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La alegría de la desesperación

Richard Seymour ||

La esperanza es simplemente un movimiento o alargamiento
del apetito hacia un bien difícil de alcanzar.
SANTO TOMÁS DE AQUINO,
Suma teológica, volumen 33, Esperanza

 

I

Se nos advierte, se nos riñe, de hecho, para que no pensemos en la catástrofe. El colapsismo, según parece, es equivalente al negacionismo. Ketan Joshi escribe que la impotencia es el nuevo mensaje del negacionismo. La escritora medioambiental Philippa Nuttal señala que el colapsismo climático se está convirtiendo en el nuevo escepticismo climático.

Este ataque contra el colapsismo lo encabeza el climatólogo y decano de los sermoneadores de la esperanza, Michael E. Mann. Su nuevo libro, The New Climate War [La nueva guerra climática], sugiere que el colapsismo es, de hecho, un criptonegacionismo. Más de la cuarta parte de las personas que se oponen a la acción climática en Estados Unidos, según afirma, dan como principal motivo para ello que «no hay nada que podamos hacer». En las entrevistas de promoción del libro, por ejemplo en la de The Scientific American, Mann declara que esta forma de impotencia está siendo dirigida por medios conservadores y antiecologistas.

Sin embargo, resulta extraño que la mayoría de quienes sirven de ejemplo en su libro sean otros ecologistas, como por ejemplo Roy Scranton, el profesor de ecología Guy McPherson y el antiguo portavoz de Extinction Rebellion Rupert Read. Su estrategia para tratar con estos apóstatas de la desesperanza no es enfrentarse directamente a sus argumentos, sino hostigarlos («creídos», «egoístas», «hombres de mediana edad»), valerse de su autoridad («como científico…») y citar los tuits y titulares más mojigatos. Una cantidad sorprendente de este material parece estar sacada directamente de posts en redes sociales, que no suele ser la mejor forma de enfrentarse a la mejor versión de un razonamiento. Algunos de sus oponentes probablemente merezcan ser crucificados, pero la esperanza por la que Mann está luchando le sale muy barata.

Por ejemplo, para desmontar una forma de colapsismo aparentemente descarado que le apareció en su propia página de Facebook, donde alguien advertía frente al cambio climático desbocado y la extinción masiva, Mann escribe que «las simulaciones climáticas punteras» usadas por el quinto informe del IPCC «en ningún caso apoyan el escenario de cambio climático desbocado». Sobre la extinción masiva, indica que un estudio halló que «menos del 2% de las especies sufrirá un colapso» si el calentamiento se mantiene por debajo de los dos grados. «El número crece hasta el 15% si el calentamiento alcanza los cuatro grados», lo que «no constituye un acontecimiento de extinción masiva que vaya a quedar grabado en el registro geológico».

Nada de esto se sostiene. El IPCC no ha reconocido ni ha usado nunca el concepto de «calentamiento desbocado». El quinto informe reconoce, con cierto retraso, la existencia de «puntos de inflexión» en el sistema climático, pero no aborda la hipótesis científica de que estos puntos de inflexión del sistema climático pueden evitar que el clima se equilibre en una temperatura intermedia, enviando por tanto al planeta hacia una «Tierra Invernadero». No es posible refutar una afirmación que ni siquiera se discute. Habría sido más honesto decir que nadie, ni siquiera los climatólogos, sabe con qué temperatura global o con qué concentración de carbono en la atmósfera puede desencadenarse un calentamiento desbocado. La afirmación sobre la extinción masiva es aún más obtusa. Las extinciones masivas del pasado se prolongaron decenas de miles de años. Mann habla de un 15% de especies desapareciendo en los próximos cien años. La forma adecuada de medir este problema es ver si la tasa de extinción excede de forma significativa la «tasa de fondo», y muchos estudios sugieren que la tasa de extinción actual es entre cien y mil veces la tasa de fondo. En este sentido, no es que Mann inspire mucha confianza con su versión de la esperanza.

