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Sueño de una noche de verano

Isaac Rosa ||

 

Al principio no teníamos ganas de hablar. Repartidos en los pocos sofás y sillones, la mayoría en sillas reunidas aquí y allá en círculos familiares, algunas tumbonas plegables traídas de sus casas por las más previsoras. No teníamos ganas de hablar, apenas susurrábamos a los más cercanos, abotargados por la solanera previa, malhumoradas del mal dormir de las últimas noches, y sobre todo fastidiados de estar allí, incluso humillados: éramos quienes no podían quedarse en casa, encender el aire o pasar el día remojados en la piscina, comunitaria o incluso privada; éramos quienes no tenían segunda residencia, playa o sierra, seis o siete grados menos y una sabanita a la noche. «Aquí estamos los refugiados», dijo un gracioso, y nadie rio.

Después de un rato, atemperados los cuerpos y aburridos de mirar los móviles, hablamos de lo único que se podía hablar, por desconocidos y por las circunstancias: del tiempo. Hablamos del calor. La caló. Comentamos récords históricos, previsiones para días venideros, comparativas provinciales, recomendaciones oficiales, fotos de termómetros callejeros, el vídeo del huevo frito en un capó de coche. Lamentamos varios muertos vistos en el telediario: ancianos deshidratados, un indigente fundido bajo cartones, trabajadores derribados por un mazazo solar mientras barrían una plaza de cemento, horneados en un invernadero o mareados en el andamio. Intercambiamos consejos de salud, recetas refrescantes, trucos domésticos, a qué hora abrir y cerrar ventanas, el bol con hielo delante del ventilador, las sábanas en el congelador, una toalla mojada en la almohada. «Y que corra el aire, no os arriméis a la parienta», dijo el gracioso, alguno rio.

Sacamos barajas de cartas, intercambiamos revistas, varios se agruparon alrededor de un ordenador para ver una serie, la celadora repartió folios y lápices a los niños. Rotamos sofás y tumbonas para que durmiesen un rato los trabajadores de turnos nocturnos, dejamos las mesas a varias autónomas con portátil. «Mañana me traigo un libro». «Pues que sea gordo, que esto va para largo». Organizamos una expedición al chino para traer latas frías y patatas. El gracioso pidió un tinto de verano con mucho hielo y unas aceitunitas, jefe.

Una señora mayor salió a la calle pese a las advertencias, dijo que tenía una urgencia en su casa. La acompañó una adolescente, no le fuera a dar un jama por el camino, que aquello era fuego. «¡Irse por la sombra!», «Pues como no se la den una a la otra, ya me dirás tú qué sombra». Al rato volvieron con un perrito al que faltaba media pata y caminaba a saltitos. Fue recibido con alborozo por los niños y con disgusto por la celadora: «No pueden entrar animales, son las normas». «Yo no voy a dejar que mi Chispa se quede tiesa en casa, que está muy vieja». La señora fue respaldada por todos de palabra, y de obra por una docena de vecinos que al verla corrieron a sus casas para regresar con otros tantos chuchos. «Si no cumplen las normas, acabarán cerrándonos el centro», se resignó la funcionaria.

No se permitían animales, tampoco traer comida, pero no estábamos dispuestas a irnos a casa con la que estaba cayendo. «Esas normas ya no valen», apuntó alguien, «estamos en una emergencia. Episodio extremo, lo han dicho en las noticias: nivel tres, alerta roja, riesgo alto». La mayoría lo teníamos claro ya antes de salir de casa, así que veníamos preparados. Quien nos hubiese visto esa mañana pensaría que íbamos a la playa, cargadas con bolsones, neveras y sillas plegables. Así que juntamos las mesas en el vestíbulo, hicimos manteles de periódicos viejos y fuimos sacando táperes de filetes empanaos y papas aliñás, botellas de gazpacho, sobres de fiambre vegetal, bollos de pan, todo para compartir en una improvisada comida de hermanamiento. Los que no habían podido traer nada fueron convidados y a cambio compraron litronas. «Tampoco se pueden consumir bebidas alcohólicas», dijo para nadie la celadora. El gracioso propuso preparar una gran paella al día siguiente.

