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El limitado ecologismo de Lula

Sabrina Fernandes   ||

 

El regreso de Donald Trump a la Casa Blanca es una fuente clara de preocupación para los ecologistas y activistas climáticos de todo el mundo. La responsabilidad directa e indirecta de Estados Unidos en la crisis climática se confirma hacia adentro, en la destrucción medioambiental incrustada en el modo de vida imperial que le caracteriza, y hacia afuera, en el imperialismo ecológico y el incesante empuje de los combustibles fósiles, la guerra y el extractivismo. Es tristemente simbólico que Trump esté de vuelta mientras los incendios arrasan California una vez más, esta vez quemando grandes zonas urbanas y afectando incluso a los ricos, que normalmente se creen inmunes a los desastres provocados por el capitalismo. Para nosotros, en Brasil, es también un recordatorio de lo que vivimos cuando Jair Bolsonaro era presidente.

El gobierno de Bolsonaro fue decididamente ecocida. Empoderó a los teóricos de la conspiración contra los ecologistas, allanó el camino para que hubiera más violencia contra las comunidades indígenas y tradicionales, apoyó el uso de incendios criminales por parte de la agroindustria para hacerse con bosques y tierras, desmanteló la legislación ambiental, promovió abiertamente la producción de peligrosos agroquímicos y convirtió a Brasil en un paria en la escena global al hacerse eco del negacionismo de Trump y burlarse de las negociaciones sobre el clima. A la vez, es importante destacar que, al igual que cualquier otra forma de negacionismo climático bajo el capitalismo, existe también espacio para cooptar elementos de la agenda medioambiental que sean compatibles con los intereses corporativos y los enfoques de mercado. Aunque tanto Trump como Bolsonaro optaron por un ataque frontal a la naturaleza, especialmente a través de la desregulación, el ministro de Medio Ambiente de Bolsonaro estaba dispuesto a utilizar políticas públicas, incentivos fiscales, legislación, influencia negociadora, medidas proteccionistas y cualquier otra medida a su disposición para escoger elementos de la agenda que parecieran verdes, si estos últimos podían abrir mercados y mejorar los márgenes de beneficio de sus aliados. Un ejemplo claro, con Bolsonaro, fue la implementación de programas de protección forestal que pudiesen ayudar a la agroindustria y a las corporaciones a limpiar su imagen, beneficiarse de créditos y parecer medioambientalmente responsables ante las partes interesadas y la sociedad en general. El ecocidio iba de la mano de falsas soluciones, como es de esperar cuando se pasan por alto las causas de la crisis ecológica para mantener el statu quo.

Este escenario de grandes retrocesos, coloreados por la ilusión de falsas soluciones favorables al mercado, llevó a la izquierda brasileña a un pico de conciencia ecológica. Cada escándalo antiecológico, antiindígena, anticlimático del gobierno de Bolsonaro fue minuciosamente diseccionado por la oposición de izquierdas y, eventualmente, junto con la pandemia y los impactantes niveles de hambre e inseguridad alimentaria, sumaron a la necesidad de presentar una candidatura alternativa que pudiera responder de manera adecuada a todas estas cuestiones. De esta forma, la campaña de Lula se enfocó de manera clara en ocuparse de la gente, especialmente de la clase trabajadora pobre, al tiempo que restauraba el legado y la imagen de Brasil en cuestiones medioambientales. La idea de «transición» aparecía en el programa oficial de gobierno y Lula mencionaba a menudo la necesidad de detener la destrucción de la selva amazónica. Una vez elegido, la presencia de Lula en la COP27 avivó el entusiasmo de la sociedad civil, desde las ONG hasta los movimientos sociales, que sintieron que la política climática podía volver a avanzar. El discurso de Lula en Egipto, donde afirmó que «Brasil ha[bía] vuelto» y que la lucha contra la deforestación ilegal y la creación de un ministerio indígena serían prioridades, fue claro y directo. Para aquellos que esperan que el nuevo gobierno suba el listón y así compense los retrocesos y el tiempo perdido bajo Bolsonaro, la pregunta sería: ¿volver a qué, exactamente?

