Susan Strange ||
Desde una perspectiva globalista, humanitaria y de la verdadera economía política, el sistema conocido como westfaliano ha sido un fracaso miserable. Quienes nos dedicamos a los estudios internacionales deberíamos, por lo tanto, reorientar nuestro pensamiento y esfuerzos futuros a la consideración de las formas en las que podría ser modificado o superado. Esta es la esencia de mi argumento.
El sistema puede definirse brevemente como aquel en el que la autoridad política principal recae en aquellas instituciones, llamadas Estados, que reclaman el monopolio del uso legítimo de la violencia dentro de sus respectivas fronteras territoriales. Es un sistema que pretende basarse en la contención mutua (la no intervención), pero también es un sistema basado en el reconocimiento mutuo de la «soberanía» de cada uno, en caso de que esta fuese cuestionada de cualquier forma.
Pero aunque constantemente nos referimos al «sistema político internacional» o a la «estructura de seguridad»,[1] este sistema westfaliano no puede aislarse de forma realista de la economía de mercado —de hecho es inseparable de ella— que los Estados de Europa, a partir de mediados del siglo xvii, alimentaron y promovieron. En la medida en que los poderes de estos Estados sobre la sociedad y la economía crecieron durante los siglos xviii, xix y xx, lo hicieron tanto en respuesta al sistema político en el que los Estados competían con otros Estados (inicialmente por territorio, pero después por poder industrial y financiero) como en respuesta a las crecientes demandas hechas a la autoridad política como resultado del sistema capitalista de producción y sus consecuencias sociales. La etiqueta «capitalista» aplicada a la economía impulsada por el mercado está justificada porque la acumulación de capital, como lo expresaron los marxistas, o la creación y comercio de crédito, como yo lo describiría, fue la condición necesaria para la inversión continua de recursos en las nuevas tecnologías agrícolas, de manufactura o servicios.[2] Tal y como lo expresé en Estados y mercados, la estructura de seguridad y las estructuras de producción, financieras y de conocimiento interactúan constantemente entre ellas y por lo tanto no pueden ser analizadas de manera aislada. Este tema es «cosa de niños» para los historiadores sociales y económicos, pero los escritores de relaciones internacionales a menudo lo ignoran.
Cuando digo que el sistema ha fracasado no quiero decir que esté colapsando, solo que no ha logrado satisfacer los requisitos de sostenibilidad a largo plazo. Al igual que los imperios de la antigüedad —el persa, el romano, el español, el británico o el zarista ruso—, los signos de la decadencia y la desintegración definitivas aparecen algún tiempo antes de que el propio edificio se derrumbe. Estos signos ya son visibles en las tres áreas en las que la sostenibilidad del sistema está en peligro. Una de ellas es la ecológica: el sistema westfracasado es incapaz por naturaleza de corregir y revertir los procesos de degradación medioambiental que ponen en peligro la supervivencia no solo de nuestra propia especie, sino también de otras especies de animales y plantas. Otra es financiera: el sistema westfracasadao es incapaz —de nuevo, debido a su propia naturaleza— de gobernar y controlar las instituciones y los mercados que crean y comercializan los instrumentos crediticios esenciales para la «economía real». El último aspecto es social: el sistema westfracasdo es incapaz de mantener un equilibrio sostenible entre el poder creciente de lo que los neogramscianos llaman la clase capitalista transnacional (CCT) y el de los «desposeídos», las clases sociales marginadas, los indignados que los franceses llaman les exclus: inmigrantes, desempleados, refugiados, campesinos y todos aquellos que ya sienten que la globalización no hace nada por ellos y tienden a buscar la protección de los señores de la guerra, las mafias o de los políticos fascistas de extrema derecha. La cuestión es que hasta hace muy poco el Estado, a través de su control sobre la economía nacional y de los recursos fiscales derivados de ella, era capaz de actuar como un agente de redistribución económica y social, gestionando sistemas de bienestar que acogían a ancianos, enfermos, desempleados y discapacitados. Esto compensaba el declive de su papel, especialmente en Europa, como defensor del reino ante las invasiones extranjeras. Ahora, sin embargo, su capacidad para actuar como escudo y protector de los desfavorecidos se está erosionando rápidamente, por razones a las que volveré más adelante.
