Oxana Timofeeva ||
El título de este ensayo es una paráfrasis de la famosa expresión «socialismo de rostro humano», que tiene sus orígenes en 1968, en los sucesos que ocurrieron en Checoslovaquia y a los que se conoció como la Primavera de Praga, pero también en los años ochenta soviéticos, en la época final de la Unión Soviética, antes de la perestroika, cuando seguía siendo popular entre los disidentes la idea de cambiar desde dentro la propia naturaleza del así llamado «socialismo realmente existente» de acuerdo con valores humanos/democráticos. Parece ser que lo que penetró en este espacio con su máscara de humanidad no fue un socialismo renovado y más refinado, sino el capitalismo de toda la vida. Parece que algo se torció mucho antes de la perestroika, cuando el comunismo se adentró en una dirección desconocida, como un animal extraño intentando huir de la gente y del socialismo que de verdad era el realmente existente. Voy a intentar seguirle la pista a este extraño animal y leer sus huellas como peculiares «señales desde el futuro».
Lo que me gustaría proponer no es que algo se torciese en el socialismo, sino que algo pasa con el rostro humano. Permítaseme empezar con la afirmación, que ya parece bastante banal, acerca de la relación dialéctica entre la ideología del humanismo democrático y las prácticas sociales racistas del neoliberalismo.
Aquí y allá, en toda Europa y en el resto de Occidente, en los países del primer mundo y más allá, se plantean preguntas: ¿qué fue de la belleza y la gloria del mundo multicultural? ¿Cómo es que ya no se tienen en cuenta nuestras múltiples identidades, subjetividades, diversidades culturales y singularidades irreducibles? ¿Adónde ha ido a parar el paraíso del bienestar? ¿Lo damos ya por perdido? Al enemigo se lo puede ubicar fácilmente: el uno por ciento, los ricos, los banqueros, la minoría absoluta capitalista dueña del mundo, junto con los gobiernos y los políticos de extrema derecha que le conceden a esta minoría un apoyo silencioso y políticas de austeridad. Los gobiernos de derechas nunca defienden los intereses de la gente, únicamente persiguen los suyos propios: el poder de los ricos sobre los pobres, el poder del capital sobre el trabajo, el poder de uno sobre muchos.
«Políticas de austeridad» no es más que otro nombre para racismo de Estado, pues sus primeros objetivos son los trabajadores migrantes, las personas en busca de asilo y los refugiados. Pero ataca igualmente a artistas, intelectuales, gente precaria, gente discapacitada, gente enferma, a los pobres y a los jubilados; todos aquellos cuya existencia misma no se corresponda con la de esa tierra santa que la perversa imaginación de la derecha proyecta. En resumen, la extrema derecha es el mal que ataca los derechos y las libertades obtenidos por la gente en las luchas de clases del siglo xx y luego cuidadosamente salvaguardados por los y las socialdemócratas.
No obstante, el objeto de mi crítica aquí no es el mal de la derecha, sino el bien del universalismo democrático, pues ambos forman parte de una única cadena dialéctica. Mi tesis es muy sencilla: si el humanismo, a menudo utilizado como lema en las luchas contra el racismo y la xenofobia, procede de la suposición de que hay una dignidad excepcional en los seres humanos y un valor excepcional en la vida humana, entonces eso está a un solo paso de poner entre interrogantes el valor de cualquier vida que no sea humana.
Los derechos humanos como institución están basados en el reconocimiento. A alguien se lo reconoce en su dignidad humana. Si a un bípedo en concreto se lo reconoce como ser humano, más allá de su género, su raza o su etnia, entonces ese individuo ha de tener documentación y derecho a voto, derecho a la vida, derecho a la propiedad, etcétera. Pagará impuestos al Estado al que esté vinculado como ciudadano o ciudadana para que así este Estado pueda proporcionarle seguridad. Los derechos de ciudadanía prácticamente se están equiparando con los derechos humanos, y tiene cierta lógica. El Estado es el garante de los derechos humanos; por lo tanto, un ser humano puedes disfrutar de sus derechos humanos en tanto que ciudadano o ciudadana de un Estado. En cierto modo, la ciudadanía se está convirtiendo en la condición legal de la humanidad de una persona. De ahí las enormes dificultades que enfrentan quienes no tienen ciudadanía ninguna, o quienes tienen una equivocada.
