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Mi novia pulpo

Sophie Lewis ||

Mi maestro el pulpo se estrenó en Netflix en septiembre de 2020, en un mundo sediento de comunión social pero aterrorizado por la contaminación; un mundo en guerra contra el vapor, por no hablar de la humedad, un mundo que se refugiaba claustrofóbicamente en la precaria sequedad del interior, más que dispuesto a escapar visualmente a las extrañas intimidades del Atlántico. El grupo que estaba detrás de la película, The Sea Change Project, es una pequeña iniciativa dedicada a utilizar métodos artísticos y narrativos para lograr la protección del bioma y promover la ecología social en la costa sudafricana; su cofundador, Craig Foster, es la estrella de la película, y el único ser humano al que oímos hablar en pantalla. Rodada en un bosque de algas situado cerca del Cabo de las Tormentas, donde Foster pasó gran parte de su infancia, Mi maestro el pulpo es el resultado de más de una década de trabajo colectivo. Despliega los pilares del género documental marino con una habilidad cautivadora: una cámara de snorkel, planos panorámicos de la luz del sol filtrada por el mar, y «cantos etéreos» como sonido de fondo, que permiten al espectador saber cuándo debe sentir asombro, tristeza o diversión, entre otras cosas. Incluso cuando no aparece ningún pulpo en la pantalla, el espectador acaba embriagado por los solitarios baños de Foster en los bajíos helados, en las densas columnas de algas.

La película es, abiertamente, una historia de amor: una trama sobre un buceador con una cámara siempre a cuestas, cuya relación de un año con una hembra pulpo se presenta, en última instancia, como una conveniente intervención en su pobre salud mental. A lo largo de su noviazgo, Foster filma a su amada siendo asaltada por tiburones pijama y sobreviviendo a aquello (aunque no gracias a él). Al final, su vida natural se acaba y muere tras haberse apareado con otro pulpo e incubado sus huevos. Pálido de dolor, Foster resume su relación: «Ella estaba enseñándome a sensibilizarme con el otro […]. Me enamoré de ella». En las escenas finales, da paseos por la playa con su hijo adolescente y pesca pequeños pulpos —¿sus crías?— con la palma de su mano, esbozando la sonrisa serena de un padre renacido.

Decir que Mi maestro el pulpo es consciente de que es una historia de amor no quiere decir que trascienda la concepción narcisista del mismo a la que se aferran la mayoría de las tramas románticas heterosexuales: la tradición del amor como una oportunidad para el crecimiento personal, que abarca, entre otros, a Petrarca, a Indiana Jones y a la Manic Pixie Dream Girl. El amante blanco típico es cautivado tanto por su amor propio como por el objeto de su amor, de modo que este amor siempre amenaza con convertirse, en cierto sentido, en colonial. Sin embargo, si el encuentro se produce bajo el agua, la historia se presta a una suerte de vulnerabilidad e igualdad radical, como esos Romeo y Julieta adolescentes que se besan en una piscina. Una podría sentirse tentada a decir, exultante, que no hay momento en que una persona se parezca más a un pulpo —libidinoso, umbrío, vulnerable, radiantemente sexy, omnipotenciado— que cuando está enamorada.

 

Aquí va una primera confesión: ¿He dicho «enamorada»? Quería decir «puesta de ácido». No siempre sé diferenciarlo. Ciertamente, estaba puesta de LSD cuando vi Mi maestro el pulpo. Quiero pensar que no sería tan presuntuosa como para escribir sobre los pulpos y sus pretendientes sin esa lucidez lisérgica. Intento abrir mis moléculas a los milagros de esa medicina una vez al mes, y generalmente procuro estar en un bosque o un parque para la ocasión. Esta, sin embargo, era una tarde lluviosa junto a la playa, en Delaware, en tiempos de Covid, y estaba de vacaciones con unos amigos, haciendo de comadrona en su primera experiencia con esta droga, en un lugar interior seguro y acogedor. Qué honor, poner un cuadradito de papel debajo de sus lenguas y tentáculos en sus mentes. La belleza florece. La carne cobra vida. La historia misma late y respira. Todas las cosas, vivas y muertas, reafirman su conexión de una forma que no resulta amenazante. La neurosis desaparece. Gravedad y ligereza, las cosas profundas y las divertidas se entrelazan como anémonas.

