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Silencio en los escombros

China Miéville ||

Existió una vez el lenguaje subterráneo con sus fuerzas del subsuelo. En caso de tratarse de un habla, era entonces la de los espacios entre las palabras y los ecos que las palabras dejaban, o lo que bajo la superficie realmente se quería decir.
ANN QUIN, «The Unmapped Country»

El problema del marxismo son los marxistas. Al haber
descubierto el sistema mundial, están convencidos
de haber adquirido la llave de la infalibilidad.
JIM HIGGINS, More Years for the Locust

En política las semanas rara vez han sido tan largas: no se trata solo de una época terrible, sino que es terriblemente extraña. No dejan de sucederse hechos que eruditos analistas, también entre la izquierda, habían tildado de imposibles. Cualquier modelo que presuponga la posibilidad de alguna certeza política es un lastre. El desmoronamiento de los viejos algoritmos provoca crisis epistemológicas: de ahí el plañido aterrado del liberalismo, la rabia del privilegio negado, la conspiranoia y la pretenciosidad. Para la izquierda radical, la mejor respuesta para esta época es la de sustituir el salir a la calle a protestar de toda la vida por la perspicacia del fracaso. Allí donde seamos capaces de rellenar los agujeros en nuestra comprensión de las cosas, debemos hacerlo; pero quizá deberíamos partir de la sospecha de que no somos capaces. La humildad política no requiere de nuevas certezas que sustituyan a las antiguas, sino una vía nueva y más indefinida.

Con esta humildad debería llegar un duelo que se ajuste a nuestro tiempo. Entre la izquierda el mandato es «no te lamentes, organízate». Bullying para desautorizar. ¿Cómo organizarse si no es a través del duelo? Y en tiempos tan ruidosos, sacudidos por el estruendo de la pulsión de muerte del capitalismo, ¿cómo podría alguien reparar en la lengua sutil y enterrada que describe Quin y no pensar en ella como en aquello por cuya pérdida nos estamos lamentando?

Pero lo cierto es que no está muerta. Más bien, estuvo siempre callada y sepultada. En este caso al menos nuestra elegía es por lo que permanece. A nuestra manera, sumergida, resistente, horadadora, con esas fuerzas del subsuelo, puede que demos con el lenguaje subterráneo, que lo oigamos más allá de nuestro oído, que abramos la boca y lo hallemos dentro. Puede que lo hablemos para llorarlo.

 

El saber y sus sinsabores

Cuanto más alto se sube,
tanto menos se entendía.
SAN JUAN DE LA CRUZ

Reclutar es persuadir. No sin razón les militantes radicales se han centrado en darle un sentido al mundo, en ofrecer una explicación que no solo fuera, siguiendo a Lenin, «paciente, sistemática y tenaz», sino mejor que la de la reacción o la del statu quo. Esa tarea sigue siendo indispensable.

Pero al explicarlo todo podemos estar precipitándonos, como si «decirle las verdades al poder» hiciera que el poder se tambalease. Como si, de hecho, la verdad te hiciera libre. Esta es una política que, en su estadio de mayor degradación, es elitista, intimidatoria y paranoica; estos epígonos de la epifanía están comprometidos con la revuelta que nace de la revelación («si la gente lo entendiera», «¡que despierte el rebaño!»). Como si la gente no estuviera despierta y no fuera un problema más de poder que de ignorancia. Como si, además, no anduviéramos todes todavía como sonámbules.

De un tipo totalmente diferente son esos austeros marxistas herederos de la «Ilustración radical», según la ha denominado, entre otros, Jonathan Israel. Sus análisis pueden ser sutiles, esclarecedores y políticamente vitales. Con todo, la grundnorm, el «primer principio» de su cosmovisión, según Harrison Fluss y Landon Frim, elocuentes defensores suyos, es el «racionalismo». No es que esto sea erróneo, pero es parcial e insuficiente; lo que ignora, por citar a Antoine Lilti (partiendo de la traducción al inglés de Asad Haider), son «los subterfugios que tiene la coherencia». El sujeto político y la totalidad de la cual ese sujeto es función se constituyen en y mediante contradicciones y excesos, lo inconsciente, lo indecible. Estos no son supererogatorios respecto a la realidad; al contrario. Ni tampoco pueden serlo quienes tratan de cambiarla.

En un artículo de 2016, Fluss y Frim insisten en que «el universo es esencialmente cognoscible y […] todos los límites del conocimiento son meramente provisionales», haciéndose eco así de las palabras de Herbert Aptheker, del Partido Comunista, en 1970: «Afirmar que los fenómenos están —por naturaleza, aunque (aún) no por la amplitud del conocimiento humano— sujetos a explicación confirma la base materialista de este punto de vista». Según sostienen sus defensores, este modelo es un prerrequisito para la acción: así, Fluss y Frim entienden su cosmovisión como algo «absolutamente necesario para desarrollar un programa emancipatorio coherente», y para Aptheker su materialismo omniexplicativo conlleva «la insistencia en que la tarea de la filosofía no es simplemente comprender el mundo, sino cambiarlo».

