José Luis Rodríguez ||
Puede temer alianzas temporales, aunque sea con personas
poco fiables, solo quien desconfía de sí mismo.
V. I. LENIN, ¿Qué hacer?
Explicaba hace un tiempo Ajay Singh Chaudhary, con motivo de la derogación de la sentencia del caso Roe contra Wade y la consiguiente anulación del derecho al aborto en Estados Unidos, que la derecha de ese país lleva tiempo haciendo algo que la izquierda parece incapaz de acometer con cierto brío: política en el sentido más crudo y amplio de la palabra, y además de hacerlo sin dar un respiro. Desde las acciones violentas en centros médicos que han terminado abandonados hasta el empuje político de las altas instancias judiciales que tensa y rebasa las costuras de la separación de poderes, pasando por el trabajo cultural —de los grupos locales a los conglomerados mediáticos— que acaba permeando incluso en las esferas liberales y progresistas, las cuales reformulan la condena moral al aborto en sus propios términos: «Es una buena señal que se practiquen menos abortos». Todos los frentes son válidos de partida, todas las opciones han de ser consideradas, cuando se tiene un objetivo entre ceja y ceja.
Chaudhary dejaba entrever la composición de una alianza política reaccionaria heterogénea, rebosante de presiones y contradicciones siempre al límite del descalabro pero que no se lamenta por su precaria unidad sino que hace alarde de su potente eclecticismo; con constantes acusaciones cruzadas y desprecio de las tácticas ajenas pero también con capacidad para cribar qué operaciones funcionan y cuáles no; que avanza de manera irregular y con una estrafalaria articulación en el mejor de los casos pero que es capaz de sumar a la causa de sus miembros activos las inclinaciones reaccionarias de una enorme masa pasiva e incluso de los propios enemigos; con grupos que no tienen pudor en machacar a quien hasta hace poco necesitaban pero siempre abiertos a nuevas colaboraciones; coordinando un espectro de discursos que abarca desde mensajes de nicho hasta clichés para mayorías; con la determinación para trabajar obstinadamente y durante años en frentes en los que creen aunque ello implique derrotas conscientes en otros tantos; con elementos que ignoran estar participando de una coalición social de la que en realidad son la vanguardia de acción; capaz de movilizar para causas comunes pero por motivos diversos a diferentes estratos de la población, categorías sociales y fracciones de clase, así como a sus distintas organizaciones. Pero no hay que mirar a miles de kilómetros de distancia para ver estos principios en marcha. Manifestaciones violentas, presión mediática —sea el medio que sea—, reunión de intereses divergentes, intoxicación entre sectores progresistas y la expresión última de esta coalición social en acuerdos institucionales de gobierno; la alianza reaccionaria vive a nuestro lado.
Aunque no se haya compuesto de manera absolutamente consciente, y por mucho que queramos esquivar el principio de que «hay que imitar las cosas que hacen bien en la derecha», el hecho de que haya cuajado esta alianza sádica, allí y aquí, apunta a uno de los déficits recientes de las luchas por una transición ecológica y climática justa y, en fin, del socialismo y el progresismo en general. Probablemente con motivo de la debilidad política de las últimas décadas, en nuestro campo hemos recalcado con especial énfasis la rotundidad de nuestros valores (que con frecuencia no hablan de nuestro mundo), la ambición de nuestras estrategias (incapaces de someterse a la prueba de la realidad) o las líneas rojas que nunca sobrepasaremos (en parte porque nadie al otro lado cree que merezca la pena perder ni un segundo en tentarnos para ello). Llama la atención que este repertorio de posiciones, útiles en determinados contextos y que tenemos que saber aplicar con precisión medida, ignore por completo el lenguaje de las alianzas. Y llama la atención de manera específica porque en los procesos más imperfectamente exitosos de rupturas sociales y grandes transformaciones en los que a menudo deseamos inspirarnos las alianzas tácticas eran manifiesta y ferozmente defendidas, una parte constitutiva de los avances sociales más descomunales de los últimos siglos.
