Esther Miguel Trula ||
¿Hacen ruido las aspas de los molinos de viento si nadie está ahí para escucharlas? Este es el debate puramente intelectual para unos, y de supervivencia y de molestia existencial para otros, que rodea a la transformación energética en la que está inmersa nuestro país y que, ya es casualidad, ha protagonizado dos de las obras de ficción más destacadas del cine español reciente.
«Energía eólica sí, pero no así», dijo Rodrigo Sorogoyen al recoger el premio a la Mejor Dirección en la gala de los Goya 2023. Como muchos saben, él e Isabel Peña (coguionista) firmaron en 2022 As bestas, el thriller que arrebató en sus butacas al millón y pico de espectadores que acudieron a verla durante su exhibición en cines, convirtiéndose así en la película española no cómica más vista en salas en los últimos cuatro años. Basada en hechos reales, As bestas retrata la lucha de una pareja francesa de mediana edad que emigra al interior gallego para empezar una nueva vida como productores ecológicos y que se enfrenta a una familia local de agricultores pobres que, hasta ese momento, han sufrido una vida miserable. En el momento en que una gran empresa internacional busca instalar aerogeneradores sobre sus montes a cambio de un buen dinero, para lo cual es necesaria una aprobación vecinal que los franceses no dan, estalla un conflicto que, en el fondo, deriva de una contraposición entre los deseos de modelos de vida de sus protagonistas.
Aunque As bestas, como película, está principalmente centrada en su faceta de neowestern, gran parte de su interés para el espectador, sobre todo español, reside en la exquisita habilidad de su guion para mostrar un debate milimétricamente ponderado. Lo hace tan bien que convierte el conflicto entre las antagónicas visiones de sus protagonistas en una tragedia fatal donde todos tienen su parte de razón. En su citado discurso de los Goya, Sorogoyen recordaba que los próximos parques eólicos «gigantescos» planeados en la zona de Sabucedo (Pontevedra) iban a poner en jaque el modo de vida de los mismos caballos salvajes que vemos en la película, instalaciones que actúan como símbolo de un modelo muy concreto de destrucción de la flora y la fauna en aquellos lugares donde está teniendo lugar la expansión de las infraestructuras de energías renovables. De este modo, con ese «energía eólica sí, pero no así», el director instalaba en la opinión pública un discurso atractivo pero que, como han señalado también otros expertos climáticos, pese a ser parcialmente cierto también es simplista y corre el riesgo de llevar al inmovilismo.
Nos vamos al otro tótem fílmico de esta historia: Alcarràs, de Carla Simón, Oso de Oro en la 72.ª edición de la Berlinale, película indie más popular de 2022, éxito de crítica y gran perdedora de aquella misma noche de los Goya donde As bestas se alzó como incuestionable ganadora. En Alcarràs, municipio leridano, transcurre el drama de la familia Solé. La mala administración del padre y la presión comercial ejercida por el propietario de la finca fuerzan al clan a cambiar sus cosechas de melocotones por unas huertas solares que el terrateniente les impone, les guste a ellos o no: de este modo, su profesión cambia (de la noche a la mañana): de agricultores a vigilantes de silicio. Y, en cierto sentido, transitan así desde una existencia con la que se sentían identificados y realizados hasta la moderna alienación que inevitablemente conlleva la maximización de beneficios económicos. Las placas solares salen poco en Alcarràs: son sobre todo una amenaza anunciada que sobrevuela el rumbo de los protagonistas. Lo que sí vemos sin cesar en sus imágenes (gracias al naturalista trabajo fotográfico de Daniela Cajías) es la belleza del medio agrícola catalán, así como la lozanía física de toda la familia, del más pequeño al más mayor: confirmación palmaria del saludable estilo de vida que habían llevado hasta ahora los Solé. Durante el tour promocional de la película, Carla Simón contó a la prensa que una parte importante de la inspiración para abordar este tema proviene de sus propias vivencias, dado que la familia de su madre adoptiva cultivaba melocotones en Lleida. Allí «se arrancaron árboles» para colocar placas solares, «pero la cosa no terminó muy bien, los precios que se habían pactado no se dieron. Cambió la ley y mucha gente se arruinó, es un tema complejo. Ahora [la situación] se vuelve a dar gracias a las ayudas europeas y a la necesidad de una energía renovable». Cuando falleció su abuelo, Simón tuvo «la sensación de que [el que retrata] es un mundo que se está acabando, al menos esa manera de hacer agricultura en familia que conocemos desde la Prehistoria. Se está quedando obsoleta porque no es sostenible, la gente está dejando las tierras».