Lo que pueda ser explicado efectivamente debería serlo, y la política le seguirá los pasos. Sin embargo, las explicaciones no son el único motor de la militancia, y tampoco la paciencia más infinita va necesariamente a domesticar lo más recalcitrantemente inexplicable. Ese «aún» de Aptheker aspira a lo prometeico y no llega más que a lo lastimero. Para este desencanto, que se pretende tan emancipador y para el cual todos los límites al conocimiento son «provisionales», cuanto más sabemos, menos hay que no sabemos. Como crítica a esta postura, Richard Seymour afirma: «Todo resulta, en principio, calculable, inteligible […]. Si todavía no hemos dado con la explicación para algo, qué duda cabe de que podríamos hacerlo. Todas las sorpresas son elucidadas de manera preventiva».

Pero la capacidad para sorprenderse es una condición para el análisis, por no decir para una izquierda habitable. Fue un físico, John Wheeler, quien planteó un famoso y elocuente contraejemplo para esta epistemología de suma cero: «Vivimos en una isla rodeada por un mar de ignorancia. A medida que la isla se va haciendo más grande, lo hace también la orilla de nuestra ignorancia». Esta metáfora enriquece la fugaz observación de Marx en Miseria de la filosofía de que la razón, «al tener únicamente una visión incompleta, se encuentra a cada paso con nuevos problemas que resolver». Cuanto más sabemos, más sabemos que no sabemos. Cuanto más hay de lo que se puede hablar, más hay de lo que no se puede.

Es a partir de una metafísica como esta que se puede y se debe construir una izquierda efectiva. Existe un «más allá de las palabras», una política de lo indecible. Esto no es una confesión, como si de un fracaso se tratara, sino una declaración. Una orgullosa humildad.

 

Esa vía menos definida que nos hace falta es una versión urgente y radical de la docta ignorantia, un modo de acercarse al pensamiento que fue esbozado por el místico del siglo XV Nicolás de Cusa, de «ignorancia instruida» o «aprendida». La carencia debe ser parte de nuestra forma de ver el mundo, de cómo actuamos en él, de cómo hablamos de él y lo transformamos. Siguiendo a Benjamin Fondane podríamos inquirir: «¿Qué tipo de filósofo es aquel que no acepta que la libertad comienza donde acaba el conocimiento?». En «La contradicción infinita», Étienne Balibar desarrolla dicha intuición respecto a cierto «inacabamiento […] propio de los textos filosóficos», del mismo modo que, años antes, en «Acerca de los conceptos fundamentales del materialismo histórico», vio «el inacabamiento fecundo de la obra de Marx» como «el efecto necesario de su carácter de ciencia». A medida que crece la comprensión socialista, crece también el espacio negativo. Tampoco se trata solamente de un caso de lectura atenta a la caza de lagunas: para Balibar, inacabar es un verbo activo. «Marx inacabó El capital (y dedicó toda su vida a inacabarlo)».

Uno podría ir todavía más allá y aseverar que la naturaleza de la gran filosofía está no solo en inacabarse a sí misma, sino en inacabar al resto […]. Y si es cierto que la idea reguladora de «sistema» es fundamentalmente una versión moderna de la vieja imago mundi, el sentido de todas estas tareas aporéticas es, si no «transformar», probablemente sí inacabar el mundo o la representación del mundo en tanto que «un mundo».

Es con ese espíritu que el «pensamiento de la totalidad», según Kevin Floyd, «es una práctica rigurosamente negativa», no la afirmación de un cierre sino el desmontaje del atomismo totalizador propio del capitalismo. La esperanza radical militante está en que es precisamente en el inacabamiento del mundo que describe Balibar donde se halla de forma inherente su transformación, al menos parcial y potencialmente. Frente a los intentos por deducir la actividad emancipadora de la certeza, puede que tengamos que hacerlo de su ausencia.

 

Incluso para Lenin, a quien a menudo se desprecia de modo simplista como alguien autoritario y jerárquico, un movimiento sano —según escribió en 1906— necesitaba «la más amplia discusión», que «todos los miembros del partido [tengan] una actitud plenamente consciente y crítica». «Solo mediante tales discusiones —afirmaba— […] puede elaborarse la verdadera opinión pública de nuestro partido». La aspiración que al menos se ha dicho tener en la izquierda, y entre innumerables formas organizativas, ha sido la de que la política se generase de manera colectiva. Con demasiada frecuencia esto ha resultado en ejercicios de un autoritarismo mezquino. Es por todo ello por lo que han existido núcleos de pensamiento más allá del saber individual, destellos de análisis colectivo. Participar en su construcción puede ser una experiencia extraordinaria.

