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Guerra medioambiental en Gaza

Shourideh C. Molavi  ||

 

Herencia colonial de la guerra agrícola

Un documento del Mandato Británico titulado «Control de malas hierbas (con experimentos incluidos)», contiene más de cuarenta y cinco cartas dirigidas al Departamento de Agricultura y Pesca desde todas las regiones de Palestina sobre cuestiones relacionadas con las malas hierbas y los daños que causan. Una de estas cartas, fechada el 16 de enero de 1940, está dirigida al señor Masson, oficial jefe de Agricultura del Departamento de Agricultura y Pesca en la Jerusalén del Mandato Británico, y describe una exposición itinerante celebrada en Palestina sobre semillas y malas hierbas. La exposición, una especie de extraña gira propagandística, iba acompañada de un programa público de conferencias sobre métodos de control de malas hierbas que incluía imágenes ilustradas de estas hierbas, sus nombres botánicos y las semillas más comunes en Palestina. Buena parte de la correspondencia de esta colección de cartas también incluye copias de investigaciones científicas llevadas a cabo entre Gran Bretaña y la Palestina del Mandato, en particular las realizadas por la Imperial Chemical Industries (Levante). La investigación hace un esbozo de estadísticas y experimentos de campo con el herbicida Methoxone y otros productos químicos usados para frenar la aparición de malas hierbas entre los cultivos y controlar su propagación y crecimiento.

En 2020, este proyecto de ingeniería colonial fue el tema de una exposición itinerante y de un programa decolonial público de la A. M. Qattan Foundation, con sede en Ramala, titulado Weed Control [Control de malas hierbas]. A modo de parodia de la exposición de 1940, a treinta y tres artistas se les proporcionaron treinta y tres semillas sacadas de las ilustraciones coloniales de las malas hierbas más comunes en Palestina y se les invitó a olvidarse de la anatomía botánica de la mala hierba que les había correspondido y transformar la semilla en una escultura que confrontara la (infra)valoración colonial e industrial británica de la semilla. El comisario de la exposición, Yazid Anani, hizo la siguiente declaración:

La taxonomía científica occidental de las plantas clasificó de repente muchas de las especies domésticas como malas hierbas nocivas, que fueron fumigadas con pesticidas y otros nuevos métodos de control, y lo acompañaron con campañas de sensibilización y publicaciones. Las consecuencias de este giro histórico han llegado hasta nuestros días. El conocimiento de las plantas como parte de la identidad geográfica y popular de Palestina se ha limitado a una tesis utilitarista.

El marco decolonial de Weed Control analiza la evolución forzada en la percepción de la flora y la vegetación palestinas junto con su lugar histórico y ecológico en el tejido social y la vida de los palestinos, especialmente con el auge de la primera agroindustria. Las formas industrializadas de cultivo en el campo dirigidas por el mercado durante el Mandato Británico también erradicaron el uso doméstico de las plantas, incluida su función medicinal, cultural y folclórica en el tejido social de la población. Por ello, este experimento de control de malas hierbas es un ejemplo perfecto del íntimo entramado que existe entre las prácticas de borrado colonial, producción de conocimientos y dominio territorial.

Nuestro lenguaje y nuestras metáforas sobre el medio ambiente reflejan y repercuten en cómo lo percibimos y gestionamos. El discurso científico sobre las «especies vegetales invasoras» está dominado por representaciones violentas acerca de «individuos extraños» e «invasiones», lo que contribuye a fomentar un control belicoso sobre la tierra y, por consiguiente, sobre sus habitantes. Etiquetar estas plantas como malas hierbas las convierte en invasoras y define lo que se admite como autóctono en tierras palestinas. Al clasificarlas como plantas invasoras, las dimensiones míticas y prácticas de su uso cotidiano por parte de la comunidad indígena se convierten al mismo tiempo en algo «dañino», un obstáculo para la comprensión instruida del crecimiento, el desarrollo y la utilidad y, por consiguiente, del progreso social. En este proceso, las malas hierbas no son las únicas que se convierten en «enemigos naturales» de la tierra, sino también, por extensión, la comunidad indígena palestina.