Llegó así al imaginario público nacional el NIMBY (siglas en inglés de Not in my backyard, o «No en mi patio trasero»), gracias a dos historias con gran ingenio expositivo para apuntalar posturas reaccionarias o retardistas ante el reto climático. La primera muestra los grises del debate, mientras que la segunda apela a un sentimiento melancólico por los tiempos que fueron y que ahora nos quitan. Ya hay quien ha señalado que las principales amenazas que se ciernen sobre los caballos salvajes gallegos son, en realidad, tanto la transformación forestal producida por la proliferación de plantaciones con menor valor ecológico (eucaliptales) como la pérdida de diversidad que está sufriendo su hábitat natural a causa del calentamiento global, y que un despliegue de placas como el que se plasma en Alcarràs nunca podría darse en esos términos, ya que la normativa actual no permite instalar plantas fotovoltaicas como las que se plantean en la película sobre terrenos con usos agrícolas (sobre todo de regadío). Sin embargo, no es eso lo que aparece en estas películas. Y así llegamos al «Sí, pero no así»; o, más bien, al «Sí, pero no aquí». Sí, pero que lo hagan otros.
Aunque, tal como decíamos, ya es casualidad que dos obras culturales recientes hayan coincidido de forma tan atinada el mismo discurso, hay razones que nos han llevado hasta aquí, así como también un clima que puede propiciar esta visión de resistencia al cambio. La primera es evidente: en un lustro hemos introducido siete mil megavatios más en sistema eólico (un cuarto del total), lo que equivale a doscientos cincuenta y cinco parques más sobre los que ya había. También significa que en uno de cada ocho de los más de ocho mil cien municipios que existen en España ya hay plantas eólicas en marcha, a lo que se suma el espectacular despliegue solar fotovoltaico que se anticipa en la próxima década. Además, como sabemos, está desarrollándose esa expansión al tiempo que se están ofreciendo facilidades para los macroproyectos e infrapagando a los residentes de aquellas regiones depauperadas que, por supuesto, tienen que asumir el cien por cien de las externalidades que se produzcan por el camino. Dentro de los pueblos este es un debate candente y lícito.
No obstante, a esto hay que sumarle dos motivos que, quizá, estén más conectados con el actual panorama industrial cinematográfico. El primero es evidente: el campo no solo resulta más barato que la ciudad, sino que incluso luce mejor en cámara. El segundo es que, además, estamos haciendo más películas de bajo presupuesto que nunca, lo cual explica el reconocido boom del rural español durante los últimos tiempos, como se puede comprobar al hacer un repaso a la cartelera reciente, donde hay un especial énfasis en las pequeñas historias con ecos personales: El agua, Cerdita, Amama, 20.000 especies de abejas, O que arde y un largo etcétera.
A nivel histórico, el campo ha estado siempre presente en nuestra cinematografía, aunque haya vivido distintas corrientes de representación. Por resumirlas de forma muy somera: entre los años treinta y los sesenta tenemos el cine de la gran migración (La aldea maldita, Surcos, La piel quemada…); hasta los años ochenta convivirían las comedias exitosas protagonizadas por los personajes gañanes de Paco Martínez Soria, las fábulas de Luis García Berlanga y algunas incursiones, más dramáticas y poliédricas, en la crueldad rural (La caza, El crimen de Cuenca, Los santos inocentes…); después llegaría, a principios de los años 2000, una no demasiado fértil etapa de «realismo rural», con obras como La vida que te espera; y entramos en los últimos tiempos, en los que se nota un fuerte cambio de perspectiva y, sobre todo, de punto de partida por parte de sus creadores.
En este relevo generacional cinematográfico lo que nos encontramos son, sobre todo (y, por supuesto, con excepciones), cámaras que observan con curiosidad y sorpresa un mundo opuesto a otro que sí conocen y del que quieren huir: el del binomio ciudad-capitalismo frenético, con ambos elementos representados casi como si fueran la misma cosa. Miran, así, el campo con distancia, como paréntesis sobre el que proyectar experimentos de modelos de vida que, por lo general, les ayudan a sanar el malestar vital generado por las urbes. Cenizas del cielo está narrada desde el punto de vista de un escocés que se enamora del valle Negrón para finalmente quedarse. Las ovejas no pierden el tren es una comedia sobre una pareja española que cree haber encontrado un truco para sobrevivir a la gran recesión: esquivar la precariedad en la gran ciudad a base de teletrabajo y, de paso, criando a su futuro hijo en el medio rural. Brava nos muestra a una mujer que, tras haber sido víctima de una violación en Barcelona, se marcha al pueblo de su padre en busca de paz y autoexploración. En Suro, Un amor y Els encantats aparecen personajes jóvenes que, de tres modos distintos, escapan del fracaso de sus vidas en la ciudad yendo a parar al campo, a la espera de que ese mero cambio de paisaje conduzca a un resultado feliz.