En resumen, el sistema está fallando a la naturaleza —el planeta Tierra—, que está siendo cada vez más saqueada, pervertida y contaminada por empresas económicas que el sistema-Estado es incapaz de controlar o contener. Está fallando al capitalismo en el sentido de que las instituciones nacionales e internacionales que en teoría deben gestionar los mercados financieros son cada vez más incapaces —como lo demuestran los recientes acontecimientos en el este de Asia— de seguir el ritmo acelerado de cambio tecnológico en los sectores privados, con consecuencias potencialmente nefastas para toda la economía de mercado mundial. Y está fallando a la sociedad mundial al permitir que se desarrolle una brecha peligrosamente amplia entre los ricos y poderosos y los débiles e impotentes.
El hecho de que el sistema sobreviva a pesar de sus fracasos lo único que hace es demostrar la dificultad de encontrar y construir una alternativa. Nadie está dispuesto a volver a los viejos imperios coloniales. Y aunque el Islam y el fundamentalismo cristiano son buenas bazas con las que golpear al modelo capitalista occidental, las innumerables divisiones dentro de ambos hacen que cualquier tipo de alternativa teocrático-religiosa sea altamente improbable. De esta forma el viejo consejo «mantén cerca a la enfermera, por miedo a que algo vaya peor»[3] todavía se sigue ampliamente, aunque la fe en su habilidad y competencia sea más que dudosa.
La simbiosis de dos sistemas
Para entender cómo y por qué el sistema político basado en los Estados territoriales y el sistema económico basado en los mercados y el beneficio llegaron a crecer juntos de manera tan estrecha hasta hacerse inseparables uno del otro, es esencial un poco de perspectiva histórica. Como ya dije antes, esto es «cosa de niños» para los historiadores y sociólogos, pero tal vez no lo sea para muchos estudiantes de política internacional.
Recordemos que el Estado europeo en la segunda mitad del siglo xvii era casi sin excepción dinástico, apoyado por a una clase terrateniente a la que a su vez apoyaba, la cual obtenía su riqueza de la agricultura y que la transmitía por derechos de herencia. El Tratado de 1648 eliminó una fuente importante de conflicto e inestabilidad —la religión—, pero no hizo nada para detener los conflictos sobre la principal fuente de ingresos y riqueza para el Estado, que era el control del territorio y el plusvalor creado por la agricultura. Sería difícil imaginar una economía política más alejada de las economías nacionales del siglo xx.
La principal diferencia entre el sistema de entonces y el de ahora, en mi opinión, se refiere al papel del dinero en el sistema de Estados. A finales del siglo xvii, aunque los Estados emitían sus propias monedas, tenían poco control sobre el medio de cambio preferido por los comerciantes, incluso dentro de su territorio, y mucho menos fuera de él. Por lo tanto, los beneficios derivados del señoreaje eran limitados; era común añadir plomo a las monedas de plata, pero esto generaba pocos ingresos adicionales para el Estado. Por lo tanto, las oportunidades de que los Estados manipulasen el dinero en beneficio propio eran muy limitadas.
Casi por coincidencia, el gran paso adelante para los Estados se produjo a principios de aquel siglo con la introducción de un nuevo tipo de dinero: las promesas de pago estatales.[4] Dos escoceses, John Law y William Patterson, vieron que de esta manera se podía crear dinero con el que reponer los recursos del Estado mediante la emisión de trozos de papel que llevasen la «garantía» del monarca. En Francia, la empresa terminó en desastre debido a la emisión excesiva de acciones y en la desgracia de John Law. El Banco de Inglaterra apenas pudo escapar del mismo destino tras transferir la gestión de la deuda estatal a la Compañía de los Mares del Sur.[5] Pero a finales del siglo xviii, la idea ya había calado hondo. Se podían reclutar soldados y se podían librar guerras a crédito; la Guerra de la Independencia de Estados Unidos se financió de esa manera, y Napoleón pagó a su Grande Armée con la emisión de asignados, promesas de pago teóricamente garantizadas por el valor de la tierra francesa, pero en última instancia sin valor.
