Tatiana Llaguno ||
The Value of a Whale: On the Illusions of Green Capitalism,
Adrienne Buller (Manchester University Press, 2022)
The Price is Wrong: Why Capitalism Won’t Save the Planet,
Brett Christopher (Verso, 2024)
«Básicamente no existe alternativa a la solución del mercado », sentenció el profesor de Yale, William D. Nordhaus, justo después de recibir en 2018 el premio Nobel de Economía, por haber conseguido, a juicio de la organización sueca, integrar «el cambio climático en el análisis macroeconómico a largo plazo». Si tuviésemos que resumir el mensaje de The Value of a Whale y The Price is Wrong diríamos que es exactamente el contrario. Tanto el primer libro —escrito por Adrienne Buller, editora y presentadora de The Breakdown e investigadora en Common Wealth— como el segundo —firmado por Brett Christophers, geógrafo y profesor de la Universidad de Uppsala— se proponen demostrar que, si existe alternativa, esta no debe, pero sobre todo no puede, pasar por el mercado. Ambos autores utilizan la via negativa como método: más que presentar una serie de propuestas sobre cómo salvar el planeta, Buller y Christophers nos brindan herramientas para entender algo igual de imperioso: qué no hacer en nuestro intento de salvarlo, qué caminos no tomar y por qué. Aparte de la via negativa, el segundo rasgo metodológico que estos libros parecen compartir es el de la puesta en marcha de un tipo de crítica en particular, la crítica inmanente.
En Critique of Forms of Life, Rahel Jaeggi explica que la crítica inmanente opera «a partir de contextos existentes y estándares internos al tema en cuestión», situando la normatividad en el propio desarrollo de las prácticas sociales, entendidas a su vez como contradictorias en sí mismas. En otras palabras, en lugar de confrontar la realidad con ideales preestablecidos, la crítica inmanente desarrolla dichos ideales a partir de los movimientos contradictorios de la realidad social misma. Buller, por ejemplo, busca demostrar cómo el conjunto de ideas y prácticas propias del capitalismo verde son contraproducentes y se derrotan a sí mismas. De hecho, nos invita a abordar dichas prácticas «en sus propios términos». Christophers, por su parte, construye su argumento no negando la premisa capitalista de obtención de beneficios, sino enfocándose en ella y usándola como prueba de la incapacidad actual del mercado para garantizar una transición energética.
Habiendo visto el cómo, pasemos ahora al qué, la idea fundamental defendida en cada uno de estos libros. Buller comienza The Value of a Whale con la siguiente premisa: el principal peligro que enfrentan quienes se preocupan por la crisis climática ya no proviene de aquellos que la niegan por completo, sino de manera más insidiosa, de quienes, aun reconociendo su importancia, parten de presupuestos erróneos y llegan a soluciones equivocadas. «La amenaza más potente y generalizada para la acción», afirma Buller, «no procede tanto de la obstrucción como de la búsqueda de falsas “soluciones”». La autora llama «capitalismo verde» a este fenómeno, y lo define como el proyecto que une, por un lado, el esfuerzo por preservar las relaciones capitalistas existentes y, por otro, la voluntad de asegurar que, en la transición a una economía descarbonizada y sostenible, surjan nuevos espacios de acumulación. En un esfuerzo por sistematizar dicho capitalismo verde, dedica el primer capítulo a presentar críticamente sus presupuestos teóricos y políticos, basados en la teoría económica neoclásica y en el neoliberalismo como forma de gobierno.
La primera entiende el cambio climático como un fallo de mercado, es decir, como la incapacidad de valorar adecuadamente la externalidad de una actividad económica. Al no tener precio, estas externalidades se mantienen fuera del mercado, lo que impide que este último produzca un resultado óptimo. La solución es por tanto obvia: el mercado debe internalizar estos costos a través del mecanismo de precios. Aquí Buller nos recuerda que detrás de este razonamiento está el objetivo de la eficiencia, el uso más eficiente de los recursos para satisfacer ciertas necesidades, pero no la bastante más apremiante eficacia, la justicia o la igualdad. Según Buller, la disciplina económica, su prestigio y supuesta objetividad, funcionan hoy en día como una fuerza que obstruye una respuesta efectiva a la crisis medioambiental. Para ilustrar su argumento, utiliza el ejemplo del Costo Social del Carbono (CSC), el coste marginal de los impactos causados por la emisión de una tonelada adicional de carbono. Para demostrar el carácter subjetivo y político de las decisiones tomadas para determinarlo, apela a la no inclusión de industrias clave debido a la falta de datos, la reducción a un valor monetario de elementos cuya naturaleza les impide ser cuantificados, o el establecimiento de equivalencias entre impactos, regiones y bienes no equivalentes.