Pero estoy siendo injusto; lo cierto es que activistas y militantes climáticos, por reducir el foco, buscan constantemente establecer nuevas alianzas con otras luchas sociales, y también hay partidos y organizaciones de izquierda que buscan alimentar estas alianzas y representarlas lo mejor que saben. Estos son esfuerzos necesarios para construir fuerzas alternativas vigorosas, pero que, al mismo tiempo, tanto interna como externamente se topan con abismos que proceden de una escasa reflexión sobre la apremiante necesidad de ampliar y diversificar dicha política de alianzas. Cualquiera que haya pasado un par de tardes en una asamblea o en una reunión militante habrá escuchado varias veces mencionar la necesidad de crear vínculos con tal o cual espacio, con tal o cual frente político, con tal o cual persona relevante. Yo mismo hago esto con frecuencia. (Con la misma soltura ninguneamos rápidamente tal o cual espacio, tal o cual frente político, a tal o cual persona relevante. Yo mismo hago esto con frecuencia). Pero entre el apilamiento retórico de luchas o siglas al que en el mejor de los casos llegamos y una alianza efectiva media un mundo. La incapacidad para buscar principios comunes y colaboraciones sistemáticas entre quienes comparten buena parte de su programa y, de hecho, de su quehacer cotidiano es un obstáculo continuo en el activismo y la militancia. Desde la falta de herramientas organizativas y militantes con las que «fijar» alianzas logradas con buena voluntad y muchísimo tiempo para que perduren en el medio plazo, hasta el narcisismo que impide que gente que hace exactamente lo mismo en su día a día y cuyas diferencias radican en perspectivas de futuros inasibles y en herencias diluidas, el enclaustramiento parece ser nuestro pan de cada día, para quien lo desea y para quien no. Y estamos hablando de gente toda ella activa políticamente y con similares deseos de transformación para quienes no estamos sabiendo encontrar formas estructuradas, novedosas y eficientes de colaboración, dispersas en islotes militantes. Y ello por no hablar de la desesperante falta de canales estructurales tanto de presión como de comunicación y colaboración entre quienes militan por el cambio social en las instituciones y quienes lo hacen fuera.
En todo caso, y desgraciadamente, esta es la alianza sencilla, la de quienes piensan y actúan de manera muy parecida, comparten buena parte de su visión del mundo y sus valores y, además, son indistinguibles para el resto del planeta. La de quienes al aliarse no están poniendo en cuestión nada esencial de sí mismos —y he aquí uno de los principios fundamentales de una alianza de más alcance, al que regresaré más tarde—. Decía que este es un esfuerzo absolutamente necesario y, sin embargo, se puede detectar en ciertos debates un sustrato de ceguera política que deja entrever la idea de que con la coordinación de la gente más fervientemente militante estaría hecha la mayor parte del trabajo; como si de la mera reunión de quienes ya están convencidos pudiera brotar la fuerza para subvertir la realidad. De nuevo, un paso necesario, pero que adolece de una sobreestimación de fuerzas (vinculada a los excesos retóricos antes mencionados) y de una infravaloración de lo rocosa y sobrecogedora que es la realidad más allá de los límites de la militancia transformadora, además de revelar una improductiva pulsión identitaria.
Pero si esta es la alianza sencilla y a menudo nos parece inalcanzable, ¿cuáles pueden ser las alianzas más complejas y peliagudas? En parte, las que ponen en peligro la imagen que tenemos de nosotros mismos y las que se acercan a un grado de diversidad táctica similar al de la alianza reaccionaria; un proyecto político en el que la incomodidad se vuelve cotidiana.
En primer lugar, hay un tipo de alianza entre clases que se vuelve particularmente indispensable en las democracias liberales occidentales. Aunque nos alineemos con los deseos de emancipación de la clase trabajadora —y a menudo lo hacemos sin pertenecer claramente a ella, pero esto no debería ser un problema si la mala fe no está de por medio—, la clase media, que no se halla en un momento de contracción tan evidente y duradero como el que se atisbaba hace unos años, ha sido y sigue siendo un actor indispensable para la viabilidad de cualquier proyecto político. Y esto es así por mucho que se tenga en cuenta la enorme ambigüedad que encierra el concepto de «clase media»: ambigüedad respecto a su ubicación real en la estratificación social, respecto a su papel en la organización del trabajo o respecto a la gravedad que ejerce en los imaginarios populares; al fin y al cabo, un enorme porcentaje de la sociedad se identifica como de clase media, tanto entre quienes están supuestamente por encima como quienes están por debajo de ella. Efectivamente, aquí se halla uno de los nudos de una política activa de alianza y activación progresista de la clase media: esta clase es el foco de generación de hegemonía en las sociedades democráticas y pluralistas, por mucho que estas nos desagraden. Su rol en la producción y difusión de cultura y en los medios de comunicación, de manera más evidente, pero también su tracción en los discursos y aspiraciones políticos de más alto rango y en los más mundanos, y su relevancia en ámbitos enormemente dispares (desde la moda hasta el aparato de la administración pública pasando el diseño de la estructura urbana de nuestras ciudades), hacen que la clase media sea algo más que un estrato social particular —sin entrar ahora mismo en el debate de si es o no es una clase como tal— y pase a ser el densísimo núcleo, de mayor o menor tamaño, en torno al cual gravitan culturalmente estas sociedades.