Hoy en día, los y las trabajadoras migrantes ilegales son las más vulnerables en términos de ciudadanía. Las cifras de personas masacradas en las fronteras de los Estados del bienestar mientras intentan entrar de manera ilegal son enormes. Si ya han entrado, están constantemente intentando huir de la policía. Viven en las calles, en los bajos de las casas, en chabolas, aunque estén posibilitando la prosperidad y el crecimiento económico de estos gloriosos Estados mediante un trabajo escasa o nulamente remunerado. Las instituciones de los derechos humanos y de los derechos de ciudadanía se basan en la exclusión de personas no humanas y no ciudadanas.
Sin embargo, aquí mi intención no es decir que todo lo que hay que hacer es ampliar la esfera de los derechos humanos para incluir en ella a los animales, incorporarlos al universo humano; este es básicamente el programa de quienes defienden los derechos de los animales, y está bien que así sea. Pero si estos cambios se desplegasen dentro del actual régimen capitalista, acabaríamos teniendo algo así como una ciudadanía animal, con atributos vinculados a ella como el control de fronteras y teniendo que enfrentarnos a que hubiese animales ilegales intentando llegar a los felices campos europeos procedentes de las selvas de la periferia global, y cosas por el estilo.
Más bien querría aseverar que la lucha de clases tienen que llevarla a cabo quienes se nos muestran como seres no humanos, o incluso como monstruos inhumanos, como los extraterrestres de Hollywood que durante la Guerra Fría simbolizaban el comunismo. La revolución no tiene un rostro humano. Va más allá de lo humano y de los derechos humanos y se encamina hacia la animalidad. Esta idea quedó perfectamente plasmada por el poeta ruso Vladímir Maiakovski en su «Oda a la revolución»: «Tú envías a los marineros, / a los hundidos cruceros, / para salvar aún a aquellos, / allí, donde maullaba olvidado el único gato».
Esta imagen de la revolución es impactante y poderosa. Acierta de lleno. Hay algo de absurdo e irracional en la excesiva generosidad del gesto revolucionario que presenta Maiakovski; imagina cómo de loco tendría que estar un comandante del ejército para enviar un batallón de marineros, hombres adultos armados, para arriesgar su vida en aras de una criatura cualquiera, olvidada, diminuta y políticamente insignificante. Y, con todo, es precisamente así como se tendría que representar el drama del deseo revolucionario.
Casi al igual que estos marineros, ahora voy a intentar echar la vista atrás hacia el navío hundido de la revolución rusa para buscar, si no un animal como tal, sí al menos sus huellas, borradas prácticamente por la historia. Antes de nada, veamos cómo trató la revolución a los animales y a otros seres no humanos, o a aquellos que no eran «suficientemente humanos».
Tras la revolución de octubre de 1917, la idea de una «revolución en la naturaleza» e incluso de una «lucha contra la naturaleza» era constantemente promovida en todas las esferas de la naciente sociedad soviética. Se suponía que la naturaleza había cambiado: liberada de su dependencia respecto de la necesidad pero al mismo tiempo protegida frente a la precariedad de la contingencia. Una actitud difusamente vanguardista sostenía de manera incondicional la noción de un punto de no retorno, un «abandono de las naves», una transformación total de los órdenes social y natural hacia la emancipación y la igualdad. La naturaleza también era vista como un campo de batalla de la lucha de clases. El asunto central que atravesaba la literatura y la poesía soviéticas de aquel periodo es la transformación potencial o real de una especie en otra —de animales en seres humanos, por ejemplo—, acompañada por la adquisición de niveles más elevados de conciencia y libertad.