 

II

Una de las bestias negras de Mann, y de hecho ampliamente rechazado por la izquierda, es Jonathan Franzen. El ensayo «¿Y si dejáramos de fingir?», que el novelista publicó en The New Yorker, defiende que «ya no podemos salvarnos de los dos grados de calentamiento» y sus catastróficas consecuencias. «La falsa esperanza», escribe, dirigiéndose con amargura a la izquierda climática, podría ser «activamente dañina». Por otro lado, se podrían hacer muchas cosas una vez que esta dolorosa verdad fuese aceptada. Si una «guerra sin cuartel contra el cambio climático» ya no tuviera sentido, sería todavía posible mitigar las emisiones, proteger la naturaleza, invertir en prevención de desastres y preparar fondos para «reparaciones a los países inundados, o para apoyo humanitario en el futuro». Para los sermoneadores de la esperanza, el crimen de Franzen fue la impostura. Estaba siendo acientífico, sentimental y moralmente cobarde de una forma que solo se la pueden permitir los hombres blancos privilegiados de Estados Unidos.

Pero ¿acaso estaba equivocado? Uno de sus más duros críticos en la izquierda, Drew Pendergrass, admite que «Franzen no se equivoca al ser pesimista respecto a nuestro futuro […], incluso el objetivo más laxo de los Acuerdos de París, limitar el calentamiento a dos grados, parece improbable en el mejor de los casos». Entonces, ¿cuál es el problema? Pendergrass dice que «Franzen se equivoca peligrosamente al concluir que toda mitigación climática es inútil». Pero Franzen no dice que lo sea. Hay otras personas, como Paul Kingsnorth del colectivo Dark Mountain, que predican la resignación política: Franzen defiende la urgencia. Una crítica más seria, compartida con Mann, es que Franzen yerra al afirmar, como de hecho hace, que «probablemente no importe cuánto sobrepasemos los dos grados». Como si las diferencias entre tres y siete grados fueran triviales. En la base de esta declaración se halla el concepto de punto de inflexión: «Una vez que se supera el punto de no retorno, el mundo se vuelve autotransformador». Pendergrass responde que «no hay un punto mágico de aumento de temperatura que separe “apocalipsis” de “no apocalipsis”, solo una pendiente gradual de futuros cada vez peores».

Pero ¿cómo puede afirmar Pendergrass, o quien sea, que sabe que «solo hay una pendiente gradual de futuros cada vez peores»? De hecho, no fue Franzen quien dio con la idea de que el calentamiento por encima de dos grados iba a precipitar una transformación autoalimentada. Lo cierto es que un estudio publicado en 2019 en Nature y parcialmente basado en los informes especiales del IPCC sugería que los puntos de inflexión globales, que antes se pensaba que era improbable que se fuesen a cruzar con incrementos de temperatura de menos de cinco grados, podrían haberse cruzado ya con un grado de calentamiento. Esto incluiría la desestabilización irreversible de la capa de hielo de la parte occidental de la Antártida. Con un grado y medio el hielo continental de Groenlandia podría estar condenado, aunque probablemente tardaría miles de años en derretirse completamente. Con dos grados, el 99% de los corales tropicales se perderían, destruyendo las zonas con más vida de los océanos. El principal peligro, según el estudio, es que varios puntos de inflexión podrían interactuar entre sí, produciendo una «cascada global» de cambios que se retroalimentasen entre sí: y quizá esto ya esté empezando a ocurrir. Franzen se equivocaba al afirmar que «probablemente no haya diferencia» según cuánto superemos los dos grados de calentamiento: ese «probablemente» no juega ningún papel; no sabemos qué diferencia hay. Pero quienes insisten en la «pendiente gradual» no tienen menos ideología, en particular cuando sacan a relucir su conjunto de comprensiones provisionales como argumento de autoridad: «La ciencia dice que».

Sospechamos que cualquiera que nos diga «¡el fin está cerca!» está practicando wishful thinking. A fin de cuentas, estos planteamientos lo simplifican todo de forma magnífica y apelan a nuestros impulsos misantrópicos.

El crimen de Franzen no fue, en realidad, el de ser acientífico, apolítico o resignarse a la pasividad. Ciertamente, se pasó de listo, simplificó de más y, en el fragor de la polémica, se puso en contra a los que podrían haber empatizado con su crítica de la «falsa esperanza». Pero las posturas contra el colapsismo han resultado ser igual de poco rigurosas, simplistas e improductivamente hostiles.

