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La belleza de Berghof

Gorka Laurnaga  ||

Dos sorpresas y un temor

Reconocemos que separar la humanidad de la naturaleza, del conjunto de la vida, conduce a la propia destrucción de la humanidad y a la muerte de las naciones. Solo mediante una reintegración de la humanidad en el conjunto de la naturaleza puede fortalecerse nuestro pueblo. Este es el punto fundamental de las tareas biológicas de nuestra era. La humanidad sola ya no es el centro del pensamiento, sino que más bien lo es la vida en su conjunto […]. Esa lucha hacia la conectividad con la totalidad de la vida, con la naturaleza misma, una naturaleza en la que nacemos, este es el significado más profundo y la auténtica esencia del pensamiento nacionalsocialista.

La última palabra de este párrafo fue la primera, «nacionalsocialista». Este es el fragmento que abre el clásico Ecofascismo. Lecciones sobre la experiencia alemana, de Janet Biehl y Peter Staudenmaier, y supone una incómoda provocación a algunos imaginarios ecologistas contemporáneos, por su vocabulario, epistemología holista y moral ecocéntrica. En ese último giro aguarda toda una lección de historia del pensamiento.

La segunda sorpresa viene del ámbito de la oposición a las renovables (o a las renovables de gran escala): están apareciendo intentos de relacionar las renovables con el ecofascismo, como si los aerogeneradores fueran el símbolo de la dominación de unas élites tecnocráticas que con sus aparatos recolectarían para ellas las últimas migajas energéticas. Esa asociación entre ecofascismo y renovables que se está empezando a sugerir es la que trataré de problematizar en este texto.

Lo que parece innegable es que se está produciendo un corrimiento del imaginario de una parte de la sociedad y del ecologismo desde un consenso claro a favor de las renovables a uno ambivalente o incluso antirrenovable. La imagen de un par de turbinas eólicas podría ser perfectamente la portada de un panfleto ecologista en 2010, mientras que ahora puede bien servir para lo opuesto: para la cubierta de una publicación que hable sobre colonialismo, extractivismo o ecofascismo.

Entre las dos sorpresas mencionadas existe una tensión de la que brota este artículo, a saber: que el ecofascismo clásico y el contemporáneo se caracterizan por una ideología Blut und Boden, «sangre y tierra», lo que, a mi parecer, más que una dictadura renovable lo que promueve es justamente lo contrario: un etnonaturalismo antirrenovable nostálgico en realidad del mundo fósil.

El temor es que este giro ideológico pueda incluso generar —sobre todo más allá del ecologismo, pero quizá ayudado por nuestro descuido— un caldo de cultivo capaz de alumbrar una criatura política con cabeza paisajista y cola retardista.

La belleza de Berghof

Nunca pondrían turbinas en Berghof. La zona era sin duda bellísima, de una naturaleza sobrecogedora. Este enclave está situado en Obersalzberg, en el sur de Alemania, perdido en los Alpes bávaros. Se ve una cumbre imponente, se ven las cuestas llenas de prados y bosques que parecen de Heidi, y un silencio pacificador. Y, escondida, la casa de montaña que el dueño compró con el dinero de su libro y bautizó como Berghof, «el patio de la montaña». Esta casa en realidad ya no existe, fue derruida pero sirvió de refugio durante la Segunda Guerra Mundial. Su dueño afirmó haber concebido sus mejores ideas en ese remanso verde. Podemos imaginarlo acariciando detrás de la oreja a su perra Blondi mientras la Luftwaffe arrasaba el frente del este. Podemos imaginarlo en su huerta biodinámica (era vegetariano) o podemos imaginarlo en el ventanal de 4× 9 metros que mandó construir solo para que se pudiera ver el imponente macizo Untersberg. El Führer amaba Berghof hasta tal punto que se convirtió en su residencia habitual y buena parte del aparato de mando del Tercer Reich se trasladó allá (incluso hay quien lo nombró «el Círculo de Berghof»). La casa de Hitler y su entorno se convirtieron rápidamente en material de propaganda nazi y a ese lugar pertenecen muchas de las imágenes famosas que todos hemos visto, incluidos los vídeos de Eva Braun o la foto de Hitler dando de comer a unos ciervos.

Pero la elección de ese lugar bucólico no fue azarosa. Se dice que una vez, cuando estaba mirando por el ventanal, se acercó su colaborador Albert Speer al que le dijo: «No creas que es casualidad que mandase construir esta casa aquí». Bajo la montaña Untersberg de hecho descansaba, según la mística germánica, el rey Barbarroja, a la espera de la resurrección (de ahí el nombre de la operación de conquista de la Unión Soviética). Berghof es la idealización místico-reaccionaria del paisaje autóctono que externaliza hacia fuera los impactos de un régimen que, por lo demás, era destructivo, fósil e intensamente industrial. Berghof simboliza la ideología que subyacía en buena parte del ideario nazi: el Blut und Boden. «Raza pura, y, por lo tanto, cultura pura eran consideradas prerrequisitos para la posterior evolución de Alemania —y “cultura pura” incluía jardines y paisajes—. Tanto los aspectos darwinistas nacionalistas como los aspectos sociales de estas nociones iban a dominar la ideología del paisaje nacionalsocialista» afirma Joachim Wolschke-Bulmahn. Berghof es para nosotros una metáfora del peligro que puede ocultar el etnonaturalismo.