La naturaleza no es «amable»: la revolución rusa ve la naturaleza, con espíritu hegeliano-marxista, en términos de falta de libertad, de sufrimiento y de explotación, y el reino animal sirve en cierto sentido como ejemplo de una sociedad que debería ser transformada. No se trata del predominio y la superioridad de una especie sobre otra, sino de que todo sea tomado en consideración. Mientras la desigualdad permanezca intacta en el plano interespecies, la igualdad de las personas tampoco podrá ser nunca alcanzada. O, por decirlo en términos adornianos, la historia es la historia de la opresión, y la dominación violenta de los seres humanos sobre los seres humanos comienza con la dominación humana sobre la naturaleza.[1]
Tal y como lo formuló el poeta futurista Velimir Jlébnikov: «Veo las libertades de los caballos / y la igualdad de derechos para las vacas».[2] En el poema «El triunfo de la agricultura», Nikolái Zabolotski, uno de los fundadores del grupo absurdista de vanguardia OBERIU, describe la naturaleza como el sufrimiento bajo el viejo régimen burgués. Compara a los animales con el proletariado y crea una utopía sobre su progresiva liberación, facilitada por la tecnología.
Vi un resplandor rojo en la ventana
que venía de un asno racional.
El parlamento de vacas pesadas,
sentadas, sumidas en la resolución de problemas…
Abajo el templo de la maquinaria
manufacturaba tartas de oxígeno.
Allá los caballos, amigos de la química,
tomaban sopa de polímeros,
algún otro navegaba a media altura
a la espera de visitas del cielo.
Una vaca de fórmulas y lazadas
horneaba un pastel hecho de elementos
y grandes avenas químicas
crecían en capas que las protegían.[3]
A este respecto quien merece una atención especial es Andréi Platónov. Entre los muchos intelectuales, artistas, poetas y escritores inspirados por la revolución rusa y que pusieron a su servicio gran parte de su energía creativa y de su trabajo, Platónov es una figura única. Nacido entre el proletariado industrial, se convirtió es un destacado escritor ruso para quien la revolución consistía en la elaboración de una práctica literaria verdaderamente marxista que examinase asuntos como la comunidad, la sexualidad, el género, el trabajo, la producción, la muerte, la naturaleza, el utopismo y las paradojas de la creación de un futuro nuevo (y mejor).
En sus escritos no solo los seres humanos están sobrecogidos por el deseo de comunismo, sino que lo están todas las criaturas vivas, incluidas las plantas, un deseo que, como señalaba Fredric Jameson, aún no ha encontrado a su Freud o a su Lacan.[4] En este sentido, hay un pasaje de la novela de Platónov Chevengur (1928-1929) que es emblemático:
Chepurny tocó una bardana; también ella deseaba el comunismo: todo el trozo de hierbas era una compañía de plantas vivas […]. Al igual que proletariado, la hierba soporta la vida en el calor y la muerte en la nieve profunda.[5]
El deseo de comunismo nace de un profundo tedio (toska) frente a lo insoportable que es el orden existente de las cosas. «Tendríamos que cambiar el mundo lo antes posible —declara uno de los personajes bolcheviques de El mar de la juventud—. En caso contrario incluso los animales ya están perdiendo la cabeza».[6]
Las expectativas que tenía Platónov respecto al comunismo van mucho más allá de la ideología y la política. Cuanto más depresiva y trágica es la naturaleza, más fuerte es la esperanza de felicidad y libertad. Esta esperanza es esencial y posee toda la fuerza y la pasión de la vida natural. En los animales, esta esperanza se basa en seguir su destino sin conocer ninguna alternativa aparte de la muerte.
Los comunistas y bolcheviques de Platónov son animales revolucionarios. Se reconocen literalmente en los rostros de los animales y proyectan en ellos su propia pasión revolucionaria. Y si, en tanto que seres humanos, se muestran ascéticos y rechazan la gratificación inmediata de los deseos del cuerpo, esto es así porque su mayor deseo, o su deseo insoportable, es el deseo de comunismo. Se ven motivados por su pasión respecto a la consecución de la felicidad de todo el mundo, incluidos los animales más pequeños.
