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Notas para una Internacional Climática

Xan López ||


Considerando que la bandera de la Comuna es la de la república universal, que cada ciudad tiene el derecho de dar el título de ciudadano a los extranjeros que la sirven; […] que el título de miembro de la Comuna es una marca de confianza aún mayor que el título de ciudadano, […] la comisión es de la opinión de que los extranjeros pueden ser admitidos [como miembros de la Comuna de París].

Informe de la Comisión Electoral, Comuna de París, 30 de marzo de 1871

El internacionalismo es una idea inverosímil y sin duda pertenece al acervo de nociones utópicas de nuestra tradición. Simplificada al máximo consiste en la proposición de que grupos de personas sin ninguna relación, que en muchos casos apenas son capaces de entenderse entre sí, pueden y deben trabajar de manera coordinada por su emancipación por el simple hecho de compartir una forma de explotación común. En la medida en que todavía vivimos bajo un sistema de explotación diferenciado nacionalmente es evidente que el internacionalismo no ha triunfado. En la medida en que ese mismo sistema de explotación engendra con cada vez mayor intensidad las condiciones de posibilidad de una sociedad global, se podría decir que sus fracasos pasados solo han sido preludios de su victoria futura.

Sabemos que la idea del internacionalismo, por sí misma, nunca ha sido suficiente para hacer realidad sus aspiraciones. En ocasiones, sin embargo, se ha apostado mucho al mero atractivo de esa idea. En 1614 se publica en Alemania la Reforma general y universal de todo el ancho mundo, un texto dirigido a todos los sabios y soberanos de Europa en el que se anunciaba que la misteriosa fraternidad de los rosacruces trabajaba esforzadamente desde hacía un siglo por una reforma general de toda la humanidad, en la que desaparecerían toda «servitud, falsedad, mentiras y oscuridad». La noticia causó furor y centenares de panfletos volaron durante años en todas las direcciones, formando una conversación desesperada y audaz. Algunos buscaban unirse a la causa; otros insinuaban formar parte de ella, aunque no podían confesarlo abiertamente; otros aseguraban estar en posesión de revelaciones todavía más sorprendentes, que pronto serían publicadas. Todo este frenesí se vio truncado en 1618 por el comienzo de la Guerra de los Treinta Años, que desangraría Europa durante décadas y sentaría las bases del moderno sistema de Estados. En este pequeño estallido de internacionalismo avant la lettre ya encontramos algunas lecciones que se repetirán una y otra vez: es difícil cambiar el mundo con una minúscula conspiración de sabios; la idea de una confraternidad general basada en la bondad humana es hermosa, pero insuficiente; es difícil resistir la fuerza arrolladora de un Estado en pie de guerra.

El internacionalismo en su forma moderna nace precisamente en la pugna por la superación de este modelo de fraternidad universal cristiana. Entre 1847 y 1848 unos jovencísimos Karl Marx y Friedrich Engels consiguen transformar la Liga de los Justos, con su lema «Todos los hombres son hermanos», en una nueva Liga Comunista con un lema de parte, que está simultáneamente por la confrontación y por la unión internacional: «Proletarier aller Länder, vereinigt euch!» («¡Proletarios de todos los países, uníos!»). Aquí ya se rompe con la prefiguración como método político. Puede que los comunistas todavía aspiren a una sociedad sin clases, en la que todos los seres humanos vivan de manera fraternal, pero la única manera de llegar hasta allí pasa por agudizar las contradicciones existentes en la sociedad de clases en la que todavía vivimos. Sin embargo, es de justicia decirlo, se sustituye un tipo de prefiguración por otro: los proletarios, como clase social, todavía son una minoría exigua. Los fundadores del marxismo anticipan un desarrollo social que se mostrará imparable, pero lo hacen tan pronto que su tradición se verá condenada a muchas décadas de travesía en el desierto hasta poder contar con una fuerza que parezca estar a la altura de sus objetivos.

Los siguientes cien años representan una especie de edad heroica del internacionalismo proletario. Podríamos detenernos mucho tiempo en esta época. En sus luchas, aspiraciones y victorias. También en sus fracasos. Si hubo algún momento en el que se pudo soñar con una victoria duradera de un proyecto proletario internacional sin duda ocurrió en algún instante de ese siglo. Hay, sin embargo, al menos una idea en la que debemos detenernos: la era de ese internacionalismo heroico es la era en la que surgen organizaciones internacionales de trabajadores cada vez más ambiciosas, más amplias y con ideologías cada vez más afiladas. El fracaso de cada una sienta casi inmediatamente las bases de la siguiente. El crecimiento de los partidos y sindicatos nacionales va de la mano del crecimiento de ese sentir y estructuración internacional, que con pequeñísimas pausas parece hacerse inevitablemente más fuerte con cada década que pasa. Es imprescindible hacer una breve periodización esta época porque dispondrá las bases de nuestro mundo, que es el que realmente nos importa.