El problema es más bien que el colapsismo apesta a una dudosa forma de placer: de ahí la expresión «porno de catástrofes». Sospechamos que cualquiera que nos diga «¡el fin está cerca!» está practicando wishful thinking. A fin de cuentas, estos planteamientos lo simplifican todo de forma magnífica y apelan a nuestros impulsos misantrópicos. Puede que pensar en la catástrofe ecológica, como el sueño recurrente de asistir al funeral propio, oculte una fantasía de inmortalidad: si estás ahí para verlo es que no estás muerto de verdad. Como apuntaba Freud, estos sueños indican que de manera inconsciente no creemos que podamos morir. Este placer y este consuelo podrían aplacar la urgencia necesaria para actuar, independientemente de la intención consciente que tengamos.

Es más, es difícil ignorar el rumbo reaccionario de las políticas apocalípticas de los últimos años: pensemos en QAnon, en el movimiento boogaloo, en Querdenken, en los teóricos de la conspiración del 5G, los «Branch Covidians» del negacionismo epidemiológico y en los elementos misantrópicos y racistas de la «ecología profunda», que ahora se están integrando en el ecofascismo.

 

III

Y, sin embargo, el deseo escatológico no es algo específico de la derecha. Desear algún tipo de «final» no es intrínsecamente vergonzoso o desesperanzado. Como muestra China Miéville en A Spectre, Haunting [Un espectro que ronda], el Manifiesto comunista resulta tan atractivo en parte porque es un texto apocalíptico. El texto, que no es ni irracional ni idealista, teje el materialismo con el anhelo, y encuentra en la lucha diaria un potencial trascendente que puede cambiar el mundo. Esto no es algo singular del Manifiesto: siguiendo a Eric Hobsbawm, la mayoría de los movimientos revolucionarios de la izquierda participan de un milenarismo popular.

El deseo escatológico no es algo específico de la derecha. Desear algún tipo de «final» no es intrínsecamente vergonzoso o desesperanzado.

Lo opuesto a la esperanza no es el apocalipticismo, es el nihilismo. Ernst Bloch, en sus trabajos sobre la esperanza socialista, identificó el nihilismo como la ideología no oficial del capitalismo. Este no podría sobrevivir solo manteniendo a un número adecuado de personas materialmente satisfechas. Necesita «su propio nihilismo», su «carga de indiferencia, de desesperanza», para que sus sujetos busquen solo los «triunfos miserables» que pueden obtenerse en la lucha por el pan diario.

Esto era particularmente cierto para un orden capitalista que estaba entrando en una crisis existencial profunda. Una burguesía que había perdido la capacidad de liderar, no de simplemente dominar, y que no podía ir más allá de su propia decadencia y su miopía, no podía florecer gracias a su poder generativo. En vez de eso, necesitaba atraer «a su propio fracaso cualquier otro interés opuesto a ella». Necesitaba convertir «su propia agonía en algo aparentemente fundamental, aparentemente ontológico». No era el capitalismo lo que era fútil y carente de sentido, si no la vida como tal. «La futilidad de la existencia burguesa se extiende para ser la de la situación humana en general, de la existencia per se». Bloch condenaba este nihilismo burgués, todo sea dicho, en nombre de una versión de la esperanza que dudosamente se puede calificar de filosófica. Según Bloch, la esperanza no es una orientación hacia el mundo, sino algo que existe en el mundo y en sus procesos materiales, casi de la misma forma que el oxígeno. La historia es el proceso por el cual este potencial, el «aún no», es reconocido y realizado. Como defiende de manera tajante Terry Eagleton en Esperanza sin optimismo, esto resulta incoherente, no presta atención a formas de devenir que se manifiestan como radicalmente malvadas y, además, es una oportuna «clase de teodicea» para un filósofo comprometido con el régimen estalinista de Alemania del Este: uno se puede encontrar el «aún no» desplegándose pacientemente incluso en el estado policial.