Biehl y Staudenmaier explican que el caldo de cultivo ideológico prenazi estuvo muy influenciado por el movimiento völkisch, que mezclaba etnonacionalismo, romanticismo, un pulso antimoderno, ecología, agrarismo, racismo pseudocientífico, misticismo y otros tantos condimentos. Una de las ideas fundamentales sobre las que se erigía y que cogió fuerza a partir de los años fue la de Blut und Boden. De hecho, Blut und Boden fue el lema del Ministerio de Agricultura dirigido por Walther Darré, uno de los máximos exponentes del naturalismo nazi, acérrimo impulsor de la agricultura biodinámica y racista hasta la médula. «La unidad de la sangre y la tierra debe ser restaurada», era su consigna. Así lo narran Biehl y Staudenmaier:

Para los entusiastas de la Blut und Boden, los judíos en particular eran un pueblo nómada, sin raíces, incapaz de ninguna relación auténtica con la tierra. […] Fue Darré quien lo popularizó por primera vez como eslogan y fue él mismo quien lo consagró posteriormente como el principio motor del pensamiento nazi. […] Imaginó una ruralización absoluta de Alemania y de Europa, sustentada sobre un campesinado propietario revitalizado, con el deber de asegurar la salud racial y la sostenibilidad ecológica.

«Para nosotros los alemanes el Landespflege [cuidado del paisaje] es el mandamiento ético más importante aparte del Blutspflege [cuidado de la sangre]», afirmaba un mando de las SS cercano a Himmler. Las ideas de Blut und Boden dibujaron un mapa simple y coherente del mundo en aquella época: extranjero-contaminado-malo frente a autóctono-puro-bueno. En 1939, el 60% de los conservacionistas se había alistado al NSDAP, un porcentaje significativo en comparación con el 10% de adultos o el 25% de profesores y abogados.

Pero la mirada peligrosamente idealista de la naturaleza también tuvo su sitio en la Inglaterra del siglo XIX, en su versión bucólica y su plasmación en el estilo pintoresco de la pintura. De la mano de las ideas de Raymond Williams, Jaime Vindel afirma en Cultura fósil que «la historia contemporánea de la sensibilidad pintoresca no se puede disociar del avance de la cultura fósil». En la Inglaterra victoriana el pintoresquismo le sirvió a la clase burguesa como una vía de escape idealista del rampante industrialismo y el urbanismo duro que ellos mismos promovían. En la persecución de ese ideal, borraban del paisaje todo atisbo de producción. «La incompatibilidad entre imagen y producción es una marca indeleble del paisaje pintoresco», dice Vindel.

Por una parte, se trataba de erradicar cualquier rastro de actividad productiva en el medio rural inglés. Por otra, y como reverso libidinal de esa acción de borrado, el campo era dispuesto a la mirada ensoñadora de la nueva burguesía urbana: un espacio pastoral liberado del trabajo sobre el que proyectar la relación amable del retiro campestre y la ansiada reconciliación con la naturaleza.

Como una división espacial del trabajo, en la que el paisaje se especializa en ser hermoso y la urbe en ser productiva. Pero el entorno siempre ha sido una fuente de recursos en el mundo rural (también energéticos, a través de la tala o las presas), no principalmente un elemento de ocio. Y es que esta relación comunidad-entorno se fracturó de hecho con la llegada del petróleo y el gas; las renovables supondrían en realidad una vuelta de las principales fuentes energéticas al territorio. El pintoresquismo victoriano nos recuerda lo engañoso de ese paisaje bucólico que ocultaba la explotación de las fábricas y el tizne del carbón. La «ideología visual del pintoresquismo» no era un «reflejo fidedigno del paisaje inglés, sino una ficción imaginaria que actuaba políticamente sobre la conciencia subjetiva de la época. Su valor se vinculaba tanto a lo que mostraba como a lo que ocultaba», algo similar a lo que ocurre hoy con la mercantilización turística del paisaje: la foto de la parte vieja histórica de la ciudad que no capta la expulsión de sus habitantes por gentrificación; la Tailandia salvaje en Instagram en la que no aparecen las montañas de basura; un hermoso campo bajo el cual discurren los gaseoductos que no se ven. El mundo va bien mientras no parezca feo.

«Los humanos alienados buscan una reconstrucción posmaterial de la relación con la naturaleza, con apreciaciones románticas de un mundo natural que estaría más allá de la sociedad humana y sus relaciones de poder», sugiere Richard Peet. ¿No es la respuesta paisajista que estamos viendo con las renovables realmente la reacción de una sociedad con un modo de vida urbanita, como se podía inferir de lo que dice Esther Miguel Trula sobre lo neorrural? Y no deberíamos olvidar que, más allá de nuestros romanticismos, el modo de vida actual de la mayoría de la gente de los pueblos se parece bastante más al de una ciudad que al de una ecoaldea. Al mismo tiempo, mientras proyectamos vías de escape en esa alteridad natural a la que huir algunos fines o en vacaciones, nuestros barrios se parecen a cárceles de hormigón, en los que los humanos viven como pueden entre los coches. El problema del paisaje no son en realidad los molinos, sino el urbanismo inhumano que nos espanta pero en el que vivimos el 90% de nuestro tiempo. El cielo de la urbe como huida en lugar de nuestra calle como hábitat.

Quizá esa animadversión estética contra las renovables sea ciertamente la reacción de una sociedad con una fuerte cultura fósil. Como ha sugerido Jaime Vindel, a la infraestructura fósil subterránea le ocurre lo que a la ideología: cuanto menos explícita es, más fuerte es. La presencia visible de las renovables —aunque trate de cuidar el paisaje todo lo posible— podría ser, de hecho, algo a reclamar con orgullo: la asunción anticolonial de nuestra huella ecológica, los molinos como bandera internacionalista.

