Nuestra situación política sería risible si no fuera desoladora; o quizá sea lo primero porque es lo segundo, la risa como reflejo no del todo incoherente pero no del todo legible. En cualquier caso, afirmamos habitualmente y con rotundidad que toda política es, hoy, política climática. Sin embargo no sabemos con demasiada exactitud qué significa esto. Desde luego no solo quiere decir que la política tenga que abordar el cambio climático, o que tenga que convertirlo en el eje de sus políticas, o que la lucha por evitar sus peores consecuencias tenga que impregnar la totalidad de los programas transformadores. Todas esas cosas son verdad y a todas estamos llegando tarde. Pero implica algo de bastante más gravedad: implica que el cambio climático ha transformado ya —aunque estemos tardando un tiempo en asumirlo en toda su magnitud— la sustancia de la política, la materia con la que hacemos política y la manera de hacer política. Esta aseveración, que creemos cierta, de todos modos es banal si se queda ahí. ¿Qué significa en realidad que ha cambiado la forma de la política? ¿En qué se traduce de manera concreta el que «toda política es política climática» si no sabemos qué forma ha adquirido esa política ni cómo podemos manipularla?
Existe un perfil de pragmatismo que se mueve entre, por un lado, quien simplemente naturaliza las relaciones sociales capitalistas y para quien esta realidad y la realidad son indistinguibles, lo que hace que otros mundos sean absolutamente impensables, y, por otro, para quien la necesidad real de intervención inmediata sobre el estado de las cosas nubla las trampas que ese mismo estado tiende, trampas hechas a medida de los espíritus de buena voluntad. Existe además un perfil de radicalidad que oscila entre, por un lado, el convencimiento de mínimos y a menudo un tanto simplón de que, «vaya, a fin de cuentas lo que hay que hacer es superar el capitalismo» y para quien cualquier intermediación entre el presente y el deseo es un pecado mortal y, por otro, el atrincheramiento enceguecido de aquel a quien todos los matices y novedades de la realidad no hacen más que reafirmarlo en su postura, un rupturismo incólume ante el paso del tiempo o ante la posibilidad de sorpresa y a quien todo lo humano le es ajeno. Bien, pues perfectamente podría ser que la mutación sustancial que genera el cambio climático haya diluido la posibilidad de todas estas variantes, de todas estas formas de praxis política, sin de momento haber producido una modalidad nueva. Pueden seguir existiendo como expresiones políticas, claro está, y he ahí la tragedia, pues son expresiones de una política sin sustancia climática, fuera de su tiempo, inmunes a la perplejidad que genera el caos climático. Y, no obstante, este caos climático no ha dinamitado ni la necesidad de pragmatismo ni la necesidad de radicalidad; no ha dinamitado ni siquiera la necesidad imperiosa de hurgar en diversas tradiciones políticas en busca de recombinaciones inimaginadas que nos ayuden a abordar esta situación. Pero puede que los significados de todas estas palabras, tan hondas en nuestro vocabulario, requieran de una revolución propia.
Con todo, esta sería una revolución que debería estar atenta a una posibilidad ominosa. Si la condición fundamental de la política climática es la contracción del tiempo y de los plazos de intervención que tenemos por delante —e, increíblemente, desesperantemente, esta condición fundamental es la condición más omitida, ausente en multitud de perspectivas y proyectos—, bien pudiera ser que la política climática, que la praxis de este primer tramo del Antropoceno, no sea algo a lo que dar forma, una abstracción que haya que aterrizar, sino que su forma sería necesariamente la de la política actual: mediática hasta el hastío, sobrecargada de emotividad y aspereza, con la producción de crisis como sustrato y como arte, sin espacios sociales densos, fermentada en sociedades atomizadas, en un entramado institucional muy lejos del que desearíamos —pero, no lo olvidemos, también muy lejos del que desearían nuestros enemigos— y yendo muy escasos de poder. Más ominosa es aún la posibilidad de que todo esto sea una obviedad de proporciones vergonzantes y que nuestra idiotez nos esté haciendo discutir sobre si el estado del mundo es efectivamente el que perciben nuestros ojos y si acaso merecería la pena involucrarnos en él, tal cual es, dada la urgencia. Una refinadísima pseudointelectualidad, una posibilidad que haría que le hirviese la sangre a generaciones pasadas enfrentadas a otras internacionales del odio y que sin duda lo hará con generaciones futuras, si es que antes no han hervido ellas mismas de manera literal. En fin, en todo caso bien pudiera ser que de ese desastre nazca la política climática, y aunque no pudiera serlo lo cierto es que tiene que serlo.
En ese florido desbarajuste, las preguntas clásicas e inexcusables sobre la organización política y sus formas para este presente, sobre la dirección y la democracia de los procesos, sobre el papel de quienes no son nuestros pares y quizá sean nuestros enemigos o sobre la fina frontera entre concesión táctica y derrota estratégica, en definitiva, sobre qué hacer, brotan volcánicamente y cobran un cariz de peligro en el que nuestros ejercicios y acrobacias no pueden surgir únicamente de nuestra función deseante, pero tampoco exclusivamente de nuestra función responsable, sino de la responsabilidad de nuestro deseo político. Quizá ahí haya una nueva vía para recombinar lo que significaba «pragmatismo» y lo que significaba «radicalidad»: un deseo incontenible de hacernos responsables hasta las últimas consecuencias, poniendo en juego partes de nosotros que nos son desconocidas y quizá desembarazándonos de las que nos son demasiado conocidas, por hacer salir de este caos, de este desorden, de este mundo abrumador y tormentoso, un orden nuevo y duradero. El deseo responsable de crear otro mundo en este planeta.