No mucho antes, una persona —digamos que fui yo— había tomado ácido y se había metido en el agua clara y fría del embalse de Harriman, un lago de ocho kilómetros cuadrados creado por la presa hidroeléctrica de Harriman, en Vermont. Cuando volvió a salir de él, tres horas más tarde, calculó que un 0,01% de su contenido estaría seguramente compuesto por la corrida de esa persona. El embalse la había acogido en su tintineante abrazo mineral, la había acostado sobre las revueltas corrientes justo debajo de su superficie y la había follado sin parar. Es cierto que, a lo largo de los años, había oído hablar, vagamente, de gente que practicaba sexo con ríos, lechos vegetales y parcelas de bosque. Según había leído, en la Edad Media, los humanos con vulva eran expertos en el arte del clímax oceánico no genital. Pero nunca le había ocurrido nada parecido, ni se lo esperaba, así que su asombro fue considerable. Sentía su cuerpo como un tapiz polimorfo formado por un trillón de culos sedientos abiertos de par en par, dándole la bienvenida extasiados. Nunca antes su coño se había abierto tanto ni había empapado tanto su entorno. Nunca antes, que ella supiera, había sido llevada al orgasmo por un bioma. Hacía tiempo que pensaba que el buen sexo borraba temporalmente el género binario, y esta (más que bienvenida) emboscada sexual por parte del embalse hacía que esta idea se escurriese más allá de toda inteligibilidad.

Al volver a Delaware, ya habíamos pasado un par de horas de nuestro «viaje» sentados en el porche viendo la lluvia caer. Sentíamos que era hora de entrar en casa y reclinarnos mientras veíamos imágenes algo más frívolas. Alguien que no había tomado ácido (y que, por tanto, era capaz de manejar un ordenador), hizo clic en una miniatura de color océano en una plataforma de streaming. Minutos más tarde, llorábamos lágrimas saladas de adoración por aquel pulpo astuto y sexy. Nos mofamos de los repetidos intentos de la película de «justificar» la relación entre especies, convirtiéndola en una suerte de «lección». ¿No podrían haberse resistido a hacer del brazo que le rebrota al pulpo una metáfora de la recuperación de Foster de la depresión? ¿No podrían haber dejado de lado el cansino futurismo reproductivo? Aun así, apoyamos a la pareja. Nos reímos a carcajadas con la total perplejidad de Foster cuando se sumerge por primera vez bajo la superficie y se encuentra con lo que a nosotros nos parecía una lógica de placer y ostentación más que evidente. «¿Qué está haciendo?», entona la solemne voz en off. «¡Espabila, Craig!», chirriamos, con lágrimas bajando por nuestras gargantas cachondas. «Es una zorra queer del espacio exterior. ¡Tienes que ser mejor amante!». Teníamos ganas de extender un tentáculo tranquilizador y ofrecerle medio tripi.

Nada podría ser menos molesto que sucumbir a lo que el filósofo Alphonso Lingis llama «las succiones deslizantes del eros del pulpo». Foster casi sucumbe, y por eso se le traba tanto la lengua y se pone tan nervioso cuando le entrevistan: no puede condensar todo el flirteo y la comunión en una lección zoológica. En un momento dado sostiene, sin parecer del todo convencido, que «ayudar» al pulpo a recuperarse del ataque del tiburón sería «interferir en el mundo del animal». Bien, pero también parece ser consciente de que documentarlo en vídeo es en sí mismo una «interferencia». Como espectador, uno realmente quiere que la ruptura de los límites siga perturbándole. ¿A qué «entorno» pertenecen sus emociones, a qué «mundo» su relación? ¿Por qué no se considera que ella interfiere en «su» mundo, especialmente, por ejemplo, cuando ella utiliza literalmente el cuerpo de él como un soporte con el que cazar? ¿Por qué no puede él, de hecho, ir a verla, abrazarla y despedirse de ella cuando muere? «ESTE TÍO DICE QUE LA QUIERE», le gritamos a nuestra asustada compañera, que justo volvía de la calle en el momento de clímax de la película, «PERO LA ESTÁ FILMANDO MIENTRAS SE DESANGRA».

Sin embargo, de alguna manera, ay, ella sobrevive. Y he aquí que ese pulpo corriente está bailando, haciéndole bromas y jugando, sí, jugando, con bancos de peces. Nosotros no habríamos necesitados cientos de inmersiones —creímos confiadamente, llenos de indignación y excitación— para descubrir que era capaz de jugar. «Dios, qué paciencia tiene con él», murmuramos. Pusimos los ojos en blanco de admiración.

 

Aquí viene mi segunda confesión. Mientras todo iba llegando a su fin, me puse a tuitear sobre ello. Algunas personas habrían decidido no hacerlo, pero, francamente, mi cerebro nunca ha conseguido toparse con un programa de televisión estúpido sin generar críticas, y no parecía que fuese a deternerse en ese momento. La exuberancia húmeda y calurosa de mi viaje estaba dando paso a una gracia tranquila y sedosa. Me apetecía un poco de improvisación caprichosa. ¿Qué tuiteé exactamente? Un puñado de fotogramas con notas e imágenes buscadas en Google, junto con reflexiones despreocupadas sobre el hecho de que Mi maestro el pulpo me había hecho llorar aunque, al final, me pareciera «una lección de masculinidad científica».