La necesidad y la urgencia de la revolución como cambio planetario ya están inscritas en la naturaleza animal inconsciente, que parece esperar de los seres humanos, de las y los comunistas, de nosotros y nosotras, una especie de salvación. El materialismo histórico de Platónov está inspirado por la fuerza de una inquieta intolerancia animal frente a todo lo que existe y orientada hacia la feliz previsión de todo lo que debería existir:
El desierto vacío del desierto, el camello, incluso la hierba errante y lastimera; todo esto debería ser serio, grandioso y apoteósico. En el interior de toda pobre criatura había una noción acerca de otro feliz destino, un destino que era necesario e inevitable; ¿por qué, entonces, sentían su vida como una carga y por qué estaba siempre esperando por algo?[7]
Desde este punto de vista, la revolución no es tanto un movimiento de avance como un gesto absurdo de vuelta «hacia atrás»: hacia estas criaturas débiles y olvidadas que esperan ayuda, hacia los gatos de Maiakovski, pero también hacia nosotros y nosotras en tanto que animales infelices. El único problema es que es siempre demasiado tarde. La tragedia de la animalidad tiene que ver con el hecho de que en todo momento está sucediendo una catástrofe imposible. El animal (o el esclavo, o el pobre) muere de penurias y miseria sin alcanzar su tan ansiada felicidad.
El duelo funciona como interiorización o conservación de lo que se ha perdido. La memoria es un pensamiento fiable: al conservar lo que se ha perdido, quien recuerda lo rescata del vacío del olvido. La memoria es la fidelidad hacia lo que ya no está pero que pese a todo nos otorga, como diría Walter Benjamin, una «débil fuerza mesiánica».
El pasado porta un índice temporal por el cual hace referencia a la redención. Existe un acuerdo secreto entre las generaciones pasadas y la actual. Se esperaba nuestra llegada a la Tierra. Como todas las generaciones que nos precedieron, a nosotras y nosotros se nos ha concedido una débil fuerza mesiánica, una fuerza sobre la que el pasado exige sus derechos.[8]
La reivindicación del pasado benjaminiano es que afecta al presente y lo relaciona con la urgencia de la acción revolucionaria, que puede responder a la esperanza de aquellos y aquellas cuyas vidas se vieron interrumpidas por la muerte. Si la oportunidad de la vida se desvaneció, si la criatura, en cuyo corazón palpitaba una felicidad desconocida, murió pobre, triste y esclava, entonces solamente quienes estén vivos pueden revivir sus anhelos. Platónov comparte con Benjamin esta perspectiva paradójica acerca de la dialéctica materialista de la historia, cuando, por ejemplo, escribe acerca de la responsabilidad que tienen las personas vivas con aquellas que murieron durante la guerra:
Los muertos no tienen nadie en quien confiar salvo los vivos; y ahora deberíamos vivir de tal manera que la muerte de nuestro pueblo quede justificada y redimida a través del destino feliz y libre de nuestra nación.[9]
En estas líneas, Platónov se identifica con una nación de la que los muertos también son parte. Sin embargo, en su relato no escribe sobre una nación real y existente, sino que más bien, por decirlo en términos deleuzianos, «se inventa un pueblo».[10] (Esto es parecido a lo que hace Kafka, que se inventa el pueblo de los ratones). Deleuze describe a este pueblo inventado del modo siguiente:
No es un pueblo llamado a dominar el mundo, sino un pueblo menor, eternamente menor, presa de un devenir-revolucionario. Tal vez solo exista en los átomos del escritor, pueblo bastardo, inferior, dominado, en perpetuo devenir, siempre inacabado. Un pueblo en el que «bastardo» ya no designa un estado familiar, sino el proceso o la deriva de las razas. Soy un animal, un negro de raza inferior desde siempre.[11]
