Christo Casas ||
INT. HOSPITAL VALL D’HEBRON – NOCHE
Profesionales en batas blancas atraviesan un laboratorio fuertemente iluminado con luces frías. La cámara hace zoom lentamente hacia CARMEN, que observa a través del microscopio. Cuando la cámara llega hasta su cara, hace un gesto de sorpresa.
CARMEN
Parece toxoplasmosis, pero no tiene ninguna lógica.
INT. AYUNTAMIENTO DE BARCELONA – NOCHE
Políticos en traje y corbata atraviesan un despacho levemente iluminado con luces cálidas. La cámara hace zoom lentamente hacia NARCÍS, que firma pausadamente un legajo de folios. Cuando la cámara llega hasta su cara, esboza una enorme sonrisa.
NARCÍS
A la tercera va la vencida, ya veréis.
INT. SALA DE PRENSA – DÍA
Entre una fila de autoridades y doctores de aspecto compungido, CARMEN mira con tristeza a su JEFE, que atiende a los medios desde un atril. El zoom viaja de la cara de CARMEN a la cara de JEFE entre flashes de los medios.
JEFE
Confirmamos el fallecimiento esta madrugada del primer paciente de cáncer gay en España.
INT. PALAIS DE BEAULIEU, LAUSANA – DÍA
Entre una fila de autoridades y deportistas con aspecto celebrativo, NARCÍS mira con alegría a SAMARANCH, que abre un sobre desde un atril. El zoom viaja de la cara de NARCÍS a la cara de SAMARANCH entre flashes de los medios.
SAMARANCH
¡… à la ville de Barcelone!
Podría ser el guion de una película, pero lo retratado aquí, licencias poéticas aparte, es estrictamente cierto. Ciertos son los nombres y ciertas son sus responsabilidades y su papel en la historia reciente. Puede que las palabras fueran otras, pero la coincidencia en el espacio y el tiempo es milimétrica. A menudo, la realidad nos ofrece unas casualidades que da escalofríos descubrir y que la ficción no consigue igualar. O, al menos, yo sí sentí un miedo frío recorriéndome las venas cuando, siguiendo una intuición aún inmadura, mirando periódicos viejos y titulares amarillentos, confirmé que la crisis del VIH-sida en España y los Juegos Olímpicos de Barcelona —que debían presentar el país al mundo como una nación moderna y europea— habían nacido como dos hermanas mellizas unidas por la espalda, dos siamesas condenadas a ignorarse mutuamente el resto de sus vidas. Un Caín y un Abel que, cuatro décadas después, están a punto de reescribir la historia y dar un vuelco a los acontecimientos. Quien perdió entonces, ganará ahora, y le tenderá la mano al vencido.
Todo empezó en 1981, mientras en el hospital Vall d’Hebron se diagnosticaba el primer paciente seropositivo de España —que moriría horas después—, el gobierno municipal aprobaba la candidatura de la ciudad a los XXV Juegos Olímpicos de verano. Un evento de dimensiones épicas que debía catapultar la fama de una España aún menor de edad, recién salida de la dictadura franquista y candidata a integrarse en la OTAN y la Unión Europea, y convertirla no solo en una respetable potencia occidental, sino en el mayor destino turístico del mundo. Toneladas de arena movidas centenares de kilómetros y volcadas en el litoral, miles de kilómetros nuevos de asfalto, centenares de millas aéreas trasladando deportistas y visitantes, millones de litros de agua potable desperdiciados. Un festival pantagruélico contra toda sostenibilidad ambiental mientras en el Raval morían por complicaciones relacionadas con el sida las víctimas del silencio administrativo sin una sola peseta invertida en ellas.
Sería injusto juzgar parte de las decisiones tomadas entonces con las herramientas que tenemos hoy en día: en aquel momento, el discurso climático estaba muy lejos de ser de conocimiento general —aunque ya se había publicado evidencia científica y obras de referencia como Primavera silenciosa de Rachel Carson—. Pero los Derechos Humanos, en cambio, eran de consenso internacional y eso no impidió que los Juegos fueran, también, un instrumento de higienización del espacio público y acoso hacia poblaciones marginales como las trabajadoras sexuales, las personas en situación de drogodependencia o los maricones, todos ellos colectivos especialmente afectados por el VIH-sida. Esa España nueva que nacía no podía invertir en una epidemia minoritaria, una enfermedad que estaba matando a gente que, de todas maneras, sobraba por completo en la postal que se quería vender de Barcelona, como bien retrata el antropólogo Miquel Fernández González en su obra Matar al chino. En paralelo, el Estado gastaba más de 160.000 millones de pesetas en un evento deportivo, el equivalente a casi 2.000 millones de euros actuales si corregimos la cifra según el patrón del INE. Un evento de consumo y turismo masivos que acabaría por llevarnos al desfase que es a día de hoy Barcelona: una ciudad donde el precio medio del alquiler supera al Salario Mínimo Interprofesional, con más camas para turistas que para vecinos en su Ciutat Vella, en medio de una sequía histórica y con pretensiones de ampliar su aeropuerto y su Feria de Congresos, atraer más cruceros y turistas, construir un macrocasino o incluso albergar unos Juegos Olímpicos de invierno.
