Jan Dutkiewicz y Gabriel Rosenberg ||
Los estadounidenses van a comer este año en torno a unos dos mil millones de nuggets de pollo. Esta fritura básica en la dieta nacional norteamericana es una forma de aprovechar las sobras del despiece de la pechuga, las patas y las alas de los aproximadamente nueve mil millones de pollos de granja que se sacrifican en el país cada año. Al igual que muchas de las cosas universales hoy en día, la producción de nuggets está controlada por un pequeño grupo de macroempresas que son responsables de una infinidad de daños sociales y ecológicos. Y, como mucho de lo generado por este sistema, son productos de dudosa calidad, baratos, atractivos y fáciles de consumir. Los nuggets ni siquiera son principalmente carne, sino que son sobre todo grasa y vísceras variadas —incluyendo epitelio, huesos, nervios y tejido conectivo— que se vuelven apetecibles mediante el ultraprocesado. Como han argumentado los economistas políticos Raj Patel y Jason Moore, son una manifestación homogénea y del tamaño de un aperitivo de cómo el capitalismo extrae todo el valor posible de la vida y el trabajo humano y no humano.
Pero aunque los nuggets de pollo sean un emblema del capitalismo contemporáneo, tienen los días contados. Quizá su rival más prometedor sea un tipo de carne radicalmente diferente: el tejido comestible cultivado in vitro a partir de células madre de animales, un proceso denominado «agricultura celular». El argumento comercial de esta tecnología es el típico de Silicon Valley: desbancar una tecnología obsoleta —en este caso, los animales— y tener éxito haciendo el bien.
La ganadería intensiva, que produce los nuggets y la mayor parte del resto de la carne que consumen los estadounidenses, mantiene el precio de la carne artificialmente bajo al operar con enormes economías de escala y trasladar los costes de esta producción a las personas, los animales y el planeta. Esta industria deforesta la Tierra, libera cientos de millones de toneladas de gases de efecto invernadero cada año, crea terribles condiciones de trabajo en los mataderos y requiere un trato aberrante hacia los animales en las granjas, todo ello mientras se dedica a fijar los precios, a ejercer presión para la desregulación medioambiental y laboral y a impulsar leyes inconstitucionales contra quienes lo denuncian.
El problema es que a la gente le encanta comer carne, cuya producción y consumo mundiales crecen sin cesar y con pocas señales de una epifanía vegana colectiva en el horizonte. Esto convierte a la ganadería intensiva en un problema perverso: algo tan evidentemente perjudicial y sin embargo tan arraigado política y socialmente que no está claro por dónde se debería empezar a reformar. La agricultura celular, sin embargo, parece ofrecer una potencial solución socio-tecnológica: podría eliminar gran parte del daño que causa ese sistema sin exigir a los consumidores que renuncien al consumo de carne.
La agricultura celular, que durante mucho tiempo ha sido un producto de ciencia ficción y reflexiones filosóficas, se está convirtiendo rápidamente en una realidad. En diciembre de 2020, la empresa de alimentos Eat Just, con sede en San Francisco, presentó en el club privado 1880 de Singapur la primera carne del mercado basada en células. Su forma —un nugget de pollo— era en parte simbólica y en parte necesaria: la tecnología aún no está lo suficientemente avanzada como para replicar la pechuga, las alas o las patas de un pollo, pero todo el reino animal está listo para ser replicado. El primer prototipo de agricultura celular presentado al público fue una hamburguesa creada por un equipo de investigación de la Universidad de Maastricht en 2013. La empresa que surgió de ese proyecto, Mosa Meat, acelera ahora la salida al mercado de la carne de vacuno basada en células. Aleph Farms, una empresa israelí, ha imprimido en 3D un filete de ternera celular. Shiok Meats, de Singapur, está cultivando gambas sin gambas. Finless Foods, de Berkeley, hace lo propio con el atún rojo en peligro de extinción. Y Vow, con sede en Australia, quiere diversificar sus productos más allá de las especies más consumidas ofreciendo cebra, yak y canguro.