La Asociación Internacional de Trabajadores, o Primera Internacional (1864-1876, muerta de facto en 1872), es la primera gran organización internacional (en este caso, europea) de trabajadores. Nace después de las duras derrotas de las revoluciones de 1848 y tiene un ánimo de gran casa del mundo del trabajo. En ella caben los que en un futuro se llamarán marxistas, pero que ahora no lo son porque un Marx que ya tiene cuarenta y seis años acude a la primera reunión a título personal, sin conocer a nadie, sin pedir la palabra. También hay mutualistas, cartistas, neojacobinos y una larguísima lista de grupos y personas que solo comparten unos principios muy tenues de solidaridad de clase y justicia social. Su gran virtud es la de sintetizar esta diversidad en una organización amplia y efectiva que trabajará por unos objetivos en apariencia humildes pero de dimensión histórica, como la reducción de la jornada laboral a ocho horas. Hay otras actividades quizá menos conocidas, con menos resonancia, pero puede que con mucho potencial por explorar. Por ejemplo, se produce una coordinación efectiva a nivel internacional de las huelgas, por la que los trabajadores del resto de países se comprometen a no aceptar trabajo destinado a otros compañeros en lucha. Esto da más fuerza a sus peticiones, lo que en ocasiones fuerza a los capitalistas a aceptar demandas que podrían haber aplastado en circunstancias diferentes. Como ya les ocurriera a los rosacruces, en caso de haber existido, las aspiraciones de unidad internacional saltan por los aires por culpa de la guerra. Se considera que el motivo tradicional de la escisión y muerte de esta Primera Internacional son las diferencias de opinión sobre el papel del Estado y el movimiento obrero, agudizadas hasta el extremo por la derrota de la Comuna de París en los estertores de la guerra franco-prusiana de 1870-1871. Poco después la Internacional se escinde a todos los efectos en dos grandes campos: el anarquismo, encabezado por Mijaíl Bakunin, y el marxismo, encabezado por Karl Marx. Ya nunca volverán a confluir en una gran organización internacional.

La Segunda Internacional (1889-1916) ya es una muestra clara del patrón de crecimiento a través de la escisión. Los anarquistas están excluidos, trabajando por formar su propia organización internacional, pero el resultado no es una disminución de las fuerzas totales. El desarrollo del capitalismo produce incontables trabajadores deseosos de unirse a organizaciones de clase. Aquí la división tradicional es la que existe entre reformistas y revolucionarios, latente desde la misma fundación de la Internacional pero ejemplificada de forma clásica en el debate entre Eduard Bernstein y Rosa Luxemburg en el año 1900. Una lectura atenta de este debate, o de la propia actividad de la organización, nos muestra que la práctica cotidiana de todos los partidos adscritos a la Segunda Internacional era muy similar, fuesen cuales fuesen sus lealtades ideológicas según esa división. Su cotidianeidad es la de un trabajo constante y minucioso de acumulación de fuerzas, un crecimiento progresivo y aparentemente imparable, volcado en la creación de toda una sociedad paralela del trabajo con sus instituciones, costumbres, símbolos y aspiraciones. La división interna se basaba en las diferencias de opinión sobre la solidez del capitalismo, en las diferencias de opinión sobre hasta qué punto se debían agudizar voluntariamente sus contradicciones, aun a riesgo de poner en peligro la propia organización de los trabajadores. Finalmente es de nuevo la guerra, la Gran Guerra, la que acaba con la unidad internacional. A pesar de las innumerables proclamas en contra de la misma, a pesar de los juramentos de no apoyar a sus propios Estados en la matanza de sus hermanos proletarios en otras naciones, la inmensa mayoría de partidos socialistas y obreros toman partido por sus países y por la victoria militar. Solo una pequeñísima minoría, agrupada en la Conferencia de Zimmerwald de 1915, mantiene la neutralidad y los compromisos adquiridos anteriormente. En 1916, ante los fracasos repetidos de interlocución entre las partes beligerantes, la Segunda Internacional colapsa.