Deberíamos hacer también una reflexión sobre los criterios de biodiversidad con los que estamos operando y argumentando en este debate. Cuando nos escandalizamos por la muerte de un buitre leonado que ha colisionado contra un molino, cuando se invierte tanto recurso mediático-económico en el lince ibérico, ¿se está operando con criterios ecológicos o más bien antropológicos? Por poner un ejemplo de ese sesgo antropológico: en la IUCN-Red List, una de las más importantes a la hora de determinar las políticas de conservación, hay información sobre la situación del 70% de todos los vertebrados (más antropomórficos), mientras que únicamente sobre el 2% de los invertebrados (con los que generalmente empatizamos menos). Pero es que, además, la categoría de los vertebrados aglutina setenta mil especies, mientras que la de los invertebrados puede ser de un millón trescientos mil. En un momento tan crítico para el bienestar de la biosfera, deberíamos tener cierto cuidado en no focalizar desproporcionadamente en unas especies emblemáticas en detrimento de otras de mayor relevancia ecosistémica, además, por supuesto, de que el beneficio de las renovables también para la biodiversidad a través de la mitigación del cambio climático es muy superior a cualquier impacto local.

Todas estas son cuestiones a tener en cuenta de cara a la retórica paisajista y naturalista. Pero tampoco estamos sugiriendo subrepticiamente que las renovables dañen el paisaje de manera inevitable. En los debates sobre paisajismo hay posturas más objetivistas y más subjetivistas, pero parece innegable que el paisaje y su percepción tienen también mucho de constructo cultural, de forma que los molinos de Castilla contra los que se rebeló don Quijote se consideran hoy patrimonio paisajístico mientras que los molinos eólicos serían una intervención artificial (sin negar las importantes diferencias tecnológica y materiales), y lo mismo ocurre con las dehesas, que se perciben como paisajes naturales cuando son fruto de la intervención humana. Evidentemente, es difícil negar que generan un impacto cuando se instalan turbinas sin ningún control. Lo que está claro es que si continuamente retratamos los aerogeneradores como una «amenaza» o una «invasión» entonces sí que inevitablemente nos van a acabar pareciendo feos. Por otro lado, el entorno es sin duda un elemento de identidad elemental y con importantes beneficios psicológicos. En ese sentido, además de poner más atención en la renaturalización de nuestros pueblos y ciudades, no deberíamos olvidar que si hay un elemento con un impacto paisajístico drástico (y la consiguiente solastalgia), ese no es otro que el propio cambio climático. En el Estado español, por ejemplo, para 2030 se prevé que se instalen en torno a 1.500km² de placas fotovoltaicas, pero es quela desertificación ya ha arrasado 7.200km² de territorio (que eran 300km² en 2014). Los glaciares de los Pirineos han perdido casi el 90% de su extensión: han pasado de tener más de 2.000 hectáreas en el siglo XIX a tener hoy cerca de 200, y puede que en 2050 hayan desaparecido. Preocuparse por el impacto de las turbinas en el paisaje parece algo así como preocuparse por que el extintor vaya a manchar la pared, cuando la casa está ardiendo.

Por tanto, dos conclusiones rápidas.

En primer lugar, y mirando hacia atrás, la sugerencia de que las renovables podrían ser la punta de lanza del ecofascismo no parece sostenerse muy bien sobre los hechos ecofascistas del siglo XX, que tenía un fuerte componente etnonaturalista. O, dicho de otro modo, una publicación sobre temas de ecofascismo bien podría llevar en su cubierta, más que una montaña atestada de renovables, una imagen de la bellísima Berghof.

En segundo lugar, si el nazismo bebió innegablemente del romanticismo paisajista y del esencialismo ruralista, esto debería invitarnos a cierta precaución sobre el «efecto halo» del paisaje, pues nos sugiere que las ideas de defensa del territorio, paisaje o naturaleza autóctonas no son necesariamente subalternas y pueden ser propensa a un desliz antisocial, acercando peligrosamente conservadurismo y conservacionismo. De hecho, esta concepción, como veremos, no quedó sepultada entre las ruinas de Berlín.

Mientras tanto, fascismo fósil

Mientras tanto el fascismo fósil lo tiene claro: «¡Los combustibles fósiles son el futuro!» exclamaba el título de un artículo de Roger Helmer, de la ultraderecha británica UKIP, quien también afirmó que «Nuestro principal enemigo son esos abominables molinos de viento feísimos». Mientras que ciertos discursos nos invitan a prestar atención a la potencial deriva ecofascista de las renovables, posfascistas como Giorgia Meloni empiezan a detener la implantación de parques fotovoltaicos. Marine Le Pen pidió una moratoria inmediata contra la construcción de turbinas que consideraba «espantosas»; para Bolsonaro son parte de un complot marxista; el partido danés de ultraderecha declaró en 2018 que se opondría a la construcción de parques eólicos en tierra (porque estropean el paisaje, a diferencia de las turbinas offshore, instaladas en el mar) y que los reduciría de 4.300 a 1.850; el AfD alemán afirmaba que las eólicas «destruyen la imagen de nuestros paisajes culturales y ponen en riesgo mortal a las aves»; Viktor Orbán prohibió, a efectos prácticos, cualquier molino en Hungría; y en 2016, con la ultraderecha en el gobierno de coalición, se suspendieron las subvenciones a la energía eólica en Finlandia.

