Saila Marcos ||
Hay dos escenas. La primera tiene lugar en un patio de un colegio del barrio gijonés de La Calzada. Los chavales juegan a lo que juegan todos los chavales: a imitar la vida adulta. En este caso, a mediados de los ochenta, el juego es la policía cargando contra una protesta de trabajadores de los astilleros con periódicos enrollados a modo de toletes. La segunda escena es una distopía sobre una industria deshabitada y se inspira en las consecuencias de la crisis económica de Chile de 1982. Se trata de la letra de la canción Muevan las industrias, de Los Prisioneros, que dice: «Yo me acuerdo que los fierros retumbaban y chocaban en el patio de la escuela. / Con cada ritmo que marcaban, dirigían el latido de nuestro propio corazón».
La reconversión industrial en Asturias no fue un fenómeno novedoso ni excepcional, ni tampoco lo fue esa simbiosis entre trabajo, protesta y vida cotidiana que tan poéticamente ilustran estas dos escenas. Desde la década de 1980 la industria que había mantenido a la región se extinguió a través de un proceso que resultó traumático para toda la sociedad y altamente conflictivo. La resistencia numantina que se planteó desde sectores como el minero o el naval consiguió acuerdos que amortiguaron el golpe, pero obligaron a Asturias a depositar sus esperanzas de progreso en un sector terciario precarizado y sujeto a la temporalidad. Los sociólogos utilizan el concepto de «nostalgia de las chimeneas» para definir la añoranza del prestigio y de la seguridad laboral que se habían conseguido en industrias como el metal o en la minería.
La palabra «reconversión» está cargada de una historia de derrota. En parte, porque en la mayoría de los casos se pervirtió su finalidad, que era la de crear un tejido laboral alternativo a la industria pesada y mantener el bienestar que esta generaba de manera subsidiaria. Sin embargo, para la panorámica que pretendemos trazar en estas páginas, quizá sería útil entender que ninguna derrota, como tampoco ninguna victoria, es total o permanente. Y que a pesar de que muchos obreros y obreras se fueron a casa lamentando el fracaso, hay ciertos pasajes que, vistos en perspectiva, podrían servir para iluminar lo que viene.
En enero de 2022 la prensa regional publicaba: «Economistas dudan de que Asturias salga más fuerte de su quinta reconversión». El tono es tan naturalmente pesimista que se convierte en un chiste por accidente. Si en los ochenta el motivo fue la deslocalización industrial, las transformaciones productivas actuales están justificadas, en buena medida, por la crisis climática. El futuro ahora se promete verde y hay quien habla del hidrógeno renovable como la nueva minería de Asturias. Actualmente, hay veintiséis proyectos relacionados con este combustible y la intención es que la región produzca 20.000 toneladas ya en 2024, hasta convertirse en uno de los referentes a nivel europeo.
Así las cosas, cómo se ha lidiado históricamente desde abajo con los diferentes envites de la reconversión forma parte de una tradición de la que, sea como fuere, tenemos que partir. Nos proporciona una genealogía de resistencia. ¿Podemos aprender de la protesta en la fábrica cuando ni siquiera hay fábrica? ¿Puede un trabajador que desempeña su labor desde casa recoger alguna enseñanza de una lucha que se articuló principalmente a través de la asamblea? Quizás no demasiado, pero lo que ocurrió durante aquellos años, no solo en Asturias, permite imaginar al menos una alternativa ante la catástrofe, que es la posibilidad de combatir. Tanto entonces como ahora el ideario neoliberal ofrece como inevitables soluciones que parecen haber colonizado hasta nuestros sueños de un futuro vivible.
Es cierto que se dio en un contexto muy particular: una región relativamente pequeña, con una tradición de resistencia obrera muy presente en el imaginario colectivo, donde la empresa no solo marcaba a los trabajadores, sino que también determinaba la sociabilidad, el ocio y hasta las vacaciones de barrios enteros. La normalidad era eso. Y es cierto que incluso puede constituir un símbolo relativamente fácil de reivindicar. En todo caso, fueron años muy convulsos, con pequeños fuegos ardiendo en diferentes empresas de toda la provincia. Los trabajadores de industrias tan distintas como la naval y la textil tuvieron que ayudarse mutuamente a resistir de manera eficaz, tuvieron que enseñarse cosas tan básicas como encender una barricada con seguridad. La acción propició durante aquellos años, y de manera especialmente fuerte, la alianza entre identidad y conciencia. Algunas de aquellas acciones se convirtieron en tótems del movimiento obrero y reverberaron en protestas posteriores, como la huelga minera de 2012.
