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Amor, silencio y apocalipsis

Puede resultar incómodo, risible, vergonzoso o demasiado íntimo. Puede que no logremos ubicarlo, puede que nos sea ajeno, puede que lo consideremos nuestro enemigo. Puede que, si lo localizamos en nuestro interior, algo se parta. Puede que, si no lo localizamos en nuestro interior, algo se parta. Puede que pensemos que estamos demasiado preocupados por los problemas reales, por los problemas urgentes, como para ocuparnos de lo profundamente abstracto, de lo irreal, de lo anticuado o de las piruetas del pensamiento, para ocuparnos del espíritu. Pudiera ser, también, que en la languidez social de las últimas décadas algo tenga que ver, precisamente, cierta carencia de espíritu, por ambigua que sea esta palabra. Buena parte de los procesos sociales históricos que han logrado transformaciones más profundas o que han dejado un mayor poso en sus herederos políticos contaban no solo con análisis socioeconómicos perfectamente armados, programas con un equilibrio refinado entre la ambición y el realismo y coyunturas históricas propicias (y no siempre era así, puede que casi nunca fuera así). Estos movimientos también tuvieron, a su manera, un impulso religioso y una forma teológica de concebir la historia y la política, consciente o inconscientemente; quizá consciente e inconscientemente. Desde el sentimiento de comunidad y los rituales que lo propiciaban hasta el deseo de lo incognoscible o la sumisión militante ante aquello que era, es y será más importante que nosotros mismos, pasando por el deseo escatológico no de que el mundo se acabe, pero sí de que esto se acabe, lo teológico, carente o no de fe, ha conformado nuestra forma de pensar la política. Hoy, profundamente secularizados y con eventos climáticos que parecen salidos del Libro de las Revelaciones, tiene sentido acudir a la vastedad del saber teológico para hacer frente a problemas y urgencias ecosociales, reflexionar sobre su significación humana y revitalizar y robustecer nuestro arsenal político. Esta entrevista con Catherine Keller, una de las teólogas más innovadoras e importantes de las últimas décadas, puede dar pie a ello. Keller es profesora de Teología Constructiva en la Universidad de Drew, en Nueva York, y ha dado clases sobre teología del proceso, teología política y teología ecológica. Ya sus primeros textos contaban con una aguda perspectiva feminista de la religión que sigue presente en sus últimos libros, en los que aborda el problema del cambio climático, la teología política a él asociada y la simbología bíblica y apocalíptica que con tanta frecuencia utilizamos para hablar de él. Puede que estemos, es verdad, en tiempos apocalípticos. Puede también que esto no signifique lo que pensábamos.

Hasta el momento tu obra no ha sido traducida al castellano, cosa que esperamos que cambie pronto. ¿Qué te parece si, a modo de introducción, nos explicas qué es exactamente la teología del proceso, la escuela dentro de la cual has desarrollado prácticamente todo tu trabajo, y cómo ha determinado tu acercamiento al problema de la crisis climática?

