Siempre hay dos problemas (siempre hay muchos problemas). El problema del qué y el problema del quién. El problema del objeto y el problema del sujeto. Al empezar una revista, otra revista, sentimos que tenemos que justificar las dos cosas. Qué queremos hacer y a quién nos dirigimos para ello. Cuál es el objeto de nuestro trabajo y qué sujeto imaginamos haciéndolo.
Nos pasamos la vida hablando del qué, del objeto. Quizás porque sea lo más fácil de hacer, quizás porque nos permite ocultarnos detrás de él para nunca exponer nuestras propias debilidades y limitaciones. ¿Qué queremos? Queremos la utopía posible, que hoy significa hacerse cargo del desastre y trabajar el resto de nuestras vidas para mejorarlo; significa poder hacerlo, ganar el poder para hacerlo. Imaginar ese mundo y creer que es posible conseguirlo, entender que lo posible siempre depende de lo que los demás crean posible. Pero también sabemos que no solo llega con decirlo, con anunciarlo a los cuatro vientos, ese es el primer paso que hay que dar una y otra vez, una y otra vez, una y otra vez. Pero hay que dar otros.
Tenemos que entender que hemos sido derrotados, además de manera casi completa. Pero también hay que entender que aun así la guerra no ha terminado. Es una paradoja extraña que sentimos cada día en nuestros cuerpos y nuestras mentes. Estamos de rodillas pero la guerra no para. Así que debemos empezar a caminar por el campo de batalla, visitando a los supervivientes, para decirles que es necesario volver a levantarse. A nuestro enemigo no le importan las formas en las que nos consolamos de la derrota, si es con nuestras identidades, tan preciadas, o con nuestras verdades que ya no convencen a nadie. Quizás haya que quitarles peso, guardarlas durante un tiempo. No es que no sirvan, no es que no tengamos que recomponernos con ellas y a través de ellas, pero hay que hacerlo con la humildad del vencido, del que sabe que unificar los fragmentos implica no dar más importancia a ninguno de ellos, ni siquiera al nuestro.
Estiramos un poco más la metáfora del campo de batalla en ruinas. Necesitamos reconocer el territorio enemigo, que ahora es todo el territorio. Esto, en realidad, sabemos hacerlo bien. Sabemos leer, pensar, hablar, escribir. Nos entrenan y nos entrenamos para eso. El problema no es ese. Quizás el problema (otro problema más) es que gastamos mucho tiempo en convencernos de nuestras verdades, en convencer a nuestros enemigos de lo horrendo de sus crímenes. Es necesario, es imposible no hacerlo. También son pasos que hay que dar. Los damos muchas veces, y los seguiremos dando. Pero sobre todo en otros lugares, queremos que este espacio intente otra cosa.
El paso que ahora nos toca dar es el del estado de ánimo. Tenemos los datos, la ciencia, la razón, la verdad, la parte fría de la solución, y por nada del mundo nos vamos a desentender de ella. Nos faltan la emoción, la pasión, la rabia, el amor, la parte cálida que nos permita dar la vuelta a nuestra derrota. Ninguna funciona sin la otra. Dos mitades muertas que solo viven estando juntas. No sabemos por qué lo olvidamos. Quizás toda generación lo olvida y le toque recordarlo de nuevo. También la nuestra, aquí, ahora, casi sin tiempo, pero todavía con tiempo suficiente para recordarlo. Ese es nuestro objeto.
Y, en todo caso, ¿a qué se dedica un sujeto, al menos el que nosotros anhelamos?
Lo cierto es que es un cliché —no necesariamente una verdad digerida— que el campo revolucionario en esta parte agotadora del mundo ha sido triturado desde hace décadas, que la finura estratégica y organizativa ha quedado embotada, que el terreno social ha estado sometido a una desecación exitosa. Por supuesto, no existe una postración absoluta, y los amagos y los arrebatos y los intentos de encuentro para hacer algo porque alguien tiene que hacer algo y algo tiene que pasar no han dejado de producirse, y de ellos partirá lo bueno y lo justo y en ellos nos integramos; alimentarlos es nuestro deseo más íntimo. Con todo, afirmar que las verdades que fueron fuertes ya no son necesariamente verdades y que cada vez lo son menos no debería ser ni una provocación ni señal de una singular agudeza política: mal que nos pese, las verdades históricas solo son verdad una vez. Lo que fueron las certezas de nuestra tradición no se han degradado en mentiras o banalidades, pero si no son sometidas a ejercicios de alquimia que las conviertan en oro pueden perfectamente seguir siendo plomo. En este desierto de lo político, fértil para la nostalgia pero poco más, podríamos consumirnos indefinidamente hasta que nos devorase el sol. En esta agonía de hipótesis y lamentos que se recree quien considere que esto es lo que exige el momento, pero el pasado ha de ser pasado si se lo quiere honrar.
