Gemma Barricarte ||
Deberíamos pelear por algo distinto: por la construcción de una modernidad alternativa en la que la tecnología, la producción en masa y los sistemas impersonales del gestión contribuyan, todos, a la remodelación de la esfera pública.
MARK FISHER, «El consumismo de izquierda»
Ningún organismo vivo puede existir sanamente durante mucho tiempo bajo condiciones de absoluta realidad.
CHINA MIÉVILLE, «The Conspiracy of Architecture»
Escribir sobre espectros desde la ansiedad y permitirse soñar despierta
Hay una cita de Simone Weil que siempre me ha provocado un escalofrío y dice: «Nada paraliza más el pensamiento que el sentimiento de inferioridad impuesto necesariamente por los golpes cotidianos de la pobreza, de la subordinación, de la dependencia». Cada vez que ese escalofrío me recorre, me transformo un poco. ¿Cómo escribir desde un pensamiento paralizado? ¿Cómo construir desde estados de ánimo sociales ansioso-depresivos que transitan entre la culpa y la apatía? ¿Cómo pensar sin la libertad que este ejercicio requiere? Hay un lugar desde el cual necesito escribir y que creo que tiene algo de acción política: la honestidad. La honestidad me lleva a este preludio. Y no tiene sentido si no establece un diálogo con quien lo lee. El texto es un lugar colectivo. Necesitamos más honestidad en estos lugares colectivos, y más especialmente en los espacios políticos que buscan transformar, como este. Este texto en concreto está agujereado por la inseguridad, las dudas y la ansiedad. Los titubeos y los afectos, en ensayos de este tipo, son algo que se suele meter en un cajón o en una carpeta de borradores: ¡como si el pensamiento no estuviera lleno de emociones turbulentas! Los ensayos son espacios que construyen una coherencia interna pretendidamente autónoma de quien lo escribe. En parte por eficiencia, en parte por ideología, en parte por convención. Extienden una mano a alguno de los problemas del mundo y lo agarran buscando desmenuzarlo, comprenderlo y resolver algún aspecto en un marco acotado. Buscamos respuestas en los textos. Sin embargo, ¿se puede escribir y dar alguna respuesta convencida desde el sentimiento de insuficiencia? ¿De duda? ¿Desde la crisis y la condición de subordinación?
Escribir sobre el futuro es escribir sobre espectros. Mark Fisher hablaba de los espectros como esos fantasmas de una sociedad libre que están o estuvieron y que estarán, ese paradigma de lo posible que permanece en potencia, en una imagen difusa. El crítico cultural británico Owen Hatherley, al teorizar sobre los modernismos socialistas, dice que precisamente estos modernismos, si no otra cosa, pueden «ofrecer proyectos espectrales para ese futuro». Espectros. Ninguna de las culturas que propone Hatherley son necesariamente revolucionarias o contrahegemónicas, pero eran vanguardia. Cuánta necesidad tiene nuestra sociedad de algunos de estos espectros de vanguardia. No atrevernos o no sentirnos capaces de imaginar y proponerlos —cualesquiera que sean— para ponerlos a merced del escrutinio público, no poder siquiera pensarlos, es una primera barrera (¡política!) que cruzar. Es necesario y problemático pensar los espectros deseados. En el mundo del realismo capitalista, la psiquiatrización y la precarización neoliberal resulta un reto: vidas-trabajo fragmentadas en una espiral de jornadas laborales de entre ocho y doce horas diarias solo sostenibles en el tiempo a costa del diazepam. Más allá de la contingencia de la revolución, generar sentidos comunes pasa por pensar y reventar nuestras condiciones de vida-pantalla, afectos, miedos y ansiedades. Curarnos. Reconstruirnos. Sobrevivir. Pensar. Descansar. Organizarnos. Se nos acumulan frentes en la vida cotidiana, pero siempre hay un margen para la rebelión, por pequeño que sea. La lógica totalizante del todo o nada solo retroalimenta esos estados ansioso-depresivos. Tendremos que asumir espectros inacabados e imperfectos. Espectros en proceso.