Pero en el deseo de alcanzar una línea política, lo que ha estado ausente es la importancia de su aporía. Dany Nobus y Malcolm Quinn, haciendo uso de una provocativa terminología psicoanalítica, captan precisamente esto, «la dimensión del no saber» como aquello en lo que «se basa todo discurso epistémico»: de ahí la necesidad de que haya «regímenes de conocimiento» que se hallen «en relaciones dialécticas con el no conocimiento, la ceguera, la ignorancia y la estulticia». A fin de cuentas, uno no siempre tiene que saber lo que piensa para saber qué no piensa; tampoco tiene que tener en mente una alternativa y ni siquiera saber con precisión qué es con lo que está en desacuerdo para criticar una determinada posición. Saber esto y lo que uno no sabe no es precisamente de poca importancia. Más allá de aquella perogrullada de Sócrates por boca de Platón, equívoca y mal traducida, que valdría como pegatina para el coche («la única sabiduría verdadera está en saber que no sabes nada»), la naturaleza de la epistemología es tal que esta humildad no debería servir simplemente como un recordatorio, ni tampoco como un punto de partida: a cierto nivel, debemos tener en cuenta, como Franz Rosenzweig en su extraña obra maestra La estrella de la redención, «la ignorancia como resultado final de nuestro saber». Y una docta ignorantia de masas y democrática será más efectiva de lo que lo será la de cualquier persona por sí sola. Las incertidumbres, las aporías, los escepticismos y los vacilantes inacabamientos a los que estos conducen —el espacio negativo del pensamiento— deberían ser constitutivos de una política colectiva en la misma medida que las afirmaciones y las propuestas.

Una izquierda habitable deberá construirse no solo sobre el conocimiento colectivo, sino también sobre la ignorancia colectiva.

 

La vía negativa

¡Oh, qué buena locura, hermanas!
SANTA TERESA DE ÁVILA, El castillo interior

Aun enfrentándose en lo que Roland Boer denomina un «complicado y convulso affaire amoroso», el marxismo y la teología «siempre acaban renovando sus votos». Tal y como dijo Benjamin a propósito de su propia obra (declinada de un modo particularmente vívido), esta se halla «en relación con los conceptos de la Teología como el papel secante con la tinta: se ha empapado de ella» —aunque en ocasiones lo sea de manera difusa y poco clara—. En lo que se refiere a la alienación y su superación, a la utopía, a la ruptura en la historia, a la gracia y a la revolución, a la camaradería, al mito político, a la esperanza y al duelo, la teología ofrece recursos para la hermenéutica y la crítica incluso a une militante que desconfíe del teísmo.

La teología positiva hace afirmaciones acerca de la divinidad: Dios es Padre, amor, belleza, bueno. Esta, la via positiva, se denomina catafática, a partir del término griego para «afirmación».

Tiene una contraparte. Se trata del discurso en torno a los límites de las palabras, de lo que no es ni puede ser dicho. Su nombre viene del término griego que significa «negación». Se llama apófasis.

La docta ignorantia es una forma del método apofático de la teología negativa. Según esta via negativa, Dios es inefable, está tan alejado del lenguaje cotidiano que es incomunicable. Todo lo que en última instancia puede ser dicho en esta vía negativa es lo que el telos de su objeto no es: «no conocido, no enunciado, no nombrado». Es así como, hace mil quinientos años, un gran escritor apofático de lo que hoy es Siria describió a Dios. El monje al que conocemos como Pseudo Dionisio Areopagita avanza en una hipnótica letanía de lo que Dios no es: alma, intelecto, logos, número, grandeza, pequeñez, eternidad, tiempo, conocimiento, y demás. Es a un Dios así al que él reza para ser conducido hacia «los misterios de la Palabra de Dios»: «en la brillante oscuridad de un silencio oculto».

El canon apofático es vasto, está repleto de este tipo de belleza, de asombrosas formulaciones místicas. Tiene variantes y cognados en el «no pensamiento» del zen, en el neti neti (ni esto ni aquello) del hinduismo. En cuanto a las fes abrahámicas, está Gregorio de Nisa y la «luminosa oscuridad» de Dios, o la «profunda pero deslumbrante oscuridad» en Henry Vaughan; está el «yo aniquilado» de Margarita Porete; está San Juan de la Cruz atormentado en su noche oscura. Están Ibn Arabi, La nube del no saber, el Maestro Eckhart (quizá la figura fundamental en el renacido interés por el discurso apofático), Moisés de León, Junayd de Bagdad, Teresa de Ávila, Juan Escoto Erígena, la beguina Hadewijch, Jakob Böhme, Moisés Maimónides. Se trata de un linaje que se remonta hasta Moisés, Ezequiel, el filósofo neoplatónico pagano Plotino.

