para justificar la necesidad de coches aún más grandes para así ser capaces de «protegerse», la misma lógica que utilizan los amantes de las armas de fuego en su «carrera armamentística». Si lo que construyes son tanques, lo que obtendrás son víctimas.
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No es ninguna coincidencia que habitualmente el siglo xx se periodice en las etapas fordista y posfordista. El coche es el símbolo más destacado de la modernidad, la mercancía por antonomasia. El automóvil, repleto de cualidad fetichistas y con capacidad para llegar a todos los rincones del planeta, ilustra el valor autoexpansivo en movimiento y activa circuitos de acumulación antes, durante y mucho después de salir de la línea de montaje y entrar en circulación: todo, desde las partes de suministro, pasando por la construcción de carreteras, las áreas de servicio o las compañías de seguros, hasta llegar a los lavaderos de coches. Los países de la periferia del sistema mundo no son solo pozos de recursos para la producción de los vehículos que se conducen en la metrópoli, sino que además son receptores fundamentales de las chatarras metálicas cuando estas ya no se ajustan a los estándares normativos o a los gustos estéticos del norte global. Tanto si los siguen conduciendo como si acaban en un desguace, los coches no solo despojan de sus recursos a ciertos entornos naturales, sino que siguen contaminando mucho después de su vida útil entre los consumidores más ricos. El coche, y su defensa, son la expresión última del modo de vida imperial.
Mientras que los trabajadores de las fábricas de coches acabaron subsumidos a los dictados de la máquina, la naturaleza y el espacio han sido subsumidos a la lógica del automóvil, lo que en el proceso transforma las relaciones sociales. Las calles residenciales dieron paso a las vías de circunvalación y los aparcamientos; hubo paisajes despedazados por kilómetros de autopistas; las redes de tren y tranvía fueron frecuentemente desmanteladas; y los desarrollos urbanísticos acabaron desplazados a las periferias de ciudades y municipios, donde cada vez se ha dependido más del coche. Si bien existió un consenso social amplio en torno al rumbo general —con nuevas subjetividades en sintonía con las transformaciones mencionadas—, la dependencia respecto al vehículo privado se impuso sin que hubiera habido demasiado espacio para la democracia.
Esto no quiere decir que nunca se haya puesto en cuestión la supremacía del automóvil. A lo largo de la prolongada historia del coche, las distintas oleadas de resistencia han señalado los atascos que se producen en las calles, el peligro para la vida y la destrucción del territorio rural, todo ello motivado por el sistema de movilidad privada. Pero ahora, con la catástrofe ecológica apareciendo claramente en el horizonte—y en cualquier país el transporte a menudo es por sí solo la principal fuente de emisiones—, se está produciendo el ataque más continuado hasta ahora contra el coche y contra el combustible que lo alimenta. El capital está respondiendo a este desafío con un arreglo tecnológico más directo: el cambio del motor de combustión interna por la batería de litio. Los Estados están dando incentivos para el paso a la electrificación y estableciendo prohibiciones al motor de combustión y al diésel. No obstante, esta transición en movilidad privada aún tiene que atravesar un campo de minas geopolítico, económico y subjetivo.
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Para empezar, existen intereses económicos afianzados con los que hay que lidiar. Las industrias petrolera y automovilística siguen insertas en una relación simbiótica, pues la mitad del consumo de petróleo del planeta sale de surtidores de los que se nutren los coches. Esto quiere decir que la electrificación total de la movilidad privada supondría un ataque existencial al capital fósil primitivo. Además, el paisaje productivo ha variado de manera drástica, pasando de Europa y Estados Unidos al este de Asia, con China dominando el nuevo mercado del automóvil. Incluso la producción de la mercancía más sagrada de Alemania, el coche, se ha llevado a países con una fuerza de trabajo más barata y una regulación laboral más laxa; la mayoría de los coches de marcas alemanas ya no se producen en Alemania.