La historia está llena de quienes lo hicieron y fueron invisibilizadas, y de otras que lo hicieron y revolucionaron su contemporaneidad. Sin embargo, hay una mayoría prefigurada que ha sido sistemáticamente paralizada, precarizada y subordinada. Para quienes sienten la ansiedad y la angustia de la inferioridad. Las dudas sobre lo que piensan o escriben. La dependencia de la validación. La precariedad. La subordinación. La violencia de ser socializada como mujer, en la forma que se de. Las que se sienten impostoras. Las que no pueden pensar porque todo las desborda. O porque no tienen tiempo. O no les queda energía en ese tiempo. A vosotras, vosotres: escribid espectros, rebelaos contra la inseguridad, hacedlo explícito, decidlo. Perded el miedo. Y después soñad despiertas. Este siempre fue el camino para soplarnos vida en las bocas. Curarnos. Esta corriente es la que arrasará con el infierno cotidiano y regará el detritus del que nacerán nuestros girasoles. Los girasoles de este planeta en transiciones extrañas del que estamos enamoradas. Que es inmenso y de una belleza intensa, delicada, dura, agresiva, compasiva, ruidosa, sinfónica y sorda. Viviríamos los espectros.
Ecomodernismo: entre la falacia y la potencia
A finales de 2004 Ted Nordhaus y Michael Shellenberger proclamaron la muerte del ecologismo en su escrito homónimo, con lo que, según ellos, se daba por iniciada una nueva etapa posecologista. Para los autores, el movimiento ecologista no tiene capacidad para afrontar la crisis socioecológica y lo vinculan a una regresión primitivista análoga a la que en las últimas décadas se ha asociado con la izquierda para parodiarla. Lo que solventaría la situación humana actual para estos autores sería el movimiento autoproclamado «ecomodernismo». El Manifiesto ecomodernista escrito en 2015 por Nordhaus y Shellenberger presenta abiertamente el núcleo de esta corriente: la hiperracionalización de nuestra relación con los recursos naturales y el desarrollo de la tecnología permitirán el desacoplamiento del bienestar humano de sus impactos ambientales. Las ciudades son el culmen del triunfo de este espíritu, pues «impulsan y simbolizan el desacoplamiento entre la humanidad y la naturaleza, ya que se desempeñan mucho mejor que las economías rurales en la satisfacción eficiente de las necesidades materiales, y al mismo tiempo tienen un impacto ambiental menor». Más allá de lo falso de esta frase hay algo que llama la atención en el tono que adquieren este tipo de posturas y es precisamiente su utopismo convencido y su prometeísmo, sus ínfulas vanguardistas, las mismas que tuvieron los movimientos revolucionarios del siglo XX.
El término «ecomodernismo», en un sentido diferente al que plantea el manifiesto citado, se origina en la literatura académica sobre ecodiseño, una rama del diseño y de la ecología industrial que parte de la problematización de la crisis socioecológica. Cuestiones propias de este ámbito y ahora popularizadas, como el diseño cradle-to-cradle y otros principios de la economía circular centrados en cómo cerrar los ciclos metabólicos, marcan los objetivos de las agendas industriales y políticas contemporáneas. Siguiendo el espíritu humanista de las fantasías visionarias de los denominados Outlaw Designers (Buckminster Fuller, Jay Baldwin y Stewart Brand), toda esta corriente se adaptará en el mundo del diseño evocando ciertos principios de los modernismos de los siglos XIX y XX. Victor Papanek es considerado uno de los pioneros de esta mirada ecomodernista. En Design for the Real World: Human Ecology and Social Change Papanek afirma que si el diseño aspira a ser responsable en lo ecológico y lo social ha de «consumir menos, usar más tiempo las cosas, reciclar materiales» o «no derrochar papel». La ética de diseño ecomodernista plantea iniciativas basadas en la «reforma» y rechaza la universalización de las soluciones, pues asume la existencia de diferencias sociales, culturales y de género en cada contexto local. Si bien estos principios son más necesarios que nunca, este ecomodernismo incurren en el mismo problema que la noción de «sostenibilidad»: su despolitización. En estos marcos, la lógica de la crisis socioecológica desemboca en una mirada malthusiana: es un asunto de deseos humanos incontenibles e insaciables y de exceso demográfico. Aparentemente, no hay un orden social injusto y desigual que impugnar, mediaciones de poder en el modo de producción, desigualdad, subordinación o dominio. Todo es una cuestión de ecosocializar ad maximum el diseño del entorno y el diseñador ecomodernista es en ese proceso un mero mediador entre la producción y el consumo.