Es precisamente a esta especie de pueblo bastardo al que Platónov le dedica su novela Alma. A su protagonista, Nazar Chagataev, formado en economía en el Moscú estalinista, el Partido le requiere que se dirija al desierto y encuentre a una pequeña nación para «enseñarle el socialismo». La novela Alma (Dzhan) es una personificación generalizada del pueblo soviético además una inesperada metáfora acerca de los judíos (que vagan por el desierto en busca de la libertad). Es también una figura literaria que reúne bajo el sustantivo «nación» a todos los seres humanos y animales que se hallan infelices y perdidos:
Siete días más tarde, tras tomar la senda a pie más directa, Chagataev llegó a Taskent. Se dirigió directamente al Comité Central, donde se le esperaba desde hacía mucho tiempo. El secretario del Comité le dijo a Chagataev que en algún lugar de la región de Sari Kamish, Ustyurt y el delta del Amu Daria vivía una pequeña nación nómada, nacida de diferentes pueblos y que daba vueltas vagando en su pobreza. La nación contaba con turkmenos, karakalpakos, algunos uzbekos, kazajos, persas, kurdos, baluchíes y gentes que habían olvidado quiénes eran […]. La miseria y la desesperación de esta nación eran tan grandes que veían este trabajo, que se prolongaba solamente durante unas semanas al año, como una bendición, pues se les proporcionaba pan naan e incluso arroz. En los pozos la gente hacía el trabajo de los burros, utilizando su cuerpo para hacer girar la rueda de madera que saca agua para los canales de riego. Al burro hay que darle de comer durante todo el año, pero la fuerza de trabajo de Sary Kamish solo comía durante un periodo muy breve y luego se levantaba y se iba. Y no acababa muerta; y al año siguiente volvía otra vez, después de languidecer por algún lugar de las profundidades del desierto.
—Conozco a esa nación —dijo Chagataev—. Yo mismo nací en Sari Kamish.
—Es por eso por lo que te han enviado allí —explicó el secretario—. Cómo se llamaba la nación… ¿Tú te acuerdas?
—No tenía ningún nombre —dijo Chagataev—, aunque sí que se puso un nombrecito.
—¿Cuál era?
—Dzhan. Significa «alma» o «vida amada». La nación no poseía nada más que el alma y la vida amada que le dieron las madres, porque son las madres las que dan a luz a la nación.
El secretario frunció el ceño y se le puso el semblante triste.
—Así que no hay nada que puedan decir que sea suyo excepto el corazón que tienen en el pecho; e incluso eso solo es así mientras el corazón les siga latiendo.
—Solo el corazón —confirmó Chagataev—. Solo la vida como tal. Nada les pertenecía más allá de los confines de su cuerpo. Pero ni siquiera la vida era realmente suya: era simplemente algo con lo que soñaban.
—¿Te contó tu madre alguna vez quiénes eran los dzhan?
—Sí. Me dijo que eran fugitivos y huérfanos de todas partes, y esclavos viejos y agotados que habían sido repudiados. Había mujeres que habían traicionado a sus maridos y luego se habían esfumado, huyendo aterrorizadas a Sari Kamish. Había chicas jóvenes que llegaron y nunca se fueron porque amaban a hombres que habían muerto repentinamente y no querían casarse con nadie más. Y gente que desconocía a Dios, gente que se reía del mundo. Había criminales. Pero yo no era más que un crío, no puedo acordarme de todos.
—Ahora vuelve allí. Encuentra a esta nación perdida. El agujero Sari Kamish está vacío.
—Iré —dijo Chagataev—, ¿pero qué voy a hacer allí? ¿Construir el socialismo?
—¿Qué si no? —dijo el secretario—. Tu nación ya ha pasado por el infierno. Ahora deja que vivan durante un tiempo en el paraíso, y les ayudaremos con todas nuestras fuerzas.[12]
Aquí «nación» es una especie de «sustancia», una materia que puede construir el socialismo a partir de sí misma, pero que también puede agotarse como un recurso natural, pues cuanto más pobre es la vida de un pueblo más avaricia genera. No hay nada que evite la reducción de la sustancia de una nación a pura fuerza de trabajo.