La mayor parte de este desarrollo corre a cargo de un número de empresas cada vez mayor agrupadas en los centros tecnológicos más grandes del mundo. Cuentan con el apoyo de una red global de millonarios inversionistas e inversores de capital riesgo que han apostado unos cuatro mil millones de dólares en alternativas a la carne en el último lustro, incluidos unos seiscientos millones de dólares en carne cultivada. Richard Branson, Bill Gates y muchos otros multimillonarios son inversores y promotores de esta tecnología; la hamburguesa de Maastricht fue en parte financiada por el cofundador de Google, Sergey Brin. Pero también hay grandes empresas que han entrado en el negocio: el gigante farmacéutico Merck ha invertido en Mosa Meats y el gigante cárnico Tyson Foods ha comprado una participación en Memphis Meats, de Silicon Valley.
El hecho de que el capital privado esté haciendo horas extra para transformar la ganadería con la biología sintética es probablemente todo lo que tanto los defensores como los críticos necesitan saber sobre esta tecnología. Los tecnooptimistas ven un futuro de «carne limpia» ampliamente disponible, tan ecológica y éticamente superior a la original como la energía solar lo es al carbón. Los que se oponen ven una «carne de laboratorio» controlada por las empresas, que encaja con demasiada comodidad en un sistema alimentario capitalista en quiebra.
Ambas partes tienen algo de razón, pero asumen erróneamente que los resultados han sido determinados de antemano. No había nada predeterminadoen las fuerzas que llevaron al sistema alimentario a una mecanización cada vez más intensa, a la explotación laboral y a la ruina medioambiental durante el pasado siglo; ocurrió debido a decisiones políticas tanto colectivas como individuales. Del mismo modo, no tenemos por qué ser prisioneros de monopolios tecnológicos que arrojen a nuestro plato carne de laboratorio. Lo que necesitamos es un análisis de las posibilidades de la agricultura celular: aquello que esta nueva tecnología alimentaria, con las políticas e inversiones adecuadas, podría hacer posible por los consumidores, los trabajadores, los animales y el medio ambiente.
Líneas de despiece
Para comprender las promesas y los peligros de la agricultura celular tenemos que entender el sistema al que podría sustituir. Nuestras políticas y prácticas de producción ganadera actuales causan un daño inmenso y arrancar estas prácticas de raíz requeriría un enorme esfuerzo colectivo, pero la historia demuestra que el sistema puede cambiar radicalmente, incluso en el transcurso de una generación.
Para los consumidores, el sistema alimentario actual se define por la abundancia y los bajos precios. Los estadounidenses gastan algo menos del 10% de su renta disponible en alimentos, una de las tasas más bajas del mundo, y comen la friolera de 122 kilogramos de carne por persona al año, incluyendo 55 kilogramos de pollo. Pero hay que pagar un alto precio por los bajos costes. En la actualidad, miles de millones de pollos genéticamente idénticos viven y mueren miserablemente en instalaciones de gran tamaño diseñadas en torno a la alta eficiencia y los márgenes reducidos. Tres grandes empresas de procesamiento —Tyson, Perdue y Koch— controlan el 90% del mercado estadounidense de carne de pollo. La industria funciona como un monopsonio, con un pequeño número de compradores que imponen los precios y las condiciones a los productores, o en algunos casos está integrada verticalmente, de modo que un gigante avícola controla directamente la mayor parte de la cadena de valor.