Tuiteé que estaba con «un trío de queers puestos de ácido» que se habían dado cuenta de que Foster dice lo mismo que el tema de una obra mundialmente famosa de hentai llena de tentáculos (El sueño de la esposa del pescador, de Hokusai). También puse un par de tuits sobre el horror cefalópodo presente entre la misoginia marítima de la película de 2019 de Robert Eggers, El faro, vinculándolo a las reacciones tácitamente ginófobas atribuidas, a lo largo de la historia, a los fornidos marinos al encontrarse con cefalópodos —como por ejemplo, en Los trabajadores del mar de Victor Hugo, donde se dice: «esta masa irregular avanza lentamente hacia ti. De repente se abre… Estos radios están vivos: su ondulación es como llamas centelleantes… ¡Una expansión terrible!… Sus pliegues estrangulan…»—. Tuiteé mi hipótesis de que «si rastreas el uso que hace Foster del pronombre “ella” frente a “eso” para referirse al pulpo, sus lapsus parecen corresponderse con el afloramiento de su vergüenza por haber hecho, bueno, un documental sobre la mutilación (por parte de un tiburón) y el sufrimiento de una persona no humana con la que mantenía una relación significativa». Ah, y también señalé de pasada que: «En un momento dado, tienen algo así como sexo». Había introducido el hilo como sobre «un documental imperfecto pero conmovedor» sobre una «relación erótica de las que te cambian la vida».

Cuando el hilo se hizo viral y al menos cuatro mil creadores de contenido consideraron oportuno responder condenándome por zoofilia y/u homofobia, ordenándome que me internase en una institución psiquiátrica o deseando la destrucción total de nuestro planeta, me quedé algo perpleja. La avalancha comenzó cuando Elizabeth Bruenig, célebre escritora y podcaster católica de izquierdas, me citó en un tuit para decir (en broma, quiero pensar): «Nuestra civilización ha fracasado». Finalmente, Bruenig borró todas sus opiniones sobre el asunto, pero solo después de haber pasado días avivando el fuego, haciendo preguntas falsamente inocentes sobre el estatus relativamente erótico (para mí, o tal vez para las personas queer en su conjunto) de varias especies de criaturas marinas. Para entonces, varias cuentas de extrema derecha, antisemitas y homófobas —así como de izquierdas, liberales, veganas, gays y feministas— se habían enfurecido igual o incluso más por mis tuits. Desde mi punto de vista, parecía que miles de desconocidos me compadecían por no haberme dado cuenta de que el amor no era sexo (es cierto: no tengo muy clara la diferencia). Se dijeron auténticas perlas sobre la difamación que supuestamente había cometido contra aquel hombre sudafricano tan honrado y simpático al insinuar que había experimentado un deseo interespecie. Mientras tanto, tuve un agradable intercambio con la esposa de Craig, Swati Thiyagarajan, una interacción que no me sorprendió dado que Thiyagarajan había escrito en la web de Sea Change: «Mi marido se enamoró de un pulpo. Claro que estaba celosa… ¡pero de él!».

Me costaba ver a quién podía haber difamado, de qué forma había degradado moralmente a la sociedad. Es cierto que frases como «el carácter intrínsecamente queer de la epistemología y la encarnación del pulpo» son muy mías, pero una columnista de The New York Times y sus fans me tachaban de peligrosa y enferma por haber señalado que las membranas mucosas de un ser no humano inmensamente inteligente habían engullido con fuerza el torso de un frío y enamorado nadador en la televisión. Los erotófobos en mi contra se congregaban en torno a varios grupos. «Yo conté tres», escribió la destacada especialista en estudios trans, Grace Lavery, en una entrevista publicada sobre el octopusgate. La «izquierda canalla» me llamó degenerada, abolicionista de la familia y dijo que una vez más avergonzaba a la causa socialista. Jóvenes LGTBQ anti-sexo, terfas y defensores de los derechos de los animales reaccionaron de forma legalista y defensiva a mi repugnante apoyo a lo que era una violación del espacio de un animal por parte de un hombre cis. No obstante, lo que más me dolió fue que un grupo de queers de izquierdas decidiese, vía Lavery, que mi lúbrico registro psicoanalítico era «decadente», a lo que respondieron con rabia, vergüenza y asco.

En The Guardian, Elle Hunt juntó comentarios provenientes de los tres grupos y escribió: «un nuevo documental de Netflix […] se ha convertido en objeto de insinuaciones pícaras y rumores injuriosos en las redes sociales». Presumiblemente (y bendita sea por ello), pensó que estaba haciendo el debate algo menos incómodo al describir la película como «a todas luces sin ningún sexo, como debe ser». En un momento dado, describe a la pulpo como una «Molusco Manic Pixie Dream», y afirma que esto significa que «todo es legítimo», olvidando claramente que la Manic Pixie Dream Girl es, bueno, un arquetipo erótico. A continuación, intenta lanzar una ocurrencia bastante audaz: «Según Sophie Lewis, yo también me he acostado con un pulpo (para que quede claro: no lo he hecho)».