Creo que esto opera a dos niveles distintos. Hace mucho tiempo, cuarenta años ya, al salir de la escuela de teología empecé a estudiar un programa de doctorado con John Cobb, el principal teólogo del proceso. Descarté entrar en la Iglesia y decidí hacerme teóloga cuando me topé con la filosofía de Alfred North Whitehead, uno de los grandes genios matemáticos del siglo xx. Whitehead estaba muy interesado en los nuevos descubrimientos de la física y se encontró con la física cuántica a mediados de los años veinte, lo que hizo que pasara de estar centrado en el trabajo matemático a componer una cosmología holística mucho más accesible al público. Se dio cuenta de que no había una sola perspectiva del mundo que diera acomodo a ese momento increíble y al delicado dinamismo de la teoría cuántica y a sus relaciones radicales, apoyadas también por la teoría de la relatividad. Fue ese encuentro con la física del entrelazamiento radical instantáneo en combinación con el ritmo momentáneo y vibratorio del universo lo que le sirvió de inspiración para escribir Proceso y realidad, publicado a finales de los años veinte, y que básicamente trata de deconstruir la idea de que la realidad está formada por bloques sustancialmente independientes de sujetos y objetos que se relacionan externamente entre sí. En lugar de ese sustancialismo basado en relaciones externas y en la permanencia de la sustancia a lo largo del tiempo, Whitehead construyó una perspectiva del mundo basada en un universo de relaciones radicales que está constantemente en proceso y cuyo principio fundamental es la creatividad. En él, aquello a lo que llamamos Dios es una especie de mediador de esa creatividad que actúa mediante tentaciones e insinuaciones específicas conduciendo a una mayor intensidad. Así pues, se trata de una cosmología basada en esta profunda interdependencia en cada momento concreto. Lo que tú eres y lo que yo soy es un momento concreto: existimos para este instante, y en el momento siguiente seremos ligeramente diferentes pero en una profunda relación con lo que tú y yo misma éramos hace un instante. Ya somos parte de la realidad del otro, y si te fijas de manera honesta en lo que tú eres y en lo que yo soy, ¡efectivamente somos diferentes! Todo esto él lo explica de un modo metafísicamente complejo que incluye todos los niveles de la existencia: los cuantos, los electrones, las células que forman parte de nosotros y que penetran en nosotros en todo momento… Todos esos niveles están vivos, todo siente, todo actúa, todo influye en su mundo, todo está en devenir. La teología del proceso se inspira en esa cosmología para intentar sustituir las antiguas cosmologías del cristianismo, que básicamente son variaciones de Platón y Aristóteles; al menos en el catolicismo, donde por lo menos se toman en serio la cosmología (en el protestantismo todo eso se deja de lado y no se piensa en ello de manera consistente, así que nos conformamos con el objeto cosmológico de consumo que esté de moda en ese momento). Así, la teología del proceso piensa en un Dios que no es omnipotente, que no lo controla todo, que es una especie de eros del universo, la expresión de un deseo de una mayor intensidad a través de una interconexión y una creatividad también más grandes. Se trata, básicamente, de un universo ecológico.

«En Estados Unidos sigue teniendo mucho tirón la idea del apocalipsis, sobre todo dentro de una extrema derecha religiosa y negacionista muy movilizada políticamente, y en aumento».

Ese es el nivel cosmológico de la teología del proceso. El otro parte de que el propio John Cobb ya en 1970 se percató de la destrucción medioambiental que el capitalismo estaba provocando. Escribió entonces un librito llamado Is It Too Late? [¿Es demasiado tarde?], que apareció un año más tarde. Lo que él dice es que no es demasiado tarde, pero lo será si no cambiamos colectiva y rápidamente lo que estamos haciendo. El compromiso y el pensamiento ecológico de Cobb, que ahora tiene noventa y siete años y sigue militando activamente, es la otra razón de por qué la teología y la cosmología del proceso son tan importantes para mí.

 

En uno de tus últimos libros, Facing Apocalypse: Climate, Democracy and Other Last Chances [Afrontar el apocalipsis. Clima, democracia y otras últimas oportunidades], has tratado la importancia del concepto de «apocalipsis» para el modo que tenemos de pensar en el cambio climático y en las transformaciones que este va a traer consigo, pero también para pensar cómo utilizamos este término, a veces bien y a veces mal. Subrayas que, en realidad, no significa —o no tiene por qué significar— «el fin del mundo» sino más bien «el fin del orden actual del mundo» y, yendo a la raíz etimológica, «desvelamiento», «revelación» y, particularmente, no «clausura» sino «apertura». En resumen: aunque un apocalipsis pueda conllevar destrucción, el concepto se acerca más a la idea de transformación radical. Si esto es así, las implicaciones son de calado, porque normalmente pensamos en el apocalipsis como una destrucción que «nos sucede», pero la definición que tú das de él en cierto sentido otorga agencia a las personas. ¿Cuál debería ser entonces nuestra relación activa con el hecho apocalíptico? ¿Acaso deberíamos encargarnos de desatarlo?