Esto da a la industria un enorme poder económico sobre los agricultores, los trabajadores y los consumidores. Los propietarios de granjas contratados por las principales empresas cárnicas se ven obligados a competir tan duramente entre sí que muchos tienen suerte si apenas llegan a cubrir pérdidas. El procesamiento de pollos es un trabajo agotador, mal pagado y peligroso que se realiza en cintas de sacrificio de alta velocidad que matan a ciento cuarenta aves por minuto. Un informe de Oxfam de 2015 sobre esta industria incluía historias de trabajadores obligados a llevar pañales en las cintas porque se les negaba el descanso para ir al baño, y de otros lisiados por lesiones provocadas por movimientos repetitivos. Mientras tanto, los gigantes del pollo, como Tyson y Pilgrim’s Pride, han llegado recientemente a acuerdos de nueve cifras en demandas por fijación de precios presentadas por supermercados, restaurantes y consumidores individuales. El tamaño y la riqueza de estas empresas también les han dado una notable influencia política. Esto quedó demostrado recientemente, en abril de 2020, cuando, a instancias de la industria, el entonces presidente Donald Trump invocó la Ley de Producción de Defensa para mantener abiertos los mataderos incluso cuando miles de trabajadores enfermaron de Covid-19.
Mientras tanto, el hacinamiento de los animales en las granjas industriales y la deforestación de superficie para obtener más cultivos para piensos han aumentado la probabilidad de que se produzcan brotes de enfermedades zoonóticas, como la gripe porcina H1N1 o el Covid-19. El sistema incapacita y mata aún a más personas a través de enfermedades no infecciosas: en los últimos sesenta años, los cambios en la dieta han contribuido a aumentar extraordinariamente el número de estadounidenses con obesidad, diabetes y afecciones cardiacas.
Hemos llegado a este lugar tan tenebroso por dos motivos. El primero es la aplicación a la ganadería de las presiones capitalistas en aras de la eficiencia y de las herramientas de la gestión industrial, un proceso que lleva desarrollándose durante al menos dos siglos. El segundo es que la política alimentaria de Estados Unidos ha sido moldeada en casi todos los niveles por las políticas ganaderas que han creado un número interminable de ayudas, pero apenas regulaciones laborales o medioambientales. Todo el sistema se ha diseñado principalmente en beneficio de los propietarios de las tierras de cultivo y de las grandes empresas agroalimentarias, a expensas de lo público.
Ningún ejemplo permite vislumbrar tan claramente la historia económica y política como el caso de la carne. Los empacadores de carne del Chicago de finales del xix industrializaron la matanza de animales, cuando cuarenta mil trabajadores, en su mayoría negros e inmigrantes mal pagados, sacrificaban millones de reses y cerdos cada año en las llamadas «líneas de despiece». Este modelo de gran volumen requería insumos estandarizados —tanto el grano como los animales que lo comían— aptos para el procesamiento industrial. La creación de esos insumos contó con el apoyo del gobierno estadounidense, que a principios del siglo xx puso en marcha programas diseñados para facilitar la agricultura intensiva, para convertir cada granja en una fábrica, como dice la historiadora Deborah Fitzgerald. Esto incluía el apoyo a la educación y a la investigación a través de las universidades de concesión de tierras, exenciones fiscales y subsidios tanto para la carne como para los piensos, mejores servicios de crédito y seguros de cosechas y acceso a una mejor tecnología agrícola.
Esta dinámica condujo finalmente a la aparición de las granjas industriales después de la Segunda Guerra Mundial. Aunque los pollos no fueron un alimento básico de la dieta estadounidense hasta la posguerra, resultaron ser especialmente adecuados para la industrialización porque se reproducen rápidamente y su tamaño y capacidad de puesta de huevos son fácilmente modificables mediante la cría. Las empresas cárnicas se lanzaron a crear un mercado para la carne de pollo mediante implacables campañas publicitarias y el modelo de cría industrial pronto se extendió a los cerdos e influyó en el desarrollo de corrales de engorde cada vez más grandes para el ganado. La especialista en salud ambiental Ellen Silbergeld ha descrito esta situación como la «gallinización» de la ganadería.