Está claro que España apostó por unas prioridades concretas, cuyas consecuencias aún arrastramos a día de hoy, y la potencial extinción de una parte de la especie ni era ni es una de esas prioridades. En este sentido, los activismos contra la emergencia climática y los activismos por la dignidad del VIH-sida tienen mucho en común, empezando por el final: la posibilidad de un colapso que acabe con todo tipo de vida humana y no humana. Y por el inicio: un sistema-mundo con unas prioridades completamente ajenas a la emergencia, sea climática o sanitaria. Pero, mientras en 2023 los discursos del pánico y el colapso parecen condenarnos a la inmovilidad y a una especie de resignación colectiva, en los ochenta y noventa los colectivos LGBTI se aferraron como nunca a la esperanza y a la vida. He aquí tres lecciones prácticas que puede aprender el movimiento climático de la crisis del VIH-sida.
Justicia de clase y redistribución
En 1987, seis años después del primer caso de VIH en España, aparece al fin un tratamiento que, aunque no consigue curar la infección, sí permite ralentizar e incluso detener la reproducción del virus en la sangre. Se trata de la azidotimidina, comercializada por la farmacéutica Burroughs Welcome como AZT, por el módico precio de 10.000 dólares por paciente y año. Un precio que, en un país sin un sistema público de salud como Estados Unidos, se podían costear muy pocas personas. Menos aún si hablamos de colectivos marginalizados como las trabajadoras sexuales, las personas drogodependientes y los colectivos queer entre los que el virus se había expandido con rapidez. Ante esta clarísima condena a muerte de las clases trabajadoras afectadas por el VIH, el 14 de septiembre de 1989 siete miembros de ACT UP irrumpen en la Bolsa de Nueva York y se encadenan a las columnas reclamando que el Estado nacionalice la farmacéutica, que accede días después a reducir el precio del tratamiento unos miles de dólares.
En todo caso, el tratamiento seguía siendo imposible de adquirir para la mayoría de personas infectadas, por lo que más allá de las pancartas, los colectivos queer organizaron auténticas redes de redistribución de AZT: desde asociaciones que repartían las pastillas que habían dejado atrás fallecidos que sí las pudieron adquirir hasta enfermeras que robaban el medicamento de sus centros sanitarios para proporcionárselo a ACT UP y a otros activistas. Si el ecologismo sin perspectiva de clase es jardinería, el activismo por la dignidad del VIH-sida sin perspectiva de clase habría sido interiorismo. Lo que nos dejó claro el caso del AZT es que, cuando la vida colectiva está en riesgo, cuando la dignidad más básica no está cubierta, la propiedad privada es ilegítima y debe ser violentada sin miramientos.
España y otros países de su entorno atraviesan, mientras escribo estas líneas, la sequía más larga de su historia y, en plenas restricciones a la ciudadanía, las empresas privadas y el sector del lujo buscan cómo garantizarse el agua para sus usos comerciales o superfluos. Quizá ha llegado el momento de tomar la situación por las riendas y colectivizar el H2O, el AZT de nuestra década. Y, si todo sigue así, pronto hablaremos de muchos otros recursos y suministros básicos que colectivizar.
Redes de cuidados y restauración
¿Alguna vez te has preguntado por qué las siglas LGBTI+ siguen ese orden y no otro? Pues lo cierto es que hasta la crisis del VIH-sida se acostumbraba a utilizar el orden GLBT, situando en primer lugar, por supuesto, a los hombres cis desde una visión machista del mundo —ningún colectivo es un ser de luz—. Tras la crisis, sin embargo, se accedió a situar a las mujeres lesbianas en primer lugar como reconocimiento a la enorme y extenuante carga que asumieron cuidando de los hombres gays y bisexuales, así como de las mujeres trans que enfermaron y precisaron de cuidados hasta el último de sus días. Y no solo eso: las mujeres del colectivo fueron clave, por ejemplo, en las campañas de donación de sangre para las víctimas, ya que los hombres y personas trans tenían prohibido donar. Fueron, también, quienes coparon mayoritariamente las manifestaciones públicas y quienes protagonizaron actos de protesta, puesto que sus compañeros y compañeras seropositivos enfermaban a un ritmo tal que eso les impedía hacer grandes esfuerzos.
De esta experiencia hemos de aprender que no siempre se puede estar al pie del cañón, que no siempre se le puede exigir a todas las compañeras que pongan el cuerpo ni que actúen con la misma intensidad. El activismo también debe reconocer la debilidad y, en las ausencias, hemos de poder cubrirnos unas a otras y tejer redes de cuidados. Las luchas se hacen así, también, más colectivas, más horizontales. Descansar, desconectar, dudar, permitirnos contradicciones no solo es beneficioso para nuestra salud mental y relacional, es también necesario para que las luchas climáticas renueven fuerzas y se restauren, se mantengan constantes. Y nos invita, también, a hacernos responsables de la lucha incluso cuando sus consecuencias no se vayan a cebar con nosotras. No nos organizamos sin dejar a nadie atrás, en absoluto: nos organizamos para no dejar a nadie atrás, que es mejor.