Es de las crisis de donde nace. En momentos de hundimiento de las panaceas religiosas, según escribe William Franke en On What Cannot Be Said [Sobre lo que no puede ser dicho], «la pasión de la creencia, que anteriormente había estado comprometida» con los «discursos tradicionales, miró más allá de lo que estos ni decían ni podían decir». Las reflexiones apofáticas surgen

cuando se viene abajo la confianza en los discursos establecidos, cuando las voces autorizadas de las ortodoxias y sus afirmaciones oficiales —e incluso el discurso afirmativo y asertivo como tal— comienzan a sonar vacías.

La apófasis llega hasta el siglo XX y más allá, a través del modernismo, teológico pero no solo, en la obra de Rosenzweig, Buber, Scholem, Weil, Kafka, Beckett y tantos otros. En este último contexto cultural, según escribió el hermano John-Bede Pauley citando a Susan Sontag, había «una sensación de que el silencio no es tanto aterrador como una especie de via negativa no teísta que libera al artista de las “serviles ataduras respecto del mundo”».

A estos ejemplos artísticos vanguardistas de una «apófasis no teísta» podemos añadir los de una vanguardia política radical. Lo mismo que ocurre con la teología ocurre con las (a)teologías socialistas. Esta época de abismo político y vacuidad de las ortodoxias es momento para la reflexión, para lo que la teóloga radical Catherine Keller denomina, en su brillante Cloud of the Impossible [Nube de lo imposible], una «apófasis militante».

Como de entre los escombros de los catecismos catafáticos rescatamos teorías que albergan un compromiso intacto con la emancipación, es este el tiempo para una apófasis marxista y para un marxismo apofático.

 

Las contradicciones, metáforas, paradojas, oxímoros, neologismos, oracularidad, negaciones y negaciones de estas son métodos fundamentales de la via negativa en su intento por expresar lo inexpresable. Sin embargo, aun con unos métodos tan extraños, evasivos y elípticos, «la rareza y la ambigüedad mismas del lenguaje», para el filósofo Hilary Armstrong la apófasis «no conduce, desde luego, a la ignorancia absoluta». A ninguna persona que sepa que todo lo que es sólido se desvanece en el aire, que todo lo santo es profanado, debería resultarle controvertido el que la contradicción pueda resultar clarificadora. De hecho para Keller «el habla que se desdice a sí misma» participa de una «operación intensamente filosófica». Y es que estas operaciones lingüísticas no consisten en escapar del conocimiento sino en afanarse por llegar a él («Ah, mas para llegar al mutismo, qué gran esfuerzo de la voz», se maravilla la protagonista de Clarice Lispector en La pasión según G. H.) y no podemos prescindir de ellas. Para alcanzar lo que él denomina una «ambigüedad intervencionista y con asiento social», Richard Seymour se vale de las palabras que Veronica Forrest-Thomson utiliza para hablar de la poética de J. H. Pry     nne: «una oscuridad tendenciosa». Como habrán de fracasar, puede que, en su mejor versión —existen apófasis más o menos eficaces, rigurosas, provocadoras, fecundas—, estas técnicas tendenciosas y oscuras fracasen mejor.

Armstrong describe al estereotipo de persona apofática como alguien que «“corre dando vueltas y haciendo señas” […], haciendo gestos de un modo extraño y vacilante que puede ser de ayuda para su propio saber y para el de los demás». A les socialistas les resultará familiar esa estrategia de «correr dando vueltas y haciendo señas» y, en la medida en que ese correr y señalar sea tan riguroso como sea posible, esta descripción no es desaprobatoria. Y no es que Armstrong esté solo en esa idea de que los «símbolos y los modos poéticos de hablar (siempre que se convenga que son inadecuados) puedan perfecta y justamente tener un papel dentro del […] discurso». Según Rudolf Otto en su impresionante libro Lo santo, lo numinoso es aquello sobre lo cual «lo único que puede hacer la lengua es balbucear algo», «sin que se pueda expresar ni concebir». Así, «solo por metáforas y analogías llegamos a aprehender lo que es en sí, e incluso así» —de nuevo esta crucial advertencia— «nuestra noción es confusa e insuficiente».* Dice Juan Escoto Erígena, el místico del siglo IX, que podemos hablar de Dios «solummodo traslative», solo a través de metáforas, que son tan inseparables de la política como del discurso sobre Dios, y como lo son también de la apófasis. Y el uso de la metáfora conlleva acción: «no es, y jamás lo ha sido, solamente un término literario —según subraya Mary Ruefle—. Es un acontecimiento». De ahí las metáforas de Marx. Esa imagen de una mesa que «se pone de cabeza frente a todas las demás mercancías y de su testa de palo brotan quimeras», que no es solamente una filigrana estética —las cuales por supuesto no tienen nada de malo—, expresa la realidad esquiva del fetichismo de la mercancía de una forma más precisa que cualquier descripción factual de la mercantilización de la madera. Tampoco es un método epifenoménico, por no decir sospechoso. Incluso un marxista tan rigurosamente preciso como David Harvey dice de «las metáforas de las que necesariamente nos servimos» que «no podemos prescindir de ellas, pero que deberíamos proceder con cuidado y seleccionarlas con atención». Las metáforas no podrían ser, como él dice, «peligrosas», tener efectos políticos, si en parte no fueran constitutivas del saber social.

