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¿Es el sabotaje una quimera?

Alyssa Battistoni ||

 

«¿Dónde están todos los ecoterroristas?». Así comienza el artículo de James Butler sobre Cómo dinamitar un oleoducto de Andreas Malm, haciéndose eco de la observación que hiciera John Lanchester hace década y media de que «es extraño y chocante que los activistas climáticos no hayan cometido ningún acto de terrorismo». En los años que han pasado desde que Lanchester escribiese esto, han proliferado las representaciones culturales de los ecoterroristas: pensemos en los militantes radicales que planean reventar una presa en el thriller Night Moves (2013) de Kelly Reichardt, en el párroco obsesionado con el clima de First Reformed (2017) de Paul Schrader, en la descarada mujer que reta a la multinacional Rio Tinto en la película islandesa La mujer de la montaña (2018), en el variopinto equipo de defensores de los árboles de la novela The Overstory (2018) de Richard Powers —ganadora de un Pulitzer—, o en el equipo de operaciones especiales vinculado a la ONU en El Ministerio del Futuro (2020) de Kim Stanley Robinson.

Y, aun así, en la vida real los ecoterroristas brillan por su ausencia, por mucho que la crisis climática se haga cada día más urgente. Este enigma —lo que Malm denomina «paradoja de Lanchester»— es la principal fuerza motriz detrás de Cómo dinamitar un oleoducto. Malm encuentra una explicación en las carencias del movimiento climático: identifica una «forma de inacción dentro del propio mundo del activismo» que es un reflejo del «bla, bla, bla de los políticos». Los activistas dicen que el cambio climático es apocalíptico, pero no están actuando como si lo fuera. Hace ya tiempo que tenían que haberse puesto a ello.

A primera vista puede que el colectivo climático Extinction Rebellion (XR) parezca estar de acuerdo con ello: al igual que Malm, lamentan el fallo de las estrategias políticas «tradicionales» (el voto, los lobbys, las protestas) y reclaman más acciones militantes. Desde 2018, XR ha realizado sentadas a hora punta en carreteras, se han pegado a varios edificios de sedes financieras y gubernamentales, han participado en imaginativas acciones de teatro callejero y han lanzado varios comunicados políticamente torpes. Malm les recrimina su firme compromiso con la no violencia, una tendencia prácticamente universal entre los movimientos de protesta occidentales contemporáneos, pero que es particularmente explícita en la investigación de las politólogas Erica Chenoweth y Maria Stephan, fundamento estratégico para XR. Partiendo de un análisis de cientos de campañas políticas, Chenoweth y Stephan defienden que la participación de alrededor del 3,5% de la población en protestas no violentas puede provocar cambios radicales. Para XR, esto implica que un pequeño número de activistas comprometidos puede prevenir un cambio climático catastrófico mediante la interrupción el devenir habitual de las cosas.

También Malm cree en el poder de un puñado de actores comprometidos, pero lo que tiene en mente es un tipo de acción distinta. Como él mismo señala, muchas de las campañas que la gente afín a XR tiene por historias exitosas de la no violencia —la abolición de la esclavitud en Estados Unidos, el sufragio femenino en Reino Unido, el fin del apartheid en Sudáfrica— pusieron en práctica la destrucción de la propiedad, cuando no cosas peores. Y si la destrucción de la propiedad en algunos casos es justificable, el cambio climático es desde luego uno de esos casos. Las consecuencias de un calentamiento significativo, como ya sabemos, son enormes y desmedidamente injustas en su distribución; el aumento de la militancia climática, incluso hasta el punto de la acción directa del tipo de la de XR, hasta ahora no ha logrado producir una descarbonización relevante. Entonces, pregunta Malm, «¿cuándo empezamos a atacar físicamente las cosas que están consumiendo nuestro planeta y a destruirlas con nuestras propias manos?».

La inmensa repercusión que ha tenido el libro hasta ahora indica que mucha gente se ha preguntado algo similar. La afirmación de Malm conversa directamente con nuestra intuición de que el nivel de acción política frente al cambio climático está enormemente desacompasada respecto a la dimensión del problema. Incluso Joe Biden dice ahora que el cambio climático es una amenaza existencial y, aun así, lo cierto es que no ocurre nada. La defensa de una escalada resulta obvia.