Organización transnacional y reparación
Resulta muy tentador decir que ya hemos superado la crisis del VIH-sida, que aquello fue una pandemia que, como el COVID, nos atemorizó durante unos años concretos y luego se fue tal y como llegó. Y quizá, ahora que se han mejorado y democratizado los tratamientos, que se está popularizando incluso la profilaxis preexposición o PrEP que impide la transmisión, ahora que ser seropositivo se ha vuelto una condición crónica, pero no letal, como lo es ser diabético o hipertenso, podríamos felicitarnos y pasar pantalla. Pero eso sería obviar que, según cifras de ONUSIDA/UNAIDS, aún hoy en día se siguen dando más de un millón de nuevas infecciones cada año. Que casi diez millones de personas seropositivas no tienen tratamiento. Que el 43% de ellas son niños y niñas. Que muere por complicaciones de VIH-sida una persona cada minuto. Pero, claro, todo eso está ocurriendo muy lejos de nosotras. Todo eso está ocurriendo en el sur global.
En plena crisis del VIH-sida, las famosas acciones de ACT UP en Estados Unidos no habrían tenido ningún efecto de darse aisladas. Y, de hecho, los activismos por la dignidad del VIH-sida se organizaron globalmente con manifestaciones en todo el planeta para hacer frente a un enemigo que también era global: la industria farmacéutica. Los activistas franceses, que lanzaron sangre contra instituciones, los sudafricanos que produjeron camisetas en serie con el mensaje I’m HIV Positive, la traducción y circulación transfronteriza de fanzines y folletos que llevaron información veraz sobre la infección a muchos países, o la internacionalización de eslóganes como Silence=Death, «Silencio =Muerte». Si el reto es planetario, la respuesta también debe serlo. Y aunque tota pedra fa paret, no conseguiremos levantar ningún edificio conjunto si no nos aseguramos de que el resto de activismos climáticos están siguiendo los mismos objetivos que nosotras. Escuchar sus necesidades específicas, conocer cómo impacta el cambio climático en otras regiones del mundo, saber qué redes de cuidados transnacionales podemos trazar no es solo relevante, es resistencia en su máximo nivel. Especialmente si la encaminamos a reparar la brecha que se ha trazado entre Occidente y el resto de pueblos del mundo.
La realidad, además de superar a la ficción en su inverosimilitud, acostumbra también a ser rabiosamente irónica. Y, mientras España gastaba millones en garantizar que el VIH-sida no ahogaba la fiesta olímpica, Freddie Mercury —quien debía cantar en la inauguración de los Juegos— fallecía a causa de las complicaciones derivadas del sida apenas meses antes de la ceremonia. Porque, por mucho que barras bajo la alfombra, la suciedad acaba emergiendo donde menos te la esperas. Treinta años después, la sociedad capitalista y hetero-centrada ha conseguido arrinconar el VIH-sida hasta convertirlo nuevamente en un problema exclusivo de marginales: drogadictos, negros, putas y maricones. Un problema del sur global, junto a los vertederos de electrodomésticos y las minas de coltán. Pero la otra pandemia que alimentaron e ignoraron en aquel momento, la del clima, ha acabado alcanzándonos sin remedio y no conoce de fronteras. Ahora toca girar las tornas y que aprendan de nosotras, las maricas: porque cuando parecía que íbamos a morir todas, cuando parecía que no había un futuro posible, salimos adelante sin discursos del pánico ni del colapso. Salimos adelante con esperanza, solidaridad entre iguales y horizontes mejores.
Quizá el principal reto de los activismos climáticos, eso sí, sea la necesidad de emprender el camino opuesto al que emprendieron las activistas por el VIH-sida: con sus acciones de protesta, ellas convirtieron lo privado —la enfermedad— en público. Ahora toca convertir lo público —la supervivencia del planeta— en privado, y entender cómo nos llevamos esa lucha a nuestras casas, a nuestras familias —elegidas o no—, a nuestros lugares de trabajo, pero también de ocio y de descanso. En el caso del VIH-sida, mataba el silencio. En el caso de la emergencia climática, mata el exceso de ruido.
Mientras tanto, la realidad sigue creando coincidencias que son auténticas joyas cinematográficas:
EXT. HOTEL MATIGNON, PARÍS – DÍA
SOPHIE y GIRAUD caminan nerviosos por la Rue de Varenne. Al llegar frente a la Residencia del Primer Ministro, sacan sendos globos de sus mochilas y lanzan sangre contra la puerta ante los flashes de las cámaras.
GIRAUD
¿Acaso mi vida no merece la pena?
INT. NATIONAL GALLERY, LONDRES – DÍA
PHOEBE y ANNA caminan nerviosas por el pasillo del museo. Al llegar frente a Los girasoles de Van Gogh, sacan sendas latas de sus bolsillos y lanzan sopa contra el cuadro ante los flashes de las cámaras.
PHOEBE
¿Qué merece más la pena, el arte o la vida?