La presión por hacerlo mejor

La presión para hacerlo mejor con la cuestión medioambiental estuvo presente desde el principio, lo que obligó a Lula y al Partido de los Trabajadores (PT) a revisar algunas de sus políticas y creencias previas sobre energía, tierra y desarrollo. Un punto tenso y clave del pasado tiene que ver con los megaproyectos apoyados por los gobiernos del PT a través de las dos ediciones de su Programa de Aceleración del Crecimiento (PAC). El empuje para que Brasil fuera completamente autónomo en su producción de electricidad llevó a la expansión de centrales hidroeléctricas, muchas de ellas duramente criticadas por su impacto ecológico y rechazadas por las comunidades indígenas de la región, como la presa de Belo Monte. En 2022, meses antes de la campaña presidencial, la líder indígena Sonia Guajajara recalcó en su discurso a Lula en Terra Livre, el mayor evento indígena del país, que le apoyarían, pero que Belo Monte no podía volver a repetirse. El proyecto fue promovido por los gobiernos del PT como un elemento primordial para la estrategia de soberanía energética de Brasil, hasta el punto de tratar las preocupaciones medioambientales como obstáculos o meros tecnicismos.

A día de hoy, está bastante claro que el potencial energético de Belo Monte también era estratégico para las inversiones mineras en la región, especialmente en el sector de las exportaciones de aluminio, en las que participan empresas como Norsk Hydro. Esto pone de relieve que, a pesar de que el discurso de «soberanía energética» de la izquierda está cargado de sentimientos antiimperialistas, a menudo acaba enredado en la promoción de enfoques extractivistas que continúan reduciendo la naturaleza a una mercancía y fomentando la explotación de las empresas extranjeras en América Latina. La tradición desarrollista se está renovando en los gobiernos progresistas de la región, sobre todo en Brasil, México, Chile y Colombia: los Estados invierten directamente en sectores estratégicos para la transición, de nuevo a través de megaproyectos y esquemas de concesión y asociación con el sector privado, con la esperanza de impulsar programas de industrialización verde y atraer capital que genere crecimiento del PIB, al tiempo que obtienen mejores resultados en materia de descarbonización que los anteriores gobiernos de derechas e izquierdas.

En el caso brasileño, esto implica reformular la agenda de desarrollo haciéndola más compatible con las preocupaciones acerca de la sostenibilidad, mientras que el gobierno del PT también se esfuerza por mejorar en materia de protección medioambiental y derechos sobre la tierra. Para empezar, Lula cumplió su promesa de crear un ministerio indígena, eligiendo como ministra a Sonia Guajajara. También recuperó a Marina Silva como ministra de Medio Ambiente. Silva rompió con el PT años antes por desacuerdos con Dilma y Lula sobre los megaproyectos y los costes para la agenda medioambiental. Luego coqueteó peligrosamente con el centro-derecha al promover una visión pospolítica, en la que la clave era ser experto y no de izquierdas ni de derechas, solo para volver a Lula y al PT tras ver el daño causado por Bolsonaro. Como miembros del gobierno, Silva y Guajarara han sido capaces de liderar agendas clave sobre justicia territorial y lucha contra la deforestación, pero los conflictos con Lula y otros ministerios han sido habituales, especialmente debido a las alianzas de Lula con el agronegocio y la expansión de los desarrollos petroleros.