No son pocas las críticas progresistas a este sistema que dan en el clavo, pero la mayoría de las alternativas a ella implican tratar de dar un golpe de timón mediante la disolución de los gigantes de la alimentación y la reducción y diversificación de las explotaciones agrícolas de Estados Unidos. Aun así, la política antimonopolio por sí misma no resolverá los daños que la ganadería contemporánea provoca a los propios animales, al trabajo o al medio ambiente. En realidad, la disolución de las grandes explotaciones podría simplemente generar más granjas industriales, aunque quizás algo más pequeñas y lentas. En cuanto a las pequeñas explotaciones dedicadas a una agricultura y ganadería más holística, son teóricamente más sostenibles desde el punto de vista medioambiental, protegen los puestos de trabajo y nos abastecen de jugosos tomates autóctonos y carne de vacuno criada de forma humanitaria. Pero la idea de hacer económicamente viable un sistema agrícola en torno a los pequeños agricultores y que este beneficie a la mayoría de la población es una idealización que a menudo se asume sin discusión. Mucha gente no quiere, no puede permitirse o no tiene acceso a la carne y a los productos orgánicos de cercanía. Lo que pueden conseguir son nuggets. Y los defensores de lo pequeño a menudo tienen dificultades para explicar cómo sus ideas pueden aplicarse a una escala lo suficientemente grande y a un precio lo suficientemente bajo como para desafiar el statu quo y hacerlo en un plazo que responda a nuestra actual crisis ecológica.
Mientras tanto, la mayoría de expertos en el impacto medioambiental del sistema alimentario coinciden en que necesitamos comer mucha menos carne. Algunos proponen las dietas vegetarianas y veganas como solución. Incluso quienes dan su visto bueno a comer algo de carne recomiendan fuertes reducciones, especialmente en el norte global. Sin embargo, no hay indicios de que nada, salvo la prohibición total de la carne de las granjas industriales, pueda lograr los recortes necesarios, y esto, de momento, es una utopía.
Aquí es donde entra la agricultura celular. Lo que podría ayudar a resolver la «gallinización» de nuestro sistema alimentario no son las gallinas criadas en pastos, sino los nuggets de pollo sin pollo producidos en masa.
Un medio adecuado
En 1931, Winston Churchill proclamó que, algún día, la tecnología permitiría a los humanos «escapar al absurdo de criar un pollo entero para comerse la pechuga o el ala cultivando estas partes por separado en un medio adecuado». Hasta finales de la década de los noventa, este comentario podía citarse como ejemplo de la inutilidad de la futurología. Sin embargo, en el último medio siglo, el rápido desarrollo de la biotecnología y de la ciencia médica ha hecho que la agricultura celular sea una realidad. Las células madre, los componentes básicos de la mayoría de los organismos, se identificaron en los sesenta, el cultivo de tejido muscular in vitro se hizo posible en los años setenta y la primera investigación revisada por pares sobre la posibilidad de producir carne in vitro se publicó finalmente en 2005.
A pesar de encontrarse a la vanguardia de la biotecnología, la agricultura celular es un proceso bastante sencillo. Comienza con unas células madre, normalmente extraídas de animales vivos mediante una biopsia. Las células se colocan en un biorreactor, una cuba de acero aséptica con temperatura y presión controladas, llena de un medio de crecimiento denso en nutrientes que es básicamente un caldo de azúcares y proteínas. En estas condiciones, las células proliferan y se diferencian para formar tejido. Al salir del biorreactor, se obtiene una sustancia comestible, aunque todavía no apetecible, conocida en la industria como «masa húmeda», que luego debe procesarse de diversas maneras para producir nuggets, carne picada, etcétera. La imitación de cortes de carne más complejos —por ejemplo, un filet mignon— requiere de técnicas adicionales, como el cultivo de células musculares y grasas en «andamios» cuidadosamente construidos de un material como el colágeno. Es ingeniería estructural, pero a nivel microscópico.