Tras la comida, cada una buscó su rincón para sestear. El patio del centro cívico ofrecía un rectángulo de césped y un emparrado tupido bajo el que algunos aguantaron la duración de un cigarrillo a caladas rápidas. El chino de la tienda («no le llaméis chino, que tiene nombre») echó la persiana y se vino con toda su familia. Aportó una caja de polos flash que le ganaron una ovación. Tras él fueron llegando dependientas y camareros de los comercios del barrio que acababan sus turnos y no tenían fuerzas para llegar a casa. Los más jóvenes se sentaron en el suelo para ceder asientos. Le pedimos a la celadora que encendiese el aire del salón de actos, hasta entonces sin uso y que ahora ocupamos para instalar a quienes seguían llegando.

«Parecemos un campo de refugiados», dijo alguien. «Eso ni en broma», le contestó un muchacho que se dijo bangladesí y que había tenido que dejar su país, no entendimos bien si por sequía o inundación, quizás las dos cosas. Él sabía bien lo que era un campo de refugiados, y juraba que no se parecía en nada a este centro cívico con aire acondicionado y baños limpios. A su alrededor se formó un corrillo de curiosos, al que se unieron varias inmigrantes que contaron sus propios episodios de sequías, inundaciones y guerras regionales.

A las cuatro y media más o menos aparecieron dos hombres que traían en volandas a un tercero. Volvían ellos dos a sus casas después de trabajar cuando vieron a un repartidor de mensajería desplomarse en la acera. Lo incorporaron, se vomitó encima, estaba desorientado, así que lo trajeron aquí deprisa. Una de nosotras se presentó como ayudante de enfermería y se hizo cargo: pidió que alguien llamase al 112, y mientras lo colocamos en una tumbona, le sacamos la camiseta y le aplicamos trapos mojados sobre la piel enrojecida. Se lo llevaron al hospital poco después, lo acompañó en la ambulancia uno de los que lo encontraron, para no dejarlo solo hasta localizar a su familia. «No lleva buena pinta», lamentó la enfermera.

Al final de la tarde seguía llegando gente, trabajadores que terminaban sus turnos y no se atrevían a entrar todavía en sus horneadas casas, o que tenían aquí a sus familiares, así que pedimos a la celadora que abriese la biblioteca de la planta superior, cerrada por vacaciones. «No puedo hacerlo sin autorización», se negó, pero no había terminado la frase cuando ya había forzado la puerta alguien, quién, cualquiera. Ganamos así un par de salas más, un puñado de sillones, mesas y sillas, además de una zona infantil rápidamente ocupada por los más pequeños, una hemeroteca sin actualizar pero que nos entretendría, varios ordenadores para enredar y ver vídeos, y un montón de libros para lectoras y gente aburrida.

Los del salón de actos comentamos la escasez de refugios en el barrio, comparado con otras zonas de la ciudad que ofrecían centros culturales, polideportivos, bibliotecas, museos, edificios municipales y hasta escuelas, todos acondicionados y señalizados como refugios climáticos, mientras aquí solo teníamos este centro cívico. «Y además en esos barrios la gente no los usa, no los necesita, que sus casas ya valen como refugio contra la caló». «Será que aquí no tenemos tampoco muchos centros culturales ni museos ni demás, ¿no?» «Pero escuelas sí hay». «Se nota que no tienes niños, a los míos les dieron las vacaciones dos semanas antes porque no había quien aguantara en clase ya en junio».

Había que hacer algo. Había que hacer algo cuanto antes, mañana mismo, ya. Hablaríamos con la asociación de vecinos. Con el ayuntamiento. Con los partidos. Medios de comunicación. Hablaríamos con un grupo ecologista que, apuntó una joven, hacía tiempo que reclamaba refugios en los barrios menos preparados para el calor extremo. Alguien se ofreció como secretario y fue anotando las peticiones que llevaríamos a la asociación de vecinos, al ayuntamiento o a quien fuera. Más refugios climáticos en el barrio. Bien equipados. Sillones, zonas de descanso. Agua fría, no la calentorra del grifo. Enfermería. Comedor, estaría bien que incluyeran comedores sociales. «Eso suena a pobres». «Igual es que somos pobres». «Comedores comunitarios, ponlo así que suena mejor».