Este es, paradójicamente, el problema de Cómo dinamitar un oleoducto. Responde a una pregunta distinta de la que plantea el título: no cómo podría alguien dinamitar un oleoducto, sino por qué debería hacerlo. Pero «por qué» es una pregunta a la que se responde fácilmente. El cambio climático catastrófico es una amenaza tan inmensa que puede justificar cualquier tipo de acción: si se la enfrenta a la extinción, prácticamente cualquier persona acaba siendo consecuencialista. (El equipo de operaciones especiales que imagina Robinson, los Hijos de Kali, llega incluso a hacer saltar por los aires aviones llenos de pasajeros). Hacer una defensa moral del sabotaje no violento de las infraestructuras destructivas propiedad de una de las industrias más denostadas y rentables del mundo es algo relativamente lógico. Aun así, más difícil es defender que ello vaya a traer consigo una descarbonización considerable e inmediata. En lugar de intentarlo, Malm opone la defensa moral de la no violencia a la defensa moral de la destrucción de propiedades.

Ciertamente «cómo» es, por lo general, una pregunta difícil de responder. Lo relevante de las tácticas es que son específicas de cada contexto, tal y como Malm afirma de manera convincente cuando habla de la protesta no violenta: no tiene mucho sentido tratar cualquier táctica como un absoluto estratégico que haya que aplicar en todas las situaciones. Defender que la destrucción de propiedades como paso adelante estratégico para el movimiento climático requeriría, entonces, un análisis de la coyuntura política en un abanico de lugares de mucho más alcance de lo que se puede esperar que ofrezca un libro corto. Pero Malm ni siquiera esboza este tipo de preguntas que los movimientos necesitarían hacerse ni los retos a los que podrían enfrentarse.

Evidentemente está al tanto de que hay buenas razones para mostrarse escéptico. Señala por ejemplo que XR no se muestra en contra de las acciones violentas partiendo de limitaciones estratégicas que él se supone que percibe como más convincentes; por ejemplo, «porque el nivel de lucha de clases es tan bajo en el norte global que las acciones aventureristas no harían más que volverse contra ella y aplastarla aún más». Puede que este no sea el argumento de XR, pero es un buen argumento, y muchos de sus lectores lo estarán pensando. Por desgracia, Malm nunca lo aborda. En cambio, parece contentarse con aplastar a los enemigos más fáciles —reprochándoles a Roy Scranton y Jonathan Franzen su fatalismo, por ejemplo— o buscando pelea con figuras tan afables como Bill McKibben.

El núcleo explicativo del argumento estratégico de Malm se despliega en apenas un par de páginas. La destrucción de propiedad privada, defiende el autor, utiliza la acción directa para lograr lo que hasta ahora se ha mostrado esquivo: el fin de las emisiones de CO2. «Si no podemos conseguir una prohibición, podemos imponer una de facto con nuestro propio cuerpo y por cualquier otro medio necesario». Sin embargo, tras esta retórica incendiaria, los ejemplos que pone Malm pueden desinflar los ánimos, en ocasiones de manera bastante literal: el más prominente, en el que los activistas deshinchan los neumáticos de unos pocos cientos de SUV, en realidad no parece alejarse demasiado de algo que podría hacer XR. Pero Malm no está defendiendo que los actos individuales de sabotaje por sí solos puedan acabar con las «propiedades privadas emisoras de CO2», ya sean las infraestructuras de combustibles fósiles o los bienes de consumo con un alto consumo de dióxido de carbono. En su lugar, afirma él, lo que pueden hacer es que las inversiones en estas entidades tengan un coste elevado, el objetivo último de «obligar a los Estados a declarar su prohibición y a empezar a retirar las existencias». En otras palabras, los Estados no solo tienen que dejar de emitir permisos para nuevos proyectos de infraestructuras para combustibles fósiles, como exigen, por ejemplo, los proyectos contra los oleoductos Keystone, Dakota Access y Line 3, sino que también deben prohibir el uso continuado de la infraestructura existente; de hecho, acabar con el capital fijo que de otro modo estaría operando y generando beneficios en el futuro durante mucho tiempo. Partiendo de aquí, Malm afirma que la descarbonización exige un ataque a la propiedad privada como tal, y declara: «La propiedad nos va a acabar costando la Tierra».