Los beneficios potenciales de esta tecnología son numerosos. Hacer extrapolaciones desde los procesos a pequeña escala actuales es complicado, pero la mayoría de los análisis de la agricultura celular sugieren que utilizará mucha menos tierra y agua y tendrá una menor huella de carbono que la carne de vacuno y los productos lácteos. Si se alimenta con energía limpia —una posibilidad remota pero no inverosímil— puede llegar a tener menor impacto para el medio ambiente que el pollo y el cerdo. Eliminando a los animales de la cadena de valor no solo se evitaría la tortura y la matanza de miles de millones de criaturas cada año, sino que también se reduciría en gran medida el riesgo de que se transmitan enfermedades de los animales a los seres humanos (y luego entre personas). El pescado celular, si pudiera desplazar al pescado capturado de forma convencional, podría tener un impacto ecológico aún mayor al proteger los ecosistemas en peligro de extinción y evitar la contaminación por plástico generalizada, incluyendo la «pesca fantasma», de la que es responsable la industria pesquera.
La eliminación de los mataderos también pondría fin a prácticas laborales inherentemente abusivas. El trabajo necesario para cultivar la carne es marcadamente técnico e implica supervisar, mantener y ajustar cuidadosamente los biorreactores sin comprometer los frágiles entornos asépticos que requiere el crecimiento celular. Es el polo opuesto a la rápida labor de degüello y desmembramiento que en Estados Unidos provoca, de media, dos amputaciones por semana de manos, dedos, pies o extremidades. Esto significa que las fábricas de agricultura celular no solo podrían ofrecer puestos de trabajo sustancialmente mejor pagados que los mataderos, sino que también serían entornos de trabajo considerablemente más seguros y saludables.
Hay en marcha un impulso paralelo para desarrollar alternativas a los productos animales basadas en plantas. Dada su capacidad para utilizar tecnología ya existente, usar especies vegetales ampliamente cultivadas y operar a escala mientras se reduce el precio rápidamente, estos productos alimenticios son una mejor apuesta que la agricultura celular para desafiar a la industria de la ganadería convencional. Se prevé que el mercado de estas réplicas vegetales crezca hasta superar los setenta y cinco mil millones de dólares en todo el mundo en los próximos cinco años. Pero, en última instancia, las empresas que están detrás de ellas no ofrecen más que ingeniosas imitaciones cárnicas que esperan que los consumidores prefieran en lugar de la carne. La agricultura celular produce carne de verdad, lo que le permite enfrentarse a la industria cárnica mundial, que mueve un billón de dólares. Para ello, como reza el eslogan de la ONG Good Food Institute, promotora de la proteína alternativa, «no hay que hablar de ética», sino recurrir a los mecanismos de mercado y apelar a la elección del consumidor. Aunque esto limita su potencial para derrocar todo el sistema alimentario industrial —la agricultura celular no resolverá por sí misma el problema de la concentración de la agroindustria ni aumentará los salarios de los trabajadores—, sí mejora sustancialmente sus posibilidades de transformar la ganadería industrial. Es una apuesta que, tal vez, podría salir bien.
Nuggets celulares
Esta visión de la agricultura celular parece el tipo de promoción que a Silicon Valley le gusta inspirar y explotar. Para un número cada vez mayor de críticos, el proyecto huele a «solucionismo», la temeraria creencia de que la tecnología puede eludir espinosos problemas sociales y políticos. Para algunos estudiosos de la tecnología, la agricultura celular es un ejercicio más de «tecnooptimismo ecomodernista». Afirman que es ciega al hecho de que «la modernización real ha implicado impactos muy reales, y a veces violentos, para las personas y las sociedades que se han de modernizar», en palabras del geógrafo de la Universidad de Uppsala Erik Jönsson. Muchos preferirían que, simplemente, todo el mundo se hiciera vegano o vegetariano.