La reconversión de la mayoría de esas industrias se dilató durante años. Fueron procesos extensos y complejos desde muchos frentes: el sindical, el empresarial, el legal… Sin embargo, se dieron dos circunstancias que, al menos, resultan inspiradoras. La primera fue la vehemencia de los trabajadores de los astilleros por sacar la protesta fuera del entorno de trabajo y plantear el mantenimiento de la industria como un problema de toda la ciudad, no solo un asunto gremial; y la segunda es un caso menos conocido, pero mucho más aleccionador. Se trata del conflicto protagonizado por las trabajadoras de las fábricas Confecciones Gijón.
Las obreras del textil sostuvieron una larga e intensa lucha por sus puestos de trabajo que incluyó la ocupación de la fábrica durante cuatro años e incluso la creación de un partido político. Empezaron desde cero, sin experiencia en organización sindical y fijándose en las compañeras del textil en Cataluña, además de en los ejemplos más cercanos. Su férrea determinación y el ingenio con el que se defendieron suponen un referente sin parangón que lega, como escribe César Rendueles en IKE, retales de la reconversión, «un auténtico manual de instrucciones para actuar en el nuevo (y a la vez antiguo) capitalismo global de las empresas de trabajo temporal y de los contratos por obra».
Quemar la tierra
El proceso de desindustrialización en España se produjo de manera tardía en comparación con otras regiones de Europa occidental y de Norteamérica, y se retrasó, debido a la coyuntura política de los setenta, hasta la década de los ochenta. En el caso de Asturias en concreto se dio en un contexto con dos particularidades reseñables: el grueso de la industria pesada y de la minería eran de propiedad pública (Hunosa y Ensidesa concentraban cerca de 50.000 trabajadores cuando empezó la crisis) y su evolución estuvo determinada por la fortaleza y la capacidad de presión del movimiento obrero.
Rubén Vega, historiador y profesor de la Universidad de Oviedo, además de experto en movimientos obreros y procesos de desindustrialización, explica que tradicionalmente han existido dos modelos de reconversión. El de tierra quemada, que fue el practicado en el rust belt estadounidense y en la Inglaterra de Margaret Thatcher, consiste en cerrar las empresas sin ningún tipo de compensación, dejando tras de sí un paisaje apocalíptico. Estas políticas no solo arrasan con cientos de miles de empleos, sino que su violencia provoca una herida emocional en esas comunidades, que pierden su identidad colectiva y la posibilidad de progreso. El segundo modelo, el alemán, plantea una alternativa a través de coberturas sociales. En la cuenca del Ruhr, tras la reconversión de la siderurgia y de la minería, la compensación a los trabajadores fue, entre otras medidas, la planta de automóviles de la Opel, ya cerrada, y la que ahora mismo es la mayor empresa de la región, la Universidad Ruhr de Bochum.
«Nosotros», dice Vega refiriéndose al caso asturiano, «estamos más cerca del modelo alemán». Aunque con matices. Las conquistas de las huelgas de los sesenta habían propiciado una generación de obreros industriales y mineros bien pagados, que con el cierre consiguieron (en muchos casos, tras peleas muy duras) prejubilaciones y pensiones que les permitieron mantener el nivel de ingresos que tenían estando en activo. «Además, llegan los fondos territoriales de compensación que, a veces malgastados o gastados con mala cabeza, han amortiguado el golpe. Lo que queda detrás de eso, no obstante, es una generación de hijos de obreros que no pueden ser obreros porque no hay trabajo, pero que son, en su gran mayoría, universitarios», explica. Los estudios como refugio del paro.
Barricadas los martes y los jueves
Naval Gijón, el nombre con el que se conoce al astillero desde 1985, tras la fusión de Marítima del Musel y Dique de Duro Felguera, se convirtió en el principal foco de resistencia obrera desde mediados de 1970 hasta su cierre en 2009. Las estrategias sindicales y la capacidad de leer el momento y adaptar las formas de acción colectiva consiguieron alargar la vida de la empresa mucho más de lo que cualquier directivo o la administración hubiera deseado, sobre todo —y quizás lo más llamativo— teniendo en cuenta que se trataba de una empresa deficitaria. Así, Naval Gijón se convierte en la avanzadilla de las protestas sociales contra las consecuencias de la reestructuración industrial en la región.