Una rápida búsqueda en internet de la palabra «ecomodernismo» desvela el imaginario mainstream asociado a ella: bloques de viviendas y grandes infraestructuras hipertecnológicas con una estética aerodinámica, «bosques verticales» hechos de amplias coberturas de cultivos hidropónicos en medio de topografías de acero, fibra de carbono, hormigón y vidrio renaturalizados. Superficies geodésicas como las del domo del Proyecto Eden con atmósferas artificiales que nos recuerdan nuestra capacidad para producir naturaleza y controlar sus parámetros. O coches eléctricos límpidos y esbeltos de los que dependemos para habitar los vecindarios ecomodernistas. Estas imágenes comienzan a aparecer en los renders de nuevos ecobarrios residenciales europeos o nuevas megaestructuras como el proyecto NEOM, el gran muro-civilización de 170 kilómetros que se está planificando en Arabia Saudi y que busca inversores a través de su web. Este proyecto está promovido por grandes corporaciones de Fórmula 1, la misión de expedición marina OceanX y la Confederación Asiática de Fútbol. Coches, ciencia y fútbol. Las grandes empresas y los ejercicios de especulación inmobiliaria que hay detrás de este tipo de proyectos deberían bastar para confirmarnos de que estos imaginarios se han convertido en un enorme dispositivo de propaganda. Esto no es absolutamente negativo: indica que hay una parte del consenso social que el movimiento ecologista ha ganado y que en ello hay un terreno de batalla cultural. Pero el ecomodernismo entendido como una mera reconstrucción hidroponizada del mundo no es, más allá de cierto prometeísmo burdo, ni «eco» ni «modernista». A pesar de sus ínfulas de mesías del futuro, no imaginan un modo de vida emancipador, más bien un modo de vida basado en pretensiones universalizadoras del detritus de lujo tecnofuturista verdificado y la vida de urbanización. En el fondo, como asevera Ajay Singh Chaudhary, es consecuencia de la retroalimentación entre realismo capitalista y optimismo cruel. Podemos denominar a esta corriente a partir de ahora «ecomodernismo cruel».
Lejos de escribir una crítica que se lamente del uso mainstream del término «ecomodernista», pretendo aportar una mirada política y transformadora que abra nuevas puertas y discusiones a esos espectros de vanguardia por construir. El «modernismo» es una categoría que reúne muchas corrientes diferentes de muchos ámbitos distintos (política, arte, cultura, sociología) y con matices muy diferentes en distintas latitudes, pero que tuvieron origen en la Europa de la segunda revolución industrial y que siguieron apareciendo durante todo el siglo XX con la expansión urbana. Ante el monstruo de la ciudad industrial, esta corriente de corrientes no tuvo ningún interés en la continuación de esa nueva civilización, si no más bien en su interrupción y reformulación.
