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Reforma o revolución verde en el transporte

Bosco Serrano Valverde

Este miércoles, día 8 de octubre, el Congreso votará la Ley de Movilidad Sostenible, un texto amplio, técnico y —en apariencia— de consenso. Pero, como suele ocurrir con las grandes reformas estructurales, detrás de los matices legislativos laten tensiones y grietas políticas profundas.

En torno a esta ley —que define la movilidad como un nuevo derecho social, articula un Sistema General de Movilidad Sostenible, crea el Fondo Estatal de Contribución a la Movilidad Sostenible (FECMO) y vincula el transporte público a los objetivos climáticos del Plan Nacional Integrado de Energía y Clima— se alinean y desalinean fuerzas con intereses dispares: PNV, EH Bildu, BNG, Junts o Podemos, entre otros, muestran reservas que van mucho más allá del contenido técnico del dictamen.

Para PNV y Junts, el eje es competencial y fiscal. Temen que el Estado use la ley como un paraguas centralizador, al establecer criterios comunes de planificación y financiación del transporte urbano. EH Bildu y BNG miran el texto desde otra óptica, cuestionando su falta de garantías sociales y ambientales vinculantes y la posibilidad de que el «derecho a la movilidad sostenible» quede en manos del mercado o de las grandes empresas energéticas que gestionan la electrificación del transporte. Podemos, por su parte, considera que el articulado comprometido es insuficiente y entiende que deberían haberse incluido cuestiones externas al proyecto original, como el freno a las expansiones de puertos y aeropuertos.

Estas divergencias componen un mosaico político donde cada partido ha de compatibilizar su particular concepción de la movilidad sostenible con sus propios incentivos territoriales y estratégicos. Y, sin embargo, todos podrían coincidir en un punto: la sostenibilidad, entendida como la descarbonización y el acceso universal y asequible al transporte para todas las personas, es clave.

En este sentido, el preámbulo de la ley lo dice con claridad: la movilidad ya no es solo transporte, sino cohesión social, igualdad territorial y transición ecológica. Pero ese mismo carácter transversal convierte la norma en un campo de disputa entre diferentes concepciones del país. La movilidad se sitúa, así, en la encrucijada entre lo social y lo económico, lo estatal y lo local, lo ambiental y lo industrial, sin dejar plenamente satisfecho o convencido a nadie. Y esa tensión, lejos de ser un problema, es precisamente lo que hace relevante esta ley.

A menudo, las transiciones ecológicas se interpretan desde un prisma de ruptura: la idea de que solo un cambio radical puede responder a la urgencia climática. Pero las experiencias europeas demuestran lo contrario. La descarbonización avanza por acumulación de reformas, pactos amplios e incentivos coherentes, no por sustitución abrupta de modelos. En este sentido, el dilema entre «reforma» y «revolución verde» es, en gran medida, un falso dilema.

Podemos tiene razón al señalar que el texto es insuficiente para transformar el sistema de transporte en toda su complejidad. Pero también es cierto que ningún país ha logrado una transición exitosa sin construir mayorías políticas amplias y sostenidas en el tiempo. La reforma es, a menudo, el único camino viable para abrir espacio a la innovación y a la ambición futura. Y una ley que consolida la movilidad como derecho social, que crea un fondo estable de financiación y que introduce la obligación de evaluar el impacto climático de las políticas de transporte no es un punto de llegada, sino un instrumento para seguir avanzando.

Desde la perspectiva de la política pública, el verdadero debate no es entre reforma o revolución, sino entre parálisis o dirección. Las transiciones requieren certidumbre, planificación y gobernanza. Y esa gobernanza —si está bien diseñada— puede ser tan transformadora como las medidas que regula. El propio dictamen incorpora, de hecho, elementos que pueden marcar la diferencia: el reconocimiento del transporte público como servicio esencial, la obligación de medir las emisiones asociadas a la movilidad y la articulación de un sistema de indicadores que permitirá evaluar la eficacia de las medidas.

La revolución verde no se construye sobre declaraciones, sino sobre instituciones capaces de sostener el cambio. En ese sentido, esta ley puede ser vista como una pieza fundacional de una política de movilidad moderna, si su desarrollo reglamentario y presupuestario se hace posteriormente con ambición. La clave estará en cómo se implementa el FECMO, cómo se definen los criterios de acceso a la financiación, cómo se garantiza que las inversiones no reproduzcan desigualdades territoriales o sociales y, claro está, en otras reformas posteriores.

En lugar de contraponer reforma y transformación, quizá debamos entender que toda reforma tiene potencial revolucionario si cambia los incentivos y abre nuevos horizontes. Que cada paso legislativo, por pequeño que parezca, puede modificar comportamientos, flujos financieros y prioridades públicas. La revolución verde del transporte, en ese sentido, no es un evento, sino un proceso continuo de concatenación y acumulación de políticas coherentes bien dirigidas.

En un momento en que el transporte representa más de una cuarta parte de las emisiones de gases de efecto invernadero en España y la planificación urbana sigue anclada en la lógica del vehículo privado, la Ley de Movilidad Sostenible puede convertirse en una herramienta útil para corregir inercias estructurales. Pero solo lo será si las instituciones —estatales, autonómicas y locales— la entienden como un marco vivo, sujeto a revisión y mejora.

La transición ecológica no se decreta, se gobierna paso a paso. Gobernarla exige pragmatismo y una visión a largo plazo y, en materia de movilidad sostenible, avanzar es tanto una exigencia climática como una oportunidad económica y social que no se puede desaprovechar.

Bosco Serrano Valverde es responsable de combustibles sostenibles para aviación y marítimo en Transport & Environment en España

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