Para disipar el agudo malestar que yo inadvertidamente había creado, la gente estaba reduciendo la cuestión de las posibilidades y los placeres del tacto acuático, licuoso y membranoso a una cuestión de «dedo índice clavado en el agujero» («¿se folló él al pulpo?»). O, en cualquier caso, fingían hacerlo. Pero ¿por qué fingían? ¿Por qué reculamos con tanta frecuencia cuando el sexo sale de los confines de «el» acto pornomecánico heterosexual y se adentra en zonas más diseminadas, colectivas, sensibles, es decir, eróticas? Al fin y al cabo, nadie nunca ha mencionado la introducción de una polla humana en un molusco vivo. Y, por alguna razón, nadie quería saber si el pulpo se lo había «follado» (en ese sentido aburrido) a él. Pero, ¡chicos! —sentía que estaba a la defensiva—, ¡si hasta hice el esfuerzo de decir «una forma de sexo»! ¡Yo, que me niego incluso a decir «pegging» para diferenciar la sodomización supuestamente heterosexual de los hombres de la homosexual! Si contemplar la posibilidad de meter la polla en un molusco era tan insoportablemente repugnante, ¿a qué venía todo eso? ¿Acaso seguía siendo más fácil, y menos amenazador para el orden moral, que contemplar arrumacos sáficos con cefalópodos?

 

El cuerpo del pulpo está todo él hecho de nervios: no es «una cosa controlada por la parte pensante del animal, sino que es él mismo una cosa pensante», nos dice Amia Srinivasan en su maravilloso texto («The Sucker! The Sucker!») sobre el libro que escribió el filósofo Peter Godfrey Smith acerca de los pulpos. Así pues, mi pregunta —dirigida especialmente a quien alguna vez se haya descrito a sí mismo como «sapiosexual»— es: ¿cómo se podría negar que los pulpos son el apogeo de lo sexy? A los ojos de una amateur como yo, todo el mundo de los octópodos —desde Hokusai hasta William Burroughs— aflora como un gran tapiz de excitación sexual y delicuescencia. Para mí, las representaciones de pulpos dicen directamente: He aquí esta temible, sublime, destellante concatenación de lenguas de color nube, que amenaza con darte el mejor orgasmo de tu vida. Por otra parte, el escritor China Miéville —un lector mucho más erudito que yo de la vida visual y filosófica del pulpo en las diferentes culturas humanas— me advertiría que distinguiera entre la sensualidad manifiesta de los octópodos en el arte «oriental», sobre todo el japonés, por una parte, y las figuraciones tradicionales de los octópodos en Europa y América, por otra, donde aparecen como símbolos de abyección, desconcierto y extrañeza. Miéville diría que, si se pudiese atisbar el deseo que inspiran los pulpos en la tradición angloeuropea, este se revelaría de un modo más oculto, encubierto y repudiable.

Pero también hay quienes podrían apoyar mi visión más polémica. Como explica Donna Haraway, en una nota al pie de Seguir con el problema, ciertos historiadores sostienen que los griegos consideraban a los cefalópodos «cercanos a las deidades primordiales multisexuales del mar: ambiguos, móviles y siempre cambiantes, sinuosos y ondulantes, presidiendo el devenir, palpitantes con ondas de un color intenso, crípticos, segregando nubes de oscuridad, expertos en salir de las dificultades y con tentáculos donde los hombres propiamente dichos tendrían barbas». Delicioso. Mientras tanto, Eva Hayward, que teoriza sobre cómo vemos y conocemos (en general, pero también el género) con la ayuda de medusas, arañas, estrellas de mar y similares, señala en su ensayo sobre la película de 1965 de Jean Painlevé y Geneviève Hamon La vida amorosa del pulpo (Les Amours de la pieuvre), que el pulpo es nada menos que «sexualidad desplazada». Los pulpos son eros. Son puntos G prensiles, cerebros difusos densamente adornados de besos, grandes mucosas flotantes, depredadores líquidos.

 

¿Son los pulpos inundaciones o embalses? ¿Son dos tercios agua, como nosotros, o hacen estallar la frontera cuerpo-entorno? En mi opinión, estar en presencia (aunque sea virtual) de un pulpo se parece mucho a un viaje de ácido: una inundación caliente, que se te aparezcan la humildad, el amor xenohospitalario, la confianza divina, la camaradería valiente. Son puntos de vista desde los que la ansiosa arrogancia de la subjetividad habitual de una misma causa gracia visceral y filosófica. Ser tocada, lamida, por el pulpo —ser follada por el universo que el pulpo-molécula revela, denso de historia, electrificado de risas y lágrimas— parece que fuese el fin de una misma, en el buen sentido. Nada podría ser más aterrador, excepto quizás el buen sexo. Los pulpos se parecen a nuestras propias vísceras derramadas, saliendo a lo grande: nuestras propias almas, libres de cualquier armazón. La caricia íntima de un ser extraño podría enturbiar el tejido de la realidad tal y como la hemos percibido hasta ahora.