Existe cierto desconcierto sobre qué son exactamente el modernismo o la modernidad debido a la complejidad de sus diferentes manifestaciones y las diferentes traducciones. Mark Fisher llamó «modernismo popular» al momento histórico surgido en los años sesenta en el que las demandas emancipatorias de la clase obrera y la izquierda organizada entraron en confluencia con la vanguardia cultural. Es conocida la pasión que sentía Fisher por el punk y el pospunk británicos, pero con el mismo espíritu surgieron otra serie de «modernismos populares» previos y coetáneos fuera de la órbita occidental que conectaban con otras sensibilidades políticas y estéticas, que plantaban cara a la dominación y que produjeron contagio afectivo. Un ejemplo fueron los modernismos negros en diálogo con la tradición radical negra de la diáspora africana y caribeña: desde la era del jazz negro —con ejemplos como el de Miles Davis, que tanto obsesionó a Stuart Hall, o con las improvisaciones del John Coltrane que bien describe Fred Moten—, pasando por el conocido «Renacimiento de Harlem» y una de sus figuras icónicas, el pintor Aaron Douglas. Marinos Pourgouris teoriza sobre los modernismos mediterráneos surgidos en torno a la literatura, con ejemplos como el de Albert Camus y Odysséas Elýtis. De igual forma hubo una gran plétora de modernismos indígenas, panafricanistas y decoloniales, como el trabajo de Aloi Pilioko, el indígena ojibwa George Morrison o el arte nigeriano de Uche Okeke, entre muchísimos otros. De hecho, buena parte de estas corrientes fueron inspiración directa de las vanguardias europeas.
De acuerdo con Germán Cano, en su libro Mark Fisher. Los espectros del tardocapitalismo, Fisher utilizó la expresión «modernismo popular» con deseos provocativos y conciliadores. Consideraba que el espíritu utopista, el futuro y el prometeísmo típico de la izquierda de la primera mitad de siglo XX había sido un espacio conquistado por la derecha y el capital tecnoindustrial (y esta asociación pervive hasta nuestros días): entenderlo como popular era un ejercicio de reagenciamiento social, de reconquista, una voluntad de no ceder ese espacio conciliando la vanguardia con la cultura popular. Quizá sea interesante revisar la concesión del prometeísmo a lo tecnológico como si fuera únicamente patrimonio del capitalismo, pues ello ahonda en la imagen mojigata y primitivista con que tanto se parodian el decrecimiento o la izquierda, e incluso profundiza en el inmovilismo, el derrotismo o el nihilismo.
Necesitamos recuperar la confianza. Y, para ello, repensar el «autodiálogo social» puede ser de ayuda: reconfigurar qué nos decimos y planteamos como sociedad; qué pensamos de nosotros y nosotras mismas y cómo nos autorrepresentamos. Ese pueblo que formamos quizá pueda beneficiarse de reconstruir un cierto ánimo prometeico en lo social —como el de los futuristas italianos en sus inicios—, especialmente si nos corresponde definir el camino de la propia transformación y desbordar el orden político. Podría ser un fuego al que agarrarse en un espacio de desafección.
Al mismo tiempo, desplazar la noción de lo «moderno» al ámbito popular abre la puerta a otras epistemologías y potencialidades de acción y creación políticas colectivas, porque ello concilia dos sensibilidades aparentemente opuestas. Permite dejar fuera las dicotomías desarrollismo/antidesarrollismo o progreso/conservación, coordenadas en las cuales se han movido históricamente los discursos políticos izquierda/derecha. El modernismo popular traza puentes entre vanguardia y tradición, entre sensibilidades proletarias y estéticas libidinales. En ese sentido, Fisher reclama abrazar el prometeísmo como espacio de agencia política popular. Para Marshall Berman ser modernos no significa acelerar en una autopista hacia el futuro —aunque el neoliberalismo lo presente como tal—; el modernismo es otra cosa: no la autopista sino la calle, las instituciones públicas, el bosque, los parques, los ríos, los jardines, las fuentes…
Ecomodernismo popular in potentia: límites, espíritu disfrutón y antibranding poscapitalista
En Realismo capitalista, Mark Fisher enuncia: «Lo que se ha perdido es la prometeica ambición de la clase trabajadora de producir un mundo que supere —existencialmente, estéticamente y políticamente— los miserables confines de la cultura burguesa». En consecuencia, no solo echamos en falta una cultura consciente de los límites biogeofísicos sino también una cultura libidinal, antiautoritaria y emancipatoria, que construya sensibilidad política y afecto en esta dirección. Que seduzca, que sea disfrutona, y que abra las vedas de la construcción de nuevas subjetividades políticas y afectos. Esto es problemático en un mundo donde el deseo tiene una base material petrodependiente y es canalizado por el extractivismo y el modo de producción posfordista, lo que tiene consecuencias ecológicas graves. La modernidad capitalista ha revolucionado los metabolismos socioeconómicos desde su surgimiento hasta nuestros días, así como los modos de percepción, afecto y subjetividad. La cultura tiene una base material que a menudo pasa desapercibida porque es invisibilizada y normalizada: construye el orden aparentemente natural e inevitable de la realidad. Ante la naturalización de un modo de vida sustentado y condicionado por los combustibles fósiles —la «cultura fósil»—, es precisa una contrahegemonía que busque alterar esos modos de percepción y afecto y que haga las paces con su metabolismo; construir una buena relación con nuestro propio soporte vital: el cuerpo, la casa, la Tierra. Una suerte de afecto poscapitalista capaz de disputar otra estética y cultura metabólica y que se relacione de otra manera con sus propios límites. Por ejemplo, aceptando su propio agotamiento —tanto en lo energético como en lo mental—, exaltando lo curativo de las culturas del descanso y el antiproductivismo, que desborde todo aquello inmaterial de altas tasas de retorno libidinoso.