En 1917 los socialdemócratas rusos toman el poder en un país agotado y humillado por su papel en la guerra. Han cabalgado una ola de descontento histórica y, como parte del grupo de Zimmerwald, una de sus primeras decisiones es la de firmar la paz a cualquier precio con Alemania, aunque implique ceder una parte sustancial de su territorio. El terror se apodera rápidamente de las potencias beligerantes, que en poco tiempo entierran sus diferencias para neutralizar a la desconcertante República Soviética que ahora crece en Rusia. Milagrosamente el pueblo ruso resiste la embestida y se convierte en el primer país de la historia en donde una clase oprimida toma y mantiene el poder. Lenin baila en la nieve cuando los sóviets resisten un día más que la Comuna de París (apenas fueron setenta días). De nuevo la derrota y la escisión han sentado las bases de una nueva internacional, que parecerá multiplicar las fuerzas de la clase obrera. Pensando que el viento de la historia sopla a sus espaldas se forma en Moscú la Tercera Internacional o Internacional Comunista (1919-1943). Ahora los excluidos son los traidores imperialistas, los socialdemócratas, ya que los partidos herederos de Zimmerwald pasan a llamarse comunistas. La Tercera Internacional aspira a ser un verdadero Partido Mundial, organizado para la revolución, que se considera inminente. Sin embargo, después de la gran victoria inicial solo se encadenarán fracasos, y después de varios intentos infructuosos de revolución en Europa se empieza a perder terreno ante la reacción fascista de forma inexorable. Aquí empieza a ceder ese ímpetu de escisión y aumento constante de la ambición política. De estar a las puertas de la revolución se pasa a la resistencia en los frentes populares, al mantenimiento de unas mínimas libertades democráticas como objetivo estratégico. De nuevo una guerra, esta vez la Segunda Guerra Mundial, acaba con una gran Internacional. En 1943, sin mucha ceremonia, el Partido Comunista de la Unión Soviética disuelve la Tercera Internacional, certificando oficialmente la muerte de facto del proyecto revolucionario mundial.

El proyecto de la revolución internacional se hunde en el momento en el que atendiendo a las circunstancias objetivas quizás podría haber triunfado con más claridad. El capitalismo en la Europa continental estaba en ruinas y el fascismo había sido aplastado militarmente. La columna vertebral de la resistencia había sido en muchos casos la militancia comunista, que tenía lazos fuertes y directos con esa República Soviética que en aquel entonces ya era una superpotencia. Al final, termina imponiéndose un programa de estabilización y de calma tensa. Buena intuición o error fatal de cálculo, se apuesta por aparcar los tanques en Berlín y esperar a que una correlación de fuerzas más favorable permita refundar una democracia liberal un poco más perfecta en Europa occidental. Aquí nos encontramos con uno de esos problemas endiablados de la tradición socialista: esta pujanza del socialismo, canalizada en una dirección no rupturista, termina por reforzar enormemente al capitalismo. La combinación de la destrucción generalizada de infraestructura y su necesaria reconstrucción, con generosas ayudas norteamericanas, y el miedo simultáneo al movimiento obrero nativo (partidos y sindicatos) y foráneo (el bloque socialista) disciplinan a suficientes actores políticos y económicos para garantizar tres décadas de crecimiento sostenido y una redistribución social de los beneficios nunca vista. Son las décadas del Estado del Bienestar, un extrañísimo paréntesis histórico que todavía está muy presente en nuestro imaginario político.

El último gran gesto del movimiento obrero internacional, la coronación de un sistema estable de crecimiento económico en el centro capitalista, va de la mano de una ola imparable de anticolonialismo. Esto puede verse, en retrospectiva, como el verdadero gran final de la historia de ese movimiento obrero. En un país detrás de otro, de forma incontenible, proyectos de liberación nacional impulsados o dirigidos por partidos de orientación socialista (muchas veces comunista) dan golpes terminales a la colonización occidental, consiguiendo su independencia formal tras décadas o siglos de ocupación. Esta transformación es extraordinariamente exitosa, fruto del esfuerzo y el sacrificio de centenares de millones de hombres y mujeres en lucha contra un enemigo despiadado. Se le podrían hacer dos matices, que rozan lo mezquino. El primero es que la vieja forma colonial quizás ya no fuese la más adecuada para las necesidades de acumulación capitalista a nivel mundial. Aquí no hay un plan previo, un interés del capital clarividente, pero en dos o tres décadas de lucha se configura un nuevo orden mundial en el que la independencia de iure de las viejas colonias facilita una nueva forma de dominación en apariencia puramente económica. El neocolonialismo consigue buena parte de los antiguos beneficios para la metrópolis, con solo una fracción de las botas sobre el territorio. El segundo matiz trata, precisamente, de las consecuencias de esta aspiración a la independencia formal. La verdadera avalancha de nuevos Estados independientes pide en 1974 la creación de un Nuevo Orden Económico Internacional. Su objetivo no es la revolución mundial, sino el comercio y desarrollo en igualdad de condiciones entre los Estados soberanos de este planeta. La moción se aprueba con éxito en las Naciones Unidas, pues la apoya una verdadera mayoría de la población mundial a través de sus Estados. Sus objetivos, como sabemos, fracasan de forma estrepitosa. La justicia nunca es meramente una cuestión de ser mayoría.