Estos conflictos surgen en un contexto político muy delicado para la izquierda brasileña. A diferencia de los anteriores gobiernos del PT, la sombra de la extrema derecha está en todas partes y el Congreso Nacional es aún más duro que antes: más religioso, más alineado con el agronegocio, más propenso a ponerle trabas a la agenda presidencial y a amenazar con otro golpe. Sin duda, esto afecta a todos los cálculos del ejecutivo, aunque no se trate de algo ni mucho menos nuevo. En el pasado, era habitual que el PT afirmara que la desfavorable «correlación de fuerzas» era la principal razón para rebajar las ambiciones progresistas del gobierno, haciendo de la «conciliación de clases» el único camino posible para mantenerse en el poder. Por supuesto, podemos argumentar que ninguna táctica conciliadora fue suficiente para mantener contenta a la derecha. Incluso en ausencia de una reforma agraria radical o de una campaña implacable por el derecho al aborto, la derecha articuló un golpe contra Dilma Rousseff. Sin embargo, en lugar de concluir que la conciliación de clases no da resultados a largo plazo y que son importantes otros métodos para garantizar la «gobernabilidad», como la movilización masiva de clase, el sentimiento general en la izquierda institucional es que esta vez hay que atreverse aún menos. De alguna manera, para una parte de la izquierda, la lección del golpe y de los cuatro años de Bolsonaro es que, cuando la izquierda está en el poder, debe esforzarse por promover políticas más amables con la derecha, de modo que esta última se mantenga lo suficientemente satisfecha como para no volver a tomar el poder —sea por la fuerza o a través de elecciones—.

Proyectos ecológicos, mismas tradiciones

En agosto de 2023, el gobierno de Luis Inácio Lula da Silva anunció la nueva versión del Programa de Aceleración del Crecimiento, el PAC 3, con inversiones por valor de 1,7 billones de reales (el equivalente a 273.000 millones de euros actuales). A diferencia de sus predecesores, el PAC 3 intenta evitar el historial de críticas por la destrucción del medio ambiente al incluir salvaguardas medioambientales y fomentar las condiciones para una transición verde. El nuevo PAC se anunció como un verdadero avance en materia de desarrollo sostenible. Ayudó a mostrar el significado de la transición ecológica en las diversas narrativas electorales y gubernamentales: «verde» significaba una economía con menos emisiones de carbono, con un fuerte enfoque en la energía e incentivos para la protección y conservación del medio ambiente, y «transición» significaba diversificación y expansión hacia infraestructuras deseables, especialmente las renovables.

La inversión privada directa representa aproximadamente un tercio del presupuesto global del PAC 3, anunciado como una asociación entre el Estado brasileño, los gobiernos locales, las empresas privadas y los movimientos sociales. El PAC 3 tiene un planteamiento plurianual y requiere de la coordinación entre ministerios, organismos y bancos públicos, incluidos varios proyectos dirigidos por el Banco Nacional de Desarrollo Económico y Social (BNDES). En la misma línea, el BNDES relanzó el Fondo Nacional de Cambio Climático en colaboración con el Ministerio de Medio Ambiente. En los últimos años, el Fondo fue objeto de litigio en el Tribunal Supremo Federal, cuando se ordenó al Estado brasileño que dejara de obstruir y desatender la asignación y el uso de recursos relacionados con el cambio climático.

La estructura financiera de estas iniciativas es variada, incluyendo recursos procedentes del petróleo y el gas y provisiones garantizadas a través de líneas de crédito y bonos sostenibles. Brasil debutó en el mercado de bonos verdes en 2023, con la emisión de títulos por valor de dos mil millones de dólares destinados a financiar proyectos de mitigación y adaptación. Según Fernando Haddad, ministro de Hacienda, los diferentes instrumentos ayudarían a Brasil a aprender de la Inflation Reduction Act de Estados Unidos e incluso a desarrollar oportunidades conjuntas de colaboración.