Malm tiene razón con que una descarbonización inmediata constituiría un ataque sobre propiedades valiosas y convertiría a las empresas de combustibles fósiles en lo que habitualmente se conoce como «activos varados». Reconoce también que los Estados no se sienten inclinados a hacerse con propiedades privadas para así descarbonizar más rápido, y menos aún para socavar el derecho a la propiedad en su conjunto, de ahí la necesidad de que los activistas tomen las riendas. ¿Pero cómo de plausible es que la acción directa vaya a hacer que los Estados actúen tal y como él propone?

En buena medida Malm esquiva esta pregunta y en su lugar pone el acento en la carga simbólica de los ataques sobre la propiedad privada: es necesario «romper el hechizo» de que la propiedad es inviolable. Tampoco dice mucho —y es sorprendente que no lo haga— de la capacidad que puedan tener los activistas climáticos a la hora de torcerle la mano al Estado. Después de todo, Capital fósil de Malm se centraba apasionadamente en las implicaciones que la infraestructura material de la energía tenía para el poder político, basándose en Carbon Democracy de Timothy Mitchell a la hora de explorar los cambios en la correlación de fuerzas de clase según los regímenes energéticos. Particularmente Mitchell defiende que los trabajadores tienen menos facilidades para crear cuellos de botella en el punto de producción en el caso del petróleo que en el del carbón y, más controvertido aún, que la importancia cada vez mayor del petróleo como fuente de energía durante el siglo xx establecía por ello límites a la democracia. Pero incluso aunque no aceptemos las conclusiones más contundentes de Mitchell, el rigor de pensar a través de la imbricación entre infraestructura física y lucha política sigue teniendo un valor incalculable. Aunque sea menos sencillo que el petróleo sufra ataques por parte de los trabajadores, el hecho de que circule a través de oleoductos puede hacer que sea más vulnerable a los ataques por parte de activistas. Desmantelar un oleoducto podría tener potencialmente los mismos efectos que una huelga laboral tradicional: cortar la producción y el flujo de beneficios.

¿Este tipo de ataques podría a su vez desencadenar la clase de acciones estatales que prevé Malm? Aunque ubique los ejemplos exitosos de destrucción de oleoductos en el interior de las luchas anticoloniales de Oriente Medio y África, nunca llega a conectar esta fuerza disruptiva con la acción política que él mismo imagina. Y, como analogías, no están exentas de limitaciones, particularmente para los movimientos climáticos del norte global, que son de los que principalmente habla Malm. La historia del sabotaje anticolonial puede resultar más ilustrativa en lugares como Ecuador, donde las luchas antiextractivistas se han desarrollado en el contexto de movimientos de masas indígenas. Sin embargo, para buena parte de Norteamérica y Europa es más difícil sacar conclusiones. Por ejemplo, en Norteamérica muchas acciones contra oleoductos son anticoloniales en la medida en que tienen que ver con la lucha contra la imposición de infraestructuras coloniales en territorio indígena, pero no son la punta de lanza de los movimientos de masas por la independencia. En este contexto resulta difícil imaginar que la destrucción de oleoductos fuese a ser recibida con el mismo tipo de apoyo popular que cabía esperar, por poner un caso, de que los rebeldes palestinos reventaran un oleoducto construido por el Mandato Británico.

Es más, por lo general los Estados parecen más inclinados a acabar con los movimientos que con los oleoductos. Pensemos por ejemplo en la reacción de Estados Unidos ante la destrucción de propiedad privada en una escala mucho menor: el «ecotaje» que llevaron a cabo grupos ecologistas radicales como Earth First! y el Earth Liberation Front entre los años ochenta y noventa del siglo xx. Malm, que habla brevemente de estos grupos, señala con acierto la distancia ideológica que los separa del movimiento climático actual: representan una rama reaccionaria del movimiento ecológico, especialmente misántropa y a menudo explícitamente hostil ante la idea de ganarse el apoyo de las masas. Los actos de sabotaje —a menudo denominados en inglés monkeywrenching[*]— tenían lugar «no en una relación dinámica con el movimiento de masas, sino por lo general en el vacío». Por ello, como él mismo acertadamente señala, no es una buena comparación con los movimientos climáticos de masas contemporáneos. Con todo, la respuesta estatal estadounidense ante este tipo de acciones nos da una idea de lo que cabría esperar que fuesen a tener enfrente los actuales saboteadores climáticos.