Poco después comienza la contrarrevolución capitalista que conocemos como neoliberalismo. Una vez alcanzada la igualdad formal entre Estados se agota el aliento de la revolución, y uno tras otro se desmoronan los símbolos y bastiones de más de un siglo de luchas. La derrota a finales del siglo XX es total. En poco más de dos décadas se ha reconfigurado la economía mundial, en un proceso de financiarización y deslocalización que unido al derrumbe socialista ha chamuscado la capacidad de organización política de la clase trabajadora. El éxito global del capitalismo es también el momento de cristalización de todas sus consecuencias destructoras. Su mundialización es la mundialización de su potencia transformadora, el cumplimiento de aquella profecía marxiana de desvanecer todo lo sólido en el aire. A la precarización, disgregación y dispersión política de la clase obrera se une la realidad ya imposible de ignorar que es la crisis climática, medioambiental, financiera y militar. El momento de mayor peligro es el momento de mayor debilidad organizativa. Estamos ya, casi, en nuestro presente.

Hemos recorrido varios siglos de pulsión internacionalista en apenas diez párrafos. Casi todo se ha quedado en el tintero, este ha sido un relato atropellado e instrumental en el que acumular suficientes elementos para aventurar unas pocas reflexiones sobre la historia del internacionalismo y poder perfilar una propuesta.