Aquí nos estalla en la cara otra paradoja más (más problemas, más paradojas): señalamos la languidez, cierto descoloramiento de la realidad, y no obstante parece que el mundo está arrasado por las pasiones, un terremoto permanente que permite que se pueda negar la realidad más evidente o engendrar inhumanidades y sadismos variopintos. Esta irracionalidad o, más bien, esta racionalidad tan ansiosa se basa no obstante en un constreñimiento emocional y en la reglamentación, a veces hostil y a veces seductora, de los deseos de ruptura, de la sensualidad de un orden social posible, distinto, presente en nuestros sueños lúcidos pero aún no materializado. Las pasiones que percibimos y leemos en el mundo son en todo caso consustanciales a este enfriamiento general. Límites planetarios sobrepasados a costa de unos límites socioculturales pétreos. Movimiento típico capitalista: rigidez externalizada, laxitud para el sistema. Cuando Pasolini decía que demasiada libertad sexual nos convertiría en terroristas apuntaba al solapamiento imposible entre la promesa liberal de despojamiento de todas las represiones y la obligación turbodesbocada de cumplir con todas las posibilidades a nuestro alcance. El mandato de ejercer nuestra libertad individual a todas horas nos ha hecho perder los papeles: obligados a correr a toda velocidad pero atados de pies y manos, hemos confundido pasión por desquicie.
Pasión, pues. Un desierto cívico como el que mencionábamos, por el que vagamos sonámbulos y desnutridos, solo puede mutar en terreno de conflicto a través de ella, a través de la intensidad, materia prima de cualquier cosa digna de llamarse de hecho «política». Las tareas cuando se bordea un abismo son todas, son absolutas, pero esta es una propuesta ridícula, que no se propone, se cumple siendo imposible y, en todo caso, se explica a posteriori; quizá el presente más inmediato exige buscar e impulsar un incremento de la intensidad. Desde luego necesitamos planes, programas, proyectos orgánicos, campañas, explicaciones, análisis, disciplina y diálogo. Lo que pueda ser pensado, retórica y organizativamente, que lo sea. Necesitamos comprender, pero necesitamos comprender para poder cambiar. Y, antes de poder cambiar , tenemos que poder poder. Si algo nos gusta es un buen programa político; si algo nos entusiasma es la capacidad de ejecutarlo. Para llegar a ese punto ya no basta con conocer el mundo sino que hay que imaginar (e imaginar con fiereza) uno radicalmente distinto. No bastará con ello, con imaginación, pero de ello andamos escasos y a ello dedicaremos esfuerzos en estas páginas y las que vendrán.
Y esa imaginación será hermosa y aterradora. Porque es verdad que todo puede ser mejor, y por esa razón precisamente hay que luchar. Pero es verdad también que todo puede ser peor, y por esa razón precisamente hay que luchar. Y la verdad estará entre medias de esas dos verdades innegables, o por encima, construida sobre ambas y sobre lo que de su contradicción brote: del miedo y de la alegría y de la desesperación y la tristeza y la pérdida y la vida y el amor. Si el apagamiento irritado es el estado de ánimo político en el que chapoteamos, no podemos dejar de desear una exuberancia de la imaginación social, de la imaginación política, que nos lleve más allá, sin negarlos, del optimismo —la convicción de que todo irá mejor— y el pesimismo —la convicción de que todo irá peor—, pues ambos son ciertos; lo que hacemos es echar leña al fuego de una imaginación que nos encamine hacia la esperanza: la convicción de que todo puede ser distinto.
Quien se atreva a imaginar un mundo más allá del cerco, quien se atreva a tener esa conciencia (con-ciencia: saber compartido) y a conspirar (con-spirar: respirar conjuntamente) con sus afines, verá una puerta en ese cerco y un dintel cubierto por una capa rugosa de mugre. Debajo se lee: «Acumulad toda esperanza, vosotros que no sabéis dónde entráis». Quien se asome confirmará que al otro lado, en un resplandor oscuro, se halla en realidad lo que ya está aquí, porque ya está todo aquí, alrededor. Pero verá también que esto no es todo.