El segundo capítulo se centra en la medida estrella del capitalismo verde: los mercados de carbono. La cuestión de la valoración, y en particular la del establecimiento de un precio, es central tanto en el argumento de Buller como en el de Christophers. Como veremos, ambos deben leerse como un intento de desplazar la discusión en torno al precio. El capítulo tercero y cuarto exploran el incipiente sector de la gestión de activos, así como el floreciente sector de las «finanzas sostenibles». Según Buller, este sector, con altos niveles de concentración del capital y caracterizado por un entramado jurídico complejo y bifurcado, donde los incentivos para las distintas partes implicadas no siempre coinciden, ha ido asumiendo un rol económico y político fundamental, pero dañino, en la asignación de inversiones y en la definición de la agenda climática. El quinto capítulo amplía la perspectiva más allá de Wall Street y la City londinense, y expone cómo las instituciones económicas internacionales no solo socavan nuestra capacidad de actuar eficazmente, sino también y, sobre todo, nuestra capacidad de responder a la crisis ecológica garantizando cierta justicia.
El análisis de Buller es rico en ejemplos y se esfuerza en demostrar empíricamente el fracaso de las soluciones propuestas por los defensores del capitalismo verde. De hecho, Buller reitera una y otra vez que la evidencia de que los mecanismos de precio y compensación del carbono funcionen es escasa o casi nula. Tal vez lo más interesante de su análisis sea su explicación de por qué ocurre esto, una explicación que podríamos denominar el «problema de la abstracción». Si bien Marx no está particularmente presente en libro, su análisis del capital como una lógica de abstracción, fuertemente ligada al desarrollo histórico del intercambio económico, sí lo está. En resumen, Buller parece sostener que el programa político del capitalismo verde no puede funcionar porque su lenguaje es incapaz de integrar la complejidad del mundo natural. No se trata solo de ver en la economía neoclásica un conjunto de ideas que privilegian la eficiencia y la reproducción del capital por encima de todas las cosas, incluidas las necesidades concretas de la naturaleza humana y no humana. El problema, parece decirnos, es que el análisis económico hegemónico, basado en altos niveles de abstracción, es incapaz de incorporar la complejidad inherente a la crisis climática. Por esta razón, Buller afirma que lo máximo que logran es «crear un elegante cálculo de la nada». Aunque posee una evidente «elegancia teórica», mecanismos como el precio del carbono se ven repetidamente frustrados por «el desorden de la realidad». La realidad encarnada del mundo natural no encaja en los modelos incorpóreos de la arquitectura capitalista verde. En definitiva, cuando se trata de la crisis ecológica, siempre queda un afuera del cálculo que imposibilita que este provea una solución eficaz. La lógica de la abstracción deviene así una lógica de la dominación.
Ciertamente, todo marco teórico enfrentará este problema, inherente al lenguaje y a la conceptualización. Sin embargo, Buller parece sospechar que la economía neoclásica es particularmente ciega a sus propias limitaciones. Sus cálculos y modelos no solo son especialmente incapaces de integrar la complejidad de los ecosistemas en los que vivimos en hojas de cálculo y activos cuantificables, sino que además requieren un olvido activo y consciente de ciertos datos. A esto se le suma la confusión entre su relativa capacidad para calcular el riesgo y la capacidad de enfrentar la «incertidumbre radical» que plantea la crisis climática. Buller destaca lo rápido que «esta contabilidad abstracta del carbono choca con la realidad encarnada de la biosfera» y declara que la «abstracción de la complejidad y la interconexión de los sistemas en los que se sitúan», vuelven toda solución propuesta «prácticamente imposible». Si el mal idealismo de la economía neoclásica no produjese efectos reales quizás no sería tan preocupante; lamentablemente, su desmaterialización implícita vuelve casi imposible la integración de los límites concretos y materiales del planeta.
En The Price is Wrong, Christophers adopta un enfoque relativamente distinto. Para empezar, se desmarca en su valoración de la contradicción entre el capitalismo y el medio ambiente. Mientras que el análisis de Buller la alinea con aquellos autores que identifican al capitalismo como un sistema socioeconómico necesariamente antiecológico —que utiliza y se enriquece del mundo natural pero que simultanea e irremediablemente lo destruye— la posición de Christophers es otra. Si en Buller podemos leer afirmaciones como que «el capitalismo es, por diseño, una “máquina externalizadora”», Christophers sin embargo sostiene que «el impacto medioambiental del capitalismo es contingente», no fundamental. Para el autor, lo esencial al capitalismo es la propiedad privada y el imperativo de acumulación; y aunque es cierto que el capitalismo contemporáneo destruye inevitablemente el medio ambiente, solo lo hace «en un sentido indirecto». Ahora bien, ¿en qué consiste este sentido indirecto? Christophers centra su análisis en la cuestión energética, crucial dado que una grandísima parte del uso de combustibles fósiles se produce en la generación de electricidad. Más concretamente, su libro se propone responder a la siguiente pregunta: ¿Cómo podemos explicar que, a pesar de ser actualmente más barata que la energía de fuentes fósiles, la transición a las energías renovables no se esté produciendo como esperábamos?