En resumen, la creación de crédito por parte de los gobiernos y los bancos podía (y pudo) impulsar el comercio y la producción en la economía de mercado, pero también posibilitó el abuso del sistema por parte de los Estados. La lista de Estados que hicieron un impago de su deuda soberana en el siglo xix fue larga.[6] Sin embargo, y aunque parte del crecimiento económico, especialmente en el oeste americano, fue generado por el descubrimiento de nuevos yacimientos de metales preciosos, la mayor parte se debió a la creación de crédito por parte de los bancos y los gobiernos.[7] Liderados por Reino Unido y el Banco de Inglaterra, los países desarrollados implantaron sus propios sistemas regulatorios y establecieron bancos centrales como prestamistas de última instancia para garantizar que los bancos siguieran reglas prudenciales a la hora de crear crédito. Reino Unido además aprobó leyes para garantizar que el Estado también se comportara de manera prudencial. La Ley de Régimen Bancario de 1844 (Bank Charter Act) impuso límites estrictos al derecho de los gobiernos británicos para expandir la oferta monetaria, límites que solo se relajaron con el estallido de la guerra en 1914. El resultado fue que el valor de la libra esterlina en términos de oro no sufrió alteraciones durante un siglo, creándose así el primer dinero internacional estable. En Estados Unidos, el Sistema de la Reserva Federal se estableció tardíamente, en 1913, solo después del shock de la crisis financiera de 1907.
Estas salvaguardas cedieron ante la embestida de un sistema político global embrollado en la Primera Guerra Mundial. Los rusos por un lado y los alemanes por otro, más que la mayoría, pagaron la guerra imprimiendo papel. Como en tiempos napoleónicos, los Estados en el sistema westfracasado, desesperados por el fustigamiento de la guerra, practicaron el engaño financiero contra su propio pueblo, y también contra otros. Esta práctica era el talón de Aquiles de la economía de mercado. Pero la historia de la creación de crédito mostró claramente la simbiosis entre el sistema político de los Estados y el sistema económico de los mercados. Los emprendedores en la economía de mercado necesitaban la seguridad, la ley y el orden, y la parafernalia estatal de tribunales, derechos de propiedad, reglas contractuales, etcétera, para permitir que las fuerzas del mercado funcionaran con confianza en la otra parte, ya fuera comprador o vendedor, acreedor o deudor. De la misma forma, los gobiernos de los Estados llegaron a depender del sistema financiero que los emprendedores privados habían desarrollado para crear crédito. Antes del siglo xviii, los jefes de Estado pedían en ocasiones préstamos a los banqueros (los Médici eran una excepción porque tenían su propio banco). Es solo a partir de 1700 cuando se impuso la práctica de pedir préstamos a la sociedad mediante la emisión de papel moneda o promesas de pago del gobierno. En el siglo xx, la deuda gubernamental ya había crecido hasta tal punto que el sistema financiero se había vuelto indispensable para la gestión de los negocios estatales.
Los tres fracasos
Comencemos por el fracaso a la hora de gestionar este sistema financiero creador de crédito. Hasta el verano de 1997, la opinión más extendida era que los Estados y sus organizaciones intergubernamentales eran perfectamente capaces de supervisar, regular y controlar a los bancos y otras instituciones que creaban y comercializaban instrumentos de crédito, desde bonos gubernamentales hasta títulos de deuda corporativa titulizados y derivados.[8] Este fue el mensaje de un estudio muy elogiado de Ethan Kapstein.[9] Mientras que los sistemas regulatorios nacionales de cada una de las principales economías desarrolladas funcionaban a nivel estatal, el Fondo Monetario Internacional (FMI) y el Banco de Pagos Internacionales de Basilea (BPI) funcionaban a nivel transnacional. Este sistema de gobierno de dos niveles, de doble garantía, podía resolver cualquier problema que surgiera en los mercados. Sin embargo los acontecimientos de 1997 en el este de Asia pusieron en duda esta conclusión reconfortante. Las turbulencias que afectaron a las monedas y los precios de las bolsas de valores de Malasia, Indonesia y Tailandia fueron una total sorpresa. Ninguna de esas instituciones reguladoras internacionales había previsto ni advertido contra esta contingencia. A medida que las turbulencias se extendieron y crecieron, los primeros paquetes de rescate resultaron insuficientes para restablecer incluso un mínimo de confianza y hubo que aumentarlos de manera sustancial. El factor común en todas las economías afectadas fue la entrada de capital móvil a corto plazo, gran parte del cual se destinó a préstamos especulativos imprudentes o a inversiones inmobiliarias improductivas. El primer ministro de Malasia, Mahomed Mahathir, culpó a George Soros y a otros especuladores extranjeros que habían sacado sus fondos del país con la misma rapidez con la que los habían invertido. No obstante, pronto resultó evidente que las regulaciones nacionales sobre los bancos y sobre los movimientos de capital a corto plazo en cada uno de los países del este asiático (con excepción de Taiwán) habían sido completamente inadecuadas. Las advertencias para adoptar la liberalización financiera provenientes de Washington y el FMI se habían tomado demasiado al pie de la letra.