¡No quisiera yo abogar por que desatemos el apocalipsis! Eso podría llevar a muchos equívocos. La razón por la que me puse a escribir un segundo libro sobre el apocalipsis después del que publiqué en 1996 [Apocalypse Now and Then. A Feminist Guide to the End of the World (Apocalipsis ahora y entonces. Una guía feminista para el fin del mundo)] es que me di cuenta de que este símbolo no iba a desaparecer. En Estados Unidos sigue teniendo mucho tirón, sobre todo dentro de una extrema derecha religiosa y negacionista muy movilizada políticamente, y en aumento: ya llega a ser un tercio de la población del país. Para ellos no es solo un símbolo importante, ¡es que ni siquiera es un símbolo!, es una predicción de que el fin del mundo va a llegar. «¡El fin del mundo es inminente!», porque para esta gente el fin siempre es inminente. Aunque ellos sigan erre que erre, en la cultura del cristianismo liberal y en la cultura dominante secular este símbolo también se utiliza continuamente, aunque sea, como digo, de forma secular, por ejemplo en los titulares de los principales periódicos de California cuando anuncian otro año de incendios apocalípticos, y siempre se hace con ese significado de que «el fin del mundo se acerca». Al trabajar en el libro anterior me di cuenta de que aquello por lo que yo me inclinaba, que era ir contra el apocalipsis, no servía de mucho. Por un lado, el antiapocalipsis no le va a interesar a la mayoría de la gente y, por otro, no es de mucha ayuda porque, incluso en su sentido bíblico, es todo mucho más complejo. Así que es algo a lo que había que prestar atención, pero teníamos que reevaluar cómo: no hace falta un antiapocalipsis sino un contraapocalipsis. Ahora me he percatado de que, debido al cambio climático, vamos a oír hablar cada vez más de ello —o de símbolos derivados, como el de armagedón o climagedón o Leviatán climático—, por lo que es si cabe más importante que la gente que le dedica tiempo a pensar en estas cosas y que quiere utilizar el término como un aviso sea muy consciente de cómo lo está haciendo. La gente que escribe libros sobre estos temas no está anunciando el fin del mundo. Los titulares apocalípticos de los grandes periódicos no están diciendo que se haya acabado todo; en todos los casos se trata de alertar. Por supuesto que hay parte de la cultura liberal que es simplemente nihilista, que piensa que el fin es inevitable, pero en general lo que se intenta es decir que la cosa se está poniendo fea. Por eso lo que yo buscaba era la mayor claridad posible y explicar qué es lo que realmente dice el símbolo apocalíptico en su origen.

Sus primeros usos, bíblicos, y también helenísticos y judíos, que es de donde parte Juan de Patmos, provienen de una tradición profética hebrea, de hecho en una forma tardía y radicalizada, como un aviso desesperado de que ya no es posible seguir así, no podemos continuar con este mismo patrón de poder global —en su momento la tradición judía y Juan, que seguía a Cristo pero que era judío, se referían al poder romano—. Toda esa tradición profética, que Juan de Patmos radicaliza pero que cita con profusión (a Elías, a Jeremías…), se basa en un aviso: un aviso de que, de continuar con este orden, la destrucción de poblaciones y del medio natural será cada vez más inevitable. Y, con todo, nunca se anuncia el fin del mundo. Contiene imágenes alucinatorias de destrucción, figuras de pesadilla, y Juan de Patmos (que en todo caso era un misógino, a mí no me cae nada bien) concluye con dos capítulos sobre la Nueva Jerusalén, de la cual se dice, muy simbólicamente, que desciende, pero es que eso es el símbolo de una transformación radical. También está el símbolo, por ejemplo, de todos los reyes entrando en la ciudad, o sea, que todos los pueblos forman parte de ella. O el propio significado etimológico de «desvelar», que de hecho proviene de «retirar el velo de la novia» en la noche de bodas, así que tiene también una connotación bastante sensual y, de hecho, bastante queer: esa primera noche la novia la pasará con un cordero. ¡En eso consistía la celebración de la Nueva Jerusalén! Se trata, por tanto, de un símbolo de una Tierra radicalmente transformada en la que hay paz, justicia social y en la que, por ejemplo, todo el mundo tiene acceso a agua limpia y fresca. Se trata de una imagen algo onírica de una ecocivilización posible, una tierra prometida, pero «prometida» en el sentido bíblico, y las promesas bíblicas siempre son condicionales: hace falta una especie de conversión. Como digo, todo esto parte de una tradición profética que inspiró toda la contracultura cristiana, que quedó recogida en la Biblia y, sin la cual, de hecho, en occidente no habría una tradición de justicia social. Esto ya lo dijo Ernst Bloch, que era ateo pero que afirmaba que sin estas tradiciones proféticas no hay revolución. En cierto sentido, lo que yo hago es una revisión de la obra de Bloch pero centrada en el cambio climático.