Despreciar a la clase media —en ocasiones como autoflagelación no del todo bien escondida—, ya sea porque sus particularidades no nos parecen suficientes como para diferenciarla de la clase trabajadora o porque los rasgos que identificamos en ella nos provocan urticaria o porque la consideramos una manifestación lamentable de falsa conciencia o porque la percibimos como la acumulación desordenada de esbirros del capital, no ayuda en nada a la superación del orden en el que esta clase media desempeña un papel tan singular. Aspirar a la transformación social, especialmente en el corto plazo (y el cambio climático exacerba de manera concreta y violenta el corto plazo), sin plantearse cómo articular las tendencias progresistas de la clase media cuando casi todo el mundo se identifica como de clase media es una misión suicida. Y lo es tanto por cercenar sus propias posibilidades de escalar la amplitud mínima del sujeto transformador como por la necedad de ignorar que para la clase media hay otra alianza posible acechando en la sombra. Efectivamente, de nuevo, la puta alianza reaccionaria, con todo su oscuro magnetismo, ruidosa, atronando por todos los canales. Pensar que estamos tan por encima éticamente de un estrato social, una categoría o una clase entera que albergue inclinaciones reaccionarias hasta el punto de que eso nos lleve tanto a pensar que hay grupos sociales que no albergan dichas inclinaciones como al desentendimiento displicente es la actitud más estúpidamente elitista que una política radical puede mostrar. Debemos devanarnos los sesos hasta la desesperación, hasta la extenuación, para buscar la manera de formular en nuestro favor las inclinaciones progresistas de esa cosa extraña que es la clase media, para articularla de manera que haga suyo el deseo por una salida ágil y justa de la crisis climática. Pero también, y aquí está el meollo del asunto, una política de alianzas decidida siempre conlleva una pérdida, y no me refiero simplemente a una concesión o a un compromiso temporal, sino a un desprendimiento de parte de lo que somos para ser capaces de integrar al otro. Seguramente nos veamos en situación de tener que llegar a alianzas temporales más complejas y cuestionables pero que no requieran este tipo de disposición, y hablaré en breve de ellas, pero la alianza con la clase media implica un nivel de comunión especialmente sensible. No describo este proceso de mutación de la subjetividad política pensando específicamente en una alianza equilibrada entre iguales; de hecho, al contrario. Aunque pueda sonar paradójico, es precisamente en el escenario más optimista para nosotros, en el que sería la parte con una pulsión emancipadora más potente —nuestra parte— la que tendría una función directora de esta alianza, en el que esta apertura y mutación se muestra de manera más notable. Por supuesto, la parte subalterna ve hasta cierto punto cómo se subordinan sus aspiraciones y cómo se ve impregnada de otras, pero quien rige y orienta una alianza así, quien se supone que presenta un proyecto histórico más elaborado, ha de haber sido capaz de abrir, rearticular e integrar dentro de dicho proyecto las aspiraciones de la parte subordinada.