Con todo, la actual hoja de ruta de la electrificación le ofrece al capital fósil un abanico de oportunidades para que dirija la transición en su propio beneficio. En Estados Unidos y la Unión Europea, según una cláusula legal referente a la medición del nivel de eficiencia del combustible, el auge de los coches eléctricos en realidad conlleva un impulso a líneas de negocios más tradicionales. La ley Corporate Average Fuel Economy (CAFE), aprobada por el Congreso de Estados Unidos en los años setenta, exige que el cumplimiento de la eficiencia del combustible no se compruebe en el rendimiento de un solo vehículo, sino en la media de toda una flota. Así, en lugar de medir el consumo de combustible de un modelo (por ejemplo, el Chevrolet Suburban de tres toneladas), se hace una media de los niveles de eficiencia de todos los vehículos producidos por marcas que pertenecen a una compañía. En la práctica, esto significa que cuantos más vehículos eléctricos compactos se vendan, más baja será la media de emisiones y más margen hay para vender megamáquinas de combustión. Estos mismos métodos contables sobre el conjunto de la flota operan en la Unión Europea, por mucho que esta tenga una normativa sobre la eficiencia del combustible algo más estricta. En un entorno legal como este, las compañías presionan para que haya más marcas y modelos verdes mientras, al mismo tiempo, protegen el acceso a los mercados contaminantes, que es donde de verdad se hace dinero.
Hay otro desvío más en esta senda normativa, y es que las medias de emisiones no representan de forma necesaria únicamente las emisiones de una sola marca. Las empresas que sobrepasen su media acumulada pueden anular aquello en lo que se excedan mediante la adquisición de créditos a operadores más económicos. Valiéndose de la estafa que permite la coincidencia de estos vericuetos legales, Tesla genera más ingresos a través de la venta de este tipo de créditos a los fabricantes de coches que parecen tanques que vendiendo sus propios vehículos eléctricos. En resumen, cuantos más coches eléctricos estén en circulación, más todoterrenos se pueden vender.
Pero hay otras fracciones del capital con intereses puestos en esta transición. La mayor parte de la plusvalía de los vehículos eléctricos se encuentra en las baterías, la inmensa mayoría de las cuales se produce en Asia Oriental. A medida que el software se va convirtiendo en un elemento fundamental de los nuevos coches, las alianzas entre los defensores del automóvil y los gigantes tecnológicos se vuelven algo habitual. Con esta confluencia aparecen nuevas vías de ingresos. Los conductores aparecen como fuentes de datos, mientras que los fabricantes como Volkswagen, Toyota y Tesla empiezan a cobrar suscripciones por cualquier cosa que vaya desde los asientos con calefacción hasta una mayor capacidad de aceleración.
Podemos localizar el rastro discursivo de este cambio de dinámicas y tensiones en la «guerra contra los conductores». En Reino Unido y en Europa, para oponerse a la prohibición de los motores de combustión interna los políticos repiten la idea de que es su industria automovilística, tan única y especial, la que va a verse injustamente mermada por una obcecada agenda verde. Para defender el coche se movilizan imaginarios nacionalistas con una estructura nostálgica. Pero contra «Occidente» se está planteando otra batalla. Según la prensa de derechas británica, los fabricantes de vehículos chinos le han declarado «la guerra a sus rivales occidentales», sus coches están en posición para invadir Europa y permitirle al Partido Comunista que espíe a sus habitantes. Esta crisis en concreto está prácticamente garantizada si los políticos continúan persiguiendo objetivos tan peligrosos como los de cero emisiones. La extrema derecha entremezcla con naturalidad sospechas de este tipo con otras tantas, con las que presentan los coches eléctricos como máquinas castradoras cuyo control está a merced de Estados totalitarios. Un miedo que se expresa con frecuencia es el de que a quien se atreva a salirse de su zona de quince minutos se le va a apagar el coche. Si la guerra contra los conductores es una guerra a los países fósiles, la están librando tanto enemigos exteriores como interiores.
¿De quién son las calles?
En la portada de mediados de agosto de 2023 de Der Spiegel, la principal revista de noticias alemana, afín al centro derecha, aparece una persona activista de Letzte Generation [Última Generación] con un gorro pesquero desgastado, un pañuelo turquesa al cuello y el chaleco reflectante naranja identificativo del colectivo. Esta persona está sentada en mitad de la calle delante de un Porsche. En la escena aparece un policía. El titular reza «Los nuevos enemigos del Estado. En las entrañas de una organización radical».