En el artículo Arden las calles, Rubén Vega asegura que por «la fuerza y la cohesión adquirida por los trabajadores» durante los años previos a la etapa más conflictiva, permaneció como herencia «una confianza casi ilimitada en la eficacia de la movilización». La industria naval había empezado a desplazarse principalmente a Asia y la fusión de ambas empresas significó el inicio de una época marcada por los esfuerzos de los trabajadores en mantener la actividad de una empresa en permanente riesgo de cierre.
En las huelgas generales de 1983 y 1984 lograron paralizar la ciudad con manifestaciones masivas. El repertorio de acciones colectivas incluía barricadas dos veces por semana, los martes y los jueves, que se extendieron durante años poniendo en pausa la actividad de la ciudad. En aquella época se dieron imágenes difíciles de imaginar hoy en día, como cuando en enero de 1985 los obreros de Astilleros del Cantábrico desguazaron un buque para venderlo como chatarra y poder recuperar parte de los 128 millones de pesetas que la empresa les adeudaba en salarios.
En 1988 se lleva a cabo una de las acciones más recordadas de aquellos años: los obreros colgaron un camión de una grúa de Naval Gijón, cortando el tráfico de la calle Marino Pola. Ya a finales de los noventa, durante una de las jornadas de protesta, los trabajadores, vestidos con monos de trabajo, se metieron en las oficinas de Duro Felguera y arrasaron con los ordenadores y todo el material de oficina que encontraron a su paso. Las crónicas de la época hablan de pérdidas millonarias. Esa radicalidad que adquirieron algunas de las protestas y los inconvenientes que producían en la vida cotidiana no mermaron, sin embargo, el apoyo popular.
Cristina Cipitria Castro, en un ensayo publicado en Lugares de la memoria del movimiento obrero en Gijón, cuenta que todas esas acciones tenían como base fundamental la asamblea. De ahí salían todos los acuerdos para montar las barricadas, evitando provocar daños en el mobiliario urbano o en los coches de particulares. En esas asambleas también se recaudaba dinero para reparar los destrozos que podían causar en las viviendas de los vecinos de los barrios en los que se manifestaban.
Cuando se tiene conciencia de clase, y más cuando estás metido en un proceso tan salvaje como el que supone una reconversión para toda una región, tratar de atraer y convencer a quien no la tiene pero está en el mismo bando es casi un imperativo moral. Es por eso que los de Naval Gijón se empeñaron, de manera deliberada, en que la ciudad se sintiera interpelada por el conflicto. Para ese entonces ya se conocían las consecuencias de esas políticas en otras zonas y el futuro que anticipaban era pesimista para todos: altas tasas de desempleo, precarización de las pequeñas empresas a causa del cierre de las grandes factorías y éxodo masivo. La campaña de publicidad de todas las acciones era intensa. Rubén Vega recuerda que antes de empezar cualquier acción se empapelaba la ciudad e iban a colegios, institutos y asociaciones vecinales y culturales «explicando que salvar el astillero era salvar la economía de la ciudad. Y eso mismo es algo que también ocurrió en otros sitios, como en el astillero Río Santiago de Ensenada, Argentina».
«Cuando hubo ocasión de demostrar que esa posición era más que un discurso también se hizo», subraya Vega. Pone como ejemplo lo que sucedió en 1996 con un aumento considerable de la carga de trabajo. Los obreros y el comité de empresa decidieron no hacer horas extra para que se generaran más empleos. Se crearon unos doscientos que fueron a parar, sobre todo, a gente joven. Además, en el marco de esta visión colectiva de la economía, pusieron como condición que fueran los trabajadores fijos los encargados de formar a los eventuales y que estos fueran contratados por la empresa en las mismas condiciones y aplicándoles el mismo convenio, en lugar de utilizar otros subterfugios como subcontratas. Hay más ejemplos. Antes de aquello, tras un ciclo de protestas a finales de 1987 y sobre todo en 1989, lograron que se integraran todos los trabajadores que, tras la fusión en Naval Gijón S. A., no habían encontrado otra salida laboral.
Esa conciencia clara de que fue su esfuerzo y el apoyo social lo que permitió mantener sus empleos queda patente en una anécdota que recoge Vega en Arden las calles. Tras una serie de protestas, los trabajadores habían conseguido, además de forzar la contratación de barcos, una importante subvención pública que permitió la modernización de las infraestructuras. «Los trabajadores sienten como propia esta mejora hasta tal punto que, cuando se produce, en octubre de 1996, organizan, con el consentimiento de la empresa, unas jornadas de puertas abiertas en las que los obreros muestran la nueva maquinaria a los cerca de cuatro mil ciudadanos que se acercan al astillero». La visita guiada incluía, además, una sección en la que mostraban las «armas de guerra», es decir, aquellas con las que se habían enfrentado a las cargas policiales durante las barricadas.