El problema no era simplemente que tanto los sistemas nacionales como las organizaciones financieras internacionales no estuvieran preparadas para los shocks del verano y el otoño de 1997. Las razones para dudar de las cómodas conclusiones de Epstein tienen más relación con a) la insuficiencia tanto del BPI como del FMI como reguladores globales, y b) la insuficiencia de todos los sistemas nacionales de regulación financiera.[10] Para ser justos con Epstein, no fue hasta después de que se publicase su estudio que empezó a ser evidente que el sistema de Basilea de normas de suficiencia de capital ideado por el Comité Cooke en la década de los ochenta, y posteriormente elaborado en más detalle, no era realmente efectivo. En su informe de 1997, el BPI más o menos lo admitió y, haciendo de la necesidad virtud, anunció que en el futuro la responsabilidad supervisora recaería en los propios bancos. Ahora, como había demostrado la historia de Barings, confiar en los cazadores furtivos para que actuaran como guardabosques era una estrategia poco convincente. Los jefes de Barings no sabían ni querían saber lo que estaba haciendo Nick Leeson. La supervivencia de Barings en medio de una competencia internacional muy intensa les hizo alegrarse por los beneficios obtenidos, a la vez que minimizaban los riesgos que estaba asumiendo. E incluso en los bancos más prudentes de la actualidad, las complejidades de las operaciones con derivados están a menudo más allá de la comprensión de los directivos más experimentados.[11]
En cuanto al FMI, su capacidad para obligar a los gobiernos asiáticos a supervisar y reformar sus sistemas bancarios y financieros es muy dudosa. El FMI está acostumbrado a negociar con los Estados (especialmente los latinoamericanos) sobre deudas soberanas. Sus funcionarios, en su mayoría economistas, no tienen la experiencia necesaria para descubrir a banqueros astutos y discretos cuando mienten o encubren sus negocios. Además, como lo demuestra, por ejemplo, su historial en Kenia, los economistas del FMI no tienen ninguna influencia cuando tratan con dictadores obstinados que protegen sus estructuras de poder corruptas y clientelistas.
El problema con Suharto es sobre todo político, no técnico. Lo mismo es cierto del problema de la deuda africana. Todos, incluido el FMI, están ahora de acuerdo en que la renegociación de la deuda antigua de los países pobres altamente endeudados (HIPC por sus siglas en inglés) solo empeora el problema, no lo mejora. Pero el FMI y el Banco Mundial no pueden obligar a los gobiernos acreedores a llegar a un acuerdo necesario sobre qué deudas deben ser eliminadas y en qué proporción.[12]
En cuanto a la disminución de la eficacia de los sistemas nacionales de regulación y control financiero, quizás esto sea menos evidente para los estadounidenses que para los europeos y japoneses. Los sistemas alemán, francés, británico y japonés funcionan de manera muy diferente. Pero a día de hoy todos están siendo socavados por las innovaciones tecnológicas en las transacciones financieras y la movilidad casi instantánea del capital a través de las fronteras y las monedas.[13] Por lo tanto, se está abriendo una brecha peligrosa entre las instituciones internacionales que ni son capaces ni están dispuestas a disciplinar a los bancos, los administradores de fondos de alto riesgo y de pensiones y los mercados, por una parte, y los sistemas nacionales de supervisión y control cuyo alcance no es lo suficientemente amplio ni lo suficientemente rápido para evitar problemas. Eric Helleiner ha defendido que los supervisores tienen en la actualidad los conocimientos técnicos necesarios para rastrear los fondos a medida que se mueven por el sistema financiero global. Eso es así, pero con demasiada lentitud y con demasiado esfuerzo, no lo suficientemente rápido ni de forma suficientemente regular para proteger el sistema.[14] Mientras los paraísos fiscales sigan proporcionando refugio a los criminales, desde los traficantes de drogas hasta los evasores fiscales corporativos y los jefes de Estado que consideran los fondos de ayuda de su país como propiedad personal, las manos de los reguladores nacionales están atadas.
El fracaso medioambiental
He puesto en primer lugar los fallos financieros del sistema estatal porque mis investigaciones más recientes me han convencido de que es la más grave y urgente de las amenazas actuales sin enemigos. Si no encontramos formas de salvaguardar la economía mundial antes de que una sucesión de colapsos bursátiles y quiebras bancarias nos lleve a una recesión económica que dure veinte años, como sugiere la historia de los años treinta, nadie estará de humor para preocuparse demasiado por los problemas a largo plazo del medio ambiente.