Mientras nosotros lo tildamos todo de «capitalismo verde» y «colonialismo energético», capitalistas de verdad como Donald Trump no dudan en cargar contra las energías renovables. Este criminal del drill, baby, drill, que acabará por darle el tiro de gracia al objetivo de los 1,5 °C, afirmaba sin complejos en 2018 cosas como que los aerogeneradores son ruidosos y matan pájaros:

¿Quieres ver un cementerio de pájaros? […] Ponte debajo de un molino de viento algún día. Vas a ver más pájaros de los que jamás hayas visto en tu vida. […]Creo que, realmente, están bien en áreas industriales. […] [Pero] he visto los campos, las granjas, los campos más hermosos, las cosas más hermosas que hayas visto, y luego tienes estas cosas feas creciendo. […] Y lo que quieren hacer es deshacerse de todos los productos derivados del petróleo.

Este magnate volvió a la carga en la última campaña: «Si quieres ver un cementerio de aves, solo tienes que ponerte debajo de un molino de viento. El águila calva. Estos molinos de viento los noquean como nada».

El águila calva y el pastor alemán como símbolos nacionales, el campo precioso que va a ser destruido por los molinos… Etnonaturalismo en su máxima expresión. Marion Maréchal, eurodiputada que fue miembro del Front National y de Reconquête, habló así en la Conferencia de Conservadurismo Nacional en Roma: «Preservar nuestros territorios, nuestra biodiversidad, nuestros paisajes debería ser la lucha natural de los conservadores». 

Etnonaturalismo y fosilismo: en 2018 hubo grupos ecologistas que acusaron a Trump de haber permitido que la industria petroquímica matara ballenas con total impunidad en sus exploraciones. Paradójicamente, Trump acaba de lanzar el bulo de que las ballenas se pierden y se mueren por culpa de los aerogeneradores marinos y ha reiterado que acabará con las nuevas instalaciones de parques eólicos cuando vuelva a ser investido presidente. Parece que los únicos peces gordos que le preocupan a Trump están llenos de petróleo. Este es el marco que están estableciendo. La abyección que sienten hacia las renovables parece un aspecto estructural y transversal de la ultraderecha del siglo XXI.

En su libro Piel blanca, combustible negro, Andreas Malm y el Colectivo Zetkin advierten que el negacionismo climático o el retardismo característico de la ultraderecha no son accidentales, e incluso afirman que en realidad se trata de la cuarta fase del negacionismo general del capitalismo fósil (la «fase extrema derecha»), en el que el argumentario negacionista se acoplaría al eje nacional-antiinmigración, a diferencia de otras fases en las que el énfasis estaría por ejemplo en el libre mercado. «Nacionalismo, xenofobia y rechazo a la agenda verde han sido las principales características de la presencia de la extrema derecha en las instituciones», afirmaba la periodista Irene Castro al hacer balance de la última legislatura europea. Malm y el Colectivo Zetkin explican que «algunos de los valores que la extrema derecha veía en la nación también los veía en la economía fósil, de modo que la defensa de la primera y de la segunda convergieron en una sola». En esa concepción, tanto el «invento» del cambio climático como la inmigración «cuestionan de forma inherente la forma de vida occidental». Abascal afirmó en octubre del 2019 lo siguiente: «Con la excusa del cambio climático, lo que están haciendo es restarnos libertad, decirnos qué tenemos que comer, que debemos tener menos hijos […], que no tenemos que andar en coche».

En el capítulo «De minaretes y molinos» de ese mismo libro, dedicado al tema de las energías renovables, Malm y el Colectivo Zetkin afirman que la ultraderecha por lo general detesta este tipo de tecnologías, pero que tiene un odio especial reservado para la eólica. Entre las razones de ese odio especial estaría, en primer lugar, que las turbinas representan «el símbolo más visible de las medidas contra el cambio climático», pero sugieren también que existe una similitud entre los minaretes de las mezquitas y los molinos, tanto físicas como simbólicas, que «resuenan en pozos afectivos muy profundos», pues son concebidos como una intrusión extranjera en el espacio propio:

[Tanto para minaretes como aerogeneradores] sus detractores alegaban que causarían ruido, estropearían las vistas, interrumpirían el paisaje rural o el urbano; sin embargo, bajo la superficie circulaba una sensación de intrusión o incluso de invasión. […] En la Europa de principios del siglo XXI, la resistencia ante imposiciones externas se convirtió en el leitmotiv de los conflictos sobre el espacio, tanto en el contexto del islam como en el de la energía eólica.

De hecho, Marine Le Pen llegó a decir que «los migrantes son como las turbinas eólicas: todo el mundo está de acuerdo con ellas, pero nadie las quiere en su patio trasero».

En una línea parecida a la de Piel blanca, combustible negro han ido algunos de los resultados del reciente estudio Convenient Truths: Mapping Climate Agendas of Right-Wing Populist Parties in Europe, de Stella Shaller y Alexander Carius, sobre ultraderecha populista europea y su posicionamiento sobre la transición energética. Solo dos de los veintiún partidos analizados aceptan el consenso científico sobre el cambio climático. Encontraron que sus cuatro marcos principales para la oposición a la transición energética son «pérdida económica», «tierra natal (Heimat) y naturaleza», «independencia nacional» y «discrepancia científica». En concreto, la oposición contra la eólica suele basarse principalmente, según explican, en el segundo de esos marcos: «Las nuevas turbinas son vistas como elementos que destruyen el paisaje tradicional y afectan a las especies de aves locales». El estudio afirma que parte de estos partidos exhibe una especie de «patriotismo verde» que apoya con vehemencia la conservación medioambiental, pero no la acción climática. La lucha contra el cambio climático se le atraganta a la derecha porque es esencialmente internacionalista.