Con todo, hay otra vuelta de tuerca posible a una política de alianzas, más difícil si cabe de conceptualizar y de asumir, pero la realidad es tozuda. Por un lado, el reto más urgente que tenemos por delante es el de lograr una transición veloz hacia un modelo económico que no opere a través de industrias emisoras de gases de efecto invernadero, principalmente pero no solo del uso de combustibles fósiles —y en entender que esta urgencia es cualitativamente mayor que otras urgencias, por mucho que no sea independiente, recae buena parte de nuestra suerte—. Por otro lado, por múltiples razones contamos con un raquítico músculo organizativo dentro de unas sociedades en las que los consensos democráticos, aunque se hayan sacudido en los últimos quince años, siguen firmemente asentados, lo que hace muy difícil que esta transición la puedan ejecutar actores emancipadores de manera totalmente autónoma, con la velocidad requerida y con rotundos criterios de justicia social, todo al mismo tiempo. A ello se suma el hecho de que los movimientos geopolíticos entre bloques de al menos los últimos dos años están, como mínimo, sembrando el terreno para una transición energética más o menos rápida a las renovables, todo ello influido sin duda por las presiones y el trabajo cultural del movimiento ecologista de los últimos tiempos, pero en última instancia desencadenado por razones que poco tienen que ver con nuestra capacidad política, sino más bien con los conflictos bélicos, con la seguridad nacional o con las guerras comerciales.
Esta situación viene a poner en tela de juicio mucho de lo que nos contamos acerca del protagonismo de los movimientos sociales dentro de la transición ecológica y dibuja un escenario para el que no tenemos demasiadas herramientas explicativas, pero en el que pese a todo tenemos la obligación de intervenir. Sería conveniente tener una discusión sosegada acerca de este panorama y de este hecho en particular, de las puertas que cierra y de las que abre, para que no desemboque en una deposición de las armas ni en un simple confiarse a los designios de entidades políticas inconmensurables. Para evitar esta parálisis deberíamos darnos cuenta de que, al fin y al cabo, no son los momentos de gran estabilidad lo más propicios para las maniobras políticas, sino que lo son, dicho de manera cruda, aquellos en los que las cosas se están moviendo: es entonces cuando se abre la posibilidad de disputar quién conduce estos desplazamientos históricos.
Si, como señalan Alyssa Battistoni y Geoff Mann respecto Estados Unidos —y el análisis sería extrapolable a Europa—, la legislación reciente respecto a la transición ecológica «no es tanto una concesión a un poderoso grupo de presión de capital verde como un esfuerzo por crear una nueva fracción de capital verde», el escenario comienza a mostrar recovecos y pliegues; puede que ahí se abra un mundo. Explica la economista Daniela Gabor que esta legislación no se está desarrollando mediante el disciplinamiento y la coerción del capital, para lo que ahora mismo no existe capacidad, sino seduciéndolo a través de incentivos de diverso tipo y eliminando posibles riesgos para que redirija sus inversiones y las alinee con las necesidades de la transición ecológica. Si uno de los objetivos de este proceso es la creación de una nueva fracción del capital —y el Estado y, actualmente, las instituciones supraestatales son los lugares donde se dirimen las disputas entre fracciones del capital o de la clase dirigente en cuestión, ordenándose a sí y desordenando al enemigo— se presentan, de hecho, dos vías de acción. Por un lado, el Estado vuelve a ser un lugar inmerso en contradicciones, intensamente politizado y cargado de conflicto ideológico que nos obliga a dar con nuevas formas de pensarlo, disputarlo, enfrentarnos a él, ocuparlo y utilizarlo —un debate que excede la ambición de este texto—; por otro, nos pone ante la tesitura de tener que intervenir en la transición ecológica ahora y en el corto plazo expresada esta como enfrentamiento entre fracciones del capital, la fracción fósil y la fracción verde.