Por otra parte, el peligro medioambiental es con mucho el más serio. El planeta, incluso la economía de mercado, podrían sobrevivir a veinte años de crecimiento lento. Pero si no se hace nada para detener el deterioro medioambiental entonces podría llegar un momento en el que ya sea demasiado tarde. La dinámica destructiva podría llegar a ser irreversible. Para entonces nada ni nadie podría detener el círculo vicioso de la degradación medioambiental. Y habría sido el sistema westfracasado el que lo hubiese ocasionado y el que hubiese impedido las acciones para remediarlo y prevenirlo. ¿Por qué? Porque el principio territorial que radica en su corazón defiende que el Estado territorial es responsable de su propia tierra, pero no de la de nadie más.
Existen tres tipos distintos de peligros medioambientales, pero en todos los casos el problema no está en la falta de conocimiento técnico ni en la falta de propuestas apropiadas en lo que respecta a medidas políticas. El problema está en la incapacidad del sistema westfracasado para generar la voluntad política de usar todas estas cosas. Uno de estos peligros es la destrucción de la capa de ozono. Esto se atribuye principalmente a la liberación de gases CFC de los aerosoles y otras fuentes. A medida que el «agujero» en la capa de ozono crece, la protección respecto al sol proporcionada por la atmósfera de la Tierra se ve debilitada, con las graves consecuencias atmosféricas y climáticas que esto conlleva. Otro problema medioambiental está causado por la contaminación del aire por dióxido de carbono y sulfuro. Parte de esta contaminación proviene de la industria. Pero una gran parte viene de los coches, que utilizan gasolina o diésel como combustible. En tercer lugar, hay un agotamiento de los recursos del planeta, principalmente del agua, reduciendo la superficie disponible para el cultivo. De forma secundaria, se da una disminución de los bosques, no solo de las selvas tropicales, con consecuencias climáticas imprevisibles, y también la desaparición de especies de plantas, peces y otros animales, alterando los equilibrios ecológicos que han existido durante milenios.
No es difícil ver en cada uno de estos peligros medioambientales que es el Estado, con su autoridad reforzada por el apoyo mutuo proporcionado por el sistema westfracasado, el que constituye el obstáculo que impide la acción correctiva. Una de las consecuencias de este principio puede observarse en la indiferencia de los gobiernos británicos respecto a la lluvia ácida llevada por los vientos predominantes del oeste a los bosques escandinavos, o la indiferencia de los gobiernos estadounidenses al mismo tipo de daños ocasionados a los bosques canadienses. Otra consecuencia se puede ver en el impasse al que se ha llegado en las cumbres internacionales de Río y Kioto sobre el medioambiente. Las preocupaciones europeas y japonesas dejaron básicamente indiferente a Estados Unidos en cuanto al establecimiento de controles más estrictos sobre los gases CFC. La situación no ha cambiado mucho desde entonces. Los acuerdos alcanzados en la cumbre de Kioto en 1997 fueron más cosméticos que sustanciales. Y en cuanto al peligro de la contaminación, el mayor impasse se da entre los países desarrollados y China. La presión de Estados Unidos y otros sobre Pekín a la hora de reducir el consumo de combustibles fósiles por el bien del medioambiente se enfrenta a la pregunta: «Si lo hacemos, ¿lo van a pagar ustedes?». Después de todo, argumentan, los peligros ambientales que ustedes perciben ahora mismo fueron el resultado de su industrialización, no de la nuestra. ¿Por qué deberíamos estar más comprometidos con el medioambiente hoy de lo que lo estuvieron ustedes entonces? Con nuestra creciente población, no podemos permitirnos —a menos, por supuesto, que ustedes estén dispuestos a pagar— reducir nuestro crecimiento para mantener el aire puro y el agua no contaminada.
En muy raras ocasiones, como cuando Suecia se ofreció a contribuir a financiar fondos para que Polonia endureciera las normas medioambientales sobre las plantas químicas y de carbón, se deja a un lado el principio territorial de Westfalia. Pero Suecia es un país rico, se veía directamente afectado por la contaminación polaca y podía justificar esta transferencia por motivos de interés propio. China y el resto de países en desarrollo son un hueso mucho más duro de roer. Mientras persista el sistema westfracasado, la naturaleza será su víctima.