La «fijación con la transformación ecológica» de Haddad —según sus propias palabras—es indicativa de cómo la política económica está impulsando la agenda medioambiental de Brasil y no al revés. Economistas extranjeros y el BNDES han impulsado conversaciones estratégicas sobre industrialización verde, descarbonización y bioeconomía. En 2022 se prometió la creación de una autoridad especial para el clima, con poderes gubernamentales transversales y de coordinación. La iniciativa es importante porque, aunque los asuntos relativos a la mitigación y adaptación al clima se desarrollan en varios ministerios y a nivel nacional, estatal y local, la falta de coordinación da lugar a ineficiencias, contradicciones y falsas soluciones. Como respuesta a este problema, en agosto de 2024 el gobierno promovió un Pacto de Transformación Ecológica entre los poderes ejecutivo, legislativo y judicial. El Pacto se centra en cinco cuestiones: sostenibilidad ecológica; desarrollo económico sostenible; justicia social, medioambiental y climática; consideraciones sobre los derechos de los niños y las generaciones futuras; y resiliencia ante fenómenos climáticos extremos. Estos pilares deben guiar la actuación de los tres poderes en asuntos como la reducción de la deforestación ilegal, el fomento de metodologías de economía circular, la mitigación de riesgos y la inversión en tecnologías estratégicas. Se trata del acuerdo climático y ecológico más progresista emanado de un gobierno brasileño, que respalda elecciones y tácticas de diversos responsables políticos. Sin embargo, la decisión consciente de normalizar las herramientas del capitalismo verde —sin un plan político para superar el capital verde a medio o largo plazo— y cierta falta de voluntad para enfrentarse a viejas estructuras y hábitos pueden sabotear el potencial del Pacto.

La política energética de Brasil es quizás donde esto se hace más evidente. Una de las medidas del Pacto establece que el legislativo debe priorizar proyectos de ley sobre energía eólica marina y biocombustibles; sin embargo, que una legislación contribuya a la expansión e implantación de las renovables no significa que lo haga bajo una perspectiva de justicia climática. Está claro que la expansión de las energías renovables es una prioridad para el gobierno del PT, lo cual ha despertado el interés de diversos sectores del Congreso, incluidos los responsables políticos de derechas. Sin embargo, y si bien el crecimiento de las renovables es bienvenido, han surgido muchas preocupaciones en torno a iniciativas que no consultan a las comunidades locales y que, a la hora de normalizar los impactos negativos en nombre del desarrollo, acaban siguiendo los mismos planteamientos que megaproyectos anteriores. Todo parece aún más confuso. Si se supone que las inversiones verdes luchan contra el cambio climático, ¿por qué se iba a oponer alguien a ellas? La respuesta yace en la necesidad de desarrollar un paradigma adecuado de transición justa y justicia climática en Brasil, que no trate la «descarbonización» como un objetivo final aislado. Si la transición es liderada por proyectos cuyo objetivo fundamental es aumentar la proporción de fuentes bajas en carbono en la matriz energética, este reduccionismo del carbono (o visión de túnel del carbono) descuidará otras cuestiones igualmente importantes e interdependientes, como la biodiversidad o la salud de las comunidades. Asimismo, el interés por el desarrollo del hidrógeno verde puede desviar los proyectos solares y eólicos hacia grandes instalaciones centralizadas que generarán energía principalmente para la producción de hidrógeno verde, que los gobiernos esperan que sea una gran fuente de exportación de energía renovable hacia el norte global (si se pueden resolver los obstáculos tecnológicos en el transporte de hidrógeno en largas distancias) o para ayudar a producir «petróleo con menos carbono» que sustituya el hidrógeno de origen fósil en los procesos de refinería.

Además, a medida que se aceleran las regulaciones sobre renovables, también lo hacen las trampas legislativas y las falsas soluciones procedentes de la derecha del Congreso. A principios de 2025, Lula vetó elementos del proyecto de ley sobre energía eólica marina que habrían contribuido a perpetuar la dependencia del gas fósil. Se ha convertido en práctica habitual de los congresistas de derechas insertar retrocesos y cláusulas contradictorias en la legislación que apoya nuevas iniciativas verdes, asegurándose de que las viejas industrias y el agronegocio salgan beneficiados. El veto de Lula fue acogido con satisfacción por miembros del gobierno y de la sociedad civil que habían expresado su preocupación por los añadidos al proyecto de ley. Sería interesante ver cómo esto podría afectar a otras políticas procedentes del ejecutivo sobre el gas fósil y, principalmente, la explotación de las reservas de petróleo presalinas de Brasil. El mayor conflicto entre Lula y Marina Silva ha sido la denegación de la licencia a Petrobras para excavar y explotar las reservas presalinas del Margen Ecuatorial, en la cuenca del río Amazonas. Aunque la agencia de licencias ambientales, IBAMA, sigue posicionándose en contra, los dos presidentes de Petrobras nombrados por Lula hasta ahora han dejado claro que consideran la expansión de la producción de petróleo una estrategia incuestionable de crecimiento económico. Cuando se les pregunta sobre el conflicto entre la expansión petrolera y la transición energética, es común escuchar argumentos de que Brasil tiene derecho a extraer y vender petróleo, pues hay quienes se desarrollaron de esta forma antes que nosotros.