 

Toda esta imprecisión —y estos métodos son inherentemente imprecisos— les pondrán los pelos como escarpias a esas personas, incluidas las marxistas, alineadas con lo que Keller llama «el actual espectro de neón de la certidumbre del factualismo moderno». Sin exactitud científica, según se objeta, el mundo no se puede ni interpretar ni cambiar. Nuestra perspectiva abre la puerta a que pueda ser cierto lo contrario. Que en lo social haya algo que rebase cualquier literalidad reduccionista y que, por tanto, la aplicación flexible de técnicas apofáticas —pues cada utilización debe ser evaluada de manera implacable— permita una precisión mayor. Que, por secularizar el concepto de Michael Sells y recuperando la afirmación de Ruefle, con este tipo de técnicas se interprete un «acontecimiento de significado».

Una interpretación necesita un público y la finura en la recepción de este acontecimiento de significado exige métodos y sensibilidades propios. Una receptividad apofática puede discernir y aprender de los vacíos, las carencias y los límites incluso de textos que puedan parecer acabados. Y una apófasis militante y radicalmente escéptica, tanto en la recepción como en la transmisión, podría conllevar un paso adelante hacia una teoría crítica de la intuición política.

Con la intuición podemos percibir de manera abrupta —«repentinamente», exaifnes, dice Pseudo Dionisio—, y entre una masa de fenómenos diversos, líneas de fuerza, relaciones, la totalidad que subyace —sea esto entendido en términos visionarios religiosos o materialistas— más allá de la reflexión catafática. Lo que se capta de este modo Jean-Luc Marion lo denomina «fenómeno saturado», así llamado porque «su exceso no puede ser dividido ni tampoco reunido de nuevo de manera adecuada», y «podría no ser medido en función de sus partes, dado que la intuición saturadora excede de manera ilimitada la suma de las partes». Entonces, como dice Emily Dickinson, «Por intuición, las Cosas Más Poderosas / se afirman a sí mismas – y no con términos –».

La última oración no es ninguna añadidura. En un momento de fe visionaria, el eremita Gregorio Palamás describe la intuición «no como una sensación ni como una intelección, pues ni la acción de la inteligencia es una sensación ni la de los sentidos una intelección». Visto así, como lo que Otto denomina «modo de saber», que forma parte de lo intelectual pero no es reducible a ello, le da cierto sentido a la sorprendente convergencia entre el análisis del propio Otto acerca de la intuición religiosa y el de Gramsci acerca de la intuición política.

Otto describe el espíritu que

se entrega y sumerge […] tórnase capaz […] de experimentar y «vivir» en la realidad empírica intuiciones y sentimientos de algo que, por así decir, la excede y sobrepasa […]. Plásmanse [las intuiciones] también en expresiones y proposiciones definidas, formulables, que guardan cierta analogía con las científicas; pero se distinguen claramente de estas por su carácter libre, puramente sentimental.

Para Gramsci,

La intuición política no se manifiesta en el artista, sino en el «jefe», y ha de entenderse por «intuición» no el «conocimiento de los individuos», sino la rapidez para conectar hechos aparentemente ajenos unos a otros y en concebir los medios adecuados al fin, para descubrir los intereses que están en juego y para suscitar las pasiones de los hombres y enderezarlas a una acción determinada.

En Palamás, como en el misticismo en general, esta visión es la experiencia directa de la unión con lo divino. En su traducción más allá del teísmo, esta conexión con lo real tiene cognados en la insistencia del socialismo en la militancia concreta como la clave no solo para la acción sino para el saber. En su peor versión, esto puede llevar al tedioso y performativo antiintelectualismo del «yo soy más de izquierdas que tú» («aprendí más de dialéctica en una tarde en un piquete que perdiendo el tiempo en la biblioteca»); sin embargo, en su mejor versión es una vuelta a la afirmación de Goethe, que Lenin cita con aprobación, de que la «la teoría es gris, amigo mío, pero el árbol de la vida es eternamente verde». Aquí el espacio para la intuición revolucionaria es, aunque no se reduzca a ello, el de la praxis revolucionaria.