Existe un canon sorprendentemente amplio, fascinado con la labilidad labial del pulpo en términos de lo que parece estar diciendo sobre tu casa, tu democracia, tu mujer. Srinivasan abre su ensayo explicando pacientemente lo obvio: a saber, que la llamada «esposa del pescador» en El sueño de la esposa del pescador de Hokusai no está sufriendo un asalto desagradable —aunque esto es lo que suponían los europeos reprimidos que no sabían leer japonés hacia 1815—, sino que, por el contrario, se lo está pasando en grande:

En el texto dispuesto en el espacio en torno a los tres cuerpos entrelazados, la buceadora exclama: «¡Maldito pulpo! ¡Tu succión en la boca de mi vientre me hace jadear! ¡Ah! Sí… está… ahí! Con la ventosa, ¡la ventosa!… ¡Ahí, ahí!… ¡Hasta ahora era a mí a quien los hombres llamaban pulpo! ¡Un pulpo!… ¿Cómo eres capaz?… ¡Oh! ¡Los límites y las fronteras han desaparecido! ¡Se han esfumado!».

La mayor parte de la acción en Mi maestro el pulpo transcurre bajo el agua, intercalada con las entrevistas a Foster en su despacho. Aunque existe una rica tradición de acuautopianismo históricamente comprometido (sobre todo en las narraciones afrofuturistas sobre arcadias submarinas pobladas por esclavos huidos que habían sido arrojados por la borda), Mi maestro el pulpo se inscribe en cambio en otra tradición literaria: la aventurera-escapista, de la que hace gala, por ejemplo, el Capitán Nemo de Verne. En esta tradición, lo submarino representa la posibilidad de que la brecha colonial entre el hombre y la tierra pueda suspenderse más fácilmente o, de manera menos generosa, fantasear con hacerla desaparecer. A pesar de la larga tradición de extractivismo estatal subacuático en las historias de exploración submarina (tanto ficticias como no), la violencia del Estado-nación es a menudo imperceptible. En Mi maestro el pulpo no aparece ninguna persona negra que nos recuerde el apartheid. Craig Foster es un colono, como (por cierto) lo soy yo. El sujeto sudafricano blanco de Mi maestro el pulpo encarna así tanto al lugareño de luto como al aventurero alegre que mira desde ninguna parte. Y aunque su devoción por fomentar la responsabilidad de la comunidad para con el bosque africano de algas, así como la comunión con este último, es palpablemente sincera, su uso de la palabra «primaria» para describir su relación con ese ecosistema (como, por ejemplo, en el subtítulo del libro de sobremesa del que es coautor con Ross Frylinck, Sea Change: Primal Joy and the Art of Underwater Tracking) sugiere al mismo tiempo un sorprendente nivel de confianza ética en su conducta. Está claro que el hogar del pulpo es un lugar —sin fronteras al parecer— al que Craig siente que pertenece por naturaleza.

Los orígenes de esta confianza adquirida se relatan en la introducción del documental, en la que Foster reflexiona sobre la experiencia formativa decididamente poco húmeda que impulsó su obsesión por lograr la unión oceánica con la naturaleza no humana. Veinte años antes, en Botsuana, había realizado con su hermano un documental titulado The Great Dance: A Hunter’s Story, sobre los rastreadores indígenas que cazaban grandes mamíferos en el desierto del Kalahari. Filmar a los bosquimanos le infundió, asegura Foster, un anhelo envidioso e insaciable. El objetivo para él, inspirado por ellos, es estar «dentro del mundo natural»: un arte que ahora perfecciona cada día en casa mediante lo que él —un colono, ahora conservacionista, reutilizando inconscientemente la jerga de la caza— llama «rastreo submarino».

La fantasía del naturalista blanco sobre la subjetividad del cazador indígena es una forma obvia de escaquearse, una racionalización del carácter bidireccional de esa relación escurridiza en toda su sorprendente sinrazón y placer no instrumental. En Undrowned: Black Feminist Lessons from Marine Mammals, Alexis Pauline Gumbs menciona que «facilitó un taller de escritura con científicos en Cal Tech, invitándoles a hablar de ellos mismos, de sus pasiones y de sus relaciones en los textos sobre sus temas de investigación». Los científicos, señala, «especialmente aquellos que han diseñado toda su vida en torno a la esperanza, a la posibilidad de encontrarse» con un animal marino, «están claramente obsesionados, y lo más probable es que, como yo, estén enamorados. Lo admitan en sus publicaciones o no». Me he tomado la libertad de apuntar a Foster al taller de Gumbs.