Se trata de un giro perverso en el importante debate de la responsabilidad histórica global por el cambio climático. En primer lugar, porque deja convenientemente de lado que Brasil se encuentra entre los diez mayores emisores de la historia si tenemos en cuenta las emisiones relacionadas con el cambio de uso del suelo y no solo con las fuentes de energía. Segundo, porque el calentamiento global no diferencia las emisiones entre países y, si bien las estrategias de transición deben coordinar las diferentes demandas de desarrollo entre los países del norte y del sur global, es irresponsable entender esto como una licencia para incrementar la producción de combustibles fósiles, lo cual empeora el calentamiento global para todo el mundo. Por supuesto, los defensores de la expansión petrolera de Petrobras han utilizado la carta de la soberanía energética, olvidando que el tipo de «soberanía» basada en ganancias a corto plazo y en el dominio del petróleo no puede perdurar en un planeta que se calienta rápidamente. Los costes de las pérdidas y los daños son difícilmente cuantificables si tenemos en cuenta la pérdida de vidas humanas y no humanas y el empeoramiento de las condiciones de vida. Además, el argumento de que la expansión petrolera es la única forma en que Brasil podrá acelerar y financiar su transición energética se queda terriblemente corto en ausencia de un plan de eliminación gradual de los combustibles fósiles, y parece indicar que en el escenario general las energías renovables se sumarán a la matriz energética, pero no sustituirán de manera necesaria a los combustibles fósiles, especialmente debido al papel del petróleo como principal exportación. Es decir, lo que tendríamos es diversificación, no transición.

Este tipo de conflicto también se observa en la contradicción entre la lucha contra la deforestación y la financiación de la expansión del agronegocio. La reducción de la deforestación en la Amazonia desempeñó un papel fundamental en la campaña de Lula y en sus llamamientos internacionales. Como con Bolsonaro la situación era tan grave, ya es posible observar una mejora a los pocos años del gobierno de Lula. Sin embargo, 2024 fue también un año de incendios criminales en todo el país —que afectaron a otros biomas importantes— y el enfoque que se limita a buscar y castigar a los responsables es insuficiente. Es absolutamente necesario retirarle la financiación al actual sistema de agronegocios; Lula, no obstante, sigue centrado en apoyar el agronegocio a través de grandes inversiones como el Plan Safra.

El sistema agrario actual también se beneficia de la infraestructura capitalista verde introducida por los créditos de carbono y los sistemas de financiación. Los datos publicados en 2023 muestran que las compensaciones de carbono adquiridas por Petrobras a empresas internacionales que operan en la Amazonia brasileña equivalen a «créditos irreales». El proyecto fue certificado por Verra, la mayor certificadora de créditos de carbono del mundo, que también vende a TotalEnergies y Shell. Fue desarrollado por CarbonCo, con sede en Estados Unidos, y la mediana agroindustria brasileña JR Agropecuária e Empreendimentos. La propiedad donde se sitúa el proyecto también es objeto de disputa, ya que en ella habitan comunidades que viven de la extracción tradicional de caucho. Una investigación de SourceMaterial descubrió que un impactante 90% de los créditos emitidos por Verra tenían un rendimiento muy inferior al real, en parte porque su metodología incluye créditos de «deforestación evitada», que en realidad no aportan ninguna ganancia adicional para compensar las nuevas emisiones de la industria. Sin embargo, el sistema de Verra forma parte integral de los objetivos de emisiones y los marcos del mercado de carbono establecidos en el Sur Global que hacen que parezca que hay reducciones reales de emisiones, mientras las cosas siguen prácticamente igual.