En estas películas, como en tantas otras de esta nueva ola rural (que no citamos por una simple cuestión de espacio), encontramos mensajes de todo tipo: desde la romantización acrítica y el misticismo folclórico hasta el desencanto existencial, pasando por unas buenas dosis de eso sobre lo que Unamuno avisó a Valle-Inclán cuando, mientras daban un paseo, empezaron a pisar verde: «Cuidado, que ahí está el cabrón del campo» (como bien sabe cualquiera que haya leído algo de crónica negra en este país). Tanto repertorio fílmico y tan variadas miradas como las que se están produciendo ahora no podían resultar en otra cosa. En lo que sí coinciden todos estos relatos, normalmente como nota de color de fondo en historias dramáticas de autodescubrimiento personal, es en que esos espacios cruelmente abandonados a su suerte están sufriendo la invasión mercantil y un cambio forzado (y acelerado) de su modelo productivo, algo que, por lo general, se contempla con aflicción.
Aunque no pueda tildarse a este movimiento autoral en su conjunto como propio de unos turistas en la realidad rural (directoras como Carla Simón o Elena López Riera hablan desde la experiencia subjetiva), sí detectamos una universalidad en un asunto concreto: la denuncia de las infraestructuras renovables y sus perjuicios. Para explicar cómo opera este movimiento ideológico me gustaría citar un fragmento de la crítica de As bestas que Pedro Ludena publicó en La Nueva España: en ella, se destaca que la película cuenta con «una fotografía naturalista y sobrecogedora del entorno, con planos que hacen mucho más por el turismo de montaña en el Bierzo que cualquier campaña de márketing, y que el filme se toma el tiempo necesario para mostrar en todo su esplendor, para que la audiencia pueda comprender por qué, al igual que la pareja protagonista, no nos querríamos ir de allí». Este mismo efecto es el que recorre toda esta nueva ola de cine rural, que en ningún caso transmite las ventajas intrínsecas a placas solares y molinos tanto para la dotación energética de las grandes ciudades como para la supervivencia ecológica a largo plazo de esas mismas poblaciones donde se encuentran los protagonistas de las historias. Por el contrario, el mensaje parece apuntar a que estas nuevas tecnologías solo suponen la destrucción de la ya escasa vida local y una agresión al paisaje.
Recoge el Green European Journal que, en los últimos tiempos, y coincidiendo con el calado social de esta ola cinematográfica, el debate se ha calentado tanto que algunas organizaciones ecologistas españolas han pasado de pelear por una transición energética rápida y fuerte a revisar sus posturas. Es decir, que ahora puede ser más importante —y no igual de importante— hacer la transición energética de la forma más justa desde el punto de vista económico para esas regiones, así como realizar estudios concienzudos sobre los impactos en la biodiversidad provocados por los molinos, que avanzar lo más rápido posible. Mientras tanto, en su último informe, el IPCC vuelve a advertir de la urgencia de soluciones y nos recuerda que la ventana de posibilidades para garantizar un futuro habitable se va cerrando con cada décima de grado que sube la temperatura media de la Tierra.
En el cine narrativo es necesario un conflicto, y no hay tensión más seductora ni lucha más rica para el espectador que la del pequeño contra el grande. Cuando estás rodando, por ejemplo, en los páramos altos de Soria (El cielo gira), es difícil resistir la tentación de mostrar, como metáfora visual de esta agresión al modo de vida rural, los gigantes bastones blancos que salpican el horizonte. Este efecto fatalista en lo climático del neorrural español no deja de ser un efecto parejo a otro percibido recientemente por parte de varios ensayistas: el del abuso que se está dando en la cultura popular de relatos futuristas fatídicos y distópicos que no permiten soñar con un porvenir mejor, que asumen el colapso como único destino posible. Mientras los colectivos ecologistas llevan años discutiendo sobre las mejores maneras de desplegar un desarrollo energético respetuoso, rápido y justo, al tiempo que abogan por soluciones complejas, múltiples y simultáneas a los problemas, es igualmente importante que el cine como vehículo ideológico, también el de bajo presupuesto y hecho en casa para contar historias menudas, no caiga en la demonización de las fuerzas del avance.