Hay un hilo enterrado en la tradición del pensamiento progresista que conviene sacar a la luz, pues el tiempo apremia. Es el hilo que indicaba el camino hacia la construcción efectiva, tenaz y material de un mundo nuevo y más justo. Es cierto que se han dedicado muchos esfuerzos en los últimos años a combatir el cierre a cal y canto que décadas de neoliberalismo impusieron en nuestra capacidad para imaginar alternativas, mundos distintos, vías más transitables hacia el futuro. Fue y sigue siendo una tarea descomunal, a la que se continúan dedicando las mejores ideas e iniciativas y un músculo colectivo que, bien entrenado y alimentado, ha de ser el motor imparable de cualquier programa de transición ecológica y climática merecedor de ese nombre. Echar abajo las cercas que clausuran el ímpetu de pensar y promover otra forma de organización social es un trabajo que no ha terminado, porque es interminable. Pero ya no basta con reivindicar el derecho a un futuro. Ya no basta con imaginarlo. Hay incluso quien dice que demasiadas visiones del futuro pueden provocar alucinaciones. El futuro hay que construirlo.
La buena noticia es que tenemos el saber y la ciencia para planificarlo, pero también las herramientas y los materiales para llevarlo a cabo. La ciencia nos dice que las vías que conducen a ese futuro, lo que se conoce como «sendas de descarbonización», podrían haber sido bastante menos pronunciadas si nos hubiéramos puesto manos a la obra hace tiempo, así que ahora el camino es menos practicable y los objetivos bastante más urgentes. Pero es cierto también que en los últimos años se han producido saltos de escala en las herramientas técnicas y políticas que tenemos a nuestra disposición. Eso nos permite ya no solo visualizar sino además proyectar cómo puede ser la construcción del futuro.
Contamos con la tecnología renovable que nos va a permitir expulsar —que está expulsando ya— los combustibles fósiles de nuestros sistemas energéticos. Conocemos los pasos a seguir para renovar, aislar y adaptar nuestras viviendas a un clima cambiante y más imprevisible y para que, además, no dependan de suministros energéticos fósiles. Tenemos fórmulas para reorganizar el trabajo en función de nuevas necesidades climáticas y sociales, para tener así más tiempo libre y producir lo necesario. Disponemos de planes y estudios que nos indican cómo reindustrializar la economía para que garantice trabajos prósperos y seguros en todas las etapas de la cadena productiva. Sabemos qué hacer para recuperar las calles para las personas y que el ruidoso y contaminante coche de combustión deje paso a la movilidad eléctrica. Entendemos perfectamente los mecanismos fiscales y financieros para implementar todas estas acciones. Estos materiales de construcción de futuros, ahora mismo dispersos sin demasiado orden en programas y planteamientos muy distintos, tienen el potencial aún no explorado de convertirse en la sustancia de un programa de transición ecológica ambicioso y contundente que permee en todo el ámbito progresista, con su infinita diversidad, sus múltiples propuestas y sus no pocas contradicciones.
No se nos escapa que la consolidación de este proyecto se tendrá que dar en un mundo fracturado, atravesado por las consecuencias de un cambio climático que ya nos hostiga en casi todos los meses del año y en todas las regiones del globo. Vivimos en un desorden político generalizado del que desconocemos cuál será la salida real, y nos enfrentamos a la coagulación a escala planetaria de un corrosivo proyecto neofascista que representa una amenaza tanto para los derechos humanos más elementales como para la estabilidad de un clima habitable. Cuando los proyectos de transición ecológica y energética, si bien a trompicones, de manera imperfecta y con tantos pasos adelante como pasos atrás, parecían estar cobrando forma gracias al empuje de muchas personas comprometidas con el clima, el auge de la reacción fósil y del autoritarismo en distintos puntos del mundo no puede pasar inadvertido en las propuestas de transición.
Pero esta no es una llamada meramente retórica a intentar pensar ambos problemas de manera conjunta. El compromiso de la reacción con el sistema energético fósil es tan íntimo que neofascismo y fosilismo son ya dos caras de una misma moneda. Por eso, no se le puede plantar cara a uno sin plantarle cara al otro. Por eso mismo también no se puede plantear la defensa de un sistema democrático, plural, diverso y redistributivo si este no tiene sus cimientos bien anclados en un despliegue masivo y rápido de energías renovables. La dependencia de los combustibles fósiles es, hoy, la dependencia de regímenes políticos fosilistas y autoritarios. Los valores de prosperidad y bienestar compartido, de un horizonte común capaz de acoger en su seno múltiples proyectos, de respeto y cuidado de la naturaleza, solo pueden darse sobre una base material renovable que garantice, de hecho, la posibilidad de ese horizonte para todo el mundo.
Ante este momento de incertidumbre, el ecologismo y todo el campo progresista no pueden ofrecer una respuesta de desorientación, de parálisis o de inmovilidad. No podemos permitirnos que el espíritu crítico que a nuestra tradición le permitió comprender los engranajes del mundo se malgaste en un estado de ánimo suspicaz ante las posibilidades del futuro. Existe un objetivo hermoso en conservar lo más preciado que la humanidad ha podido construir, proyectos de convivencia respetuosa y dedicación al prójimo. Hay que saber reivindicar los logros y éxitos incluso cuando son precarios. ahí reside una parte sustancial del programa democrático del presente frente a las embestidas del neofascismo fósil. Pero debemos cambiar la disposición de ese estado de ánimo suspicaz. Ya hemos pasado demasiado tiempo centrados en la defensa del presente o en la inquietud ante el futuro, dedicando más esfuerzos a señalar las imperfecciones de nuestros avances que a afianzarlos para profundizar en ellos.
Ha llegado el momento de que la izquierda deje de definirse en función de a qué se opone y active el modo constructivo, que solo puede partir de un programa de una ambición sin precedentes erigido sobre la descarbonización y la electrificación. Ese modo es el de las viviendas rehabilitadas, la energía barata y renovable, la movilidad eléctrica y el transporte público, las calles amables, el antiautoritarismo, las zonas verdes, los trabajos seguros, las instituciones públicas robustas, la comida sana, las comunidades energéticas, el aire limpio, las empresas públicas, la red de trenes ampliada, las políticas de reindustrialización verde, el tiempo libre, la solidaridad internacional. Este ha de ser el programa de la descarbonización progresista. Un programa pensado y aplicado sin miedo al futuro porque está hecho para construirlo.