«Hay una tradición profética que inspiró toda la contracultura cristiana, que quedó recogida en la Biblia y, sin la cual, de hecho, en occidente no habría una tradición de justicia social. Esto ya lo dijo Ernst Bloch, que era ateo pero que afirmaba que sin estas tradiciones proféticas no hay revolución. En cierto sentido, lo que yo hago es una revisión de la obra de Bloch pero centrada en el cambio climático.»

Aunque ya hemos hablado de la agencia política que tenemos en un escenario de cambio climático desde un punto de vista apocalíptico, de algún modo esta idea también aparece en Political Theology of the Earth [Teología política de la Tierra]. En este libro abordas el concepto de «teología política» de Carl Schmitt y su idea de que el panorama político siempre va a estar determinado por el antagonismo entre amigo y enemigo. Frente a ello, tu propones un «agonismo amoroso». ¿Cómo te imaginas la interacción entre dos (o varios) actores a través de este «agonismo amoroso» en un momento como este? ¿No es la desigualdad creciente el caldo de cultivo perfecto para una política fuerte de amigo/enemigo?

La noción de «agonismo amoroso» es delicada, pues puede funcionar como pacificadora, que es el peligro que tienen la mayor parte de las versiones del amor cristiano por el enemigo. Pero, de nuevo, como el cristianismo sigue teniendo mucha influencia directa, en tanto que religión, y también indirecta, como en el paradigma schmittiano de religión secularizada, me parece importante entender esta idea de amor por el enemigo. Es gracioso que en el texto de Juan de Patmos la palabra «amor» debe de aparecer quizás una vez, no parece importarle demasiado el amor por el enemigo. Aunque tengo un gran respeto por el antagonismo apocalíptico, puede ser tremendamente peligroso si cae en usos malignos, que de hecho abundan y que están totalmente desgajados del Evangelio. Este concepto de amor por el enemigo, que básicamente yo transcribo como «agonismo amoroso», se refiere a una estrategia de relación con el enemigo, y lo importante es que, para Jesús, el enemigo nunca deja de ser el enemigo; cabe desear que deje de serlo, pero no es algo que se dé por hecho. Entonces, como digo, la enseñanza que Jesús hace del amor es profundamente estratégica. Evidentemente en ese amor hay más elementos, como la participación en la propia espiritualidad y en el movimiento social al que uno pertenezca frente al peligro de ser devorado por el antagonismo, el miedo y el odio, que son comprensibles y justos frente a las fuerzas del capitalismo neoliberal, pero que también son un peligro que atraviesa a toda la izquierda y que puede llegar a insensibilizarnos. En cuanto uno abre los ojos a todo esto, es natural verse atrapado en una profunda sensación de animosidad, de hostilidad hacia los enemigos, cosa que es tóxica para el individuo, el cual está compuesto de flujos de conversación en los que se encuentra cierta calidez. Todas nuestras relaciones funcionan mejor y avanzan más cuando tienen a su favor lo amoroso, esa gracia a la que denominamos «amor», que en el sentido evangélico no es una cosa sentimental ni se refiere al amor erótico, sino a la energía que hace que algo nos importe. Sin eso, empezamos a quebrarnos por dentro. Pero es incluso más importante a nivel estratégico: si queremos que alguien cambie tenemos que poder establecer una comunicación. Si existe la posibilidad de una conversación, tenemos que ser capaces de dejar entrever alguna apertura, de abrir la posibilidad de que esa persona nos preocupe, de que nos preocupen sus hijos, los hijos de sus hijos y un mundo compartido. Por tanto, si existe la posibilidad de una conversación, la estrategia amorosa es crucial; una estrategia silenciosa y agápica puede sernos de ayuda. Si no hay comunicación directa, hay otras estrategias analíticas, políticas y antagónicas que son perfectamente correctas.