De planchar a okupar
La tradición de protesta y la alianza previa entre los trabajadores fue fundamental para que los de la Naval pudieran aguantar durante más de dos décadas. Ese detalle es lo que convierte el conflicto de Confecciones Gijón, sin duda, en el más singular de la época. Ellas no tenían nada previo de lo que partir.
Confecciones Gijón fue rebautizada como IKE a partir de unas camisas diseñadas en honor a Ike Eisenhower. Hoy en día cuesta imaginarlo, pero el textil asturiano había llegado a tener un peso determinante en la producción nacional. A partir de la década de los setenta la producción empezó a mermar por los procesos de deslocalización que movían las fábricas a otras regiones con mano de obra más barata. Según datos que recoge Carlos Prieto en IKE, retales de la reconversión, a finales de la década de los setenta la empresa fabricaba más de un millón de camisas y daba trabajo a 680 personas. Sin embargo, en 1989 la producción había disminuido notablemente: se fabricaban 200.000 camisas y el número de empleadas apenas superaba las 270.
Su lucha por mantener los puestos de trabajo y evitar el cierre definitivo se extendió entre 1984 y 1994. La lista de acciones resulta abrumadora: hicieron barricadas, quemaron neumáticos, promovieron cortes de tráfico, ocuparon la Embajada de Cuba en Madrid y también un barco de nacionalidad bahameña anclado en el puerto de Gijón. Alrededor de tres mil vecinos se manifestaron en solidaridad con ellas en 1990. Se cuenta que las trabajadoras llevaban agujas de tejer para pinchar a los antidisturbios cuando intentaban cargar contra ellas. Cómo no, desde la administración pública no faltaron recriminaciones hacia las trabajadoras, cuyas protestas, decían, entorpecían cualquier proyecto para buscarles una alternativa laboral. En 1991, para conseguir que el conflicto no se apagara en los medios de comunicación, montaron el partido Mujer-IKE Contra el Paro que, si bien fue simplemente una estrategia de relaciones públicas, consiguió unos tres mil votos.
Lo hicieron teniendo casi todo en contra, empezando por el entorno familiar. En algunos de los testimonios recogidos posteriormente, varias trabajadoras cuentan que sus parejas no les dejaban acudir a las asambleas, o que el empresario les mandaba a preguntar primero a sus padres o maridos si estaban de acuerdo con las reivindicaciones que ellas le hacían. Muchas de las obreras habían empezado a trabajar siendo apenas adolescentes y muchas otras venían de la misma zona del occidente asturiano de donde era originario el dueño. De esta manera, se crearon relaciones de servilismo y deferencia hacia el patrón que, a la larga y de manera paradójica, incluso acabaron siendo beneficiosas para la movilización. Tras llegar las menos conflictivas a acuerdos por su cuenta, quienes se quedaron defendiendo los puestos de trabajo fueron las más radicalizadas.
Carlos Prieto recuerda también la «total indiferencia o incluso el rechazo frontal de los grandes partidos políticos a las movilizaciones de protesta y, sobre todo, la desvinculación del conflicto de los sindicatos mayoritarios (UGT y CCOO) a partir de 1990». Entre los desaires más polémicos para las trabajadoras fue el de la socialista Paz Fernández Felgueroso, consejera de Industria, Comercio y Turismo del Principado de Asturias entre 1987 y 1991, y de la que esperaban ciertas simpatías tras haber defendido durante su trayectoria posiciones feministas.
Al igual que en el caso de los astilleros, las decisiones se tomaban en asamblea. En un testimonio recogido en el libro colectivo Lugares de la memoria del movimiento obrero en Gijón una trabajadora recuerda: «El comité de empresa podía explicar las cosas y alentar una línea, pero las decisiones eran de la asamblea. Esa unión que hay entre el órgano de representación colectivo ligado a la asamblea (…) fue una de las cosas por las que en la parte más jodida de 1990 a 1994 no fueron capaces de desgajarnos».