Siendo sinceros, «una organización radical» es la descripción que menos se ajusta a este colectivo activista que apareció en Alemania en el verano de 2021. Antes de la pandemia, Fridays for Future era la parte más visible del movimiento climático del país. Hoy lo es Letzte Generation. El colectivo, de unos novecientos miembros activos, utiliza la táctica del bloqueo de carreteras, normalmente pegándose al asfalto, para forzar a los políticos a que aborden la crisis climática. En una aparente llamada al pragmatismo, el movimiento se ha limitado a tres exigencias oficiales: la introducción de un límite de velocidad en las autopistas de Alemania, la recuperación de los billetes de tren de nueve euros y la instauración de un «consejo social» [Gesellschaftsrat] en el que unos cientos de ciudadanos de partes diferentes y representativas de la sociedad recojan el saber proporcionado por los climatólogos, debatan diferentes propuestas de mitigación y aprueben de manera democrática un programa de medidas que sería presentado ante el parlamento. Teniendo en cuenta la evidente aceleración del colapso climático del pasado verano, calificar estas tres medidas de tímidas e insuficientes sería quedarse cortos. No obstante, esto solo hace que la hostilidad y la represión a la que ha tenido que enfrentarse Letzte Generation sea si cabe más inasumible.
Aparte de bloquear unas cuantas pistas de aterrizaje y alguna pintada en algún jet privado, el colectivo se ha negado a radicalizar sus exigencias, cambiar su estrategia y abandonar su posicionamiento en favor de la no violencia. Pese a todo, se ha convertido en el blanco principal de los medios reaccionarios y de críticas obvias desde la izquierda. Estas últimas señalan que al colectivo le falta un marco anticapitalista, subestima un sistema de lobbies bien asentado y confía en una táctica que supone una molestia innecesaria para gente corriente que está yendo al trabajo. Los primeros, como viene a sugerir la portada de Der Spiegel, lo presentan como «extremistas de izquierda» o «ecoterroristas», reafirmando así las ideas libertarianas de libertad y las justificaciones autoritarias de la represión por parte del Estado. Es así como los medios generalistas, el gobierno alemán y la extrema derecha convergen cada vez más en un mismo marco: los activistas climáticos son enemigos del Estado.
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Un elemento fundamental para la formación política fosilista y nacionalista actual consiste en convertir a los movimientos activistas en un chivo expiatorio. En el año 2019, cuando Extinction Rebellion (XR) copaba los titulares a base de cortar calles, la credibilidad de las posturas abiertamente negacionistas del cambio climático empezaba a menguar, pero no así los intereses a los que servía. Al contrario, la maquinaria negacionista había dado con un nuevo marco en el que el binarismo entre «aceptación» y «negación» era sustituido por la oposición entre «alarmistas» y «realistas». Ser un «realista climático» es aceptar la ciencia, pero también sacar la conclusión de que no hay que hacer nada drástico. Ser un alarmista, exigir acciones, es ser un histérico, un exagerado y un irracional. Este marco se ajusta sin problemas a las principios excluyentes del nacionalismo.
Hoy, cuando las organizaciones activistas hacen sentadas o marchan a paso lento por el centro de las ciudades, lo que hacen es despertar la ira de conductores que se quedan parados, aporrean el claxon, revolucionan el motor y hacen impactar el coche en la espalda de gente que está sentada. A menudo el enfado desborda el coche y un conductor enfurecido acaba arrastrando o empujando o, a veces, soltándole un puñetazo a alguno de los manifestantes. Los transeúntes graban la bronca y el violento espectáculo circula por internet, acumulando millones y millones de visualizaciones. Las secciones de comentarios acaban saturadas de expresiones de rabia e injusticia, algunas reservadas para los propios activistas, pero principalmente para la policía, pues se percibe que está protegiendo a los agitadores. Este posicionamiento no hace más que afianzarse después de que se vea a los agentes deteniendo a un conductor en actitud agresiva. «¿Cómo puede ser que arresten a ese tío que solo estaba yendo a lo suyo y permitan a esos idiotas fastidiarnos todo a los demás?». Así pues, hasta cierto punto esta «ecotiranía» que altera la vida de la gente corriente parece contar con el beneplácito estatal, una asociación que la extrema derecha explota sin complicaciones.