Esto, por supuesto, está totalmente abierto al abuso y al autoengaño. Sin embargo, lo que Otto y Gramsci están analizando son esas intuiciones que son de un tipo distinto a cualquier otra adquisición de conocimiento y con las que todo el mundo está familiarizado: intuiciones, dice Otto, que son «analógicas y no adecuadas; pero, dentro de esta limitación, verdaderas». Para Gramsci, secularizando lo que en Otto es un conocimiento protoextático, estas formulaciones «libres y sentidas» de la totalidad deben ser utilizadas con fines políticos. Si la militancia sigue ese camino, se le está haciendo justicia a Keller: el desdecir «lleva a cabo sus negaciones en aras de las relaciones más positivas posibles».

 

Todo marxismo apofático será, tal y como deja claro el diagnóstico histórico que hace Franke de la apófasis, un síntoma de «periodos de crisis». Si se pelea, no obstante, no tiene por qué ser solo eso, y menos aún de tipo de enfermizo. También puede ser adaptación.

Quizá sea este un proyecto abstruso, y sin embargo no es nuevo. Hace casi veinte años, el teólogo Denys Turner insistía de manera convincente en que no «era solo por capricho» el que se escrutase «el punto de intersección entre la negatividad de la mística y la negatividad de Marx». Pero incluso un teórico tan fino como él rechazaba anticipadamente cualquier intersección entre las tradiciones apofática y marxista que fuera algo más sistemático que «un momento fugaz». Al poner sobre la mesa este proyecto en una discusión acerca de la teología de la liberación, Turner inmediatamente insistía en que el marxismo y la teología negativa «no poseen una dirección de pensamiento en común y yo no la he sugerido», que «de lo que he afirmado no se deriva nada que apoye un tipo u otro de síntesis, menos aún una identidad, entre la teología negativa por un lado y el marxismo por otro: nada ni remotamente así de fantasioso». Hay que resistirse a la tentación de hacer analogías simplistas, desde luego. No obstante, de manera deliberada o no, Turner insiste demasiado. En sus coincidencias y/pero totalidades que eclipsan a su contraparte, podríamos pensar en estas tradiciones como el resultado de confecciones distintas a partir de una materia parecida. Por ejemplo, el teólogo Cyril O’Regan, al analizar la obra del propio Turner, señala la «homología entre la práctica apofática en lo que respecta al discurso cristiano y la visión que tiene Marx de la ideología» como algo «bastante transparente». La construcción de un marxismo apofático que no sea solo un capricho, para lo cual la via negativa religiosa es al menos una provocación productiva y/o en parte fundamento de ella, implica ponerse del lado de Turner contra Turner.

Una intervención más sistemática de lo que aquí es posible se ocuparía, desarticularía, descubriría y construiría una constelación, abierta y oculta, de varias de estas homologías y relaciones, convergencias, afinidades electivas, entre la vía negativa y el marxismo. Existe una biblioteca clandestina sobre este asunto, un paracanon de declaraciones breves, de la extensión de un libro, improvisadas, minuciosas, antiguas y modernas, fugaces y sistemáticas. En ella encontramos al sacerdote radical Kenneth Leech con «Dark Night and Revolution» [«Noche oscura y revolución»], sobre San Juan y Marx; allá, a Nikolái Berdiáyev; a Bloch; buena parte de Benjamin. Quizás los más destacados sean Adorno y Horkheimer: la obra del primero, en palabras de James Gordon Finlayson, «a menudo ha sido comparada con la teología negativa»; tradición que Rudolf J. Siebert vincula, además, con el «anhelo de lo totalmente otro» de Horkheimer. Las afirmaciones del sutil «marxismologista» Leszek Kołakowski acerca de que la dialéctica teológico-negativa de Erígena fue fundamental para el desarrollo de la forma en Hegel, y por tanto en Marx, deberían llamar nuestra atención. De hecho, en un sentido más general, las tradiciones apofáticas de la dialéctica y de la negación son comparables a las del propio marxismo. Teóricos como Benjamin Noys y Artemy Magun han iniciado este último trabajo, ubicando las teologías negativas dentro de una genealogía de negatividad revolucionaria a secas.

No es que los métodos apofáticos politizados no hayan estado desde hace tiempo al alcance de la mano y no hayan merecido nuestra atención. El silencio, se puede decir, del antinomismo político. «No voy a legitimar sus temas dándoles una respuesta», dice el enfant terrible de las letras francesas Édouard Louis a propósito del Frente Nacional. «El silencio tiene que formar parte de nuestro progreso. Tenemos que poner el silencio en el centro de la política actual. Dejad de responder a preguntas, dejad de permitirles controlar el lenguaje, el debate, la agenda». Una reprimenda apofática a todo el utopismo socialdemócrata en torno al «diálogo», la racionalidad comunicativa, la cháchara, la palabra.