Colegas del Sea Change dicen que Foster al principio no aparecía personalmente en Mi maestro el pulpo y que se resistía a ello, y se nota. Poco dispuesto a respetar el género del eco-documental, el producto final se aleja torpemente de ser una autobiografía interpersonal que rompe paradigmas y la honesta exploración sobre el amor que, sin embargo, pretende ser. Para hacer justicia a esta tarea, cabe suponer que el amor de Foster tendría que haber permitido al pulpo participar en la realización de la película como sujeto por derecho propio: un extranjero inescrutable, sí, pero un amante con voluntad propia, tal vez capaz de formular críticas inmanentes a su novio no pulpo. ¿Y si él hubiera intentado, no como científico sino como persona, escuchar y parafrasear sus deseos? ¿Y si se hubiera unido a su baile con el banco de peces? ¿Y si hubiera compartido con ella su cámara? ¿Y si hubiera sido un alumno más entusiasta, intentando aprender, por ejemplo, el arte de pensar con las propias  extremidades? ¿O si simplemente le hubiera comunicado a ella su gratitud, su enamoramiento? La posibilidad de algo genuinamente otro, quizás epistémicamente peligroso, se cierne tentadoramente cerca, pero permanece cerrada.

En cuanto a la posibilidad de salvar el abismo que separa la subjetividad humana de la de los cefalópodos, diría que tanto el optimismo de mi voluntad como el pesimismo de mi intelecto son compartidos por Vilém Flusser, el autor de Vampyroteuthis Infernalis, una obra de «fenomenología alien» que trata de pensar el universo con —no como— el animal que le da título. Para Flusser, atravesar este abismo interespecies equivale a una historia de terror. En cambio, para Foster y para mí (otra amante de los pulpos), se trata de amor. Tanto él como yo lo deseamos así. A veces «seguir con el problema» (como dice Donna Haraway) de la otredad radical del pulpo es demasiado agotador para mi cerebro. Tal vez, en último término, cierto grado de solipsismo antropomórfico sea literalmente inevitable. Y aun así. Caigo en la proyección y el símil, en minimizar la otredad de la mente que tengo entre manos.

Quizá no me corresponda a mí evaluar, absolver o defender a Craig. Un pulpo se divirtió con él, bien por ella. En cualquier caso, el amor fomenta la responsabilidad. Me atormenta la cuestión de si un rastreador, incluso un rastreador enamorado, es capaz de responder a la subjetividad de la bestia a la que acecha. Vivimos en tiempos erotófobos, e incluso plantear preguntas como esta conlleva el riesgo de hacer que la balada de Foster y el pulpo se cueza en un disolvente de no violencia.

 

En este mundo, frente a la epistemología del pulpo, actúan fuerzas contrarias a la espiritualidad y al placer. Podemos verlas aparecer en el discurso de Foster cuando disciplina su vocabulario para volver a la objetividad, ya que la rareza de su apego llega a ser demasiado para él. Y si no tenemos cuidado, fácilmente nos llevarán a considerar que el amor y el eros se excluyen mutuamente. Disculpen, pero huelga decir que si os horroriza el pulpo, entonces tenéis miedo de los genitales humanos, del tacto y, en última instancia, de vosotros mismos. Seguramente, la aversión violenta o la alergia colectiva que manifiesta nuestra cultura ante cualquier asociación entre pulpos y excitación tiene algo que ver con nuestra intuición de esa amenaza.

Detrás de mis tres grupos de haters en Twitter —«críos, terfas y la peña que es “si no aparece en el El capital vol. II, que te jodan”», según la taxonomía de Lavery— se esconde una aversión fóbica común al tacto, a la baba, al eros. Por si hace falta explicarlo: las personas queer en la anglosfera liberal contemporánea son aplaudidas (ciertamente toleradas), siempre y cuando nos ciñamos a temas victimistas. Es decir: siempre y cuando no hablemos de comernos el culo entre nosotras en el Orgullo.

No sé distinguir firmemente entre queerfobia y erotofobia. Para muchas de nosotras, esta fobia equivale al miedo misógino que se tiene a que una polla nos haga lo que nosotros hacemos a los demás cuando nos los follamos; para un número aún mayor de nosotros, está al mismo tiempo complejamente enredada, y a menudo confundida con nuestro trauma, concretamente nuestro comprensible miedo a la violación. Al igual que cualquier otro pánico sexual, el octopusgate también surgió del sentimentalismo queerfóbico respecto a los niños y la familia burguesa, del miedo ante la posibilidad de ser castrado por vivencias cotidianas (una tormenta…, una puesta de sol), del horror a tocar fondo y del desprecio por la ambigüedad de género y la no procreatividad. Derivó de la incomodidad erotófoba ante cualquier indicio de encuentro carnal, sin duda alguno más intenso que (aunque no tenga nada que ver con) la pornomecánica del «follar».