Por supuesto, cualquier ilusión acerca de una alianza entre el Estado y los activistas climáticos se ve traicionada por el endurecimiento del aparato represivo en los Estados capitalistas avanzados. En Reino Unido ha habido una oleada legislativa que ha barrido el derecho de reunión y ha ampliados las prerrogativas de la policía, en particular respecto al trato que les da a los manifestantes ecologistas. Para abrirle paso al conductor, ahora «la obstrucción voluntaria de las autopistas» se ha convertido en delito; lo mismo ocurre con «aferrarse con el brazo» a otra persona o a un objeto. En una fiesta en verano, Sunak le ofreció su agradecimiento a un think tank conectado a la industria fósil por su implicación en la redacción de estas leyes.
En Estados Unidos, tanto la represión estatal como la legislación local aprueban e incitan un estado de ánimo policial motorizado contra los manifestantes por la justicia racial. En 2017, el asesinato por atropellamiento de la manifestante antifascista Heather Heyer, que se produjo en el encuentro Unite the Right en Charlottesville, fue condenado con cadena perpetua. Sin embargo, los homicidios automovilísticos están creciendo y este tipo de veredictos son cada vez menos probables. El gobernador de Florida, Ron DeSantis, aprobó una ley «antidisturbios» que puede utilizarse para acusar por delito grave a quienes participen en cualquier reunión pública de tres o más personas. Esta misma ley, que es una respuesta directa a las protestas que pedían retirar la financiación a la policía y las de Black Lives Matter, garantiza inmunidad a los conductores que dirijan su coche contra los manifestantes para, potencialmente, causarles alguna lesión o matarlos; evidentemente, si el conductor afirma que los manifestantes hicieron que temiera por su vida. (Esta lógica tan retorcida corre en paralelo a la de la ley conocida como Stand Your Ground, que protege a los dueños de armas de que se los acuse de homicidio si afirman que había un peligro inminente de sufrir daño físico o de morir, como se sabe que ocurrió después del asesinato de Trayvon Martin). Una fórmula similar se utilizó en Oklahoma, donde los legisladores republicanos aprobaron una ley que criminaliza la obstrucción de las calles y protege a los conductores que maten a algún manifestante para que no se enfrenten a un proceso penal si afirman que temían por su vida o estaban intentando huir. La ley fue presentada originalmente después de que una camioneta se llevara por delante a un grupo de personas en Tulsa, dejando a una de ellas paralizada de cintura para abajo, durante las protestas de mayo de 2020 contra el asesinato policial de George Floyd. La oficina del fiscal del distrito de Tulsa no presentó cargos, al alegar que más bien fueron los manifestantes los instigadores de la situación y el conductor había sido la víctima.
El Verfassungsschutz —el órgano jurídico que, en nombre de la «Protección de la Constitución», se dedica a aplicar la teoría de que los extremos se tocan— se ha planteado categorizar a Letzte Generation como «criminal» y «anticonstitucional». Las intervenciones ya han escalado, pasando de arrestar a gente en la calle a los registros domiciliarios del colectivo y a vigilar sus correos electrónicos, sus grupos de chat y sus llamadas telefónicas. A la organización climática francesa Les Soulèvements de la Terre, que ya ha sido sometida a un intenso nivel de brutalidad policial, se le ordenó que se disolviera hasta que los tribunales declararon que esta orden era inconstitucional. Mientras tanto, el Estado francés se está dedicando a detener a activistas climáticos italianos en la frontera aplicando leyes «antiterrorista». Bajo el gobierno de coalición de centro izquierda en España, el fiscal general declaró a Extinction Rebellion y a Futuro Vegetal «grupos terroristas». En Estados Unidos, sesenta y un miembros del movimiento Stop Cop City (conocido también como Defend the Atlanta Forest) han sido inculpados siguiendo la ley RICO —normalmente utilizada contra organizaciones mafiosas— para garantizar que se deforeste el bosque de Atlanta y que siga adelante según lo planeado la construcción de unas instalaciones policiales militarizadas que van a costar noventa millones de dólares.