En esta línea, existe un grueso de artículos periodísticos y académicos que diagnostican la necesidad de construir deseos e imaginarios que marquen nuevos caminos de transformación política. En realidad, me pregunto hasta qué punto es cierta la «crisis de imaginación» a la que nos referimos vagamente más allá de ser el establecimiento de un marco teórico en un artículo, o un conformismo que nos evade hasta cierto punto de proponer cosas concretas que nos incomodan. Como hemos aprendido la denuncia como principal fórmula de politización, el desequilibro con una praxis y teoría política afirmativa (propositiva) es una de las razones por las cuales seguimos sintiendo esa falta de imaginarios. Quizás no es que falten nuevos imaginarios o propuestas colectivas, estéticas e inicios de caminos poscapitalistas, quizás es que están fragmentados, desmembrados, precarizados y necesitan un espacio donde recomponerse. Dar cabida a esos espacios es una tarea política. En este sentido, un ecomodernismo popular, no tanto como movimiento o categoría sino como espíritu y principio de acción, podría funcionar como aglutinante y rompehielos. Ese ecomodernismo popular podría incluso plantear ciertos principios de conservación defensiva y responder a sensibilidades más conservacionistas. En ningún caso debería estar separado de una acción política muy consciente de su estrategia que cree las condiciones estructurales para que esto se dé. En definitiva: hablo de nuevos espacios que puedan recomponer el mapa de fuerzas, que sumen, multipliquen y construyan puntos de referencia y análisis, que canalicen nuevas estructuras de afecto y deseos.
La dimensión popular es algo que no se ha explorado lo suficiente desde el mundo de la creación, puesto que se ha generalizado una especie de autonomía de la cultura. Tampoco los espacios organizados han asumido las potencialidades de todo ello. Conjugar el conocimiento creativo con lo popular —ya sea en lo político, lo teórico o lo estético—, construir hábito creativo y fomentar su inmaterialidad o su baja intensidad metabólica, es un potencial revulsivo ecomodernista. Crear requiere explorar campos intangibles, espacios a ciegas. Y esa es la imagen del futuro que en realidad tenemos: espectros, una imagen ciega llena de hilos de los que tirar.
¿Cómo crean quienes crean? Hay un tipo de forma de conocimiento que llamo el empirismo creativo. El proceso de creación comienza en una dimensión intuitiva. Esa intuición se practica, se desarrolla y se educa en esos campos intangibles. Pasa por muchos momentos de frustración, pero también es prometeico en el sentido de que busca desbordar una realidad dada. Esa labor de insubordinación al pensar-hacer tirando de los hilos que aparecen en nuestras vidas supone un aprendizaje político importante. Ese empirismo emancipado del academicismo o de la inseguridad intelectual es el que quiero reclamar como popular. Recomponer un deseo desde ahí para pasar a formularlo como deseo colectivo, explorar lo intangible y parir una imagen común, una situación. Politizarlo.