La vida de esta pequeña población está desapareciendo; desparece literalmente en las arenas del desierto junto a la gente desnuda o semidesnuda con andrajos. Quien haya leído a Agamben reconocerá aquí inmediatamente la idea de la «nuda vida». Platónov comienza la historia de su pueblo a partir de este grado cero de la vida, o, como lo diría Agamben, desde la zona gris entre la vida y la muerte. Esta vida no es humana en sentido estricto; está privada de riqueza simbólica, real y cultural. No tiene nada con lo que identificarse y nada con lo que defenderse de la explotación, la cual, según Platónov, hace que se consuma el alma viva:
Chagataev sabía gracias a los recuerdos de infancia, y por la educación recibida en Moscú, que cualquier tipo de explotación de un ser humano comienza con la distorsión del alma de esa persona, con lograr que su alma se acostumbre tanto a la muerte que pueda ser sojuzgada; sin esta subyugación, un esclavo no es un esclavo. Y está mutilación a la fuerza del alma prosigue, haciéndose cada vez más violenta, hasta que la razón del esclavo se convierte en un embotamiento demencial y vacío.[13]
Es así como Platónov le da la vuelta a la dialéctica que, desde Hegel hasta Marx, afirmaba que el trabajo convertía al animal en hombre y al esclavo en amo. El esclavo hegeliano transforma el mundo con su trabajo y adquiere autoconciencia, mientras que el humano-animal de Platónov trabaja para conservar la vida con la esperanza de un mundo mejor, pero al final se agota y cae en la desesperación, encontrando su último refugio, paradójicamente, en el cuerpo necio de un animal.
La vía de escapar del ser humano según Platónov queda descrita en su relato «Viento basura», escrito en 1934. Su protagonista, Albert Lichtenberg, que trabaja como físico del cosmos, se va transformando poco a poco en un animal indefinido porque es incapaz de seguir siendo humano en la Alemania fascista. Halla su último refugio en un cuerpo animal que ya nadie puede reconocer. Y si en El mar de la juventud el personaje Visokovski, técnico del zoo, sueña con que «la evolución del reino animal, que se detuvo en una época anterior, vaya a reiniciarse, y toda las pobres criaturas, cubiertas de pelo, que ahora viven a la intemperie, alcanzarán finalmente el destino de una vida consciente»,[14] en «Viento basura» asistimos al proceso inverso:[15] un hombre acaba cubierto de pelo y pierde la cordura, así que le meten en un campo de concentración porque ya no es lo suficientemente humano:
El juez le anuncia a Lichtenberg que ha sido sentenciado a fusilamiento, con motivo del fracaso de su cuerpo y su mente a la hora de desarrollarse según las teorías del racismo alemán y el nivel de la filosofía de Estado, y con el objetivo de depurar con rigor el organismo del pueblo de individuos que hayan caído a la condición de animal, protegiendo así a la raza de ser infectada por mestizos.[16]
Paradójicamente, este animal irreconocible, u hombre animalizado —o, por decirlo en términos agambenianos, este Muselmann[17]—, protagoniza una proeza al final del relato: salva a una mujer judía y comunista y la ayuda a huir del campo, y al final se sacrifica en vano cuando intenta utilizar su propia carne para alimentar a una mujer demente que ha perdido a su criatura. Se consume hasta tal punto que cuando su mujer, que lo está buscando junto a un oficial de policía, encuentra su cadáver es incapaz de reconocerlo como ser humano.