La ocupación de la fábrica, una de sus acciones más memorables, radicales y efectivas, no fue, sin embargo, algo planeado. El 15 de junio de 1990 la Guardia Civil detuvo a una de las trabajadoras en una barricada, así que el resto decidió plantarse delante del cuartel para protestar. Estando allí, se enteraron a través de un periodista de que iban a cerrar la fábrica. Ese día fue el primero de los cuatro años que mantuvieron el encierro, organizadas en turnos y funcionando casi como un centro social autogestionado en el que incluso se llegaron a celebrar cabalgatas de Reyes por la cantidad de niños que criaron en colectivo las trabajadoras encerradas.
Fue una decisión drástica que supuso un importante sacrificio personal, pero, a la postre, les permitió acabar comprando las instalaciones en una subasta pública. No sin seguir batallando. Cada vez que se intentaba poner a la venta, un grupo de trabajadoras se presentaba para evitar que cualquier comprador se hiciera con el inmueble. Al final, vendieron el solar y la maquinaria y repartieron el dinero entre todas las trabajadoras. También entre aquellas que no habían participado en el conflicto. Además, como recuerda Prieto, donaron 3.600.000 de pesetas (21.600 euros) al fondo de solidaridad de organizaciones no gubernamentales.
La épica de todo aquello, la solidaridad entre trabajadores de distintos ramos y toda la serie de protestas, supuso un desgaste físico y emocional muy fuerte. En Réquiem por la industria en Gijón. Pérdida de identidad colectiva, conflictos emocionales y consecuencias sociales, Ángel Alonso Domínguez recoge el testimonio de una trabajadora del textil que reconoce haberse sentido aliviada cuando finalmente la despidieron. La tensión de la protesta y la amenaza constante de cierre implicó un nivel de angustia altísimo tanto para los trabajadores como para sus familias.
Las bases de la prosperidad
Dice Rubén Vega que, haciendo una panorámica, «podríamos pensar que salimos bien parados» de aquella situación. Sin embargo, «estábamos desmantelando las bases de nuestra prosperidad, lo que ha generado un trauma. No construimos nada. Lo que cambió radicalmente fue el futuro, porque el presente es tolerable». Que esas experiencias no implicaran proyectos de empleo para cientos de obreros —sino, en muchas ocasiones, meras ocurrencias o iniciativas improvisadas para simular que se hacía algo— probablemente haya influido en la sensación de fracaso con la que hace balance de la época. También está la pérdida del prestigio de las profesiones asociadas a la industria pesada, el orgullo y el reconocimiento social de aquellos trabajadores que habían conseguido un empleo estable, con un buen salario, gracias a la organización y la protesta.
Seguramente, para la mayoría de trabajadores de hoy en día resulte muy complicado tan siquiera imaginar cómo replicar alguna de aquellas acciones en su empresa. Las relaciones laborales son más fugaces, ni se concibe ni se espera tener un trabajo para toda la vida, incluso permanecer en el mismo sector para el que uno se ha formado. Hay trabajadores que carecen de un lugar de trabajo al que ir cada día, un punto de encuentro en el que conocer a los compañeros y, sobre todo, compartir quejas, hacer pedagogía o reprender al esquirol.
Pero incluso en situaciones tan adversas siempre hay dos constantes: para protestar hay que estar, primero, dispuesto y, después, tener claro que cualquier revuelta ha de partir de lo colectivo. Es lo que ha pasado en un sitio tan hostil como Amazon, una empresa que gasta millones de dólares cada año en evitar la actividad sindical. En abril de 2022 nacía el primer sindicato en un centro de trabajo del que es el segundo empleador privado más importante de Estados Unidos. Por esa misma época, terminaba también la huelga de nueve meses que habían mantenido las limpiadoras del museo Guggenheim, que tuvieron que recurrir a una medida tan drástica para conseguir un 20% de aumento de sueldo, la reducción de la carga de trabajo y el fin de las jornadas parciales. Pudieron hacerlo también porque durante ese tiempo sobrevivieron gracias a la caja de resistencia del sindicato ELA. Las trabajadoras de Zara no han tenido que llegar tan lejos, pero sí sugerir que estaban dispuestas a ello para lograr unos mínimos de dignidad laboral. En febrero, cerraban con la empresa un acuerdo histórico que incluye mejoras salariales y de complementos como las comisiones, incentivos o nocturnidad, incluso ayudas sociales para gastos de guarderías o material escolar.
Cabría preguntarse qué hubiera pasado si la organización obrera no hubiera alcanzado tal capacidad de presión durante la reconversión asturiana. ¿Sería Gijón nuestro Detroit? Si la reconversión se plantea como una necesidad, y el objetivo común es un futuro más amable, al menos conviene tener en la memoria que se pueden trazar muchos caminos antes de doblegarse.