No todas tenemos que hacer todo. Esto no es otra cosa que abrir puertas a quienes tienen un ánimo creador pero no se ven llamados por la acción política dura. Abrir vías de discusión política. La utopía es un proyecto cultural y político que debe pensarse de la mano de los propios términos de la estrategia política. Hay que romper abiertamente con el maximalismo y la ortodoxia de cierta militancia y reconocer que no es el único espacio de politización posible, que la creación puede ser otro espacio válido como otros tantos. La mera estrategia política no genera deseo y subjetividad per se. La transformación social obedece a lógicas más simbióticas y caóticas que la de la racionalidad estratégica. Conciliar a la izquierda organizada con la modernidad libidinal, o el espíritu disfrutón, o la creación, es algo que los activismos feminista y queer han sabido hacer muy bien y que necesita ampliar su campo de acción en lo ecologista, o enredarse. Esa creatividad militante puede brindar imagen y afecto a ese proyecto de vida en común. Parafraseando de nuevo a Fisher: «El estilo “radical chic” no debería ser un motivo de vergüenza para la izquierda, bien al contrario: es algo que deberíamos incentivar y cultivar. […] Es hora de que comencemos a valorar y proveer de una connotación positiva a estos epítetos como “radical chic” y “socialismo de diseñador”, porque justamente fue la homologación del diseño con el modo de producción capitalista lo que hace parecer al capitalismo como la única forma de modernidad posible. […] ¿Por qué no abrazar todos los mecanismos de la producción semiótica libidinal en nombre de un antibranding poscapitalista?». Entonces: ¿dónde están las Samantha Hudson o Rigoberta Bandini ecologistas radicales? Como si el ecologismo no tuviera un inmenso patrimonio político y estético que pelear o popularizar y reconstruir más allá del conservacionismo convencional, la sostenibilidad aburrida y estéril (que poco habla de las maravillas casi delirantes de la Tierra) o el colapsismo mojigato. ¿Tendría sentido hoy alguna forma de ecoproletkult?
Espectros radicales y vidas cotidianas en un oasis de ecomodernismo popular
Muchos de los modernismos populares citados en la introducción comprenden prácticas de baja intensidad material: practicarlo no conlleva necesariamente grandes emisiones o consumo, como la escritura o la música. Sin embargo, habitualmente se referencia la ciudad —espacio material y socialmente muy intensivo— como emblema de lo moderno y como espacio de reconstrucción de la vida cotidiana. Tiene la capacidad de construir imágenes o vivencias del mundo y también mundos como imagen. Se produce socialmente y contribuye a producirnos como sociedad. La planificación urbana y arquitectónica no deja de ser un ejercicio político de esperanza: un proyecto de futuro a medio plazo. Es un ejercicio imaginario directamente contrario a la cancelación del futuro. A través de él podemos hacer una prospección de los espectros radicales del ecomodernismo al tiempo que ensayamos sus condiciones de posibilidad. Por esto es habitual en el imaginario del ecomodernismo cruel la imagen arquitectónica y urbana como espacio de batalla y apropiación. Cuando se piensa en el modernismo desde los espacios fihserianos, automáticamente aparecen el brutalismo y su estética, en las construcciones soviéticas y las estéticas lecorbusieranas del racionalismo europeo. El hormigón y el vidrio son la materia prima de esos paisajes modernistas de otros órdenes sociales. Fisher aludía, por ejemplo, a «las maravillas arquitectónicas de los últimos años del bloque soviético» retratadas por Frédéric Chaubin. Para Fisher, estos monumentos corporeizaban los espectros vanguardistas de posibles futuros poscapitalistas. En realidad es un fetiche nostálgico típico de la izquierda. Es curioso que Fisher fuera tan irreverente en su pensamiento político pero tan convencional en sus referencias arquitectónicas. La belleza de la carne pétrea del hormigón deja de ser tal cuando se piensa en su termodinámica, en su metabolismo o en lo que se requiere para construirlo. ¿Hasta qué punto es un avance moderno la tecnología del hormigón armado, más allá de que tenga una alta resistencia a compresión y a flexión y, por lo tanto, permita física y económicamente construir grandes edificios y dar respuesta a la densificación urbana (y a su plusvalía)? La producción de hormigón es responsable del 8% de las emisiones globales de CO2 (sin contar su transporte) de acuerdo con la Agencia Internacional de la Energía. El hormigón retroalimenta microclimas calurosos: hace de esas ciudades modernas auténticos hornos que han de refrescarse con aires acondicionados que proliferan como setas por las cubiertas y fachadas. Hay toda una ecología política urbana del aire acondicionado. En realidad no hace falta mucha audacia para ver que el hormigón armado como símbolo de modernidad está obsoleto. De hecho, uno de los principales retos urbanos de hoy es precisamente la rehabilitación de todas esas colonias de edificios residenciales hormigonados del desarrollismo que son extremadamente ineficientes termodinámicamente, además de la regulación de su precio delirante.