Durante los años noventa, Earth First! y el Earth Liberation Front, junto a grupos de liberación animal como el Animal Liberation Front, llevaron a cabo acciones, por lo general incendios provocados, contra instalaciones donde se experimentaba con animales, empresas de explotación forestal, centros turísticos de esquí y, efectivamente, concesionarios de SUV. La respuesta del FBI fue la de calificar al ecologismo radical como la principal amenaza terrorista nacional. Buena parte del aparato contraterrorista previo a la guerra contra el terrorismo se creó entonces: las multas legales por las manifestaciones aumentaron de manera dramática, las organizaciones ecologistas tanto en Estados Unidos como en Reino Unido sufrieron infiltraciones por parte de agentes de los servicios de inteligencia estatales y fueron vigiladas mediante prácticas pioneras por parte del COINTELPRO. En Reino Unido en los años 2000, agentes de policía encubiertos llegaron al punto de tener hijos con activistas del movimiento ecologista, algo que se define —de manera no hiperbólica— como violación a manos del Estado. Incluso la novela de Edward Abbey La banda de la tenaza [The Monkey Wrench Gang], de 1975, que cuenta con bastantes detalles sobre cómo dinamitar cosas, termina con los ecoteadores detenidos y con el abogado de la acusación obteniendo un escaño en el senado de Utah valiéndose de una campaña en apoyo a la ampliación de las prisiones y los subsidios a la minería. Por supuesto, Malm defiende que la destrucción de propiedad privada no debería considerarse «terrorismo», y yo estoy de acuerdo. Pero lo cierto es que no importa cómo pensemos él o yo que debería definirse el terrorismo. Lo que importa es cómo lo defina el Estado. Y, en Estados Unidos, la Ley Patriótica define explícitamente el terrorismo como actos violentos que buscan «influir en las políticas de un gobierno mediante la intimidación o la coerción» o afectar a las acciones gubernamentales. Casi con toda seguridad el intento de incitar al Estado mediante la destrucción de propiedad privada a que expropiara infraestructuras de combustibles fósiles cumpliría los requisitos.

Lo cierto es que los movimientos climáticos que han participado en acciones directas ya se han enfrentado a una represión considerable, tal y como detalla Ted Hamilton en su libro Beyond Fossil Law. La acampada en Standing Rock acabó siendo desmantelada por una enorme fuerza policial militarizada, como lo fueron también multitud de bloqueos Wet’suwet’en en Canadá. Cientos de Protectores del Agua fueron incriminados; a cinco se los envió finalmente a prisiones federales. Hace poco la acusación ha presentado cargos por «enaltecimiento del terrorismo» contra las saboteadoras de oleoductos Ruby Montoya y Jessica Reznicek para aumentar la duración de las sentencias con la esperanza de disuadir a otra gente de que siga sus pasos. Tras Standing Rock y otras protestas contra oleoductos, varios estados de Estados Unidos han establecido penas particularmente duras para las personas que interfieran con «infraestructuras críticas», o lo que es lo mismo, infraestructuras de petróleo y gas. Con estas leyes, no hace falta más que caminar por los alrededores de un oleoducto para que se le imponga una pena de prisión, y qué no ocurrirá por dinamitar una. (Podemos denominarlo el «conducto del activismo a la prisión»).[†]

Malm tiene razón cuando dice que la represión estatal es hasta cierto punto inevitable y que no es, en sí misma, un argumento contra la acción. Todos los movimientos, no solo los que se ven involucrados directamente con la policía y la cárcel, han de hacer frente a la fuerza represiva del Estado; todos deben reflexionar seriamente sobre los riesgos y posibles consecuencias de sus acciones, y harían bien en cuestionar el aumento de la vigilancia y de los poderes policiales. Pero las realidades de esa represión merecen una reflexión estratégica seria por parte de los movimientos de todo tipo, en toda su especificidad: son importantes la severidad de las potenciales acusaciones, el grado de protección para los activistas, el estatus legal de las reclamaciones territoriales indígenas, las posturas políticas de los cargos electos y otro tipo de detalles. De nuevo, a estas preguntas no se puede responder en abstracto. No obstante, en lugar de plantearlas para que los movimientos las tengan en consideración, Malm despacha la cuestión de la represión invocando la necesidad de sacrificio y con un comentario simplista acerca de los «niveles de confort» de los activistas del norte global: «Hasta ahora, hay poca gente que haya estado en disposición de arriesgar algo más que un par de noches bajo arresto. Si se compara con lo que la gente luchadora ha tenido que soportar a lo largo de la historia, los niveles de confort del activismo climático del norte global han de ser calificados de bastante elevados». Pero sin duda la escala sin precedentes del poder y la vigilancia estatal y el nivel cada vez más severo de las penas son tan importantes para la paradoja de Lanchester como lo es la autocomplacencia activista, al menos en Estados Unidos. (Quizá los activistas climáticos de otros lugares puedan llevar al Estado más lejos).