Al igual que Buller, Christophers toma en serio las afirmaciones de los economistas: dado que nos enfrentamos a un problema de precios, decían estos, es necesario que el Estado intervenga con subsidios para así dar al sector privado la confianza necesaria para invertir. La pregunta es, una vez se han reducido los costos y resulta igual o más económico invertir en renovables, ¿por qué sigue siendo necesario el rol del Estado? ¿Por qué no puede el mercado, por sí mismo y según sus propias premisas, llevar las riendas de la transición energética? Para empezar, nos dice Christophers, porque la pregunta está mal planteada: no es que el precio sea incorrecto y necesite ser corregido, el problema no radica en él. En su lugar, Christophers propone una respuesta alternativa sencilla, aunque de explicación compleja: el beneficio y la rentabilidad. La razón por la cual la transición energética no puede ocurrir dentro del mercado es, lisa y llanamente, que las energías renovables no son una propuesta suficientemente atractiva. El factor clave es el beneficio esperado, esto es, el beneficio que una entidad que planea invertir en energía solar o eólica espera obtener de dicha inversión. Como veremos, que sea el beneficio esperado y no necesariamente el actual tiene cierta importancia.
La siguiente pregunta que naturalmente nos hacemos como lectores es la de la relación entre costes y beneficios: ¿no implica un menor precio, un mayor beneficio? Christophers responde que, si bien el coste tiene un impacto en el beneficio, existen varias razones por las cuales menores costes de generación no se traducen automáticamente en mayores beneficios. Según el autor, hemos construido y organizado los sistemas eléctricos de tal manera que la sustitución de energía sucia por energía limpia no resulta tan sencilla. Christophers señala dos razones principales por las que el cálculo del beneficio esperado no es atractivo: la competencia y la predictibilidad. Un aspecto importante del negocio de la generación de electricidad es su alta competitividad, que tiende a reducir beneficios. Otro aspecto es la dificultad de previsión, especialmente en países con mercados eléctricos liberalizados, con precios altamente volátiles, lo cual convierte cualquier inversión en una apuesta particularmente arriesgada. Así, mientras el análisis de Buller se centra en la abstracción, el de Christophers ilustra como la lógica de la competencia deviene una forma social de dominación. De igual manera, nos muestra, con su argumento sobre la alta volatilidad de los precios y la consecuente dificultad para preverlos, el problema de la incertidumbre. Esta última, siguiendo a Roberts y su lectura republicana de Marx, sería una característica fundamental del mercado como proceso social anárquico que acaba en la dominación impersonal de los agentes involucrados.
Como en el libro de Buller, el sector financiero, y en particular empresas como BlackRock, desempeña un papel central en la historia contada por Christophers. Dado que el problema en cuestión es fundamentalmente de inversión, el sector financiero asume un rol preeminente. Según el autor, esto se debe a que, a diferencia de otros sectores, el de las energías renovables rara vez cuenta con el capital necesario para construir parques solares o eólicos, lo cual le vuelve más dependiente del capital financiero, de sus motivaciones y preferencias. En última instancia, para Christophers, esto significa que, si bien la izquierda tiene razón al criticar un Estado que socializa los riesgos mientras permite la privatización de los beneficios, el papel del Estado continúa siendo esencial en la transición energética, incluida una que pase por el mercado. Este último, por sí solo, no la hará.
Ahora bien, Christophers concluye su libro con una reflexión un poco más ambiciosa. Recurriendo a Polanyi, sostiene que al igual que para el economista austrohúngaro la tierra, el trabajo, y el dinero constituyen «mercancías ficticias» —es decir, bienes a los que se les atribuye la condición de mercancía pero que no son creados con el fin de comprarse y venderse— la electricidad también debería entenderse como perteneciente a dicha categoría. En tal caso, se debería abogar por su desmercantilización, o como mínimo, recordar, una vez más siguiendo a Polanyi, que, con las «mercancías ficticias», tanto la intervención institucional externa como el acatamiento por parte de los agentes de mercado de normas y convenciones capaces de sostener la ficción colectiva son cruciales. En cualquier caso, Christophers alega que, si el Estado desea acelerar de manera sustancial el proceso de descarbonización, el modelo más viable es la propiedad pública de los activos de energías renovables. Y recuerda: la participación del Estado no debe justificarse por su alta rentabilidad, sino precisamente, por lo contrario.
Tanto para Christophers como para Buller, de lo que se trata, en primer lugar, es de rechazar al mercado por ineficaz. En segundo lugar, se debe contrarrestar la fuerza despolitizadora del mercado e impedir su transferencia de cuestiones políticas a un terreno no democrático. En otras palabras, se debe desafiar la separación ideológica entre la esfera económica y la esfera política. En medio de la desesperación, de una crisis que parece imposible de resolver y cuya urgencia crece cada día, la tendencia a aferrarse a cualquier «solución» resulta comprensible. The Value of a Whale y The Price is Wrong sirven como excelentes advertencias: frente a la emergencia climática, no cabe cualquier respuesta. El remedio, parecen decirnos, puede ser efectivamente peor que la enfermedad. Sobre todo, en este caso, donde el remedio es la enfermedad.