Verra se asoció con McKinsey Brasil para formar parte del Consejo Asesor de la Iniciativa Brasileña para el Mercado Voluntario de Carbono (MVC). El gobierno de Lula colaboró con políticos de derechas dentro de la Cámara de Diputados para apurar la legislación sobre el mercado de carbono brasileño antes de la COP28 de Dubái. Unos meses antes ya había entrado en vigor una ley para permitir los créditos de los bosques federales para el mercado voluntario de carbono. El paquete legislativo estuvo fuertemente influenciado por la agroindustria, que se aseguró de que hubiese normas especiales para su participación en el mercado de carbono. Entre las concesiones conseguidas por la agrocoalición en el Congreso está la posibilidad de incluir la captura de carbono de la producción de celulosa y papel. Los políticos y las entidades vinculadas a los intereses del agronegocio están financiados por grandes actores como JBS, Syngenta y Cargill. Esta última es la mayor exportadora de soja de Brasil y está implicada en conflictos por la tierra, incluyendo en territorio indígena. Sin embargo, Cargill lleva mucho tiempo tratando de posicionarse como defensora de los criterios ESG (environmental, social and corporate governance) y como promotora de prácticas sostenibles y de reforestación en torno a la soja. La empresa está también en el centro de una de las mayores disputas por megaproyectos entre ecologistas, comunidades indígenas y el gobierno: Ferrogrão. Este proyecto ferroviario fue presentado hace ya tiempo por grandes corporaciones agrarias, que buscaban mover sus mercancías a través de los estados del país, y fue apoyado por Bolsonaro. Ahora Ferrogrão forma parte del nuevo PAC de Lula, convirtiéndolo en uno de los mayores puntos de contradicción entre «desarrollo» y «sostenibilidad». El ferrocarril no solo atravesará importantes territorios indígenas y tradicionales, cuyos ecosistemas deberían protegerse, sino que también ampliará el alcance y los márgenes de beneficio de la élite del agronegocio, que ha transformado continuamente los bosques en monocultivos de soja.

La agroindustria está notando los efectos del cambio climático en las estimaciones de sus cosechas, por lo que su estrategia consiste en maximizar las ganancias adaptándose al mismo tiempo a algunas iniciativas verdes que surjan por el camino, sobre todo si aportan nuevas oportunidades de beneficios. La Confederación Brasileña de Agricultura y Ganadería (CNA), que desempeña un importante papel de lobby, manifestó posiciones para la COP28 que iban desde el papel de la agroindustria en el mercado del carbono hasta la integración del sector en la transición energética verde. En algunos casos, se concedió a los grupos de presión un acceso especial a la COP28 al incorporarlos como miembros de la delegación oficial brasileña. Es un escenario que preocupa de cara a la COP30, que se celebrará en Brasil a finales de 2025. Sobre la mesa no están ni la eliminación gradual de los combustibles fósiles ni una verdadera transición agraria, lo cual permite que el petróleo y la agroindustria se maquillen de verde mientras el actual gobierno de Brasil promueve el «desarrollo sostenible» como lo máximo a lo que aspirar después de Bolsonaro. Ni siquiera el gran desastre climático de las enormes inundaciones en el estado de Rio Grande do Sul, en mayo de 2024, parece haber alterado el ritmo de la política de transición. El absurdo de fomentar el agronegocio con miles de millones de dólares en inversiones e incentivos solo para tener que rescatarlo de nuevo en medio de la crisis climática no parece suficiente para redirigir al gobierno de Lula en la dirección de una reforma agraria popular y agroecológica —un requisito básico para una verdadera soberanía alimentaria que a su vez debilitaría el poder de la extrema derecha y nos pondría en el camino de una verdadera transición ecológica—. Aunque ciertamente hay mejoras, tal y como esperaban quienes volvieron a elegir a Lula, la política medioambiental federal sigue llena de agujeros, contradicciones y falsas soluciones.