Como comentó Andrew Hurrell en una reseña reciente, «los escollos superan considerablemente a las promesas» cuando de lo que se trata es de transmutar transferencias de corto plazo en compromisos de largo plazo bien institucionalizados en cuestiones ambientales».[15] Hurrell también cita uno de los capítulos finales del libro: «Los estudios de la ayuda medioambiental en este volumen pintan un panorama bastante sombrío. Las restricciones a la eficacia de la ayuda ambiental parecen más pronunciadas que las ventanas de oportunidad».
El tercer fracaso westfaliano es social, o social y económico. Las cifras discrepantes y divergentes sobre la mortalidad infantil, sobre los niños sin alimento suficiente, sobre la propagación del sida en África y Asia, y sobre todos los demás indicadores socioeconómicos son testimonio de ello. La brecha entre los países ricos y los muy pobres está aumentando, al igual que la brecha entre los ricos y los pobres en los países pobres y entre los ricos y los pobres en los países ricos[16]. No es que no conozcamos las soluciones a las desigualdades socioeconómicas; estas son las medidas fiscales y de bienestar redistributivas y lo que Galbraith llamó el poder compensatorio para convertir en positiva la tendencia del capitalismo a la opulencia privada y la penuria pública, a los periodos de gran crecimiento seguidos de recesiones. El sistema westfracasado impide aplicar esta solución a la sociedad mundial en su conjunto, debido a su estrecha vinculación con la economía de mercado «liberalizada». Si las políticas nacionales keynesianas compensatorias se ven dificultadas por el sistema financiero integrado —tal y como Mitterand descubrió tan dolorosamente en 1983—, las políticas keynesianas transnacionales son prácticamente inconcebibles. Hemos visto una demostración de esto en Europa central a principios de la década de los noventa. Era una situación que exigía, con enorme claridad, de un segundo Plan Marshall para preparar el terreno para una transición rápida de la planificación estatal a una economía de mercado abierta, competitiva y, por lo tanto, productiva. Sin embargo las administraciones de Reagan y Bush se oponían por motivos ideológicos, y los alemanes estaban demasiado absortos en su propia reunificación como para preocuparse del destino de sus vecinos más cercanos. La indiferencia, ya sea hacia Europa central o hacia África, no es un problema causado únicamente por las mentalidades egoístas y conservadoras que Gerald Helleiner parodió recientemente en verso: «Los pobres se quejan, siempre lo hacen. Pero no es más que charlatanería. Nuestro sistema recompensa a todo el mundo, o al menos a todos los que importan».[17]
En realidad esto es el resultado inevitable de la simbiosis entre una economía de mercado mundial y un sistema político basado en el Estado en el que quienes tienen autoridad política son inherentemente incapaces de ver que la polarización socioeconómica no beneficia a nadie en el largo plazo. No se trata sólo de que los desfavorecidos puedan amotinarse y saquear como en Los Ángeles en los años ochenta o Yakarta en la actualidad, o que puedan transmitir sus nuevas enfermedades epidémicas a los ricos, o emprender campañas terroristas bajo el disfraz de yihads religiosas. La cuestión es que la desigualdad socioeconómica se vuelve insoportable si la gente piensa que va a empeorar en vez de mejorar. Pueden soportar privaciones y penurias si creen que la suerte de sus hijos será mejor que la suya. Además, una economía de mercado floreciente necesita siempre nuevos clientes, con dinero para gastar, no mendigos sin hogar y agricultores africanos hambrientos. Estados Unidos no sería lo que es hoy en día si no fuese por los millones de migrantes sin blanca que hicieron crecer sin cesar su mercado masivo de sus manufacturas.
¿Qué hacer?
Las dos reacciones más comunes a los tres fallos sistémicos que he descrito brevemente son o bien negarlos y defender el sistema dual capitalismo-Estado de manera panglosiana, como el mejor de todos los mundos posibles después de la Guerra Fría, o bien concluir de forma fatalista que, a pesar de todos sus defectos, no se puede hacer nada para cambiar las cosas. Solo muy recientemente ha comenzado a ser posible detectar los primeros indicios tentativos de una tercera respuesta. Son los sociólogos, más que los escritores de relaciones internacionales, los que más están haciendo por expresarla, quizás porque tienden a pensar más en términos de clases sociales y movimientos sociales que de Estados-nación.