Hay cosas en esta historia que llega desde Berghof que no se están repitiendo, pero sí están rimando. La nostalgia premoderna del siglo XIX que existía entonces es la nostalgia fósil del siglo XX que existe ahora. El ambiente völkisch de entonces son las pocilgas digitales de hoy. Lo que un día fueron modernidad y judíos son ahora globalismo y musulmanes. Es verdad que «la principal inspiración del partido de Le Pen no es el ecofascismo —es decir, la tradición de los años treinta—, sino la Nueva Derecha de los años setenta de Alain de Benoist», como afirma el periodista francés Enric Bonet. Y continúa: «La palabra clave aquí es “localista”, es decir, defender la vida arraigada en un lugar». En todo caso, se parte de una concepción parecida: contra la Agenda 2030, las turbinas y los migrantes. Musulmanes y paneles no son limpios, no son puros, ensucian. «Los suecos somos blancos y el país es nuestro», sentenció a través de las redes un miembro de la ultraderecha sueca. Algo de ese discurso se materializó en las «tractoradas» de principios de 2024, y una parte de esa masa movilizada ha encontrado ahora su antagonista en las renovables que «destruyen el campo».

Pero es que además de la rima, la historia sí que está empezando a repetirse (esperemos que como farsa): supremacistas blancos estadounidenses entonaron en 2019 cánticos Blut und Boden. En el este de Alemania colonos étnicos de ideología völkisch y con una apariencia de amantes de la naturaleza han empezado a crear asentamientos en algunas zonas rurales: «Tras la inofensiva fachada de agricultores ecológicos comprometidos con la tradición se esconde la creencia en la supuesta superioridad del pueblo alemán y una visión racista y antisemita del mundo», advertía el gobierno.

En conclusión, mirando ahora hacia adelante no parece que el ecofascismo vaya a caracterizarse a corto y medio plazo como una ecodictadura renovable. Parece más bien que su marco será el del etnonaturalismo y la nostalgia fósil-nuclear.

Los autores del estudio europeo finalizaban con la siguiente advertencia: «El futuro de la política climática no estará determinado por las periferias extremas, sino por un eventual cambio de los partidos del centro» y que el peligro es que se adopte «su lenguaje y sus argumentos».

La pendiente resbaladiza antirrenovable

Lo que empezó como «renovables sí, pero no así» ha terminado alejándose hasta el polo «antiéolico» de algunos círculos. Un deslizamiento desde el recelo inicial hasta posiciones netamente antirrenovables, y más allá.

Esta es la pendiente en cámara rápida: el «pero no así» derivó pronto en «pero no aquí»; después se pasó al marco de los «macroproyectos» y de pronto todo aerogenerador de más de un metro y toda placa que no fuera en un tejado quedó «cancelada»; mensajes alarmistas como «amenaza renovable», «industrializar el campo o las montañas», «colonialismo energético», «destrucción o invasión del campo» o «zona de sacrificio» hicieron mella. También se empezó a cuestionar la «transición energética» como una farsa, un marco de lo más apropiado cuando tenemos cinco años para reducir las emisiones un 50%. A continuación llegó la aviación de las redes sociales con su bombardeo de bulos antirrenovables de toda índole: desde vídeos en los que explotan aerogeneradores (un bulo muy similar a los coches eléctricos que arden espontáneamente) hasta declaraciones de gente que ha sufrido gravísimos problemas de salud por las ondas electromagnéticas, pasando por bosques quemados ex profeso para llenar el terreno de paneles. Para algunos, el «pero no así» ha derivado, finalmente, en «ni aquí ni en ninguna parte» y hay incluso círculos que utilizan el apelativo «antieólico» sin complejos.

Este marco, por supuesto, va calando en la sociedad civil. «Una España amenazada» titulaba Elvira Lindo un artículo de opinión en El País que no versa sobre la amenaza de cambio climático sino sobre renovables y que subtitulaba «Cuidado, lo verde puede ser el salvoconducto que permita que continúe la demolición del paisaje y la belleza popular de nuestro país». «Suiza es muy bonita y no quiere dejar de serlo» rezaba una noticia en Xataka sobre paneles fotovoltaicos. Para muchos movimientos sociales, el rechazo al despliegue renovable de escala se está volviendo sentido común, una evidencia ecologista que mete en el mismo saco el tren de alta velocidad, las autopistas, Altri y los «macroproyectos de renovables».

Y en todo este viaje ha ocurrido algo muy llamativo en algunos círculos: el «cambio climático» ha ido poco a poco desapareciendo del vocabulario, de los panfletos, de algunos discursos, del mismo modo en que ha ido desapareciendo la palabra «urgencia». El protagonismo ha virado hacia elementos como «naturaleza», «territorio» «paisaje», «local» o «rural». El cambio climático siempre es depuesto por un tema más inmediato, más local, visual, palpable: los macroproyectos.

El problema de fondo que sugerimos con todo esto es que, según Lakoff, la política se suele mover más a través de valores que de argumentaciones explícitas y conscientes: en este caso los valores de lo autóctono contra lo foráneo y los valores de lo natural contra el cambio. Son abrevaderos afectivos de los que podemos beber tanto clases medias culturales amantes del paisaje y la naturaleza, como agricultores precarizados o sectores conservadores.