Un crítico del nihilismo burgués que no puede ser acusado de caer en el optimismo facilón es Raymond Williams. En sus últimos años, Williams mostraba una actitud ligeramente aterrorizada. Estimaba que las posibilidades de supervivencia de la humanidad eran del cincuenta por ciento. En este periodo, dio un nombre a una forma de política capitalista, entonces emergente, que él consideraba terroríficamente nihilista. La llamó «Plan X». Lo que le preocupaba era que el mundo estaba siendo rediseñado según los principios del Estado termonuclear y de una lucha brutal por la supervivencia y por sacar ventaja a otros Estados. Había algo fundamentalmente nihilista en esos desafíos, en los que los competidores se arriesgaban literalmente a que llegase el fin del mundo con tal de obtener una ventaja marginal y, sin embargo, «la gente del Plan X» —el término que Williams usaba para hablar de las fuerzas de choque del neoliberalismo que salían en tropel de la Sociedad Mont Pelerin y la Universidad de Chicago— defendía que esta era la forma ideal de organizar las relaciones entre individuos. Esto era, por supuesto, parte de un orden social que estaba emergiendo espontáneamente y que prometía libertad y prosperidad perpetuas, siempre que no se lo impidieran los planificadores ignorantes, comprometidos con la idea de alcanzar objetivos sociales benéficos.

La «X», por tanto, indicaba la ausencia de una meta concreta. Los militantes del neoliberalismo estaban decididos a imponer sus objetivos a cualquier precio, pero su objetivo era una «incógnita voluntaria y deliberada, en la que el único factor determinante es la ventaja». Tomaban su ontología de los preceptos de la destrucción mutua asegurada y su único lema significativo lo proporcionaba John Nash: «Que te jodan, amigo».

Probablemente sea esto lo que los sermoneadores de la esperanza intuyen correctamente cuando afirman que el colapsismo equivale a un «nihilismo climático»: que la clase capitalista, incapaz de resolver el problema en sus propios términos […], necesita de nuestra complicidad. Necesita que nos rindamos.

La novedad del «Plan X» era que estaba comprometido con una «lectura del futuro» que era «profundamente pesimista». Los neoliberales quizá entendían los peligros del cambio climático y de la guerra nuclear en un plano intelectual, pero «no creían que ninguno de esos desarrollos tan peligrosos pudiera detenerse o revertirse. Incluso cuando hubiese medios técnicos, no creían que hubiera forma política». Hablaban de «soluciones, o posibles estados estables» solo por una cuestión de propaganda. «Las políticas reales y los planes elaborados no se centran en estos peligros, sino en la aceptación de la continuación indefinida de la crisis y el peligro extremos». Es difícil no leer esto como algo extraordinariamente premonitorio acerca de la respuesta de la clase dirigente ante la catástrofe ecológica, incluso a estas alturas.

Probablemente sea esto lo que los sermoneadores de la esperanza intuyen correctamente cuando afirman que el colapsismo equivale a un «nihilismo climático»: que la clase capitalista, incapaz de resolver el problema en sus propios términos, paralizada por un compromiso superior con su propia reproducción, necesitada de que todos experimentemos su parálisis como propia y dispuesta a que todos interioricemos su culpa como si fuera culpa de la especie, necesita de nuestra complicidad. Necesita que nos rindamos.

 

IV

El pensamiento crítico, al dejarnos con pocas salidas acerca de cómo escapar del mundo infeliz que nos revela, puede llegar a ser una forma de rendición.

No es que el pensamiento sea incorrecto, sino que —como ocurre con la afirmación de Franzen acerca de la inevitabilidad de un efecto invernadero desbocado— es demasiado perspicaz, está demasiado decidido a que no se la jueguen. Se convierte en un seguro frente a la decepción, lo que Alfred Adler llamó «la preparación neurótica». («La mirada del neurótico —escribió— se dirige a un futuro lejano. Para él todo el presente existe solo como preparación»). El pensamiento corrobora lo impensable de las alternativas. Su registro cultural es el de la rabia sin objetivo y un sarcasmo que está de vuelta de todo.

Pero también está lo que John Berger llamó, en referencia a los palestinos enfrentándose a dificultades enormes, «desesperación no derrotada». Esto es esperanza como forma de no rendición. Hay en esta desesperación un poquito de alegría, alcanzable solo tras haber pasado por el trabajo de lo negativo. Esto necesita de lo que el teórico psicosocial Derek Hook llama «una reestructuración del disfrute» en la que vamos más allá de nuestra ansiedad, de la sobreprotección y de la tentación de reducir nuestras expectativas para contentarnos con regatear por nuestra supervivencia, vencidos por el miedo al cambio y a sus consecuencias.