  1. Comencemos con una aplicación trivial del principio histórico-materialista que sugiere que las formas de vida determinan en cierta manera las formas de conciencia y, por lo tanto, de organización. Ese ímpetu internacionalista, ya lo hemos visto, es prácticamente transhistórico. Arrancamos el relato con los rosacruces, pero podríamos haberlo comenzado con el proyecto de Pablo de Tarso, el fundador del cristianismo como proyecto realmente universal, veinte siglos atrás. Sin embargo las formas de organización internacional están profundamente determinadas por el grado de desarrollo social, la fuerza relativa de cada clase, los lazos reales y tangibles entre diferentes países o regiones que arrojan a perfectos desconocidos ante la posibilidad (nunca la necesidad) de tejer una relación de solidaridad. Aquí hay que hilar más fino, si cabe, que en las formas de organización nacionales. En la organización internacional no existe el colchón de la cultura compartida, de los hábitos y relaciones forzosas que tienen en común las gentes de un mismo territorio. Lo internacional siempre es mucho más prefigurado, intelectual, ideológico. Una propuesta demasiado abstracta, que apueste demasiado a la comunión de las buenas intenciones, será muy fácilmente aplastada por la brutalidad de la historia. Una propuesta demasiado rígida, que intente explotar de forma demasiado unilateral una situación coyuntural, tenderá a perder toda su potencia cuando esa coyuntura se difumine. Esto, como digo, es una trivialidad, y la sucesión de derrotas que hemos recapitulado no permite avanzar más desde lo teórico. Solo podemos defender la cautela.
  2. La segunda reflexión es una llamada a evitar la tentación teleológica. Es frecuente pensar que se puede retomar un hilo rojo histórico de lo organizativo desde su grado aparentemente más alto de conciencia, sea cual sea el que consideremos que merece semejante honor. Es también frecuente la imitación de los momentos más llamativos de la historia del socialismo, pero de forma puramente mental o como pantomima tragicómica. Es fácil recordar el momento de agudización de las contradicciones, de separación por una cuestión de principio irreconciliable que prácticamente obliga a la escisión. Una escisión que, no obstante, casi milagrosamente, no disminuye las fuerzas totales, sino que las multiplica porque es capaz de canalizar un magma social en busca de una forma y un objetivo claros. Estos momentos existen. Son tan escasos como reales. Identificarlos, arriesgarse y tener éxito en esas encrucijadas suele garantizar un lugar exaltado en la memoria popular. De la misma forma, esa memoria pesa, como ya se había avisado, como una pesadilla en las mentes de los vivos, y ni siquiera décadas de fracasos parecen impedir nuevos intentos de retomar esos hilos de forma voluntarista, aunque los resultados sean cada vez más exiguos.
  3. Las diversas luchas de dimensión nacional o territorial suelen articularse de forma internacional en los momentos álgidos de confrontación. Hasta el momento nunca han conseguido derrotar al capitalismo. Lo que sí han conseguido es doblegar sus instintos más despiadados, derrotar a sus expresiones más sanguinarias. También forzar treguas parciales y precarias, e incluso facilitar transformaciones de significación histórica que, si bien no eran la revolución soñada, sí suponían una mejora profundísima de las condiciones vitales de cientos o miles de millones de personas. La iniciativa obrera, socialista, comunista, plebeya y progresista ha sido siempre la que ha empujado al capitalismo a adaptarse y reaccionar, a reconfigurarse en una forma superior de organización cuando muchos lo daban por muerto. Hay aquí una dimensión trágica evidente, cierta sensación incómoda de que esfuerzos incontables se han inmolado en el altar del perfeccionamiento de un sistema de explotación. En la medida en que cada perfeccionamiento del capitalismo surge de una derrota, la tragedia no es una ilusión. En la medida en que toda historia es sucesión de tragedias, «lucha de potencias monstruosas», sería ilusorio pensar que la emancipación universal pueda ocurrir de otra manera.
  4. El capitalismo se ha internacionalizado gracias a las derrotas del internacionalismo obrero. Todos sus triunfos son una especie de imagen invertida y perversa de la liberación soñada. Su dominio es material, coercitivo, espiritual, con raíces que se hunden en el sentido común. Es ya incontestable en todos los Estados, incluso en los llamados socialistas, pero también en la dimensión mundial. El FMI, o los bancos centrales occidentales liderados por la Reserva Federal de Estados Unidos, son una suerte de Partido Mundial de la Revolución mucho más perfecto de lo que nunca lo fue ninguna organización proletaria. Imponen sus designios, disciplinan, ordenan y reordenan. Su poder es profundísimo e incontestable. Intervienen en cada crisis con un dinamismo inagotable, estirando los límites de sus mandatos y resolviendo cada amenaza existencial en un nuevo momento de expansión inestable. Su único enemigo creíble es su propia voracidad y, como cada generación, volvemos a pensar que quizás estemos viendo los límites absolutos de la acumulación de capital. Cubre cada palmo de tierra, cada rincón del océano, y ahora satura la atmósfera con miles de millones de toneladas métricas de gases de efecto invernadero. La crisis climática y ecológica es la crisis de la mundialización total del capitalismo. Más de la mitad de las emisiones de toda la historia han ocurrido en las últimas tres décadas. Solo un mundo unido en la expansión y acumulación, ya sin enemigos o limitaciones, podría haber logrado semejante hazaña.

Avancemos por fin la primera tesis fuerte de este texto. Estamos en lo que es posiblemente el primer momento histórico en el que la organización internacional es necesaria, ese adjetivo maldito en nuestra tradición. Hasta ahora era una aspiración noble, un deseo, una propuesta de parte para resolver un conflicto no terminal. La acumulación de destrucción capitalista a nuestras espaldas y el escaso tiempo antes de entrar en zonas que la mejor ciencia de la que disponemos nos describe como de peligro existencial y posible no retorno nos obligan a una regulación consciente y sistemática de nuestra relación con el medioambiente. Ya no hay alternativa a hacernos cargo de nuestros gigantescos poderes y a integrar la fragilidad y limitaciones de nuestro entorno en nuestra actividad social, en nuestra cultura, en nuestros hábitos. Durante mucho tiempo los marxistas supusieron que semejantes tareas solo podrían ser responsabilidad de una sociedad poscapitalista, una vez superado el penoso preludio milenario de la historia como lucha de clases. No ha sido así. Debemos empezar esa tarea en lo más álgido del desarrollo capitalista, en la situación de debilidad y confusión resultado de esta larga historia.