Lo que hace falta para subir el listón

No cabe duda de que el tercer gobierno de Lula ha mejorado el historial medioambiental de Brasil, sobre todo en comparación tanto con los gobiernos de derechas como con las anteriores presidencias del PT. En los discursos de Lula se reconoce oficialmente la necesidad de reconciliarse con la naturaleza y dejar de tratar las preocupaciones medioambientales como molestias que hay que ignorar. Esto es representativo de lecciones importantes sobre la historia de Brasil y el estatus científico de la crisis ecológica. También es indicativo de un reconocimiento general de que el país es vulnerable al cambio climático y que necesita dar un paso adelante si quiere unirse a la carrera hacia la transición. Entonces, ¿por qué, en la práctica, la política medioambiental de Lula sigue recordando a formas viejas y anticuadas?

Hay al menos dos razones para ello. Una es la insuficiencia del enfoque del desarrollo sostenible, que mantiene viejos proyectos y perspectivas, simplemente ajustándolos y sometiéndolos a preocupaciones medioambientales. Dentro de este marco, Ferrogrão es una prioridad porque se nutre de la visión tradicional del desarrollo: crecimiento económico, algunos puestos de trabajo nuevos, exportaciones, infraestructuras e innovación. El elemento «sostenible» puede añadirse promoviendo consultas y evaluaciones sobre el impacto medioambiental que solucionen los problemas del proyecto. Pero como el proyecto en sí no se cuestiona, uno se pregunta por el verdadero peso de la sostenibilidad y si Ferrogrão contribuirá a la hegemonía del monocultivo y al destructivo poder de clase del agronegocio en Brasil.

Esto nos lleva a una segunda razón, que tiene que ver con la incapacidad y la falta de voluntad para plantear las cuestiones de clase y propiedad cuando se trata del medio ambiente. La política medioambiental del tercer mandato de Lula es mucho más avanzada que la del pasado, pero sigue estando profundamente arraigada en el paradigma capitalista que exige beneficios y crecimiento del capital para justificar la acción medioambiental. Esto explica por qué se reduce la deforestación, pero no se elimina. Se manifiesta en la importante inclusión de las comunidades indígenas en la toma de decisiones, pero no en una política radical para proteger los territorios indígenas, incluyendo el enfrentamiento a la peligrosa tesis del «Marco Temporal». Esta tesis promueve el argumento de que a las comunidades indígenas que no puedan demostrar que en 1988 estaban presentes en un territorio, que es cuando se estableció la actual Constitución de Brasil, no se las puede tener en cuenta para derechos territoriales. Las élites agrícolas están presionando para que el Marco Temporal se asiente en el Tribunal Supremo y en el Congreso y así normalizar, de una vez por todas, su historia de acaparamiento de tierras y violencia.

Si las viejas formas de desarrollo prevalecen junto al mantenimiento de las actuales estructuras de poder de clase, entonces es fácil entender por qué el retorno de Lula está plagado de una forma limitada de ecologismo. Hoy en día, Brasil está mejor posicionado que muchos otros países para invertir en energías renovables, promover proyectos agroecológicos y restaurar las herramientas de protección medioambiental, pero la promoción del petróleo como pilar clave de la soberanía energética y la falta de apoyo institucional a la reforma agraria popular y agroecológica necesaria para reducir las emisiones derivadas del uso de la tierra apuntan a una situación en la que a dos pasos adelante le sigue un paso atrás. Esto no se acerca ni de lejos al ritmo necesario para hacer frente a la emergencia climática. Con la COP30 en el horizonte, Brasil se dispone a hacer importantes declaraciones sobre liderazgo medioambiental. Pero mientras el poder de las clases fósil y agraria sigan al volante, el listón estará demasiado bajo como para dejar atrás las falsas soluciones y crear las condiciones para una acción ecosocial más radical en el futuro.

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