El colonialismo de poblamiento es una forma de dominación que perturba violentamente las relaciones humanas con su entorno. Como lo que hace es debilitar estratégicamente la administración colectiva de las comunidades indígenas sobre el terreno, el colonialismo de poblamiento es una dominación ecológica que borra las cualidades de las relaciones que son más relevantes para los pueblos indígenas. Según Kyle Whyte, el colonialismo de poblamiento es una forma de colonización en la que el colonizador elige «asentarse» en la tierra natal de otra comunidad e intenta «borrar la economía, la cultura y las organizaciones políticas indígenas para establecer las suyas propias». Whyte continúa explicando que, en los proyectos coloniales de todo el mundo, «las poblaciones asentadas trabajan para crear una ecología propia a partir de la ecología de los pueblos indígenas, lo que a menudo requiere que los colonos incorporen materiales y seres vivos adicionales». Como marco para la justicia medioambiental indígena, el colonialismo de poblamiento confirma, por tanto, las razones sistémicas por las que los pueblos indígenas se ven mucho más afectados por la alteración de la naturaleza y el medio ambiente en comparación con otros grupos marginados y en situación precaria.

En palabras de Eve Tuck y K. Wayne Yang, la «profunda violencia epistémica, ontológica y cosmológica» producida por esta alteración se deriva de una realidad en la que la violencia colonial es, ante todo, una violencia ecológica. Pero es la dimensión social de esta violencia ecológica —lo que J. M. Bacon denomina la «estructura ecosocial» del colonialismo de poblamiento— la que reviste especial importancia. Al organizar la vida a través de la ocupación progresiva de la tierra y la apropiación de la cultura, el colonialismo de poblamiento difunde hábitos que oscurecen o borran activamente a los pueblos indígenas en todos los ámbitos sociales. De hecho, sus huellas se ven y se sienten en todos los niveles de las relaciones sociopolíticas, desde las internacionales hasta las interpersonales. En conjunto, estos marcos son útiles para vincular la subversión de las relaciones ecosociales con la fuerza organizativa de la violencia colonial. Al mismo tiempo, los estudiosos del indigenismo y del colonialismo de poblamiento han demostrado también cómo las perturbadoras huellas del colonialismo de poblamiento son a su vez susceptibles de ser borradas. En este caso, las diferencias entre indígenas y colonos —o entre colonizadores y colonizados— se diluye o normaliza en la conciencia pública, confiriendo indigeneidad a la población asentada y a su Estado.

Este mecanismo del colonialismo de poblamiento, descrito por Wolfe (2006) como la «eliminación del nativo», se puede reproducir mediante la sustitución a través de la destrucción. El resultado es que esta forma de eliminación y la subsiguiente y agresiva identificación agrícola por parte del colonizador se quedan marcadas también en la tierra, dejando cicatrices que configuran la percepción del lugar. Wolfe plantea este proceso de sustitución en relación con la Nakba de los cheroquis, el Sendero de las Lágrimas, que tuvo lugar durante el invierno de 1838-1839: una de las muchas catástrofes comparables y en la que los indígenas del sudeste fueron expulsados y desplazados hacia el oeste del río Misisipi para poner sus tierras a disposición de la expansión de la economía esclavista del Sur profundo. Lo explica así:

[Si] los nativos ya son agricultores, ¿por qué no simplemente incorporar su productividad a la economía colonial? […] Cuando llegó el momento [de la expulsión de los cheroquis], el factor que más disgustó al gobierno del estado de Georgia […] no fue en realidad el salvajismo recalcitrante del que se acusaba habitualmente a los indios, sino la inequívoca capacidad de los cheroquis para vivir en civilización. De hecho, ellos y sus vecinos creek, choctaw, chickasaw y seminolas, que también fueron objeto de expulsión, figuraban de forma reveladora como las «Cinco tribus civilizadas» en la jerga euroamericana. En el caso de los cheroquis, su civismo destacaba en dos aspectos. Se habían convertido en prósperos agricultores siguiendo el modelo de los blancos, algunos de ellos poseían importantes propiedades de esclavos negros y habían establecido una constitución nacional escrita cuyo parecido con la de Estados Unidos no es casual. ¿Por qué iban a querer los gentiles georgianos deshacerse de unos vecinos tan cultivados? La razón por la que la constitución de los cheroquis y sus habilidades agrícolas resultaban una provocación tan singular para los funcionarios y legisladores del estado de Georgia —y así lo atestiguan continuamente vez sus declaraciones públicas y su correspondencia— es que las granjas, las plantaciones, los esclavos y la constitución escrita de los cheroquis significaban permanencia. Lo primero que hizo la chusma, recordémoslo, fue quemar sus casas.