Cabe preguntarse si hay algo que aprender del proyecto internacionalista, una vez que hemos decidido que su realización práctica es ahora una necesidad. Por supuesto que lo hay. Es posible que sea un sentimentalismo ingenuo, pero todos esos sacrificios y experimentación política no fueron en vano. La segunda tesis fuerte de este texto es que nuestra situación histórica se parece enormemente a la de las últimas décadas del siglo XIX, y políticamente a los años de formación de la Primera Internacional. Un ciclo completo de desarrollo capitalista y elevación de la lucha de clases nos ha devuelto a un mundo globalizado bajo un gran hegemón, con un proceso de proletarización en marcha, sin el dominio incontestable de ninguna corriente o tradición política, sino más bien con la coexistencia incómoda de infinitas familias y sectas. Algunas, sin saberlo, son vestigios de una época pasada, nuestros neojacobinos. Otras, los primeros pasos de nuevos desarrollos que están por venir. Estar en una suerte de segunda vuelta de un largo ciclo cambia muchas cosas. Lo que antes era esperanza por un futuro completamente desconocido hoy puede convertirse en cinismo por la eterna repetición. Lo que antes eran fuerzas políticas que se constituían por primera vez, hoy son restos de un gran pueblo derrotado que debe recomponerse. Y, sin embargo, la única salvación posible pasa por la rearticulación de esos elementos derrotados. El gran peligro consiste en querer volver a las grandes victorias sin pasar por el penoso trámite de preparar con gran esfuerzo el terreno en el que se deberán luchar. Seguro que volverán las grandes organizaciones de masas, los momentos de decisión críticos, las semanas en las que pasan décadas. Pero nuestro horizonte ahora mismo no es ese y nuestra responsabilidad es no perdernos en la nostalgia por esos momentos. El trabajo pendiente ahora es más humilde, pero infinitamente importante. Consiste en hacer posibles esas futuras victorias, en un momento en el que no lo son.

De aquella Primera Internacional también podemos rescatar los objetivos aparentemente limitados, pero acordes a las exigencias y capacidades del momento. Que hoy en día vuelva a hablarse de la reducción de la jornada laboral puede ser una señal de esa rima histórica, como también lo es la sensación creciente de la necesidad de espacios amplios donde quepan la diversidad y el disenso, siempre que acuerden trabajar por objetivos comunes. La situación política y climática también nos devuelve a una situación previa a la escisión limpia entre reforma y revolución. Ya no se dan las condiciones para la confrontación de esos dos proyectos, el resultado de varias décadas de incremento de la ambición y capacidad organizativa. Ahora todos somos revolucionarios y reformistas, o ninguna de las dos cosas, pues sin la amenaza de la revolución tampoco hay reformas profundas. Esto no parece ser así si atendemos a las palabras que decimos. Pero es así si atendemos a lo que al final del día somos capaces, o incapaces, de hacer. Una Internacional Climática necesitará planes para superar el presente estado de las cosas, pero también propuestas creíbles para gestionar lo existente y asegurar que su superación no pase por un genocidio planetario. En ella deben caber planes metódicos y creíbles para la coordinación de la producción, comercio y distribución, los primeros pasos de esa regulación sistemática del metabolismo económico mundial. Pero en ella también deben caber todas las fuerzas que aspiren a ensanchar los horizontes de justicia y dignidad, esa aspiración eterna que da sentido a todo lo demás y que siempre desborda los límites fríos de lo realmente posible en un momento dado.

La enormidad de la crisis climática lleva esta fusión de objetivos anteriormente incompatibles todavía más allá. Ya no es suficiente reformar y revolucionar, sino que una Internacional Climática debería hacerse cargo, por fuerza, de asegurar la viabilidad ecológica de la humanidad y el resto de seres vivos del planeta. Al horizonte perpetuo de la justicia social y la emancipación ahora se le une la necesidad de garantizar las condiciones de posibilidad de esa emancipación. Si no para nosotros, que ahora estamos vivos, sí para quienes vengan detrás. Puede que esta epopeya histórica, internacional y trascendental nos resulte muy lejana, más una entelequia que una propuesta seria. Pero al igual que en otras dicotomías supuestamente irresolubles aquí lo gigantesco atraviesa lo diminuto. Si pensamos que este proyecto es necesario, también será necesario comenzar a construirlo allá donde estemos. Por limitadas que sean las fuerzas, por pequeño que sea el territorio donde podamos intervenir, la Internacional Climática podrá funcionar como un estado de ánimo que dirija nuestros pasos. Es un proyecto tan abrumador como irrenunciable, la verdadera responsabilidad histórica de estas generaciones que ahora compartimos el planeta. Si triunfa, otros podrán seguir luchando. Si fracasa, ninguna lucha será posible.