El rechazo a estos proyectos puede operar con algunos de esos valores, pero su fuerza quizá proviene por lo menos de tres fuentes:

  1. La resistencia previsible de una cultura fósil ante un cambio de paradigma de gran envergadura en el que se relocalizan las fuentes y en el que lo que antes se generaba y circulaba de manera «invisible» ahora hace lo mismo a la luz del día: pasamos de un régimen fósil subterráneo a uno renovable de superficie, con turbinas de hasta doscientos metros o decenas de hectáreas cubiertas por placas, situación agravada por un campo que se siente humillado y una implantación conducida por empresas privadas con intereses propios.
  2. El capital fósil que, en un contexto de posverdad, está encontrando en las redes sociales un océano idóneo donde verter ideas que pueden llegar hasta las costas de algunos movimientos de oposición a las renovables. Un reciente estudio titulado Rumores Renovables ha trazado el origen de la desinformación sobre las renovables en las conversaciones que se dan en la red social X. Este estudio indica que «las narrativas antirrenovables pueden tener un impacto desproporcionado en la conversación general sobre energía renovable». En él se demuestra que el origen mayoritario de los bulos se halla en cuentas de ultraderecha anglosajonas que después son replicados por cuentas de ultraderecha de habla hispana (españolas pero también mexicanas y argentinas) y que, en menor medida, se repiten en cuentas de oposición a las renovables asociadas a ideologías de izquierda o progresistas. Es decir, se está dando una cierta transfusión de ideas a través del mundo digital, un flujo subterráneo que se nos está escapando (peligroso más allá de este debate), un mundo cuya puerta de entrada fueron y son las ideas antivacunas que emergieron en el contexto del Covid y en cuyas profundidades digitales se pasa de la anti-Agenda2030 a los chemtrails y a las conspiraciones del remplazo poblacional. A río revuelto, ganancia de pescadores. Quizá en una parte del ecologismo tampoco hemos estado muy acertados al habernos dedicado más a desprestigiar la ciencia y la razón que a defenderla, en un mundo con una ultraderecha negacionista en auge y en pleno asalto a la razón.
  3. La falta de un liderazgo firme del movimiento ecologista con una consigna clara a favor de una implantación rápida y de escala de las renovables. Para las cosmovisiones cercanas a la ecología profunda, poner un aerogenerador quizá sea algo parecido a clavarle una estaca a la Madre Naturaleza, pero es cierto que también existe una diferencia generacional entre el «ecologismo antiproyectos» y los movimientos del clima. Puede que esa ambigüedad se deba a que una parte importante del movimiento ecologista lleva años sin un programa de transformación de escala, capaz de diagnosticar problemas macro pero ofreciendo soluciones micro (asociaciones de consumo, huertas de permacultura, ecoaldeas, autoconsumo…) y cargando las tintas contra la acción política a gran escala. Quizá así es posible ver como enemigo a un aerogenerador y sugerir como alternativa el autoconsumo. El autoconsumo y las zonas antropizadas, dicho sea de paso, no son una alternativa total, sino un complemento a la transición energética (los diferentes estudios no suelen conceder a estas iniciativas más de un tope del 10% del total energético).

Ya sea por las fuerzas que lo han seducido por las que lo han dejado marchar, parece que no hay que descuidar el peligro de esta pendiente resbaladiza. Así, la ventana de Overton renovable, abierta tras doscientos años fósiles, corre el riesgo de ir retrocediendo sobre sus propios pasos.

La ventana de oportunidad renovable

Tras unirse a la Unión Europea en 2004, Polonia tomó la iniciativa de la descarbonización y comenzó una progresiva implantación de infraestructura eólica. En 2015 el país estaba en el puesto número doce a nivel mundial en la instalación de estas tecnologías y con una trayectoria ascendente. Pero llegó la política y ganó el partido de ultraderecha Ley y Justicia (PiS). De la noche a la mañana el despliegue se frenó. En 2022, Polonia producía aún casi el 70% de su electricidad a base de carbón (España el 2,7%; Alemania el 31%).

Es posible que, pese a todo, y debido a los precios competitivos, la energía renovable termine conquistando el futuro, pero la cuestión es a qué velocidad; un par de legislaturas de la ultraderecha puede ser letal para los objetivos de París. Por eso es conveniente pensar el despliegue de infraestructuras renovables como una ventana de oportunidad no siempre disponible, como el momento de impulsar una «blitzkrieg renovable» contra el enemigo fósil. Es una oportunidad en varios sentidos.

Primero, y sobre todo, es una oportunidad para el clima. Las energías renovables son hoy por hoy prácticamente la única herramienta que está posibilitando avances importantes en la descarbonización. Por decirlo de modo provocativo, mientras los ecologistas discutimos sobre decrecimiento son las renovables las que realmente están consiguiendo sacar electrones fósiles de la red, y parece muy posible que lo mismo siga ocurriendo dentro de algunos lustros porque las renovables representan, dentro de la batería de medidas que tenemos a disposición, uno de los puntos óptimos entre el eje X de lo necesario y el eje Y de lo posible. Además, la implantación a gran escala de infraestructura renovable supondría una operación de irreversibilidad relativa, ya que sería complicado volver a desmantelarla una vez ha sido desplegada (como puede no ocurrir, por ejemplo, con medidas para regular la publicidad.

