En algún momento imaginamos la transición hacia un orden nuevo y verde, sin emisiones de gases de efecto invernadero, sin necesidad de agotar recursos materiales finitos y dentro de los límites biofísicos planetarios, como una transformación política y social que, aunque rebosara de imperfecciones, no tendría precedentes. Con lo que no contábamos es con que nuestras fantasías, fetiches y fobias autoinducidas nos impidieran ver y aceptar esta transición cuando estuviera sucediendo delante de nuestros ojos.
Actualmente se está produciendo un reordenamiento tan vigoroso de las fuerzas técnicas, económicas y sociopolíticas en el planeta que estamos pudiendo observar, si es que realmente queremos hacerlo, día tras día, en las noticias y en nuestras redes sociales, la apertura de sendas hacia sistemas totalmente descarbonizados e incrustados dentro de los límites materiales de la Tierra. Esto no se está produciendo como un suave aterrizaje en el paraíso ecosocialista, sino en medio de colisiones geopolíticas, retrocesos dolorosos, frenos irritantes, avances inesperados, atravesando penosamente los estertores del neoliberalismo, con exasperante lentitud y arrastrando profundos déficits democráticos. Pese a que la situación pudiera parecer penosa, la realidad es que estamos asistiendo al nacimiento de una descomunal potencia electrotécnica, un tsunami venido desde China y cuya sacudida está teniendo réplicas en Asia, en África y en Latinoamérica. Ahora mismo, en el instante en que estás leyendo estas líneas, esta ola está rediseñando la infraestructura energética del planeta y sentando los cimientos de la habitabilidad humana sobre él.
Y es que cargamos con una serie de inercias intelectuales, tics y automatismos que han acabado aplastando la sana y quirúrgica suspicacia ante las motivaciones que se hallan detrás de tal o cual innovación concreta. Lo que parece dominar el vasto espacio progresista en la actualidad es, en el mejor de los casos, una indiferencia cínica ante las novedades más benéficas (técnicas, políticas, económicas o del cualquier otro tipo) que se están dando en el mundo —asociadas sin muchos miramientos con otros avances ciertamente peligrosos— y, en el peor, un desprecio frontal ante el papel que estas innovaciones puedan tener a la hora de mejorar nuestras condiciones de vida y, en nuestro caso concreto, reducir las emisiones, descarbonizar de manera efectiva la atmósfera y permitir la reconstrucción de un planeta habitable.
Desde posturas constructivistas y defensoras de las políticas industriales o de escala es posible no solo mantener una discusión sensata y productiva, sino también recorrer buena parte de la misma senda que quienes apuestan por un modelo de decrecimiento (modelo que en cualquier caso exige un despliegue técnico renovable mayúsculo: ahora mismo no hay herramienta más efectiva para reducir el consumo de energía que un panel fotovoltaico o un aerogenerador). No obstante, seguimos conviviendo con discursos desactualizados o estrictamente nocivos respecto a la capacidad técnica de las renovables o de la industria limpia, respecto a sus posibilidades reales, respecto a unos daños socioambientales hipertrofiados y respecto a la necesidad de regresar a tecnologías «ancestrales». Estas corrientes de pensamiento colapsistas, antitecnológicas y antiindustriales, que se solapan con otras igualmente venenosas y que le están haciendo el trabajo sucio a un fascismo fósil con el que comparten su fobia a la tecnología renovable y buena parte de sus eslóganes, no son más que fetichizaciones de un mundo rural inexistente, de un pasado bucólico de cuadro pintoresco, e instrumentalizaciones del sur global para defender posiciones económicas y académicas en el norte global. Con todo lo estrafalarias que son estas posturas, su capacidad de tracción está siendo mortal y están haciendo de inaudito pegamento entre una izquierda antisistema que supuestamente se posiciona contra los poderes económicos establecidos y una ultraderecha conspiranoica que supuestamente se posiciona contra los poderes culturales establecidos.
Más allá de evitar el contagio de estos discursos radiactivos, debemos intentar deshacernos de los anticuerpos que traemos de serie frente a todo lo que parezca novedoso, grande, técnico, tecnológico o cubierto de metal. Aunque parezca contraintuitivo, necesitamos extracción, instituciones financieras robustas, grandes Estados y megamáquinas para quedarnos dentro de los límites planetarios, para reducir nuestro consumo energético y para proteger la biodiversidad de la Tierra, en la misma medida que nos hace falta imprimir una perspectiva industrial y masiva a proyectos de protección de la naturaleza, de rewilding y de recomposición de los vínculos con el resto de seres vivos, de reparación, reconstrucción y regeneración de ecosistemas, de adaptación regional a nuevas condiciones planetarias.
Más importante aún, no pensemos que la innovación sobre la que navegaremos hacia ese mundo habitable y próspero va a nacer en los laboratorios y que no tenemos ningún papel que jugar. Si el impacto de la tecnología climática está siendo real es por su escala industrial y, en la medida en que las capacidades industriales son una cuestión de organización sociopolítica, el cambio social también está yendo (de modo desigual a nivel global) necesariamente rápido. No nos desentendamos de ese cambio social, de sus novedades o de su expresión tecnológica. Es eso precisamente lo que está actualmente en disputa, una disputa que en algún momento concluirá y allí donde no hayamos ganado nosotros habrán ganado ellos. La política industrial, la estética de la gran escala, la tecnología renovable y la energía limpia, abundante y barata deben ser, ya, la base material del mundo, pero también la base material de nuestro programa.