 

Julio de 1917, Petrogrado. La atmósfera es de tensión y combate. Había un hambre popular de acción, incluso de insurrección. La dirección bolchevique era más precavida. Prepararon un alegato para la portada de su periódico, el Pravda, en el que imploraban a sus lectores que no salieran a las calles. Pero pocas horas antes de publicarse, bien entrada la noche, se dieron cuenta de que las masas de Petrogrado no iban a acatar sus órdenes: el día siguiente traería consigo grandes manifestaciones. Ignoradas, desobedecidas, esas palabras serían motivo de bochorno. Pero no había ni tiempo ni un planteamiento para sustituirlas, ni tampoco ninguna certeza sobre cuál debería ser la línea del partido. Aquel texto tan ofensivo fue simplemente suprimido.

Así, el 4 de julio de 1917, cuando el Pravda salió a la calle, la primera plana presentaba una obra maestra de involuntaria apófasis militante, cargada de lo que Catherine Robson ha dicho respecto de la poesía como «aura del espacio no señalado». En el centro de la página había un hueco en blanco, sin texto.

Desde la ventaja que nos da la historia, y cualquiera que sea la opinión que uno tenga sobre la «necesidad» o no de «el partido» para un proyecto socialista, ese silencio expresa en voz más alta que cualquier palabra la humildad que requieren los giros en política. Que no estuviera planeada esta rendición por parte de los camaradas sin táctica no socava su estatus de declaración marxista apofática sin parangón. ¿Qué texto podría haber más apropiado para inaugurar nuestra docta ignorantia que la declaración sin palabras de los Días de Julio?

Es por tanto a partir de los despojos y los ensayos, de los vestigios y las intuiciones, como puede que construyamos un marxismo apofático, convencido de la indispensabilidad del silencio y de los límites de los convencimientos.

 

Los límites de los límites del lenguaje

En particular desde la confesión que hizo Derrida en Sauf le nom acerca de que no confía en ningún texto «que no esté de algún modo contaminado por la teología negativa», la cultura intelectual contemporánea, como dice Franke, sigue estando «saturada» de ella. (Como lo está también la obra artística: «Ahora cualquiera que esté en el mundo de la creación desconfía del lenguaje, y la mitad de los poemas que leemos le hacen reverencias a lo indecible», señaló cáusticamente el poeta Mark Doty). No sería raro que la militancia radical torciera el gesto con suspicacia ante la última moda (o modernez) de los adjetivos teológicos, «apofático».

Pero el caso es que es fundamental la distinción entre el síntoma de los tiempos y la adaptación a ese síntoma. Queda claro que una convergencia entre el marxismo y la via negativa ya no debería causar sorpresa: eso no significa que no pueda arrojar una luz nueva sobre el proyecto radical ni ofrecer recursos singulares. El marxismo apofático tampoco excluye el uso de otras modalidades marxistas (marxismo «clásico», el marxismo gótico de Cohen, el marxismo «estirado» de Fanon, el marxismo de rescate, etcétera). A fin de cuentas, no hay muchas razones para suponer que un marxismo «a secas» y pretendidamente puro vaya a resultar más saludable. Un marxismo estrictamente catafático se halla, en el mejor de los casos, en estado de negación. Un marxismo que le tiene miedo al silencio es un marxismo que le tiene miedo a lo declaratorio. Que le tiene miedo a la política. Que le tiene miedo a lo humano, y a ese miedo que percibe dentro de sí.

Y le tiene miedo también a lo augural y exhortatorio. Quizá el marxismo apofático no solo disponga de más curiosidad y rigor, sino también de más sutileza y eficacia en sus intervenciones que un marxismo que carezca de silencio. Puede que con la apófasis no baste, pero sí que es necesaria.

 

Necesario es además un marxismo que vaya todo lo lejos que puedan ir las palabras. A la catafasis no la puede sustituir ni «complementar» un marxismo de lo indecible: más bien deberían ser indisociables. En el marxismo, como en cualquier otro discurso, y citando Mystic Bones [Huesos místicos], el extraño y hermoso libro de Mark C. Taylor, «el silencio solo se puede oír a través de las palabras que lo destrozan». También para esto la teología ofrece sus enseñanzas. «No se piense que afirmaciones y negaciones son opuestas», decía Pseudo Dionisio. Charles Williams afirma en Descent of the Dove [El descenso de la paloma] que las vías positiva y negativa son «con-sustanciales», que «cada una habría de ser la clave de la otra». Así, los inacabamientos del marxismo apofático no solamente se oponen sino que se rebasan, el objeto político al que atienden es más de lo que podemos enunciar, lo cual coincide con la perspectiva de Juan Escoto Erígena, para quien «la Naturaleza inefable […] se denomina supraesencial, más que la verdad, más que la sabiduría». Dice Franke que esta doctrina de la negación mediante la afirmación abarca «las teologías apofática y catafática, juntas», en lo que Deirdre Carabine ha llamado teología «hiperfática». Por tanto, y en última instancia, lo que podría resultar más eficaz es un marxismo hiperfático.