En segundo lugar, es una oportunidad democratizadora. Al ser un golpe contundente contra el capital fósil, puede suponer un golpe duro contra el capital en general, ya que la Gran Aceleración impulsada por los fósiles también posibilitó una acumulación acelerada. Pasar de una matriz industrial-fósil a una industrial-renovable implica una economía más ralentizada, más local y más distribuida (menos compresión espacio-temporal, que diría David Harvey). De hecho, la propiedad renovable es hoy por hoy menos oligopólica que la fósil. Además, si Andreas Malm lleva razón y el paso del carbón al petróleo fue decisivo para la aparición del movimiento obrero a principios del siglo XIX, el paso del petróleo a la placa o a la turbina debe suponer también un cambio importante, pero en este caso no en la dirección desposeedora sino en la socializadora, porque tiene una modularidad que permite mayor distribución de la propiedad (el grifo no está centralizado) y, además, porque se relocaliza (al contrario que lo ocurrido en los años noventa), lo que hace que se acerque materialmente a la sociedad. Y eso es poder. Y lo demuestran las mismas protestas antirrenvoables: si estas movilizaciones están pudiendo ser efectivas es justamente porque las fuentes están en el territorio, cosa que no podría haber ocurrido con el petróleo o el gas. Y de cara al futuro: no sirve de mucho expropiar doscientos metros de oleoducto, pero sirve de mucho expropiar una eólica de doscientos metros de altura.

En tercer lugar, supone una oportunidad para tratar de reparar la fractura metabólica y realizar la transición ecosocial en general, y realizarla de forma justa para los trabajadores. Puede permitir, por ejemplo, la transición de una parte la industria a trabajos menos carbono intensivos. O permitir, por ejemplo, una reducción del transporte por carretera aumentando el transporte ferroviario. El decrecimiento voluntario abrupto que se está proponiendo como alternativa para la descarbonización tiene el inconveniente de que es inviable sociopolíticamente a corto y medio plazo. Significaría que buena parte de los trabajadores del segundo y tercer sector volviese de forma abrupta al primero (el cual ahora mismo en Nafarroa, por ejemplo, incluye únicamente al 2% de los trabajadores), dejando sus hogares y sus vidas en la ciudad en pocos años y encima cambiando a modos de vida materialmente similares a los de principios del XX (y, por si fuera poco, se sugiere hacer esto sin intervención estatal). Ni este proyecto es deseable, ni nadie lo va a aceptar, ni vamos a tener tanto poder como para implementarlo. La gente simplemente emigraría. Necesitamos propuestas de transición que internalicen la variable social; por ejemplo: ¿cómo hacer la transición en una sociedad en la que va a volver a ganar la derecha? Lo que sí que es posible es realizar un despliegue rápido y a gran escala de infraestructura renovable, sustituir consumos, ganar terreno público e ir empujando un decrecimiento paulatino. El despliegue renovable permite generar un puente eléctrico estable por el que la gente pueda transitar con seguridad hacia nuevas sociedades. Sin puente, nos quedaremos en el lado fósil.

En cuarto lugar, es una oportunidad para el ecologismo. Decía Malm en una entrevista que el ecologismo tiene que aprender a atizar el hierro cuando está caliente. Bueno, pues hay que atizar la placa. Perdimos una oportunidad de oro durante la pandemia, cuando teníamos la ocasión de ofrecer una explicación in situ, fundamentada y anticapitalista, de lo que supone desequilibrar un ecosistema (pero estuvimos a otra cosa) y nos está volviendo a ocurrir con las renovables. El ecologismo puede cosechar capital simbólico, afirmar que tenía razón, que las renovables son el futuro, y que, frente al derrotismo, la transición es posible; con esa legitimidad es posible liderar una lucha por unas renovables públicas. Aunque ahora ya es más complicado: tanto nos hemos centrado en señalar que la transición energética a la matriz renovable es una imposibilidad termodinámica que se nos ha pasado poner el foco en algo tan básico como reclamar una empresa pública renovable. Entre el piensa global y el actúa local estaba el programa ecosocialista.

Entiendo que la idea que se baraja en algunos círculos es que apostar por las renovables (y sus minas) simplemente aumentaría la tensión del colapso, el efecto Séneca. Por tanto, poner renovables solo contribuiría a colapsar peor. O, en el mejor de los casos, sería un último coletazo capitalista o un autoengaño. Este es un razonamiento a tener en cuenta pero que también me parece bastante arriesgado. En primer lugar, porque si una causa básica del colapso es la imposibilidad energética de sostener esta complejidad pero las renovables ya han demostrado que son capaces de suministrar por lo menos el 20% de la energía, ¿no deberían las renovables  ayudar a amortiguar el golpe? Mejor será que funcionen, por lo menos, los hospitales y los trenes.

Por otro lado, hagamos un ejercicio contrafáctico: estamos en los 2000, actuamos en conciencia y lo apostamos todo al decrecimiento puro y la autogestión, así que nos oponemos a un despliegue sustancioso de las renovables altamente tecnológicas. Como parece imposible que ese decrecimiento voluntario abrupto se he hubiese dado (no ha ocurrido en ningún sitio), ¿no tendríamos que admitir que en ese supuesto habríamos contribuido a prolongar durante dos décadas más el uso de carbón? No ocurrió así, y en el Estado español en los 2000 el carbón suponía el 30% de la producción eléctrica y hoy es el 1,5% (pronto cerrarán las últimas centrales), en gran medida porque ha sido sustituido por renovables. Y lo mismo ocurre en otros países (ya ha ocurrido en Reino Unido), lo mismo con la nuclear y lo mismo de cara a las próximas décadas. Yo no sé si es inminente el colapso o no, pero lo que sí sé es que entre el todo y la nada está cada décima de grado y que las renovables ya han contribuido por lo menos a deshacernos del carbón (la fuente con mayor huella de minería, además).