Si, de nuevo, el reto principal en el corto plazo es el de lograr una transición que deje atrás las emisiones de gases de efecto invernadero y no contamos con la fuerza social para acometerla de manera autónoma, necesitamos tácticas que reconozcan este escenario y sean eficientes dentro de él. Es por lo tanto probable que tengamos que empezar a debatir de qué modo podríamos establecer una alianza con la fracción verde del capital, entre otras muchas cosas porque si no corremos el peligro de participar de esa alianza sin ser conscientes de ello, o dándonos cuenta demasiado tarde —dicho tontamente, porque nos hagan la alianza y no la hagamos nosotros—, y con un papel político residual o totalmente subordinado, si es que llegamos a tener algún papel. El planteamiento riguroso de esta alianza —que no tiene por qué ser sinónimo de echarse a los brazos del capital, sino de incidir en sus fracturas y agravarlas, pues de ahí surgen sus fracciones— trae consigo varias preguntas derivadas: cómo se establece y cómo se abandona, en qué condiciones y lugares se integra y en cuáles se rechaza, qué renuncias asumimos y qué pasos necesitamos dar para no tener que asumirlas más, cómo llevamos la iniciativa para no dejarnos absorber por ella pero también sabiendo que de la prosperidad de la alianza depende la nuestra. En la práctica estas preguntas tan generales se traducirían en preguntas concretas bastante más incómodas, como por ejemplo: ¿a qué empresa del capital verde nos conviene apoyar públicamente?, ¿qué huelga aún no podemos convocar a la espera de un mayor desarrollo de tal o cual industria?, ¿pueden parecernos coyunturalmente defendibles los beneficios de algún capitalista porque está permitiendo el desarrollo de cierta fracción de clase, capitalista o anticapitalista? Los momentos de transición profunda y la gravedad de la disputas políticas que traen consigo si todo sale bien (y cuando algo sale bien no suele salir bien justo como uno se lo imaginaba) siempre han hecho brotar con violencia este tipo de disquisiciones, desde la necesidad de la NEP en Rusia hasta Allende rogándole a los mineros del cobre que no fueran a la huelga para no poner en peligro el proceso socialista en su país. De hecho, estos grandes movimientos de transición entre modelos han solido requerir del desgajamiento de parte de la élite contra la que en su conjunto se está combatiendo; una fracción desprendida que, por sus propios cálculos o por cualquier razón peregrina, acaba sumándose de manera más o menos sorprendente y más o menos conflictiva a la causa transformadora. Estas situaciones no deberían pillarnos por sorpresa y tampoco deberíamos despreciarlas.
Explicaba Erik Olin Wright —lo hacía con alguna reserva y este es un resumen hecho con brocha gorda— cómo la posibilidad de transición a un socialismo democrático a partir y desde dentro de las democracias liberales del capitalismo avanzado tendría que pasar por un momento de lucha dura entre clases, de equilibrio entre fuerzas sólidas, seguido de un periodo en el que la acumulación de poder por parte de la clase trabajadora se daría en paralelo a la realización de los intereses del capital; un periodo de crecimiento simultáneo, tanto material como político, que no quiere decir exento de disputa, capaz de satisfacer intereses diversos, que desembocaría en un punto en el que estos intereses —aliados tácita o manifiestamente— serían ya irreconciliables, decantándose finalmente la disputa hacia un lado u otro. No estamos cerca de ese punto crítico, ni siquiera estamos adentrándonos en el periodo de cooperación conflictiva. Es probable que la pelea por un ecosocialismo democrático consista hoy justamente en abrir este periodo de transición dentro del capitalismo, plantear el modo en que esa incómoda alianza puede darse del modo más beneficioso para nuestros intereses y que esta apunte —aunque solo sea eso, aunque sea para un tiempo que nosotros no viviremos— hacia el momento de ruptura de la alianza que nosotros nos vimos obligados a forjar.
De todos modos, todos estos planos de alianzas, ya sean más integradas y sustanciales o ya sean más fugaces, tienen algo de inconsciente, e incluso se podría decir que algo de irreal; tienen algo de mentira. No hay clases enteras o fracciones de clase sentándose a acordar los términos y cláusulas de una alianza; por no haber hoy apenas hay siquiera organizaciones o expresiones políticas de esos grupos sociales que puedan hacer algo remotamente similar. Pero que el modo en que esos puentes se tienden haya adquirido hoy una forma más bien mediática, retórica, comunicativa o hasta puramente individual no resta verdad a la exigencia de reflexionar, debatir, discutir y elaborar una política de alianzas sofisticada y perspicaz, aunque sea para acabar descartando la mayoría de ellas, aunque sea incluso como ejercicio de saneamiento mental. Cabe esperar que la condensación de estos procesos, más allá de su definición o indefinición específica, produzca, eso sí, expresiones específicas: coaliciones sociales, coaliciones electorales —ninguna es necesariamente condición previa para la aparición de la otra, pero sí pueden llegar a desencadenarse—, corrientes culturales, movilizaciones concretas, avances conjuntos (y caídas solitarias) en las que estas alianzas se manifiestan. El tejer, destejer y entretejer de este incómodo diálogo en el que algo de nosotros se pierde debería tener hoy, como sustrato en el que echar raíces, la idea de elaborar un bloque político amplio —que no es sinónimo de bloque cosido por la homogeneidad orgánica—; un bloque con herramientas para encender las pulsiones de transformación entre quienes también están compuestos de pulsiones regresivas, que somos todos; un bloque en el que la parte directora esté en disposición de metabolizar y reformular los intereses del resto de las partes para que estos se conviertan en pasos adelante y no en lastres; un bloque capaz de enfrentarse hoy (también mañana, también pasado mañana, pero especialmente hoy) tanto a la crisis climática y ecológica en sí como al conjunto del bloque reaccionario, ya en formación a escala global y del que cabe esperar una particular declinación autoritaria en el frente ecológico, un ecofascismo histriónico y militarizado ante el que poco tendrán que decir nuestros remilgos y nuestros cierres identitarios. Allí donde no ganemos nosotros arrasarán ellos.