Pero la gente queer no está realmente interesada en difuminar, o para el caso delinear, los términos «sexo», «erótico» y «follar». Estas distinciones están claramente vinculadas cultural y temporalmente, pero lo que es más importante es preguntarse: ¿a quién sirven? El sexo en el capitalismo nunca puede liberarse totalmente de la compulsión de disfrutar, consumir, casarse, reproducirse y trabajar. Los enemigos de lo queer (incluidos los de la izquierda) consideran repugnante lo que sea que hagamos, a menos que lo hagamos dentro de las instituciones de la propiedad o el matrimonio, e incluso entonces a puerta cerrada. Los pulpófobos, por su parte, estaban sancionando, consciente o inconscientemente, una ordenación capitalista del sexo y de lo erótico. Por supuesto, el pulpo no es queer, como tampoco lo es Foster, pero la indignación que provocó mi interpretación de su encuentro como queer y como sexual chocaba con el imperativo biopolítico de vigilar las expresiones públicas de las sexualidades desviadas: un proyecto centenario de guerra de clases y formación del Estado que afecta sobre todo a lesbianas, putas, maricones, pervertidos y sodomitas, pero que también le quita mucha alegría de vivir a todos los demás.

No es de extrañar que este peligro haya cobrado fuerza en 2020. Los fantasmas y ecos del pánico moral de la era del sida están por todas partes, a pesar de que el Covid-19 no se transmita sexualmente. Ha habido más escrutinio del incumplimiento de los protocolos de salud pública en aras del deseo —raves queers, cruising, hookups, «chem sex», etcétera— que de (por ejemplo) las bodas, aunque estas últimas son eventos de probada difusión del virus. Esto no es ninguna sorpresa: el imperativo de la reproducción social capitalista tiene prioridad sobre la vida queer. El  capitalismo, como ya he sugerido, es por definición antierótico (es decir, queerfóbico). Como forma de organizar la naturaleza, no solo nos ha sometido a todos a la dominación laboral, sino que también ha generado el nuevo coronavirus, lo que significa que la clase dominante ha jodido el planeta hasta el punto de que miles de millones de personas tenemos que quedarnos en nuestras casas (también construidas de forma ecocida) y abstenernos de salir a la calle a coquetear con los árboles.

Sin embargo, en 2020 y 2021, nos dio por racionalizar nuestro «apagón» solo con referencia a la pandemia del Covid-19, dejando sin interrogar las dinámicas estructurales de nuestra aversión. Tomemos, por ejemplo, lo que Jane Dailey llama en un nuevo libro «el pánico sexual en el corazón de la historia racista de Estados Unidos»: la ansiedad fundacional del país por las relaciones sexuales «interraciales». Un artículo de opinión en The New York Times afirmó que «la intimidad ya era bastante difícil antes de la pandemia; ahora querer acercarse a alguien parece casi imposible». Otro, en The Washington Blade («la fuente de noticias LGTB de Estados Unidos»), se titula «Un ligue no vale tu vida en la era Covid». El autor escribe: «esta horrible crisis nos está dando la oportunidad de mantener cerrada la cremallera de nuestros pantalones» y, por tanto, de mejorar nuestra «autoestima». Esta frase demasiado común es casi tan estúpida como violenta. Si hay un grupo en Estados Unidos con una práctica establecida de rastreo informal de contactos —a la exposición a una ETS, por ejemplo— es el de la gente queer, promiscuos que se respetan a sí mismos, para quienes el sexo y lo erótico son aspectos inextricables de su forma de relacionarse con el mundo. Los encuentros eróticos que las personas queer deciden mantener «durante el Covid», ya sea en casa o fuera de ella, son mucho menos arriesgados que, por ejemplo, trabajar en una tienda de comestibles. La diferencia es que esto último implica un tipo de proximidad obligatoria y reproductiva, mientras que lo otro implica una proximidad electiva y no (re)productiva. En resumen, el error de los erotófobos es un error de escala. Una sociedad erotófila se volcaría en la ternura colectiva del distanciamiento físico; organizaría grupos de lectura en cada barrio sobre «Cómo ser promiscuos durante una epidemia», y volvería a poner la política antitrabajo, la abolición de la familia y el hedonismo en el centro de cualquier organización de izquierdas revolucionaria.

¿Qué tiene esto que ver con el pulpo? Siendo optimistas, podríamos especular que, en este momento, cualquier pánico sexual hacia los cefalópodos está indirectamente relacionado con el miedo, inspirado por el confinamiento, a que estos horizontes radicales estén de repente sobre la mesa, a que las cosas nunca vuelvan a la «normalidad». ¿Y si uno de los ingredientes de todo este alboroto fuera el reconocimiento inconsciente de que las tecnologías del falso distanciamiento, como la automatización y la externalización, han quedado al descubierto? ¿Que las fronteras se han quebrantado irrevocablemente? Me resisto a volver a mencionar a Craig Foster, pero querría insistir: si consultan el índice de los subtítulos de Mi maestro el pulpo, verán que dice precisamente lo mismo que aquel otro apneísta cuya apoteosis extática aparecía como un horror y una tragedia ante la mirada de los blancos del siglo XIX. «Esto es absolutamente alucinante», «Es una sensación increíble pensar que este animal es capaz de eso», «No hay mayor sensación en la tierra. Los límites entre ella y yo parecían disolverse».