En Estados Unidos quizá una analogía que funciona mejor que la del ecotaje radical o la de la lucha de masas anticolonial es la de la Weather Underground Organization (WUO), de nombre muy apropiado,[‡] que participó en una campaña de poner bombas después de estar organizando durante años un movimiento popular contra la guerra a través del Students for a Democratic Society. El SDS había crecido rápidamente durante los años sesenta, cuando se estimó que alcanzó un pico de unos cien mil miembros; a finales de esa década, era la punta de lanza de un movimiento antibélico en crecimiento. Pero la guerra siguió adelante. La facción Weathermen del SDS se veía a sí misma como una fuerza antiimperialista en el corazón del imperio; el deber moral de los estadounidenses —y en particular de los estadounidenses blancos— era detener la maquinaria de guerra utilizando cualquier medio necesario. El tiempo apremiaba: se calculaba que cada día eran asesinados dos mil civiles vietnamitas. Según expresó más tarde el líder de la WUO Mark Rudd: «Nuestro país estaba asesinando a millones de personas […]. Esta información era mayor de lo que éramos capaces de manejar. No sabíamos qué hacer con ella. Era un hecho demasiado enorme. Durante cada segundo de mi vida entre 1965 y 1975, estuve pensando en la guerra en Vietnam. Podía estar en lo alto de una montaña, en lo que pensaba era en la guerra en Vietnam. Podía estar tomando ácido y en lo que pensaba era en la guerra en Vietnam». La defensa moral del hecho de poner bombas en edificios no habitados como una forma de alterar la vida diaria era extremadamente atractiva. Su ejecución fue, en su conjunto, efectiva: la WUO reivindicó unos veinticinco ataques con bombas, incluido uno en el Pentágono, y esquivó durante años la cacería por parte del FBI. Casi no hicieron daño a nadie, excepto a ellos mismos en la conocida explosión accidental que tuvo lugar en la casa del West Village. Finalmente, el grupo se fracturó y sus miembros pasaron años ocultos. Algunos pasaron años en prisión.

¿Ayudaron a que la guerra terminara? Resulta difícil decirlo. Desde luego no la detuvieron de inmediato tal y como imaginaban: la guerra se eternizó durante otros cinco años, durante los cuales los ataques con bombas por parte de la WUO continuaron. Probablemente se entienda mejor esta campaña como un síntoma de trayectorias más amplias: reflejaba un resentimiento generalizado respecto a la guerra, alimentó la sensación de descomposición de la vida cotidiana y dejó claro que algo tenía que cambiar. Pero cualesquiera que fueran sus efectos puede que se dieran a cambio de un alto precio, tanto a nivel individual como para una izquierda fragmentada.

También esta analogía es en muchos sentidos imperfecta. La WUO estuvo involucrada en una lucha directa contra el Estado más que contra el capital; detener la guerra no exigía además la construcción de un sistema alternativo, como sí lo hace el abandono de los combustibles fósiles. Hay innumerables diferencias más, pero parece probable que en Estados Unidos el giro que va de la lenta composición de un movimiento climático de masas, por endeble que sea su organización, a una campaña centrada en la destrucción del capital fósil siga una trayectoria que a grandes rasgos sería parecida. Perfectamente podría colaborar a generar una sensación de crisis que fuese más amplia y a subrayar la urgencia de emprender acciones. Casi con seguridad escindiría los movimientos climáticos, alejaría a millones de personas y consumiría una enorme cantidad de recursos para su defensa en los tribunales. Pero resulta muy difícil imaginar que un giro así desatara una oleada de acciones directas que culminaran en que el Estado expropiase y acabase con todos los activos de los combustibles fósiles.