Existen oportunas reticencias a la posibilidad de que Silicon Valley y las corporaciones alimentarias utilicen tecnologías como la agricultura celular para aumentar su dominio sobre el suministro de alimentos y, así, conseguir un lavado de cara o greenwash para el nocivo capitalismo ganadero. Las actuales técnicas de cultivo de carne y las líneas de células madre son una valiosa propiedad intelectual, estrechamente vigilada por ejércitos de abogados de patentes y acuerdos de no divulgación. Los críticos temen que el resultado sea una nueva industria que reproduzca precisamente la opacidad y la falta de asunción de responsabilidades de la industria que pretende sustituir. Para ellos, la agricultura celular es lo peor del régimen alimentario actual: nuggets producidos en masa, nutricionalmente dudosos, que se venden en franquicias de comida rápida.
Hay tres respuestas a estos desafíos. La primera es que los beneficios potenciales de la agricultura celular superan todos estos inconvenientes. Si la tecnología puede reducir drásticamente la producción y el consumo de carne convencional, incluso utilizando las herramientas del agrocapitalismo neoliberal financiarizado, es ética y ecológicamente preferible al actual statu quo. Dicho de otro modo, sugerir que un mundo de carne celular y uno de granjas industriales son remotamente comparables es perder todo sentido de la perspectiva del sistema alimentario.
La segunda es que la agricultura celular a escala podría ayudar a reestructurar el uso de la tierra agrícola reduciendo la demanda de alimentos para animales, abriendo así el espacio para una política alimentaria más progresista. Si un banco de tierras financiado por el gobierno comprara aunque fuera una pequeña fracción de los 325 millones de hectáreas que actualmente se dedican a la alimentación de animales en Estados Unidos, podría revender millones de hectáreas de tierra en condiciones favorables para usos nuevos y audaces: establecer granjas agroecológicas y regenerativas que fortalezcan las vías de alimentación locales; apoyar a las granjas comunitarias y cooperativas; proporcionar tierras a personas de comunidades que han sido históricamente desposeídas y excluidas de la propiedad de la tierra; devolver tierras a las naciones originarias; rewilding e iniciativas de conservación. Muchas de estas ideas son defendidas por los críticos de la carne cultivada, que suelen sugerir que esta es incompatible con la sensibilidad holística y ecológica de lo lento, lo pequeño y lo local. Pero todas estas ideas son más factibles en un mundo con una agricultura celular comercialmente viable.
Por último, no hay nada inherente a la tecnología de la agricultura celular que favorezca al capital riesgo o a los regímenes de propiedad intelectual restrictivos. Los que quieren que la agricultura celular esté a la altura de su elevado potencial no solo deberían preocuparse por la influencia nociva del capital, sino que deberían encontrar formas prácticas de limitarla. Lo que es necesario es la visión política y la energía para liberar esta tecnología de las garras de los grupos de interés corporativos y utilizarla para el proyecto radical de mejorar la condición humana y animal en todo el mundo.
Sin embargo, si la agricultura celular quiere ser mejor que el sistema al que está desplazando, sus críticos tienen razón: tiene que crecer de una manera que no externalice los costes reales de la producción a los trabajadores, los consumidores y el medio ambiente. Hay serias dudas de que la producción pueda aumentar de forma segura y asequible y, además, algunas prácticas de la agricultura celular deberían ser eliminadas. Por ejemplo, las técnicas de producción actuales de muchas empresas, incluidas las que Eat Just utilizó para sus nuggets, utilizan suero fetal bovino como medio de crecimiento celular, que se extrae de la sangre de los fetos de vaca durante el sacrificio. Ahora que contamos con varios prototipos de carne celular, la escala de producción puede ser un problema tanto social y político como puramente técnico.