Si estás leyendo esto y te sientes vagamente afligido por lo excitante que es, bueno, la verdad es que todo actualmente, por no decir angustiado por el hecho de que un dulce y noble documental sobre la relación platónica entre el Hombre y la Bestia pueda haber sido interpretado de esta manera obscena, puedes estar seguro de que lo entiendo. Solo para ti, aquí está mi crítica real de la película:

Una estrella sobre cinco. Quiero decir, ¿qué podría ser más depravado que el porno con tu propio profesor? Nunca he oído hablar de tal cosa y estoy segura, amable lector, de que tú tampoco. La enseñanza, la última vez que lo comprobé, era una institución sagrada y venerable. Los profesores son, por definición, más listos que nosotras. Francamente, no vale la pena pensar qué llevó a una plataforma de streaming orientada a la familia a considerar aceptable emitir un documental sobre alguien que se desnuda en bañador todos los días durante un año, permite que su propia profesora se siente desnuda sobre su garganta y acaba «enamorándose» de ella (palabras suyas, por cierto, no mías). Después se queda ahí tumbado, mirándola mientras le arrancan el brazo: créeme, contarte esto me duele más a mí que a ti. ¿Qué puedo decir? Al relatar los sórdidos sucesos de este ataque a la autoridad del profesor, mi única esperanza es poder evitarte que tengas que verlo tú mismo. ¡Madre mía! No es como si nuestro infradotado sistema educativo no estuviera sufriendo ya una gran crisis de legitimidad o algo así, ¿verdad, Netflix? Qué vergüenza. Y meses más tarde, hacia el final de la película, el estudiante, este pervertido absoluto, filma a su profesora mientras muere. Mientras tanto, la plataforma califica esta guarrada de «apta para todos los públicos». Lector, a veces me pregunto: ¿en qué nos hemos convertido? ¿Quién de nosotros defenderá valientemente a los profesores de todo el mundo? Yo, por mi parte, no escucharé ni una palabra de apología del erotismo con temática de pedagogos, maestros de escuela o educadores. Afortunadamente, como digo, estoy bastante segura de que eso no existe. O no lo hacía hasta este atroz paso en falso. Aun así, no tiene sentido llorar sobre tinta derramada. Así que lo que quiero proponer es que hagamos como si Mi maestro el pulpo no fuera el título de esta obra. Hagamos juntos un esfuerzo colectivo de imaginación para darle una forma limpia y decente y la concibamos, en su lugar, como Mi novia pulpo, una película íntegra sobre cómo ponerse no-genitalmente cariñoso con un espécimen de octopus vulgaris en la naturaleza. Porque, para ser justos, si el pulpo en cuestión viviera su sexualidad de forma responsable y apropiada, es decir, con alguien que no fuera su alumno, la cosa cantaría. Si Craig Foster hubiera elegido a un pulpo que no fuera su profesora, todo habría ido bien.

¿Quién de nosotros puede estar totalmente seguro de no haber tenido relaciones sexuales con un pulpo? Que yo sepa, nunca he visto un pulpo en libertad. Sin embargo, había una pulpo en mi acuario local, antes del Covid, por la que habría dado mi vida si la hubiera conocido en el océano y no en una jaula. La poeta Robin Gow, en un ensayo sobre la ruptura, describe exactamente a este pulpo (alguien con quien salía le enseñó a «unirse al agua y a toda su queerness» en una visita a Camden, Nueva Jersey). «No creo en las utopías queer porque no las hay», escribe Gow, contemplando el indescriptible horror del cautiverio del pulpo. «Sin embargo, confío en los pulpos. Creo en los pulpos, y lo siento». Por mi parte, como creo haber demostrado con mi historia sobre el embalse de Harriman, sí creo en las utopías queer. Por lo demás, estoy de acuerdo con Gow cuando concluye: «Creo que puede que nuestros cerebros no estén en nuestro cuerpo», como los de los pulpos, «pero yo sí que pienso con el mío».

Resulta que, mientras yo perdía mi virginidad en el embalse (es broma, la virginidad es un concepto fascista), otro humano pasó cerca de allí. Durante unos instantes, volví a ser consciente de mí misma, sintiendo lo que los teóricos del «ser zorra» han descrito como una «llamada a las burbujas de privacidad que sellan a los sujetos, como para evitar que se filtren o que sean unas guarras», un espasmo interior de rechazo ante la promiscuidad del medio en el que me encontraba.

Pero, mirándolo bien, ese «hombre» era sin duda un compañero rana, y no había nada que temer de él. En realidad, él también estaba —sin lugar a dudas— practicando sexo con el embalse, igual que yo. «Estoy teniendo sexo con este embalse ahora mismo», le dije cuando pasó a mi lado, porque me pareció lo correcto. «Yo también», respondió tranquilamente, antes de sonreír y alejarse flotando.

 

Este texto fue publicado originalmente en la revista n+1, n.º 39 (2021).