* * *
Se acerca ya el final de la larga entrevista que tuvo lugar hace algunos años en una radio de tercera o cuarta fila. El sonido deja mucho que desear y el tono de voz que llega a través del chisporroteo ha empezado a ser cansado hace unos minutos, el tema a veces se vuelve demasiado deprimente, demasiada retórica para presentar como posible un problema demasiado inabarcable o, peor, que se está volviendo ya demasiado tedioso. Ha activado el piloto automático pero se deja sentir el agotamiento. El ánimo combativo por el que se le conoce se ha disipado cuando a Andreas Malm le hacen la última pregunta, como colofón e idealmente como clímax de la conversación: «¿Puede el capitalismo solucionar el cambio climático?». Sabe que no, sabe que esperan que diga que no y sabe que puede argumentarlo sin demasiadas complicaciones, dando una contestación más refinada y original que la repetitiva respuesta militante que nadie recordará. Pero tras una pausa, que no es de reflexión sino de vacío, responde sin emotividad y con una mínima risa desesperada, que más nos vale que así sea. Una nueva pausa. Este sistema ha demostrado durante demasiado tiempo lo complejísimo que es derrotarlo y el tiempo que la crisis climática nos ofrece no es en modo alguno suficiente para acometer y concluir esta tarea. Pero termina diciendo, en un destello de lúgubre optimismo, que si el capitalismo logra vadear esta crisis será una fuerza socialista la que lo obligará a ello.
Y tampoco las tendría yo todas conmigo: solo hay que fijarse en cuáles son las instancias que están conduciendo los primeros pasos de envergadura de la transición energética para ver que no hay mucha «fuerza socialista» involucrada. En cualquier caso, toda esta reflexión me hace pensar en dos citas, una de ellas muy famosa, la otra algo menos conocida. La primera es de Audre Lorde: «Las herramientas del amo nunca desmontan la casa del amo» (cita que, por cierto, prosigue así: «… Quizá nos permitan obtener una victoria pasajera siguiendo sus reglas del juego, pero nunca nos valdrán para efectuar un auténtico cambio»; quién no mataría hoy por saborear una victoria, por pasajera que acabase siendo). La segunda es de Mario Tronti, en Obreros y capital: «Así están las cosas. En una sociedad enemiga no existe la libre elección de los medios para combatirla. Y las armas para las revueltas proletarias siempre han sido cogidas de los arsenales de los patrones». La primera subraya la necesidad de una portentosa autonomía, que hoy sin embargo declaramos para recubrir nuestra portentosa debilidad; la segunda subraya la necesidad de una violenta atención a la coyuntura capaz de dar uso y sentido a lo que sea —lo que sea— que tengamos a nuestro alcance, a menudo a costa de nuestra dignidad. Supongo que la disposición política o espiritual de cada cual le inclinará a hacer suyo de modo más íntimo el estado de ánimo de una de estas dos citas y no de la otra, y creo que he revelado bastante como para que no haga falta señalar por cuál me inclino yo. Lo que me parece importante es reconocer la necesidad de recombinar y mezclar estos dos estados de ánimo, estos dos puntos de vista, en distintas proporciones y de modos diversos en función de la realidad que habitemos y a la que nos enfrentemos. Ya sabemos cuál es la nuestra: aún tenemos margen de maniobra, ya no tenemos margen de error. Maniobremos.