En realidad, cuando se presenta a los activistas climáticos como personas alarmistas y como terroristas que amenazan la cohesión social de un país, la alianza que de modo subyacente sí que se está forjando es entre la extrema derecha y el centro derecha. Mientras que la idea de «crisis invertida» vienen a sugerir que hay un Estado totalitario preparándose para tomar medidas drásticas contra la movilidad con combustibles fósiles y, por lo tanto, contra la libertad individual, en realidad el Estado está aplastando cada vez más libertades civiles en defensa del capital fósil. La violencia del conductor iracundo contra el activista climático es un reflejo de la del Estado; en cierto sentido, la primera ha sido delegada por la segunda. Así pues, los activistas climáticos se enfrentan a una pinza de hostilidad y represión que viene tanto desde arriba como desde abajo.
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Si los activistas climáticos se enfrentan a esta alianza, también lo hacen las políticas y tecnologías de mitigación, incluso las más timoratas. En la víspera de la ampliación de la zona de bajas emisiones del área metropolitana de Londres, unos pocos cientos de manifestantes se presentaron en Downing Street con unas matrículas falsas en las que ponía no 2 ulez, es decir, no a las zbe. Por su parte, los Blade Runners aprovecharon la ocasión para inhabilitar decenas de cámaras en lo que algunos han denominado la «Noche de los cuchillos largos», una referencia a las tenazas con las que se los identifica que parece ignorar por completo sus connotaciones históricas.
Tanto influencers de extrema derecha como diputados tories y medios conservadores lo celebraron. Por los canales de Telegram de la extrema derecha circulaba un mapa de Google de las cámaras zonas de bajas emisiones en el que los iconos rojos indicaban las cámaras que estaban en funcionamiento, y los negros, a las que se les habían cortado los cables o habían sido desactivadas de otro modo. «Qué buen aspecto tiene el sur de Londres» —lleno de iconos negros—, escribió Tommy Robinson. «Me alegro de que lo hagan», afirmó el antiguo líder tory Iain Duncan-Smith en referencia a los actos de los Blade Runners. Muchos otros diputados conservadores han sido vinculados a grupos de Facebook que de un modo similar alababan el carácter policial de estos Blade Runners, unos espacios en los que Sadiq Khan, alcalde de Londres, a menudo es objeto de vejaciones islamófobas y racistas. A todo esto, la manifestación frente a Downing Street, pese a contar con una asistencia modesta, fue amplificada en las portadas de The Telegraph y el Daily Mail. Incólume ante las encuestas que muestran que la mayoría de los londinenses apoyan las zonas de bajas emisiones (incluso quienes viven en el área metropolitana), este ciclo de retroalimentación mediática sirve para legitimar, apoyar y en general dar alas al crecimiento de un movimiento de base de extrema derecha convencido. A su vez, este movimiento crea una ventana de oportunidad para las políticas antiecológicas.