Siguiendo en cierto sentido con la cuestión de la agencia y de la conformación de sujetos de acción política, queríamos preguntarte por algo que sí que mencionas en tus libros pero que nos llama la atención que no te hayan planteado en otras entrevistas, y es por los animales. Hablas a menudo de la «diferencia crítica» como el fundamento de la conformación del sujeto político en esta época. ¿Cómo pueden ayudarnos la teología o la religión a pensar en nuestra relación con otros animales —puede ser que la noción de «responsabilidad» tenga un papel clave— y a imaginar su participación en este sujeto emancipador a través de esa diferencia crítica?

Justo ahora estoy redactando una charla sobre animacidad y hablaré bastante sobre los animales. A mí me interesa mucho echar abajo el binarismo que separa a los animales humanos y a los animales más que humanos, por nuestra propia honestidad y por nuestra capacidad de dar una respuesta a la realidad de los animales no humanos. Eso puede expresarse en un sentido enormemente abstracto: son cientos las especies que pueden llegar a extinguirse diariamente, la sexta gran extinción se hace difícil de pensar. Algo menos abstracta es nuestra relación, a través de nuestros cuerpos animales, con los animales con los que nos encontramos, y cuando interactuamos con ellos de manera diaria ello afina nuestra sensibilidad ecológica. De hecho son los animales los grandes mediadores entre nosotros y el resto del planeta: son quienes median, quizá no de manera consciente pero sí en cierto sentido percatándose, con todo el espectro de la animacidad, de lo vivo en toda la materia. Todo ello tiene que ver con el nuevo materialismo, dentro del cual a mí me gusta mucho la obra de Jane Bennett y su «materia vital»…, ¡y no tengo nada en contra de que sea estrictamente atea! Creo que Bennett capta realmente la vibración del conjunto del universo; volviendo a Whitehead, capta el hecho de que podemos percibirlo todo como algo, en cierto modo, animado, que no es necesariamente lo mismo que «vivo». Los animales nos conectan, a través de nuestro cuerpo, con la animacidad del universo entero y, aunque se pueda caer en el sentimentalismo, creo que es muy útil cuando la gente ecologista presta atención a la vida animal. Los problemas climáticos pueden ser peligrosamente abstractos, al fin y al cabo ¿cuánta gente puede tener en mente que no vamos a ser capaces de limitar el calentamiento global a 1,5 oC, que lo mejor a lo que podemos aspirar es que sea de 2 oC, y que si sigue según está yendo ahora vamos a alcanzar los 4 oC a finales de siglo, y que entonces sí que vamos a estar jodidos? ¿Quién puede guardarse todos estos números en la cabeza? ¿Y quién puede preocuparse realmente por el dióxido de carbono? Con los animales no es nada difícil empatizar, con una mosca incluso, si te paras a pensarlo un instante. ¡Incluso en la Biblia aparece así! Puedes leer el Génesis entero y no encontrarás una sola idea sobre una dominación alienante. Lo abstracto del cambio climático vamos a tener que seguir enseñándolo, pero los animales, que comparten nuestra realidad material, hacen que todo se vuelva real.

«Si negamos el bagaje religioso que tienen las ideas de opresión social y de resistencia frente a la opresión social, entonces es probable que acabemos encarnando algunos de los peores rasgos de esa misma tradición religiosa».