La eliminación, o la eliminación mediante sustitución, implica por tanto el retorno simultáneo de lo indígena o nativo bajo la forma de apropiación del Otro, una figura reprimida contra la que sigue estructurándose la sociedad colonial asentada. De este modo, Wolfe explica que la violencia del asentamiento colonial conlleva tanto la liquidación del nativo como la «recupera[ción] de la indigeneidad para expresar su diferencia».

En el caso del proyecto de colonialismo de poblamiento que se está desarrollando en Palestina, la destrucción de la tierra en los proyectos coloniales es un tema de estudio habitual entre los investigadores. Este libro no pretende ser una antología de la historia colonial de Palestina ni una lectura exhaustiva sobre las prácticas decoloniales del país. Por el contrario, mi objetivo es ofrecer una lectura actual de la violencia ecológica en Palestina —concretamente en Gaza— esbozando la estructura ecosocial de las actuales prácticas israelíes de borrado y sustitución colonial. Por tanto, aunque mi punto de partida para el análisis es la violencia antiindígena en el paisaje palestino, lo cual da forma a las expectativas de pertenencia a un lugar, a una identidad, y hace surgir nuevas prácticas de cultivo como forma de supervivencia y resistencia, no pretendo ofrecer aquí descripciones o definiciones absolutas de qué es o qué implica dicha violencia ecológica. Tampoco pretendo crear una teoría única de la injusticia medioambiental en Palestina —o en las sociedades neocoloniales— que pueda explicar de algún modo todos los mecanismos de la violencia antiindígena. Más bien, las conclusiones que aquí se ofrecen sobre el dominio ecológico en Gaza solo tratan de complementarse con otros enfoques de la violencia y la injusticia en los estudios indígenas y el campo relacionado con los estudios sobre la Nakba, los estudios críticos sobre la justicia medioambiental y los estudios sobre los asentamientos coloniales. Mi examen de los naranjos, y de los árboles en general, en la Gaza ocupada y sus alrededores, de los cambios históricos provocados en las tierras en las que se encontraban, de los ecoimaginarios coloniales impuestos en esas tierras y su actual repercusión en la lucha por la liberación palestina distan mucho de ser una historia total. En su lugar, espero poner de relieve la comprensión de la política y la sociedad palestinas en la Gaza actual —una parte de Palestina cuyo acceso está extremadamente limitado a los investigadores y por tanto la inmersión sobre el terreno también está en gran medida ausente de los estudios disponibles que destaque la tipología particular de la eco-colonización israelí en la franja asediada.

Frontera unidireccional

Se nos enseña que un Estado necesita fronteras. La frontera es fundamental para la condición de Estado, ya que delimita y define un país al tiempo que reconoce las soberanías que existen más allá de sus límites. La frontera, una división geográfica jurídico-política que delimita el interior y el exterior, es conceptualmente bidimensional y tiene dos caras, con una soberanía única o parcial pero distinta en cada una de ellas. La anchura de toda frontera no pertenece a nadie; una terra nullius que puede ser compartida por múltiples y limitados poderes soberanos, pero que no está gobernada por un único poder. Michael Sfard señala lo siguiente:

Frontera y barrera son conceptos que abarcan el mismo terreno e implican una restricción espacial bidireccional para quienes se encuentran dentro y fuera: cuando uno amuralla a otros, se está amurallando a sí mismo. Ese es el rasgo objetivo de una barrera física: excluye por ambos lados. Lo mismo ocurre con una frontera: una frontera es simultáneamente el elemento que define un interior y un exterior, que reivindica la soberanía del interior y reconoce la soberanía del otro en el exterior, un elemento de inclusión y exclusión simultáneas del estatus local de los residentes de cada lado.

Para comprender cómo el colonialismo israelí actual se sirve del espacio medioambiental debemos partir de la función de la frontera y de las formas en que los sistemas políticos interrelacionados del colonialismo de poblamiento, el apartheid y la ocupación en Israel/Palestina se sirven de la frontera.