Como muestra una reciente colección de ensayos sobre el tema «La dirección del capitalismo contemporáneo», existe poco consenso sobre las tendencias actuales o sobre los posibles resultados.[18] Gran parte de este pensamiento se ha inspirado en el redescubrimiento de Antonio Gramsci y sus conceptos de hegemonía, bloque histórico y los mitos sociales que permiten una acción política eficaz. Una idea común es que el sistema actual se sostiene sobre el poder de una clase capitalista transnacional (CCT).
No tengo ninguna duda de que esta clase existe y ejerce su poder sobre la economía de mercado y sobre las reglas, por pobres que sean, que la gobiernan. Hace casi una década, me referí a ella como la «civilización empresarial» dominante.[19] Creo que Gill se equivocaba al ver pruebas de su poder en la Comisión Trilateral,[20] que era más bien un club de viejas glorias bienintencionadas que un actor político eficaz, un espejo más que un conductor. Pero tenía razón al destacar el surgimiento de un grupo de interés transnacional con gran influencia sobre los gobiernos nacionales, incluidos los de Estados Unidos y los miembros de la Unión Europea. Investigaciones recientes en telecomunicaciones, negociaciones comerciales sobre derechos de propiedad intelectual y otras esferas en las que los lobbies de las grandes empresas han penetrado e influido en las organizaciones internacionales, apuntan a la existencia de esa CCT. Sin embargo, llamarla «clase» sugiere mucha más solidaridad y uniformidad de la que en realidad existe. Cuanto más analizo la política de los negocios internacionales, más me sorprende la creciente división entre las grandes empresas, las llamadas multinacionales, y las personas que dirigen y emplean las pequeñas y medianas empresas. Estas últimas disfrutan de pocas de las ventajas y privilegios de las grandes corporaciones, pero tienen que ajustarse a las normas e instituciones creadas por ellas. Para ellas, la globalización es algo a lo que hay que resistirse, aunque solo sea porque pisotea de manera flagrante los principios democráticos de responsabilidad y transparencia.
La cuestión medioambiental es un buen ejemplo de las fisuras en la CCT. Por un lado están las grandes compañías petroleras, los gigantescos conglomerados químicos, los intereses creados de los fabricantes de automóviles y sus empresas asociadas. Por el otro están las empresas a la vanguardia de las tecnologías de eliminación y limpieza de residuos y, curiosamente, las empresas de seguros transnacionales. El miedo a las enormes demandas que podrían presentarse contra sus clientes por motivos medioambientales está poniendo a las aseguradoras cada vez más en contra de los contaminadores. Su oposición, por supuesto, se basa en sistemas legales que son sensibles a la opinión pública. Mientras tanto, el poder de esta última también es evidente en la sensibilidad cada vez mayor de algunos elementos del mundo empresarial a los accionistas y los consumidores.
Por lo tanto, no debemos descartar a la ligera la idea postulada tentativamente por algunos neogramscianos de que si bien existe una especie de CCT también está surgiendo una suerte de sociedad civil global. Por citar a Leslie Sklair:
Ningún movimiento social parece remotamente capaz de derrocar los tres pilares institucionales fundamentales del capitalismo global […], a saber, las empresas transnacionales, la clase capitalista transnacional y la ideología cultural del consumismo. Sin embargo, en cada una de estas esferas hay resistencias expresadas por los movimientos sociales.[21]
De manera similar, cuando Rodolfo Stavenhagen hace referencia a «los movimientos populares, el desafío antisistémico» en la colección de ensayos editada por Bob Cox,[22] encuentra los centros donde está crececiendo una oposición transnacional naciente, o contrapoder a los tres apoyos institucionales que según Sklair sostienen el sistema westfracasado. No solo es que estos movimientos sociales sean no gubernamentales, dice, sino que son populares en el sentido más amplio de la palabra; son alternativas a los sistemas políticos establecidos y, por lo tanto, a menudo están en desacuerdo con los gobiernos nacionales y los partidos políticos y buscan «lograr objetivos que implicarían formas alternativas de desarrollo económico, control político y organización social».