Aunque en las universidades públicas se llevan a cabo algunas investigaciones sobre agricultura celular con el apoyo de las ONG, la mayor parte de la investigación y el desarrollo se realiza de forma privada. Se necesita un capital considerable para la investigación, el desarrollo y la comercialización. Pero el hecho de que el sector privado vea el potencial de una tecnología que la mayoría de los gobiernos han ignorado es fundamentalmente un problema político. Lo que necesitamos son instituciones públicas que puedan a la vez nutrir la agricultura celular con inversiones y controlarla con regulaciones y licencias. Es perfectamente plausible que empresas privadas de capital riesgo encuentren formas de escalar la producción y reducir drásticamente los costes de la carne cultivada, pero es casi inevitable que lo hagan estructurando sus programas de investigación y sus cadenas de suministro para maximizar el valor de los inversores, en lugar del bienestar social.
Los desafíos para lograr la escalabilidad y la rentabilidad son considerables. Un análisis independiente y fiable para Open Philanthropy estimó que, para ser comercialmente viable, la masa húmeda cultivada tendría que venderse a unos veinticinco dólares por kilogramo. Las técnicas de cultivo actuales podrían situarla en torno a los treinta y siente dólares por kilogramo. Esto crea una paradoja. La carne cultivada, en su nivel actual de desarrollo, es la más adecuada para sustituir a la carne más producida en masa, estandarizada y fácil de conseguir: los nuggets de pollo. Pero los nuggets de Eat Just costarían diecisiete dólares el plato, un precio que fracasaría en el mercado aunque ya hubiera sido rebajado considerablemente con fines promocionales. Los nuggets de pollo (convencionales) son mucho más baratos que esos veinticinco dólares por kilo, un precio que se acerca más a lo que se podría pagar por carne de vacuno de granja. Para fomentar la adopción masiva la carne celular va a tener que ser mucho más barata.
Tal vez la mejor manera de superar estos retos sea desplegar la misma estrategia que el gobierno utilizó para industrializar la agricultura hace un siglo: invertir enérgicamente en investigación y desarrollo a través de universidades públicas, laboratorios nacionales y generosas subvenciones. Entre las conversaciones sobre el Green New Deal y las ambiciones de la administración Biden de una política integral de cambio climático, el hueco para la inversión pública en tecnología ambientalmente responsable es inusualmente amplio. Una inversión gubernamental sustancial y continua en agricultura celular podría formar parte de cualquier nueva legislación. Pensemos en un ARPA-E, la incubadora de tecnología de energía limpia del gobierno, pero destinada a productos alimentarios innovadores.
Esto no solo podría evitar la redundancia de pequeñas empresas emergentes que desarrollan tecnologías similares a puerta cerrada, sino también reducir las barreras de entrada en la industria. Podría facilitar la cooperación con los reguladores, un análisis académico transparente y el establecimiento de normas industriales, como una moratoria para el uso de suero bovino fetal. La normativa federal y los acuerdos de licencia deberían exigir que las instalaciones de carne cultivada sean lugares de trabajo sindicalizados y que los trabajadores cualificados desplazados de la industria cárnica convencional tengan preferencia en la contratación. Lo ideal sería que la propiedad intelectual desarrollada de este modo permaneciera en el ámbito público y se cediera al sector privado, que comercializaría un producto alimentario en lugar de patentar la producción de alimentos.
La mayoría de las visiones críticas de la agricultura celular son distópicas: gigantes corporativos que no rinden cuentas y que alimentan a la fuerza a una población cautiva con carne de mentira. Irónicamente, eso describe el sistema alimentario que ya tenemos. Un mundo en el que el nugget de la granja industrial se sustituya por el nugget elaborado con biorreactores sería una victoria monumental para los animales y el medio ambiente. Si se vincula a una política industrial y agrícola progresista, también podría ser una victoria para los trabajadores, la inversión pública, el uso de la tierra y los defensores de formas alternativas de alimentación. Los nuggets de pollo pueden representar todo lo que está mal en nuestro sistema alimentario actual; los nuggets celulares pueden ayudar a construir un futuro más sostenible.
Este artículo fue publicado originalmente en Logic Mag el 17 de mayo de 2021.
Traducción del inglés de Alberto Pajares Ruiz.