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Punto de inflexión

Xan López

Primero, una confesión: en un primer momento tenía pensado escribir sobre la multa que ha recibido España por seguir sin equiparar la fiscalidad del diésel con la de la gasolina, después de numerosos bloqueos por parte de partidos como el PNV o Podemos. Después, pensé en ampliar el texto para hablar también del fracaso del Real Decreto-ley 7/2025 de medidas urgentes para reforzar el sistema eléctrico, de nuevo debido a la falta de apoyos de partidos de los que se espera cierta sensibilidad climática, como Podemos, el BNG o la Chunta. Mientras estaba con ello, me pasó por encima el principio de acuerdo comercial entre la Unión Europea y Estados Unidos, que entre otras cosas incluye una promesa —poco creíble— de gastar 750.000 millones de dólares hasta 2028 en productos energéticos como el gas natural licuado o el petróleo. Una conclusión: no es buena época para reflexionar sobre la actualidad de la política climática de forma reposada.

Segundo, una sensación: cada vez es más evidente que la urgencia de la crisis climática es por sí misma insuficiente para articular mayorías duraderas a favor de una transición energética acelerada. Podemos insistir hasta perder la voz en las consecuencias catastróficas de no actuar a tiempo, en los impactos que ya vivimos día a día por no haber reaccionado en el pasado, en el poco margen que tenemos para acometer transformaciones gigantescas de nuestras sociedades. La realidad es que el peso de las identidades, los agravios, los miedos y los bulos son suficientes para erosionar lo que debería ser la alianza natural progresista, potenciando una mayoría alternativa de bloqueo climático. De nuevo, podemos desesperarnos, frustrarnos, insistir en que en el futuro todo esto se verá como un error, un crimen. Es comprensible, es cierto, pero hacemos la política aquí y ahora, y aquí y ahora todavía debemos intentar recomponer la mayoría climática.

Tercero, una hipótesis: es el momento de ampliar con decisión la ambición de la política climática. La implantación de energías renovables entendida como descarbonización a marchas forzadas es un imperativo irrenunciable, pero a día de hoy ese relato no alcanza a explicar la magnitud de la transformación que ya estamos viviendo. La transición renovable y la electrificación general ya no son simplemente una buena apuesta para evitar los peores escenarios de caos climático. Son, dicho llanamente, el núcleo de la gran revolución industrial de este siglo, que está llamada a transformar el sistema-mundo capitalista de una forma tan irreversible y profunda como las anteriores revoluciones.

Repitamos los motivos. La generación energética renovable tiene un coste marginal cero, lo que significa que, una vez hecho el gasto necesario de infraestructura, la generación de cada kilovatio hora de energía tiene un coste prácticamente cero. El sol y el viento, los combustibles de estas nuevas energías, son gratuitos e imposibles de monopolizar, no requieren ser extraídos, refinados y transportados una y otra vez Además, a diferencia de la extracción de combustibles fósiles, las renovables se benefician enormemente de ganancias productivas por volumen y aprendizaje técnico, lo que ha llevado a un desplome de su precio en la última década. Y, finalmente, su modularidad, su flexibilidad y su bajo coste permiten la descentralización y democratización de su uso, posibilitando la ruptura del cuello de botella de los grandes monopolios energéticos y los grandes países productores de petróleo.

Cuarto, una constatación: en condiciones normales uno esperaría que, una vez alcanzados ciertos umbrales de coste y volumen en la industria renovable, las llamadas «fuerzas de mercado» tendiesen a forzar la transición energética con más o menos velocidad, con más o menos baches, siendo la cuenta atrás climática el único factor —¡importantísimo!— a tener en cuenta. Es posible. La crisis terminal del sistema neoliberal de gobernanza, sin embargo, nos traslada a otra fase mucho más impredecible: ya no podemos dar por supuestos los acuerdos comerciales, militares y monetarios que están en la base del mercado mundial de combustibles fósiles, de los que todavía dependemos sin alternativa. La genuflexión europea ante Trump en la negociación de un nuevo acuerdo comercial nos pone cara a cara con la crudeza del momento en el que vivimos, ante un dilema para el que solo hay dos soluciones: o subordinación al hegemón, o autonomía europea. Autonomía en nuestro sistema energético, por supuesto, pero también en nuestra política fiscal y monetaria, en nuestra defensa, en nuestras instituciones de gobierno. Cada molécula fósil que dejemos de quemar no solo será un paso en la solución a la crisis climática, también será un paso en la única senda posible para no depender de tiranos y fantoches, un paso en la secuencia eficiente que tiene que transformar nuestras sociedades a todos los niveles.

El relato que acabo de exponer no solo incluye una solución a la crisis climática, es también un programa para este siglo. En ella cabe cualquiera que quiera trabajar por la sostenibilidad de la civilización humana en la Tierra, pero también cualquiera que quiera trabajar para no perder el tren de la revolución industrial en curso, cualquiera que busque preservar nuestra dignidad y autonomía ante aquellos que trabajan para dominarnos.

Quinto y último, una certeza: la disputa por el sentido de nuestro presente se libra también en el campo de batalla de nuestras emociones. Hoy en día, lo queramos o no, la lucha contra el cambio climático ya está irremediablemente atravesada por la lucha contra la tiranía. La causa democrática y emancipadora siempre ha conseguido despertar lo mejor que hay en nosotros, y quizás ahora también resuelva lo que hasta ahora no han conseguido resolver los presupuestos de carbono o las promesas electorales. Quizá sirva de punto de inflexión para forjar una coalición que responda de una vez a la pregunta de con qué aliados, con qué medios y por qué objetivos estaremos dispuestos a luchar hasta el final.

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