En el caso de Israel, sus principales características como nación-estado, incluidas las fronteras territoriales definitivas, la noción de «pueblo» y el gobierno soberano, siguen estando en gran medida incompletas. En consecuencia, su capacidad para crear las categorías de insider/outsider y ciudadano/extranjero resulta especialmente interesante cuando se observa que Israel es el único Estado del mundo reconocido internacionalmente que de facto carece de fronteras definitivas. La continua ocupación, anexión, expropiación, expansión, desplazamiento, traslado forzoso, prácticas de apartheid y asedio de la población palestina y sus tierras hace que las fronteras de Israel, en la práctica, estén fluyendo permanentemente. Partiendo de la relación de rechazo y no-identificación del otro palestino por parte del Estado, la frontera, dentro del «régimen de incorporación» israelí, solo tiene un lado. Cuando se trata de dividir a las comunidades palestinas —en ciudadanos, residentes o refugiados—, las fronteras del Estado son unidireccionales. Sfard prosigue:

Esta barrera unidireccional funciona como un espejo unidireccional. Ambos desvían (personas o luz) desde un solo lado. En el caso de la alambrada de separación, es el lado palestino el que se desvía. Para los palestinos, la alambrada es tanto una barrera física como una línea fronteriza. Para los israelíes, la alambrada no es ninguna de las dos cosas. El hecho de que la alambrada solo tenga un lado da a Israel un interior, sin tener que reconocer que la zona al otro lado de la alambrada es un exterior. Mientras que una frontera establece soberanías distintas a ambos lados, esta alambrada unidireccional con soberanía solo a un lado crea líneas de soberanía móviles. La frontera es un proceso, un verbo más que un sustantivo.

Evidentemente, Sfard está hablando del Muro de Israel en Jerusalén y Cisjordania. Sin embargo, al examinar la exclusión en el contexto de un régimen de incorporación que abarca la Israel/Palestina actual como una única unidad geográfica, sus conclusiones sobre la barrera pueden ampliarse para describir la lógica de exclusión a la que se enfrentan todos los sujetos políticos palestinos no judíos. Dicho de otro modo, en el caso de la Israel/Palestina actual, entender que «la frontera es un verbo» significa que estamos examinando algo que tiene múltiples capas y facetas. Las fronteras del Estado judío no están en la periferia o los márgenes del propio territorio del Estado: las fronteras de Israel no están en la frontera. Más bien, sus fronteras, incluida la inherente lógica de exclusión y alteridad que produce este concepto político-jurídico, están en constante movimiento y se desbordan con mayor o menor violencia a través de las categorías de «ciudadano», «inmigrante», «residente» y «refugiado».

La presencia árabe-palestina dentro de este régimen de incorporación se sitúa dentro de una constante lógica de exclusión propia de su estatus cívico, que convierte de hecho sus cuerpos en fronteras. Están incluidos en el régimen de incorporación israelí, pero se los relega perpetuamente a su periferia. En conjunto, el marco racialmente jerárquico del aparato estatal israelí y su orden jurídico-político determinan que las fronteras del Estado, sus contornos ideológicos y conceptuales y los límites y fines de su representación y protección adquieran todos ellos su forma y significado a partir del otro no judío.

Los ciudadanos, residentes y refugiados palestinos, al interpretar las fronteras del Estado de Israel en función de los regímenes de asentamiento, apartheid y ocupación a los que se enfrentan, reproducen la soberanía del Estado. Su posición como palestinos, en relación con el Estado, independientemente de su ubicación y situación dentro de este orden jurídico-político, sigue siendo marginal.

La compleja colonialidad de gaza

Al igual que otros Estados-nación, la naturaleza del Estado de Israel se traduce en el carácter de sus relaciones jurídico-políticas. El énfasis ideológico, conceptual y simbólico en su carácter «judío» y «sionista» determina el tipo de pertenencia que ofrece a las personas no judías, así como la forma en que se formula, estructura y organiza dicha pertenencia. Esto da lugar a una grave exclusión legal, política, sociocultural y económica dentro del régimen israelí, tanto para los sujetos políticos no judíos como para los ciudadanos y los refugiados. Los polifacéticos marcos racializados del Estado están integrados en un régimen unitario de incorporación israelí, en el que las relaciones y categorías de inclusión y exclusión configuradas por la ideología del colonialismo de poblamiento se complementan, se entrecruzan y se retroalimentan. La clave de este análisis es que, junto con la lógica de exclusión del colonialismo de poblamiento, el sistema jurídico-político del Estado de Israel también aplica estructuras de apartheid y mecanismos de ocupación militar. Estos sistemas políticos de opresión interrelacionados tienen mayor o menor intensidad dependiendo de la ubicación de los sujetos palestinos dentro del régimen de incorporación israelí.