Y del contrafáctico al estratégico: pongamos que, para cumplir con la descarbonización, proponemos un decrecimiento de la mitad de nuestro consumo para 2030.¿Sería razonable oponerse a las renovables en base a tal esperanza? Yo creo que el principio de precaución política debería sugerirnos lo siguiente: no despreciemos avances muy factibles en nombre de máximas muy improbables. Más si cabe en una sociedad en la que el discurso retrotópico, nostálgico, conecta con amplias capas de la clase media que se sienten perdedoras y resentidas. El decrecimiento abrupto es aún para las mayorías algo muy difícil de tragar, algo así como tratar comerse un erizo sin saber que las castañas están dentro, pero puede ser una golosina política perfecta para el marco MAGA y sus secciones internacionales, que se alimentan en buena medida de la «aversión a la pérdida». La encrucijada, ahora, es descarbonizarse o carbonizarse, y la transición energética permite dar pasos en la dirección correcta, hacia esa bifurcación futura entre decrecimiento profundo o decrecimiento moderado, la sociedad del molino de viento o la de la turbina eólica.

Por eso las renovables son hoy la prueba de fuego del ecologismo organizado, porque demarca, a mi modo de ver, la diferencia entre un ecologismo idealista y uno transformador. Y la transición ideal no es una transición, es un ideal. Tener una posición clara a favor del despliegue renovable (aunque tratando de mejorarlo) significa haber escogido una posición equilibrada que tenga en cuenta variables clave como urgencia, escala, justicia social y realismo político.

La capacidad de definir prioridades es un aspecto esencial de la estrategia, qué decir en un momento en el que «la brújula es el cronómetro». Sin embargo, una parte importante de los movimientos sociales se está dedicando a buscarle cuatro aspas al molino y a pasarle el algodón verde a las placas mientras por otro lado entran miles de barriles de petróleo a diario, con una penetración fósil de hasta el 80% o 90% en el mix energético. Decía Latour que lo bueno de la crítica es que uno siempre tiene razón. Como recalcar, por ejemplo, que la eólica no es limpia. Cierto, las emisiones del ciclo de vida pueden ser de once toneladas por GWh, pero las del carbón son de más de novecientas y las del petróleo de setecientas. ¿Qué beneficio político hay realmente en desviar el foco hacia esos temas para una sociedad en guerra climática, en esta sociedad en la que hay tantas manos predispuestas a cavar trincheras antitransición? ¿Tendría sentido que una parte importante del debate sobre movilidad, por ejemplo, se embrollara en algo como los atropellos que pueden causar las bicicletas cuando tenemos carreteras llenas de SUV? Se estima que para 2030 en el Estado español habrá unas 150.000 hectáreas de placas. En 2025 aún hay más de 21.000.000 de hectáreas de suelo agrícola que no es ecológico y que es realmente lo que degrada el suelo. Si se trata de foco, la movilización contra las renovables está siendo absolutamente desproporcionada.

Da que pensar, a propósito de la atención que merecen distintas realidades, que desde que Biehl y Staudenmaier escribieran Ecofascismo en 1995 alertando sobre la posibilidad de ecodictaduras como la que proponía Rudolf Bahro, se hayan emitido la mitad de las emisiones de la humanidad. Y también da que pensar el símbolo antieólico en un momento en el que cada día están operando en el Estado español más de doce mil gasolineras (dos mil más que en 2011). Incluso aunque estuviéramos en contra de las renovables de gran escala, viendo todos los frentes que tenemos, seguiría teniendo mucho más sentido dirigir nuestras exiguas fuerzas contra el capitalismo fósil (movilidad fósil, agroindustria…) que contra ellas.

Es innegable que una transición en tiempo récord es una tarea para la que nadie está preparado. En este texto no he querido entrar en la larga lista de argumentos y contraargumentos (hay problemas importantes en la vida útil de las infraestructuras renovables, por citar un ejemplo), y hay muchas reivindicaciones absolutamente legítimas. Es importante que exijamos un despliegue más democrático (público y comunitario) y con mayores garantías sociales (que tenga en cuenta el eje norte-sur) y ambientales. Sin embargo, teniendo en cuenta que no hay ni músculo para un despliegue netamente público (o poder político para obligarlo), ni tiempo para esperar a base de moratorias hasta la revolución socialista (se nos queman el arroz y los nietos), deberíamos tener mucho cuidado para no bloquearlo. ¿Entonces? La posición del ecologismo transformador hacia los proyectos concretos tiene que ser de apertura: generalmente a favor, excepcionalmente en contra. ¡No generalmente en contra, excepcionalmente a favor! Es mejor poner diez turbinas bien y dos mal que poner solo una perfecta. La estrategia tendrá que ser algo así como: asegurarnos que el despliegue se hace a tiempo, tratar de que lo público y lo comunitario ganen cada vez más espacio e intentar que en una mejor correlación de fuerzas podamos nacionalizar lo instalado para desmercantilizar la energía.

Cada vez parece más cierto que el gran interrogante ecologista de la primera mitad del siglo XXI es el pragmático, no el filosófico. La pregunta urgente es cómo, y en el cómo las renovables no son toda la respuesta, pero son una parte importante de ella. ¡París bien vale una turbina! Sí a los refugiados y a las renovables en nuestros territorios: el ecologismo sin internacionalismo es paisajismo.