Mark Blyth y Daniel Driscoll
Existen múltiples teorías encontradas sobre los motivos que hay detrás de las políticas antiecológicas del presidente estadounidense, Donald Trump. Tal vez sean un reflejo de la influencia de las industrias intensivas en carbono en los estados controlados por los republicanos. O tal vez lo que estén haciendo sea canalizar cierta hostilidad ideológica contra la idea de que el Estado debe desempeñar algún tipo de papel planificador en la economía.
Sea como fuere, cada vez resulta más evidente que la administración Trump quiere detener la descarbonización no solo en Estados Unidos, sino en todo el mundo. Visto así, buena parte de la reciente incoherencia política estadounidense empieza a cobrar más sentido, aunque de una forma peligrosamente regresiva.
Estados Unidos cuenta con vastas reservas de combustibles fósiles que durante décadas han sostenido la prosperidad del país. Estos combustibles fósiles han iluminado ciudades, impulsado fábricas, estimulado el crecimiento del empleo en la posguerra y forjado amplias coaliciones políticas regionales entre trabajadores, el sector agrícola y las empresas. También son materias primas sumamente rentables, cuyas exportaciones crean una dependencia mundial de los suministros estadounidenses (cosa que es especialmente cierta en el caso del gas natural licuado tras la invasión a gran escala de Ucrania por parte de Rusia). Los combustibles fósiles son un componente central de la economía política del país y un factor clave en la formulación de la política interior y exterior de Estados Unidos.
La administración Trump está al tanto de esto. De ella forma parte realistas ideológicos que entienden que las transiciones energéticas crean hegemonías, que la energía es poder. Del mismo modo en que el carbón impulsó la revolución industrial en Inglaterra, el petróleo y el gas alimentaron el dominio de posguerra de Estados Unidos. Quien controla la energía controla el futuro.
Por desgracia para Estados Unidos, si la próxima transición energética es ecológica, el futuro pertenece sin duda a China, cuyo dominio de las tecnologías verdes está firmemente asentado, sin importar qué métrica se analice. En cuanto a los minerales críticos para estas tecnologías, China suministra la mayor parte del litio refinado (70%), del cobalto (78%), del grafito (95%), de las tierras raras (91%) y del manganeso (91%) del mundo. En cuanto a la fabricación de tecnologías verdes, China representa el 80% de la producción de paneles solares, entre el 50% y el 70% del mercado de aerogeneradores y más de la mitad de los vehículos eléctricos. Y, en términos de implementación, está llevando a cabo tres cuartas partes de los proyectos de energías renovables de todo el mundo.
Todo esto son buenas noticias para quienes se preocupan por la descarbonización, pero son malas noticias para quienes tienen la esperanza de prolongar la hegemonía estadounidense. Si Estados Unidos quiere preservar su supremacía global, la lógica realista dicta que es necesario que China fracase. Y Estados Unidos puede conducir a ese desenlace si sigue haciendo exactamente lo que está haciendo.
Desde que Trump volvió a la presidencia, su administración ha venido reformulando el consumo estadounidense mediante la imposición de aranceles masivos a las importaciones y el abandono del programa de incentivos e inversiones nacionales de descarbonización de la administración anterior. La Ley de Reducción de la Inflación fue un intento explícito de competir con China en tecnología verde, pero ahora los estadounidenses están dejando de lado las energías renovables de las cuales apenas estaban empezando a disfrutar.
El proyecto de la Big Beautiful Bill Trump presagia un desastre para el futuro de las inversiones en tecnología verde en Estados Unidos, y además su administración está desregulando aún más los combustibles fósiles y añadiendo más obstáculos a los proyectos de energía limpia. Mientras la Agencia de Protección Ambiental está inmersa en finiquitar su propia capacidad de regular las emisiones de carbono, los satélites de la NASA que rastrean las emisiones de Estados Unidos están siendo objeto de un proceso de autodestrucción. Todas estas medidas, junto con los aranceles del 30% sobre las importaciones procedentes de China, lo que hacen es indicar a los productores de tecnología verde que el principal consumidor mundial ya no quiere sus productos.
Al mismo tiempo, Estados Unidos está intentando reducir la demanda mundial de tecnología verde china obligando a sus principales socios comerciales a importar, en su lugar, combustibles fósiles estadounidenses. El principal socio comercial de China, la Unión Europea, acaba de comprometerse a comprar 750.000 millones de dólares de petróleo y gas estadounidense para 2028 —una cifra que supera con creces la producción actual de Estados Unidos—. Y el resto de los principales socios comerciales de China están siguiendo su ejemplo. Japón y Taiwán han acordado invertir miles de millones de dólares en gas natural licuado estadounidense, y Corea del Sur está a punto de sumarse a ellos.
Estas medidas provienen directamente del manual de estrategias estadounidenses de la posguerra: al garantizar que los mercados europeos dependiesen del petróleo estadounidense, el Plan Marshall impidió que la Unión Soviética ejerciera su influencia energética sobre el continente.
El actual gobierno estadounidense no solo está intentando reequilibrar el comercio. Está obstruyendo la descarbonización global por una cuestión política. La caída de la demanda estadounidense de tecnologías verdes reduce la demanda global en una cantidad nada desdeñable. Y la manipulación de los términos de los acuerdos comerciales bilaterales para favorecer los combustibles fósiles estadounidenses en el extranjero socava aún más la demanda de tecnología verde, lo cual impide la transición hacia la energía limpia en bloques clave como la Unión Europea y Asia oriental.
La administración Trump está haciendo todo lo posible para garantizar que los combustibles fósiles sigan dominando el mix energético del siglo XXI. Si tiene éxito, los beneficios a corto plazo para Estados Unidos serán enormes. Pero el daño a largo plazo para el planeta será mucho mayor.
Mark Blyth, profesor de Economía Internacional en la Brown University, es coautor (junto con Nicolò Fraccaroli) de Inflation: A Guide for Users and Losers (W.W. Norton & Company, 2025).
Daniel Driscoll es profesor adjunto de Sociología en la Universidad de Virginia y miembro no residente del Instituto Roosevelt.
Este artículo fue publicado originalmente por Project Syndicate el 21 de agosto de 2025.