Con casi dos millones de habitantes, la población palestina de Gaza —ya sean residentes históricos que han permanecido en sus tierras o refugiados de los grandes desplazamientos tras las guerras de 1948 y 1967 y de las numerosas incursiones llevadas a cabo desde entonces por el ejército israelí— vive bajo una ocupación militar establecida con objetivos coloniales y que recurre a políticas de apartheid. A lo largo de tres décadas, paralelamente a los procesos de negociación de Madrid y Oslo, Gaza ha ido quedando aislada del resto de Palestina y del mundo exterior y ha sido objeto de repetidas incursiones militares israelíes. Estas operaciones han reconfigurado el paisaje biopolítico de Gaza —una de las zonas más densamente pobladas del planeta— y han establecido las fronteras que actualmente la circundan. Como parte de este paisaje biopolítico, en el lado palestino de la frontera se ha creado una zona militar prohibida —o «zona tapón»—. El aislamiento territorial de Gaza y su agotador bloqueo han dado paso hoy en día a un control militar total sobre las fronteras, el territorio, el espacio aéreo y marítimo, y las transacciones monetarias y comerciales. Además, desde 2007, la población gazatí vive bajo un gobierno controlado de facto por el Movimiento de Resistencia Islámica, Hamás. El resultado ha sido la suspensión de la ayuda exterior directa a los palestinos de la franja y un bloqueo adicional que impide el comercio con Cisjordania, los viajes a Egipto y Jordania y las conexiones con el resto del Mediterráneo. Todo ello culminó en 2012, cuando el equipo de representantes de Naciones Unidas en el país realizó un estudio en el que pronosticaba las condiciones de vida en Gaza para 2020. Al analizar las tendencias en lo que respecta a la población, las infraestructuras y la economía, el estudio sostenía que para que en 2020 Gaza fuera un lugar habitable se necesitarían «esfuerzos hercúleos» acelerados en sectores como la sanidad, la energía, la educación, el agua y los saneamientos. Más tarde, en 2017 —con las graves pérdidas humanas y la destrucción medioambiental causadas por la guerra de 2014—, el equipo de representantes de la ONU afinó aún más la «trayectoria del retroceso en el desarrollo», informando de que en Gaza la vida del palestino medio es cada vez «más miserable». Con el inicio de la Gran Marcha del Retorno y la Ruptura del Asedio el 30 de marzo de 2018, las protestas civiles semanales a lo largo de la frontera oriental de Gaza dieron como resultado asesinatos selectivos entre los palestinos que protestaban, una gran presión sobre las instalaciones sanitarias de Gaza, grandes daños en las tierras de cultivo y los medios de subsistencia gazatíes y un endurecimiento del bloqueo impuesto por Israel.

Hoy en día, los palestinos se encuentran viviendo en esa Gaza «poshabitable». Las crisis que afectan a la electricidad, el agua, las infraestructuras y el medio ambiente han conducido a una elevada densidad de población y al hacinamiento, todo ello mantenido por el incesante bloqueo israelí, los repetidos ataques militares, las incursiones diarias del ejército y la imposición de una zona tapón ampliada. En este contexto, el colonialismo medioambiental selectivo analizado en este estudio —el más reciente, en forma de herbicidas aéreos fumigados por el ejército israelí— completa y acrecienta las alarmantes crisis sociales y sanitarias de Gaza. Este colonialismo de múltiples capas y las formas en que las políticas de apartheid y ocupación se desarrollan en Gaza se hacen visibles al observar la transformación histórica de sus tierras agrícolas, los cambios forzados en las prácticas de cultivo adoptadas por los agricultores gazatíes y su relación con el asfixiante desarrollo urbano de las ciudades palestinas de la franja. Lejos de entender el medio ambiente como un paisaje pasivo —o un mero escenario de conflicto—, debemos analizar cómo las prácticas de colonialismo de poblamiento israelí utilizan los elementos medioambientales como herramienta activa de guerra militar en la Franja de Gaza ocupada y en sus alrededores.

 

Este texto está extraído de Guerra medioambiental en Gaza, Levanta Fuego, León, 2025, trad. de Nacho Sáenz de Tejada.

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