«Los refugios están bien para salvar un momento puntual, pero ¿nos vamos a pasar todos los veranos aquí metidos?». El secretario pidió más papel y que hablásemos más despacio. Las casas, era fundamental preparar nuestras casas contra el calor extremo. «Y el frío, que acuérdate el invierno pasado». Rehabilitación. Fachadas, ventanas. Los patios y los corredores entre bloques, hoy tan deteriorados, de hormigón recalentado al sol, podrían cultivarse. Y las azoteas, alguien lo había visto en un documental en no recordaba qué país: paneles solares y jardines en lo alto. Jardines verticales en las fachadas. Jardines en tantos espacios muertos, que el barrio no tiene apenas verde, y de paso damos trabajo para su cuidado. Jardines comestibles, ya que nos ponemos. ¡Huertos! «Antes todo esto era campo, y huertas», evocó un anciano. «Y con el precio que tiene la fruta…». Más zonas verdes, en las rotondas, en las avenidas convertibles en bulevares. Más árboles. Menos cemento, que la plaza del metro no hay quien la cruce de mayo a octubre. Agua. Fuentes, que están todas rotas.

«¿Quién necesita fuentes pudiendo tener un río?», gritó alguien al fondo del salón, levantando un gran cuadro que acababa de descolgar de un pasillo. Era una foto área del barrio, en blanco y negro, poco después de empezar su construcción. Setenta, tal vez ochenta años atrás. «Mirad, este camino de aquí es la actual calle Camino de la Sierra, ya veis de dónde le viene el nombre. Y estos sembrados que veis son hoy nuestro parque de la Huerta. Y fijaos en la charca, justo donde estamos ahora. Pero aquí está lo mejor, atención: el arroyo de la Vega». «¡Cuyo cauce coincide con la avenida del Arroyo de la Vega!», resolvió un espabilao y todas le felicitamos entre risas, «¡muy bien, Colombo!». El de la foto nos contó que el arroyo fue enterrado cuando urbanizaron el barrio, lo canalizaron bajo tierra para ganar terreno y evitar las crecidas, pero sigue circulando subterráneo, acaba desembocando en el río por un colector. En alguna ciudad que no recordaba habían recuperado un río condenado, convirtiendo una avenida de coches en un tranquilo paseo fluvial. Agua, vegetación, arbolado de ribera, aves. «Podríamos estar ahora ahí, a la sombra y con los pies metidos en el agua». Alguien objetó que si destapábamos el río perderíamos plazas de aparcamiento, que ya bastantes problemas tenemos con eso en el barrio. «Igual hay que empezar por ahí, quitar coches». «Pues si no ponen más transporte ya me dirás tú».

De otra pared descolgamos un gran mapa del distrito. Lo colocamos sobre una mesa, junto a la foto antigua. Con los dedos fuimos recorriendo las calles actuales y, mirando de reojo la foto, nombrábamos arroyos, vaguadas, huertos. Nadie lo dijo en voz alta, pero todas estábamos imaginando a la vez un barrio diferente, como solapar la foto antigua sobre el mapa actual. Pequeños cauces de agua en las avenidas, descampados transformados en huertas o entregados a la naturaleza para que haga su trabajo, plazas arrebatadas al cemento y devueltas a su suelo original. Y los colegios, no nos olvidamos de ellos. ¿Por qué nuestros hijos tienen que jugar en patios de cemento y asfalto sin sombra? ¿Por qué no ajardinarlos también, y que así pudieran dar algunas clases al aire libre? Patios frescos, cuidados y abiertos al barrio.

¿El barrio? ¡La ciudad entera! El secretario ya no apuntaba, se nos amontonaban las ideas. El río que atraviesa la ciudad de norte a sur, hoy un canal manso, alguien recordó cómo otras ciudades han renaturalizado sus cauces y es asombroso lo rápido que se recupera la vegetación, reaparecen peces, vuelven las aves, hasta nutrias. «Y cocodrilos», dijo el de siempre. Una mujer mayor recordó cuando de niña se bañaba en el río. ¿Y qué más? La circunvalación de autovías convertida en cinturón verde. Corredores vegetales para conectar barrios. Huertos comunitarios. Bosques urbanos. Alguien había encontrado en internet un documento de «propuestas ecosociales» titulado Las ciudades frente a la crisis ecológica, de Ecologistas en Acción, e iba enumerando ideas que todos jaleábamos.