Esta es ya la última pregunta. Carl Schmitt, como tú misma has señalado en alguna ocasión, defendió que todos los conceptos políticos modernos son, en cierto sentido, conceptos teológicos secularizados. Esto nos ha hecho pensar a su vez en el papel que la teología y la religión, prácticamente como dimensiones antropológicas anuladas actualmente, pueden tener en la política contemporánea. Como decías antes, la dimensión religiosa fue bastante importante para la ideología socialista e incluso para el movimiento obrero. Evidentemente, el socialismo era y es una teoría analítica y política, pero era también un movimiento que requería fe, que reflexionaba sobre la salvación, que tenía su propia escatología, su propia moral, sus propios santos e incluso un léxico religioso: dogmas, ortodoxias, herejías, apostasías, cismas… Por todo ello, ¿crees que la dimensión teológica o religiosa es necesaria para una, digamos, «política revolucionaria/trascendental»? No nos referimos a si es necesario creer en Dios o ir a la iglesia, sino, por ir al grano, al entusiasmo, que, aunque pueda sonar cursi, etimológicamente significa…

… tener a Dios dentro, én-theos.

¡Exacto! «Tener a Dios dentro» o «tener dentro el aliento divino» y, quizás también, «estar dentro del aliento divino». En fin, ¿crees que es importante contar con ese impulso?

Me parece que las voces preocupadas por la teología pueden tener un papel importante dentro del campo progresista. Puede que dentro de un programa social no sea tan importante la aparición de una tribuna teológica, eso quizá sería pedir demasiado, pero igual sí es necesario un intercambio teológico y, por tanto, que estemos abiertos a debatir sobre esa afirmación schmittiana acerca del papel de la teología política. Porque —y en esto Schmitt tenía razón— si negamos el bagaje religioso que tienen las ideas de opresión social y de resistencia frente a la opresión social, entonces es probable que acabemos encarnando algunos de los peores rasgos de esa misma tradición religiosa. Esa es la idea de Carl Gustav Jung acerca de la proyección de la sombra: lo que reprimes en ti mismo lo proyectas en el otro, de modo que si reprimes el elemento religioso —el elemento religioso secularizado— en tu hacer político, es probable que proyectes en los demás algunos de los peores rasgos del paradigma religioso, como las nociones de bien puro y de mal puro, de salvación pura y de pura condena, y los acabes demonizando. Así que sí, en este sentido creo que es importante conservar el entusiasmo, para sostener y animar esas conversaciones en los movimientos sociales sin la amenaza de que puedan apoderarse de todo. Cuando en la izquierda se juntan una militancia y unas voces vibrantes a favor de la transformación social esto acaba cayendo por su propio peso.

Estoy pensando en un amigo mío, China Miéville, que empezó a leer algo de teología hace un tiempo como una especie de terapia, porque de pequeño lo educaron en el catolicismo. Es y sigue siendo marxista y ateo, y no tiene intención alguna de cambiar, pero en su momento tuvo el impulso de estudiar teología y se topó con mi libro Face of the Deep [El rostro de lo profundo]. Se quedó un poco impactado por lo mucho que podía empatizar con él. Hay un ensayo suyo sobre lo que él llama «marxismo apofático», que me parece un concepto maravilloso, en el que defiende que todas nuestras enseñanzas políticas tienen que ir acompañadas de un «desconocer humilde y riguroso». Hay en ello un paralelismo con «el amor por el enemigo» del que hablábamos, y es la humildad de lo apofático, esto es, una especie de amor silencioso y muy poco sentimental, ¡una apófasis respecto al amor! Hay algo profundamente respetuoso en reconocer nuestra propia ignorancia, sobre todo cuando alguien está buscando certezas, una certeza con la que podríamos no estar de acuerdo, o cuando se posiciona en contra de las ideas que para nosotros son más importantes. Encarnar en ese momento cierta apófasis puede dejar al otro desarmado y permite que la conversación siga adelante. Esto es así no solo frente a nuestros familiares más conservadores o frente a cualquier otro individuo conservador con el que nos crucemos, sino también frente a cualquier posición dentro del espectro de nuestra propia organización o nuestro propio movimiento, donde los desacuerdos pueden causar muchas divisiones. De vez en cuando… De vez en cuando hace falta callarse la boca, para conservar el enthousiasmós.