Al final de un verano caliente de protestas y sabotajes, el movimiento a nivel de calle recibió un guiño por parte de importantes políticos tories en la conferencia anual del partido. El secretario de Transportes, Mark Harper, utilizó su tribuna para pedir el fin de las ciudades de quince minutos en las que los «ayuntamientos pueden decidir con qué frecuencia vas de compras, racionan quién y cuándo utiliza las carreteras, y lo vigilan todo con un circuito cerrado de cámaras». Rishi Sunak, que acababa de postergar la prohibición de los coches de gasolina y diésel planeada para 2030, anunció entonces que iba a «frenar en seco las medidas anticoches que recorren Inglaterra». El gobierno lanzó su «plan para conductores» con el objetivo de socavar la capacidad de las autoridades locales para reducir los límites de velocidad, penalizar las infracciones de tráfico y aparcamiento, implementar barrios de bajas emisiones o permitir la creación de carriles bus utilizados exclusivamente por autobuses. Otras medidas evitarían que los ayuntamientos utilizaran «lo que llaman las ciudades de quince minutos para vigilar la vida de la gente». Después Sunak utilizó el último día de la conferencia del partido para anunciar la cancelación de la construcción la parte norte de la red de trenes de alta velocidad, que iba a conectar Birmingham con Mánchester. ¿Y qué iba a hacer con los fondos liberados? De los treinta y seis mil millones de libras, casi una cuarta parte se reasignaría al mantenimiento y ampliación de carreteras. Esta es la «decisión correcta para hacer la vida más fácil a las familias trabajadoras», dijo el primer ministro. «Estamos de lado de los conductores», aseguró Harper. La humillación final para la agenda redistributiva es que se anunció que doscientos cincuenta millones de libras de este fondo se destinarían a arreglar baches en las carreteras de Londres.
Es difícil tomarse en serio la idea de que los tories piensen que las zonas de bajas emisiones o de tráfico reducido (que se pusieron en marcha estando ellos al mando) son las primeras señales de una futura distopía de «confinamientos climáticos». Se trata claramente de una estrategia electoral que utiliza el coche como palanca y está diseñada para polarizar entre entornos urbanos y residenciales. Aun así, para los Blade Runners y los manifestantes no cabe ninguna duda de la inminencia de un Estado policial global liderado por el Foro Económico Mundial y Naciones Unidas en el que toda actividad y todo consumo estará monitoreado y restringido según criterios de emisiones. Evidentemente la trayectoria y el «programa» políticos que esta cosmovisión trae consigo son más radicales que los de la mayoría de los tories, y tiende a algo que se parece a un renacer ultranacionalista. A pesar de las diferencias ideológicas y de intereses que se conservan, esta alianza es efectiva para todas las partes.
Mientras que habitualmente el capital fósil ha ejercido su poder político a través de tácticas más prosaicas como el lobbying, la prevaricación y la financiación de think tanks y medios negacionistas, ahora está encontrando formas nuevas de influencia. Estamos presenciando un intento consciente, no en los consejos de administración sino en las calles, de cultivar una vanguardia dispuesta y capaz de servir como punta de lanza —o como tenaza, por así decirlo— en defensa de la nación fosilizada.
Autoapocalipsis
La mayor parte de los análisis sobre el fascismo sugiere que como condición de posibilidad hace falta una especie de «crisis». Según se van agudizando, las crisis ecológica y climática, entrelazadas entre sí, resultan perfectas para la aparición de políticas fascistas. En un mundo de privación y escasez, desplazamientos y demagogia, es fácil imaginares como podría operar el ultranacionalismo para salvaguardar y acumular, para separar a quienes han hecho méritos de quienes pueden ser desechados. Pero, evidentemente, la crisis climática es también una crisis para el capital fósil. Esta es una crisis de una naturaleza distinta. Una transición que abandone los combustibles fósiles en favor las renovables es un asunto existencial para líneas de negocio dominantes. Teniendo esto en cuenta, ¿qué recursos tienen a su disposición que puedan movilizar en defensa del mantenimiento de la acumulación? ¿Qué formas narrativas, prefigurativas o imaginarias, pueden hacer que también haya otros que perciban esta crisis como existencial? Una respuesta que hemos considerado en este ensayo es la de la «crisis invertida».
La estrategia de inversión se puede observar prácticamente en todas partes. En Alemania, por ejemplo, Naomi Seibt, una figura promovida por Alternative für Deutschland (AfD) y el Heartland Institute,[1] se presentó a sí misma como la «anti-Greta», al tiempo que los eslóganes antifascistas y en favor de los refugiados eran cooptados para defender los automóviles: en un cartel de AfD se podía leer «Kein SUV ist illegal», es decir, «ningún SUV es ilegal».