Es bastante plausible que los ataques contra la infraestructura fósil manchasen la reputación de una industria ya asediada. Con todo, más que la expropiación estatal lo que parece más probable es que estas acciones sencillamente despejarían el camino para que el «capital verde» se lanzase a la yugular del capital fósil. (Si, como se ha informado, el FBI le ha echado el ojo a Cómo dinamitar un oleoducto, seguro que el libro también aparece en las presentaciones de los emprendedores de la energía solar). Por supuesto, desde una perspectiva climática es preferible el capital verde al capital fósil, pero no se trata de la perspectiva revolucionaria para la transformación del Estado que Malm se imagina, ya sea aquí o en El murciélago contra el capital. Es espeluznante pensar en que haya activistas climáticos en prisión para dejarle el camino expedito a Elon Musk. Y si bien la urgencia es esencial, los movimientos climáticos no se lo pueden jugar todo en el corto plazo: a diferencia de una guerra, no va a haber un momento en el que el cambio climático simplemente llegue a su fin.

Mis propias reflexiones no son menos especulativas que muchos de los propios ejemplos de Malm, evidentemente. También se basan en comparaciones selectivas y analogías parciales. Otras personas leerán la historia de manera diferente o verán en el presente posibilidades distintas. Inevitablemente la gente estará en desacuerdo acerca del grado de riesgo aceptable, las posibilidades de éxito, incluso los objetivos, así que, cualesquiera que sean las críticas que yo tenga, tienen menos importancia respecto a lo mucho que valoro que Malm exija a los movimientos climáticos que reflexionen más seriamente sobre estas cuestiones en concreto. Incluso los defectos de Cómo dinamitar un oleoducto revelan algunas de las cualidades más admirables de Malm: su profunda confianza en el poder de los movimientos populares y un compromiso formidable con la acción política.

De manera gradual, si bien demasiado lentamente, el movimiento climático ha levantado algún tipo de apoyo popular a la acción climática; ha compuesto lentamente una coalición, si bien organizada de un modo demasiado poco compacto. Malm tiene razón en que estos movimientos de masas no han logrado alcanzar muchos de sus objetivos. Tiene razón al defender que ha llegado el momento de probar algo diferente. Pero quizás ese algo sea, como él mismo sugiere de pasada, algo del tipo de una acampada climática. De hecho, sus reflexiones acerca de las acampadas climáticas en Alemania organizadas por Ende Gelände, que han reunido a miles de activistas contra el carbón para interrumpir la extracción de los pozos mineros de lignito, son la parte más inspiradora del libro. Estas acampadas ocupan, de manera bastante literal, un espacio intermedio muy importante entre la calma de la enorme carpa de las marchas populares y los poquísimos cuadros de saboteadores. Tal y como demuestran ejemplos como los de Standing Rock, no son inmunes a la represión. Y, muy especialmente, tampoco han logrado frenar la producción de combustibles fósiles.

Resulta extrañamente reconfortante pensar que dinamitar un oleoducto conseguiría lo que no han conseguido los movimientos actuales: viene a sugerir que el destino del mundo en realidad está en las manos de aquellos que deseen cambiarlo. Lo que es verdaderamente difícil de contemplar es la posibilidad de que mejores estrategias y tácticas más radicales no sean capaces, por sí mismas, de rehacer, en la escala temporal de la que disponemos, el mundo que ha construido el capital fósil. Malm menciona esta posibilidad hacia el final del libro y encuentra en ella otra justificación para la violencia: incluso si la lucha es en vano, deberíamos actuar del modo justo. Siempre es mejor caer peleando. Pero también esto es simplemente otra inversión del argumento que Malm condena en otra parte: una manera más de aprender a morir en el Antropoceno.

[*] Verbo que proviene de monkey wrench, el nombre de la llave inglesa que se insertaba en los engranajes de la maquinaria industrial para sabotear su funcionamiento. (Todas las notas son de la traducción).

[†] En el original, activist-to-prison pipeline, variación del concepto school-to-prison pipeline, «conducto de la escuela a la prisión», que hace referencia a los mecanismos institucionales que provocan que una enorme cantidad de gente de entornos desfavorecidos en Estados Unidos acabe encarcelada siendo aún muy joven.

[‡] Aunque en castellano el nombre del colectivo se suele utilizar en su idioma original, Weather Underground Organization vendría a traducirse como «Organización Clandestina Meteorológica». También se la conocía como los Weathermen, literalmente «Los Hombres del Tiempo».

 

Este ensayo se publicó originalmente en el blog de la editorial Verso de Reino Unido.