«Viento basura» es una de las obras más desesperanzadas de Platónov. En ella, el autor invierte toda la imagen y abre —durante un instante— el mundo secreto del ser humano «a la intemperie», un ser humano oculto en un cuerpo animal. Escribe en nombre de esta criatura agonizante —como diría Deleuze, «se escribe por los terneros que agonizan»— para reparar la posibilidad que no fue reconocida y que ya se ha perdido. El ser humano se convierte en animal y finalmente se vuelve un desecho, de manera similar a lo que le ocurre al Gregor Samsa de La metamorfosis de Kafka. «Como un perro»: estas son las últimas palabras de K. en El proceso. Cuando alguien le clava un puñal en el corazón, dice: «Como un perro», a lo que Kafka añade: «Fue como si la vergüenza de aquello le fuera a sobrevivir».
Walter Benjamin, al comentar este pasaje, relaciona esta vergüenza con la «familia desconocida» de Kafka, «compuesta de personas y animales» y bajo cuyo peso Kafka «mueve edades con la escritura». Según Benjamin:
El mundo de sus ancestros fue para Kafka tan trascendental como el de los hechos importantes. Y este mundo, al igual que los árboles totémicos de los primitivos, conduce, descendiendo, hasta los animales. No solo para Kafka aparecen los animales como recipientes de olvido.[18]
De este modo, el animal de Kafka es el «recipiente del olvido». No del «ser» como algo olvidado, sino del olvido como tal, una nada significativa, en torno a la cual nuestro ser se constituye como negatividad, deseo y memoria. ¿No procede ese olvido del hecho de «yo soy el otro», que, entre otras cosas, apunta hacia lo que Žižek denomina «el núcleo in-humano de la humanidad»? A través del olvido acecha continuamente la memoria. La relación del ser humano consigo mismo no puede más que enfrentarse a esta paradoja: el animal infeliz que producimos de manera retrospectiva a partir de nuestra desesperación muere ignominiosamente antes de que consigamos realizar la libertad que había previsto. Las puertas de terra utopia, que es donde podríamos llevar a cabo la última esperanza de nuestra desesperada animalidad, están cerradas desde siempre. Y sobre estas puertas está escrito: «No se permite la entrada de animales».
No obstante, como señala el propio Žižek, justamente Kafka era capaz de imaginar una sociedad utópica solo entre animales.[19] Su último relato —escrito en marzo de 1924, apenas unos pocos meses antes de su muerte, cuando ya sabía que estaba muriéndose— se titula «Josephine la cantante, o el pueblo de los ratones». Al menos tres filósofos contemporáneos —Fredric Jameson, Slavoj Žižek y Mladen Dolar— han escrito acerca de este relato, en el que básicamente hay dos protagonistas: Josephine la cantante y su «pueblo de ratones». Evidentemente, el pueblo de ratones representa aquí ese tipo de pequeña nación «subhumana» que, según Deleuze, se ha inventado en la literatura. La protagonista y narradora en primera persona pertenece al pueblo de ratones. Estos reflexionan sobre su actitud, sobre qué papel desempeña en la sociedad de ratones y sobre su destino histórico. Uno de los ratones pregunta cómo es posible que la voz de Josephine le resulte tan atractiva al resto. Su voz no es nada del otro mundo, no tiene ningún talento como cantante, no es una persona formidable. Parece ser que ella simplemente canturrea, como el resto de los ratones, solo que los demás no prestan demasiada atención a su propio canto y a veces ni siquiera son consciente de ello. Pero cuando canta Josephine, se quedan en silencio. Probablemente el secreto sea su actitud especial: es una artista, un individuo excepcional, conserva una posición extraordinaria y apartada respecto al conjunto del pueblo de ratones. Es precisamente esta posición distante la que hace posible la inmanencia y la heterogeneidad del pueblo de ratones.
Esta es, según afirma Dolar, la posición del artista, que produce una pieza de arte encontrado, una obra de arte en tanto que «excepción no excepcional, que puede surgir de cualquier parte, en cualquier momento, y está hecha de cualquier cosa —de cosas que ya están ahí—, siempre y cuando pueda proporcionarles un hueco, empujarles a una ruptura, este es el arte de la mínima diferencia».