En Reino Unido, en la cabecera de la marcha contra las zonas de bajas emisiones que se dirigía a Downing Street había un ataúd, una apropiación de un símbolo que utilizaba XR habitualmente como símbolo de un funeral por el planeta. Del mismo modo en que recientemente ciertos elementos del movimiento climático han empezado a radicalizar sus tácticas encaminándolas hacia el sabotaje —el ejemplo cercano más evidente es el de Les Soulèvements de la Terre en Francia—, lo mismo ha sucedido con la vanguardia negacionista pasándose al vandalismo, que no tiene como objetivo las tecnologías fósiles, sino aquellas herramientas de la transición energética realmente existente, como los bolardos y las cámaras, que de tan insuficientes casi resultan patéticas. En Grecia, cuando unos incendios masivos estuvieron ardiendo durante semanas, la extrema derecha le dio un giro a la idea de cambio climático «antropogénico» al afirmar que los verdaderos culpables del fuego son las personas migrantes. Esta teoría de la conspiración, adoptada tanto por los medios como por los políticos, se propagó más rápido que las llamas, al tiempo que militantes de extrema derecha «arrestaban» a migrantes, los metían a la fuerza en furgones y los llevaban de vuelta hasta la frontera. Mientras se negaba y se menospreciaba la crisis material y sus causas, sus efectos y síntomas reales retroalimentaban la arquitectura conspiranoica de la extrema derecha: todos estos fuegos y estas inundaciones tienen que ser culpa del Otro.
Michelle Stirling, portavoz de Friends of Science, ofrece cierta perspectiva sobre el grado de intencionalidad de muchos de estos tipos de inversión. Le preguntaron cómo combatir las ciudades de quince minutos y a los «fanáticos» climáticos que están detrás de todo ello y que dicen cosas como: «Esto es una crisis existencial, ¿cómo puedes estar hablando sobre economía en un momento como este?». Su respuesta a este tipo de histeria es la siguiente: «Pasa a ser una cosa como de teatro callejero, y tienes que estar dispuesto a enfrentarte a ello, e incluso a copiar lo que hacen. Quiero decir, yo me planté en el ayuntamiento, en 2020 creo que era, con un cartelito en sueco. Y me hice un vídeo en las escaleras […] pidiendo un “Domingos por un Clima Razonable”. Igualito que Greta […]. Así que ya sabéis, tenéis que estar dispuestos a coger sus memes y darles la vuelta».
En la superficie, todo esto puede que parezca una forma de troleo: actos transgresores que pueden ser eficientes algorítmicamente, pero tener unos efectos mínimos en el «mundo real». No obstante, habría que tomarse en serio este tipo de inversiones como una estrategia para arrebatarle a la izquierda la narrativa climática. Las fuerzas de la derecha, con la potencia del compromiso y los recursos correspondientes, invierte la crisis de manera consciente pervirtiendo los lemas, diluyendo los principios y quebrando las ortodoxias. En los próximos años cabe esperar que esta estrategia de inversión se desarrolle en nuevos terrenos de disputa, que los memes y los tropos se adapten y desplieguen según el tema que esté de actualidad, sean los motores de combustión, las cocinas de gas, los vuelos cortos o las dietas que incluyen carne.
En el contexto de la crisis ecológica y de una extrema derecha cada vez más mainstream, a la narrativa (además de a la propia realidad) le han «dado la vuelta», por usar las palabras de Stirling, y la acción climática pasa a ser percibida como la fuente de un autoritarismo en ciernes. O, como lo plasma en Jordan Peterson en otro poema: «MORID tiranos de la reducción de emisiones / dejadnos en paz / dejas nuestros coches en paz / dejad nuestros vuelos en paz / dejas nuestras calefacciones y nuestros fuegos en paz / […] Dejad de prohibir carreteras / retroceded / o recogeréis tempestades / entrad en pánico por el apocalipsis vosotros solos / en la oscuridad». Al desdibujar las líneas entre texto y subtexto, estas incitaciones pueden parecer frivolidades, pero aun así encarnan una amenaza seria, particularmente si se tienen en cuenta el culto a la violencia que gira en torno al coche. Al convertir la «amenaza» de la acción climática en algo existencial —se trata de «tiranos» que quieren «esclavizarte»— se está invirtiendo la crisis y se está generando un nuevo tipo de vanguardia, una vanguardia con capacidad y voluntad de dar forma a la «tempestad» del capital fósil.