Nuestros niveles de concentración de CO2 en la atmósfera son del orden de 420 ppm. Esto equivale a niveles análogos al plioceno medio, hace tres millones de años. Nuestra especie no ha conocido situación igual. Es un acontecimiento geológico: en medio siglo hemos alcanzado una situación propia de tiempos terrestres profundos. Una de las urgencias políticas de nuestra época es la de alcanzar el pico de emisiones de carbono lo antes posible, hacernos cargo política y estéticamente de ello. Hay un debate complejo sobre cómo alcanzar ese pico de carbono global que no pasa por un mero «cambiar los hábitos sociales» o luchar contra el titán fósil. Pero si la mayor obra de geoingeniería posible consiste en acabar con el capitalismo, entonces nuestra tarea estética es liquidar su modo de subjetividad: el realismo capitalista. Asumir nuestra tarea política implica, no solo replantearnos ciertos paradigmas políticos, si no también impugnar el productivismo y la desvinculación de toda implicación ecológica, revisando a referentes como Fisher desde una ecología crítica. El fin de la naturaleza barata es un hecho.
La ciudad es uno de esos lugares de disputa. Es un espacio cosmovisivo que es artificio social, moldeador de subjetividades, pero al mismo tiempo un socioecosistema híbrido y complejo atravesado por conflictos de todo tipo y lleno de infinitos organismos. A las ciudades se asocian entre el 60% y el 70% las emisiones globales. La ciudad poscapitalista será algo radicalmente diferente: ni un ecobarrio planetario de clase alta ni un desierto de asfalto inhabitable. Una ciudad ecomodernista popular, radical y disfrutona se parecerá más a lo que pudiera imaginar Hassan Fathy. Afín al modernismo del Arts & Crafts de William Morris, Fathy conformó en Egipto la agrupación Los Amigos del Arte y de la Vida; un pequeño ecoproletkult en el que se consideraba el arte una necesidad colectiva. Hassan Fathy fue contemporáneo de aquellos soviéticos y del propio Mark Fisher, y desbordaba vanguardismo: planteaba ciudades de tierra —incluso campos de refugiados autoconstruidos— en el desierto basadas en la arquitectura de la sombra y la ventilación pasiva. Precisamente proponía un modernismo alternativo y público, lo llamaba «arquitectura de los pobres», pero el lujo estético y climático de tales edificios dista mucho de la imagen que tenemos de la pobreza. En realidad Fathy construía oasis. Las ciudades que planteaba son de un radicalismo exuberante: arquitecturas antidesertización, oasis climáticos, cosmos antropológicos. La bioconstrucción es la arquitectura del comunismo ácido de hoy. La mediterraneización de nuestras latitudes requerirá, efectivamente, pensar en términos de oasis: el gris de las ciudades se volverá una plétora de microclimas verdes, marrones siena o terracotas y azules reflejados en silicio. Un oasis popular y ecomodernista podría ser algo así, al modo de las ciudades yemenitas de Shibam o Seiyún, donde se creaban barrancos artificiales por los que discurría el agua y se conciliaban arquitecturas de adobe con la agricultura local, o la pentápolis-oasis del M’Zab del Sáhara argelino, donde la tecnología arquitectónica de la tierra permitía, junto con la topografía, captar aguas y crear auténticos vergeles urbanos. Hacer de las ciudades en procesos de desertificación como las de nuestra latitud un proyecto político de oasis podría ser un principio del ecomodernismo popular. No es casual que el oasis aparezca en la ficción como espectro en las travesías por el desierto: imágenes de una vida deseada. Movimientos como el solarpunk o este ecomodernismo popular espectral lo que hacen en realidad es plantear un proyecto alternativo de modernidad que asuma su dimensión ecosocial.