En su introducción a esta colección de ensayos, Cox no predice la muerte inminente del «sistema westfaliano en decadencia». El mundo porvenir, observa, «estará determinado por la fuerza relativa de las presiones de abajo hacia arriba y de arriba hacia abajo». La disputa puede ser larga y nadie debería subestimar el poder de los grandes intereses empresariales y gubernamentales detrás de estas presiones de arriba hacia abajo. Sin embargo, al mismo tiempo no se puede negar que, como dice Cox, «la gente se encuentra alienada de los regímenes, Estados y procesos políticos existentes». Testigo de ello es la reciente e inesperada participación —un cuarto de millón de personas en París y la misma cantidad en Londres— en las marchas contra el gobierno de habitantes del campo de todas las clases y ocupaciones. En todos los lugares, de hecho, los políticos están desacreditados y despreciados como nunca antes. El Estado está, en efecto, retirándose de sus competencias básicas en materia de seguridad, finanzas y control de la economía, y esta retirada no es incompatible con la regulación cada vez mayor de muchos aspectos triviales de la vida cotidiana.[23] El nuevo multilateralismo que Cox predica «no nacerá de enmiendas constitucionales a las instituciones multilaterales existentes, sino más bien de una reconstitución de las sociedades civiles y las autoridades políticas a escala global que construyan un sistema de gobernanza global desde abajo hacia arriba.[24]
Para los estudios internacionales, y para quienes los realizamos, las implicaciones son profundas. Tenemos que escapar y resistir el estadocentrismo inherente al análisis de las relaciones internacionales convencionales. El estudio de la globalización tiene que dar la misma importancia al estudio del comportamiento de las empresas que al de otras formas de autoridad política. La economía política internacional tiene que recombinarse con la economía política comparada a nivel subestatal y estatal. En resumen, no es nuestro trabajo defender o justificar el sistema westfaliano. Deberíamos preocuparnos tanto por sus fracasos significativos como por sus supuestos éxitos.
[1] Ver R. Cox, Production, Power and World Order; Social Forces in the Making of World History (Nueva York, 1987), y S. Strange, States and Markets (Londres, 1988).
[2] R. Germain, The International Organization of Credit (Cambridge, 1997).
[3] Nota del traductor: el original dice «keep hold of the nurse, for fear of worse», que es intraducible manteniendo la rima. La expresión castellana más parecida sería, quizás, el dicho «más vale malo conocido que bueno por conocer».
[4] Michael Veseth ha sostenido que esto se intentó por primera vez en Florencia en el siglo XIV. Puede que tenga razón, pero fue una argucia política sin mucha repercusión. Veseth, Mountains of Debt; Crisis and Change in Renaissance Florence, Victorian Britain and postwar America (Oxford, 1990).
[5] La historia completa está contada de manera entretenida por J. K. Galbraith en Money: Whence it Came and Where it Went (Londres, 1975).
[6] H. Feis, Europe the World’s Banker 1870-1914 (New York, 1964).
[7] R. Triffin, The Evolution of the International Monetary System (Princeton, 1964).
[8] Los derivados son contratos de compra o venta derivados de algún precio real y variable. Puede ser cualquier cosa, desde el tipo de cambio entre el yen y el dólar, el precio del zumo de naranja congelado o la deuda de gobiernos o empresas comerciales. El comercio de derivados ha crecido a un ritmo del 40% anual desde 1990 y, en 1995, según el FMI, estaba valorado en casi cincuenta billones de dólares al año, o el doble de la producción económica mundial.
[9] E. Kapstein, Governing the World Economy (Harvard, 1994).
[10] S. Strange, Mad Money, capítulos 8 y 9 (Mánchester, 1998).
[11] Una encuesta de opinión de 1997 en la City de Londres concluyó que la mayoría de la gente, incluidos los banqueros, consideraba que la «mala gestión de los bancos» era la principal amenaza a la estabilidad del sistema (encuesta Banana Skins realizada por el Centro para el Estudio de la Innovación Financiera, 18 Curzon St., Londres W1).
[12] P. Mistry, Resolving Africa’s Multilateral Debt Problem (La Haya, Fondad, 1996).
[13] S. Strange, Mad Money, capítulo 8.
[14] J. Santiso, «Wall Street face a la cride mexicaine», CEPII (París, 1997).
[15] A. Hurrell, en una reseña de Institutions for Environmental Aid, editado por Keohane y Levy (1996) en Mershon International Studies Review (noviembre de 1997), p. 292.
[16] R. Kothari (1993).
[17] Helleiner en Kenen (1994).
[18] Review of International Political Economy (Autumn 1997).
[19] Rizopoulos (1990).
[20] Nota del traductor: el original habla de la «Tripartite Commission», pero probablemente se refiera a la Comisión Trilateral (Trilateral Commission).
[21] Sklair, RIPE (1997), página 534.
[22] Rodolfo Stavenhagen, en R. Cox (ed.), The New Realism: Perspectives on Multilateralism and World
Order, página 34.
[23] Strange, 1996.
[24] Cox, op. cit., página XXVII.