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En «El gran espectáculo del giro a la derecha», Stuart Hall mostró cómo Thatcher y sus aliados explotaron la crisis de la socialdemocracia keynesiana para construir un nuevo consenso ideológico en torno al proyecto neoliberal. Hace unos cuarenta y cinco años Hall escribió que el thatcherismo se halla en una lucha contra otras fuerzas por edificar una nueva hegemonía proponiendo una ruptura radical, que sin embargo «toma elementos que ya están implantados, los desmantela, los reconstituye en una lógica nueva, y articula el espacio de un modo novedoso, polarizándolo hacia la derecha». Para alcanzar esta «transformación ideológica», el thatcherismo operó en el terreno de «las prácticas sociales e ideologías vividas ya constituidas», articulando a partir de ahí un nuevo sentido común. Hoy, cuando la crisis del capital fósil se está agravando, la derecha busca defender el statu quo, un acto verdaderamente radical frente a las realidades del cambio climático. Esta vez lo hace mediante el desmantelamiento y la recombinación —o, como hemos visto, mediante la inversión— de los elemento de una incipiente transición verde. Esta inversión pivota en torno al coche como una práctica social ya constituida que organiza la forma material y psicológica de participar en un mundo en crisis.
Como en la época de Hall, «el “giro a la derecha” no es un reflejo de la crisis: es en sí mismo una respuesta a la crisis»; de ahí la tendencia que se puede observar en la actual coyuntura en Estados capitalistas de distinto pelaje que gestionan la crisis de forma cada vez más autoritaria. Cuando criminalizan a activistas climáticos, lo que hacen es identificar a un mismo «enemigo del Estado». Cuando incrementan las prospecciones petrolíferas o refuerzan la industria del automóvil, lo que hacen es defender el mismo sistema del capital fósil contra una transición energética que podría avanzar «demasiado rápido», esto es, a costa de las clases dominantes. Cuando promueven discursos que convierten a los migrantes en chivos expiatorios, lo que hacen los partidos gobernantes es operar cada vez más en el terreno discursivo que antes estaba ocupado por quienes se encuentran a su derecha. Cuando gestionan un excedente poblacional de personas desplazadas por el clima u otros desastres, lo que hacen los gobiernos es dar prioridad a la regulación de la movilidad en las fronteras antes que a regular las emisiones en la atmósfera. A fin de cuentas, para el Estado capitalista resulta más fácil disciplinar a la gente que disciplinar al capital.
En este contexto, la crisis invertida es una respuesta imaginada a una crisis real que no se puede rectificar pero que puede ser instrumentalizada haciendo girar la política a la derecha. El discurso en torno a la «guerra contra el coche» construye una imagen distópica de un mundo sin automóviles privados. No se toman en consideración los beneficios de que haya menos coches, más transporte público, más desplazamientos a pie o en bici; en su lugar, se perciben estas iniciativas como las maquinaciones de un Estado global totalitario y controlador. Esta distopía alucinada impide que se generen deseos de otro mundo distinto al que existe actualmente. Es así como la crisis invertida es parasitaria de la crisis real a la que se enfrenta el movimiento climático; se alimenta de ella, al tiempo que devora la capacidad colectiva de mitigación. En es sí misma una forma de obstaculización climática, socavando cualquier intento de abordar la crisis.
Muy pronto, cuando la crisis material se dispare, se exigirán técnicas de mitigación y adaptación más drásticas. Un movimiento climático necesario y que sea cada vez más intenso no hará más que dar alas a las conspiraciones de la extrema derecha y se convertirá en el blanco predilecto de su ánimo policial. Como no puede ser de otra manera, la única forma de salir de esta espiral es obligar al capital fósil a que abandone el asiento del conductor.
[1] El Heartland Institute es un think tank ultraconservador y libertariano estadounidense particularmente activo en la promoción del negacionismo climático. (Nota de los editores).