Según Jameson, que el pueblo de ratones encumbre a Josephine es un ejemplo paradójico de la utopía de una democracia radical: el canto de Josephine es una especie de interpretación sacra excesiva que da pie a que los ratones, al abandonar sus identidades individuales, se conviertan finalmente en lo que son. La esencia del pueblo aparece en la indiferencia esencial del anonimato. «Representa el elemento de exterioridad necesario que por sí mismo permite que la inmanencia llegue a existir».[20]
Žižek es más radical aún que Jameson y llega a afirmar que estamos ante un ejemplo de cómo debería ser una cultura comunista. «La comunidad de ratones no es una comunidad jerárquica que cuente con un Amo, sino una comunidad “comunista” radicalmente igualitaria». Žižek llama a Josephine «la Artista del Pueblo de la República Soviética de los Ratones» y se pregunta: «¿Cómo sería una cultura comunista?».[21] Incluso ofrece una respuesta a esta pregunta, pero yo no voy a hacerlo. En su lugar, lo que afirmo es que para poder contestar a esa pregunta, que es la pregunta tanto de la teoría como de la práctica artística, se necesita, como diría el famoso perro de Kafka, más filosofía, más interpretación de qué es exactamente lo que un artista puede y debe tomar de la bestia.
Este texto se publicó originalmente en la revista e-flux, n.º 48 (octubre de 2013).
[1] Ver Vincenzo Maurizi, History of Seyd Said, Sultan of Muscat, Cambridge, Oleander Press, 2013, pp. 67-103.
[2] Eugene Ostashevsky, «Selections from the Triumph of Agriculture», The American Poetry Review, julio de 2005).
[3] Ibíd.
[4] Fredric Jameson, The Seeds of Time, Nueva York, Columbia University Press, 1994, p. 97. Ver también Jonathan Flatley, Affective Mapping: Melancholia and the Politics of Modernism, Cambridge, Harvard University Press, 2009, p. 180.
[5] Andréi Platónov, Chevengur, Ann Arbor, Ardis Press, 1978, p. 198.
[6] Платонов А. Ювенильное море // Платонов А. На заре туманной юности, p. 294.
[7] Platónov, «Soul», en Soul and Other Stories, Nueva York, New York Review Books, 2008, p. 27.
[8] Walter Benjamin, «Theses on the Philosophy of History», en Illuminations: Essays and Reflections, Nueva York, Schocken Books, 2007, p. 254.
[9] Платонов А. Взыскание погибших.
[10] Gilles Deleuze, «Literature and Life», en Essays Critical and Clinical (Mineápolis, University of Minnesota Press,1997, p. 4.
[11] Ibíd.
[12] Platónov, «Soul», pp. 22-24, cursiva de la autora.
[13] Ibid., 103.
[14] Платонов А. Ювенильное море // Платонов А. На заре туманной юности, p. 302.
[15] «La metamorfosis regresiva de “Viento basura” sugiere que no todo es lo que parece en el fascista “reino de las apariencias”. En este reino bestial la evolución se desplaza en dirección contraria, esto es, hacia la degradación humano, lo que termina con la animalización del hombre y en una sociedad racista que expulsa a los “subhumanos” defectuosos por ser seres zoomórficos que le son ajenos», Hans Günther, «A mixture of living creatures: Man and Animal in the Works of Andrei Platonov», Ulbandus: The Slavic Review of Columbia University, 2012, 14, p. 271.
[16] Platónov, «Rubbish Wind», en The Return and Other Stories, Londres, Harvill Press, 1999, p. 82.
[17] Ver Giorgio Agamben, Remnants of Auschwitz: The Witness and the Archive, Boston, Zone Books, 2002.
[18] Walter Benjamin, «Franz Kafka: On the Tenth Anniversary of His Death», en Illuminations: Essays and Reflections, Nueva York, Schocken Books, 2007, p. 132.
[19] Slavoj Žižek, Living in the End Times, Nueva York, Verso, 2010, p. 370.
[20] Fredric Jameson, The Seeds of Time, p. 125.
[21] Žižek, Living in the End Times, p. 368.