Si seguimos el increíble despliegue y elogio a la entropía que inició Nicholas Georgescu-Roegen, veremos lo radical y lo bello que hay en muchas de las tecnologías que se conocen como «pasivas». También si pensamos en los descubrimientos de Lynn Margulis en el campo de la microbiótica para pensar la colaboración interespecie, o en el simple asombro estético por lo natural que planteaba Rachel Carson como movilizador de afectos. Estas figuras nos enseñan a relacionarnos con ese mundo natural a través de la fascinación y no de la dominación. Lloraríamos de emoción al contemplar la tecnología animal, como la magia energética e higrotérmica de los nidos de colibrí o la inteligencia estratégica de los refugios de los castores, y solo desearíamos descubrir más de ella. Exuberancia metabólica y tecnológica. Son todas de un radicalismo anticapitalista, disfrutón, futurista y moderno, de una riqueza biocultural y de un modernismo extremo que avergonzaría a cualquier liberal hipermoderno obsesionado con su coche eléctrico. El antibranding poscapitalista tendría mucho que ganar. Es imperativo desarrollar una sensibilidad política —un comunismo ácido que diría Fisher— en esta dirección y replantear la relación de los límites materiales y el deseo, desplazando el foco que denuncia a una mirada que se fascina, y reconocerla como política. Mi madre entendió mejor lo que significa la política cuando le hablé de su relación de dominación con su gata, no cuando le hablé de la emancipación obrera. Mi madre entendió mejor el ecosocialismo cuando le hablé de la sandía, y no de la brecha metabólica.
Ecomodernismo es la increíble tecnología del patio andaluz que construye arquitecturas desde la sombra y refresca a través de la refrigeración evaporativa. La geotermia. Las torres de viento. Las galerías mediterráneas con persianas alicantinas multicolor. Los trenes y los botijos. Pero también serán ecomodernistas las nuevas Miles Davis rockeras, poperas, traperas y electrónicas que dedicarán discos al desamor, la fiesta, el micelio y las abejas. Que las ecomamis sean el nuevo proletkult. Estos ecomodernismos no se desentenderán de la acción política porque esa es la forma de crear sus propias condiciones de posibilidad. La reforma urbana que vivimos se plantearía como una renaturalización, agroecologización y desmercantilización radical del suelo. El proyecto de ese ecomodernismo popular no desentenderá la relación entre una chimenea solar y el proyecto de la abolición del trabajo. El único calor asfixiante que abrazará será el del fuego de las barricadas que crean posible una vida nueva. Para todo lo demás: molinos, software libre, parques frescos y balas de paja adobadas sostenidas por esqueletos de madera contralaminada, hormigón de micelio, suelos radiantes y parasoles de mimbre vivo. Un ecomodernismo popular no desvinculará una deseable rebelión de pollos, cerdos, gatos, perros y palomas por su propia liberación de las placas solares, las bicicletas, los tranvías, la paz mental y la proliferación de vivienda pública. El derecho a la casa es un derecho al metabolismo. Nuestras catedrales climáticas serán multiescalares: desde los microcosmos monumentales de líquenes, musgos y gusanos hasta los kilómetros de parques públicos reinstaurados y llenos de riachuelos, ranas, moscas y mosquitos. Todos estos oasis serían ecomodernistas y populares. Un espectro radical del ecomodernismo es, siguiendo la pregunta de William Morris, un espejismo de cómo podríamos vivir: la imagen de una vida emancipada. Viviríamos los espectros.