El psicoanalista Daniel José Gaztambide, autor de A People’s History of Psychoanalysis [Una historia popular del psicoanálisis], describe cómo puede ocurrir esto: «La forma en que sucede con muchos clientes es llegando a una situación en la que les digo “Bueno, dado que estamos fatal de todas las formas imaginables, ¿qué es lo que querrías hacer? No qué es lo que tienes que hacer para sobrevivir, o para tranquilizar al Otro, qué es lo que quieres”». Ante el precipicio de la muerte, «cuando todo lo que te queda es tu propio deseo», estás preparado para arriesgarlo todo por un mañana que podría no llegar.

Aquí es cuando la liberación se encuentra con la pulsión de muerte. Solemos pensar en la pulsión de muerte como una tendencia reaccionaria que se manifiesta, en términos ecológicos, principalmente como negacionismo climático. Sin embargo, el psicoanalista Derek Hook, en sus reflexiones sobre la «zona del no ser» de Fanon, le da a esta idea un valor completamente diferente. Sugiere que la pulsión de muerte no es un deseo de morir. Es, simplemente, como lo expresó Mari Ruti, «pulsión en su forma más pura», la pulsión que continúa independientemente de la necesidad de sobrevivir que tiene el cuerpo. La pulsión que hace que Antígona desafíe la ley humana en nombre de la ley divina, superior, sabiendo que al desobedecer a Creonte se arriesga al castigo mortal de ser enterrada viva en una tumba. La pulsión que empuja a Steve Biko a luchar contra el régimen del apartheid, sabiendo que torturan hasta la muerte a gente como él: «O estás vivo o estás muerto, y cuando estás muerto te da igual. Y tu forma de morir puede ser en sí misma una cuestión política».

La pulsión que es, en palabras de Jacques Lacan, una «afirmación desesperada de la vida», una «voluntad de crear desde cero, de comenzar de nuevo». No es un deseo de morir, sino, en palabras de Hook, «una subjetividad ligada a la muerte».

 

V

En abril de 2022, un fotógrafo de Boulder, Colorado, llamado Wynn Bruce, se inmoló en la plaza que está delante del Tribunal Supremo de Estados Unidos.

Según sus amigos, su suicidio individual fue una protesta contra el suicidio colectivo. Al incinerarse con combustibles fósiles, estaba rechazando el capital fósil. El suicidio ocurrió después de la peor temporada de incendios forestales en la historia de Colorado, de un nuevo y alarmante informe del IPCC y de una decisión de la Corte Suprema que restringía la capacidad de la Agencia de Protección Ambiental para controlar las emisiones de CO2.

En respuesta a este suicidio, la segunda inmolación similar en los últimos años, aparecieron en revistas y periódicos multitud de artículos que diagnosticaban un ascenso del colapsismo climático. Esto, al implicar que el suicidio fue una rendición política ante la desesperanza, resulta incorrecto. Paradójicamente, el suicidio de Bruce fue un acto de esperanza.

Sacrificar la vida propia por el bien de las generaciones futuras puede ser un reflejo de la desesperación: ante la dolorosa lentitud del progreso, los obstáculos para el cambio y el fracaso de otras tácticas. Pero no habría nada por lo que dar la vida si no hubiera esperanza. El auténtico acto de resignación política en esta situación sería comprarse un SUV. Es más, uno no necesita estar de acuerdo con estas tácticas para ver que, a partir de la desesperación ante el reconocimiento de las inmensas dificultades a las que nos enfrentamos, la inmolación de Bruce estuvo mucho más cerca de una esperanza auténtica y plausible que el optimismo facilón que a menudo se nos llama a abrazar en nombre del progreso.

Escribe Eagleton que «la esperanza trágica es esperanza in extremis». Es una esperanza que no está disponible para ese pensamiento optimista que se disfraza de madurez, una esperanza que «niega las condiciones que la hacen esencial». Y sin embargo es nuestra única esperanza. Y, potencialmente, nuestra alegría.