Si no llega a ser porque se iba la luz, habríamos sido capaces de salir con una pancarta pese a los más de cuarenta grados que todavía había afuera. «Yo creo que la han cortado desde el ayuntamiento, antes de que nos revolucionemos más», dijo el mismo gracioso, o tal vez otro. Esperamos con paciencia, que en el barrio ya estamos acostumbrados a los cortes. Seguimos hablando a oscuras, continuamos en susurros transformando el barrio, la ciudad, liberando ríos y sembrando solares, con la complicidad y la libertad de no vernos, de poder decir lo que a la luz te parecería ingenuo, ridículo, imposible, la penumbra del centro cívico nos envalentonaba para reunir propuestas, enviar cartas por cientos, montar una plataforma, organizar una concentración, un encierro, una fiesta para recaudar y dar a conocer al resto del barrio. Quizás a esa misma hora, en otros barrios como el nuestro, en otros barrios obreros de viviendas inflamables y calles duras, quizás habría también cientos de vecinos refugiados en un pequeño centro cívico o un polideportivo, y estarían también imaginando juntas, recorriendo mapas con los dedos, excitados, nombrando lo necesario y lo deseado.

Nos fuimos quedando callados, desanimadas por la oscuridad, por no ver el efecto de nuestras palabras en los otros. Cuando la luz regresó veinte minutos después nos cegó por inesperada, acostumbradas las pupilas a su ausencia. Y al vernos de pronto allí, tan juntas en el salón, tapándonos la cara, hablando tan de cerca con los que ahora comprobábamos que eran completos desconocidos, nos asaltó un pudor fulminante, como si estuviéramos desnudas o haciendo algo sucio. Nos vimos y nos reconocimos en lo que no habíamos dejado de ser: un puñado de vecinos acalorados, que no tienen una casa donde soportar el calor extremo, que se hacinan en un centro cívico y comen filetes empanados y patatas fritas de bolsa y cervezas de la marca más barata y fantasean tontamente con revolucionar sus barrios.

El secretario dobló los folios y los guardó, pero los podía haber tirado a la papelera sin escándalo. Devolvimos el mapa y la foto a sus escarpias, un poco avergonzados. Nos dispersamos por el pasillo, el baño, la biblioteca, algunas salieron a fumar al patio.

«Es que igual no vale con cambiar el barrio, ni la ciudad. Hay mucho que hacer, y nosotros no somos capaces ni de conseguir que les pongan aire a los niños en el colegio», dijo alguien, cualquiera, yo mismo, para quien quisiera escuchar.

«Bueno, a veces sí conseguimos cosas», me corrigió una vecina. «Acuérdate del ficus», dijo, y todas las que la oímos recordamos el ficus, sí: un enorme, centenario ficus, que llevaba toda la vida junto a la parroquia, con sus ramas gruesas y sus raíces de pulpo gigante en cuyas rodillas nudosas nos habíamos sentado todos alguna vez. Punto de encuentro para pandillas y novios primerizos, «quedamos en el ficus», fondo de tantas fotografías de boda. El arzobispado quiso cortarlo hace dos veranos alegando falta de seguridad, riesgo de caída de ramas, en realidad para ahorrarse su cuidado. Cuando ya estaba la grúa y los jardineros tenían la motosierra preparada, la voz se corrió en el barrio y allí nos presentamos diez, veinte, pronto cien, hasta quinientas vecinas. Y aunque le mutilaron algunas ramas mientras forcejeábamos con la policía, varios nos encadenamos al tronco y ganamos tiempo suficiente para que el abogado de la asociación de vecinos solicitase en el juzgado la suspensión cautelar. «Y ahí sigue el ficus. Ese día ganamos».

«Como cuando la gasolinera», dijo otro, y no necesitó más explicaciones, todas recordamos la gasolinera que no consiguieron instalar junto al único parque digno de tal nombre. «O cuando logramos que no cerrasen uno de los institutos». «Y acordaos de la cabalgata popular, que llegamos a sacarla un año frente a los antidisturbios». «Vosotros sois jóvenes para acordaros de la lucha por el ambulatorio», aportó un yayo, y otros de su generación lo secundaron: «Y el alumbrado». «El autobús de línea para llegar al centro». «El realojo de los chabolistas». «El primer colegio público, que antes solo estaba el de las monjas».

«No vale con cambiar el barrio, ni la ciudad. Hay mucho que hacer, sí. Pero tenemos tiempo. Por ahora, todo lo que dure esta ola de calor, que no sabemos cuántos días tendremos que venir al refugio». «Y espera que no nos quedemos a dormir, que acabo de asomar y sigue siendo fuego».

Tenemos tiempo.