Es como parte de un movimiento en pos de ese objetivo, y teniendo en cuenta la atención y el interés que se ha mostrado por la via positiva del marxismo, que aquí contraenfatizamos lo apofático, lo negativo.

 

Evidentemente, las apófasis no son ni mucho menos la panacea. Encierran sus propias trampas. Lo que nos toca preguntar es: «¿Qué apófasis? ¿Con qué objetivos?».

Por ejemplo, en la via negativa de Ernesto Laclau, el teórico político «posmarxista» (y, en «Sobre los nombres de Dios», estudioso del Maestro Eckhart y de Pseudo Dionisio), no se pone en duda que existan límites a lo decible. Pero el hecho de ver el antagonismo no solo como «el fracaso de la diferencia», de la cual el lenguaje es un sistema —y, por tanto, como la «disrupción del mismo»—, sino como «los límites de toda objetividad», tal y como afirma junto a Chantal Mouffe en Hegemonía y estrategia socialista, es algo que tiene sus implicaciones políticas. Los antagonismos, «lejos de ser una relación objetiva», sino más bien «una relación en la que se muestran […] los límites de toda objetividad», no son, pues, y «estrictamente hablando, […] interiores sino exteriores a la sociedad», «los límites de la sociedad, la imposibilidad de esta última de constituirse plenamente». El derribo minucioso que hace Artemy Magun de estas y de otras formulaciones igual de densas es algo que no nos ocupa ahora, pero resulta convincente su afirmación de que, en este modelo, esos antagonismos externos «son espacios simbolizados a través de significantes vacíos» más que —o además de— fantasías e imágenes que «presenten un terreno real en el que vencer» al enemigo. En última instancia esos antagonismos son, por lo tanto, y en palabras de Magun, un punto límite «idóneo para sus propias conclusiones». «El único horizonte histórico que hay en las enseñanzas de Laclau y Mouffe es la democracia»: «son incapaces de concebir un movimiento que destruya el actual estado de las cosas». Esto es reformismo apofático, uno además especialmente lánguido.

Y existen peores viae negativae. En el estupendo texto «Trumpophasis: On What Cannot Be Said» [«Trumpófasis. Sobre lo que no se puede decir»], Patrick Blanchfield percibe en los extraordinarios patrones elípticos del lenguaje del presidente («algo está pasando…», «ya sabéis por qué…» y cosas así) «las contradicciones e insinuaciones de la apófasis de Trump» utilizadas no para «la quietud y el deslumbramiento» de las místicas del amor, sino «para generar apestosas especulaciones, bulos y calumnias». En su exceso no hay un vestigio de lo sublime sino un «residuo malsano». Teniendo en cuenta que viene flirteando con la mística desde hace tiempo, no resulta complicado imaginar o discernir las semillas de un fascismo apofático en avanzado estado de desarrollo. Según Gillian Rose en su crítica a esa «devoción por el Holocausto» según la cual lo que exige la inefabilidad del suceso es «silencio», «la defensa de la superación de la representación, en sus versiones estética, filosófica y política, coincide con la tendencia interna del propio fascismo».

Nuestra apuesta es que estas coincidencias no son inevitables, que existen contratendencias, una negatividad que se desgaja hacia lo emancipador. Y, yendo más allá, que la apófasis es algo intrínseco al marxismo y a su política, no algo de lo que renegar o a lo que temer, sino algo que es fundamental comprender.

 

El célebre positivo: más allá del capitalismo

El desierto, ese bien
nunca por nadie pisado,
el sentido creado
jamás allí ha alcanzado.
ANÓNIMO (¿MAESTRO ECHKART?), «El grano de mostaza»

Es sabido que Marx no entró en detalles sobre cómo iba a ser el futuro libre y sin clases por el que él trabajó. En un prefacio a El capital decía de sí mismo que no le apetecía detenerse en «formular recetas de cocina […] para el bodegón del porvenir», burlándose así de quienes lo criticaban por este asunto («¡adivínese!»).

Que en sus escritos hay retazos de esperanzas y predicciones es algo que no se pone en duda, como ha dejado claro la obra de, entre otros, Peter Hudis y Bertell Ollman. Lo que de ahí resulta es curioso y parcial. Sin embargo, la afirmación que hace Ollman de que «la negativa de Marx a hablar sobre la sociedad comunista era de tipo estratégico más que de principio» pasa por alto un elemento clave.

Cuando en La ideología alemana Marx subraya que el comunismo no es «un ideal al que haya de ajustarse la realidad» sino «el movimiento real que anula y supera el estado de cosas actual», es precisamente porque la inmanencia de una alteridad radical imposibilita que se hable de ella. Sea lo que fuere lo que Marx a veces pueda haber creído —o creído que creía— que era posible, cualesquiera que sean los destellos pasajeros de visiones que uno pueda extraer de él, no es ninguna sorpresa que, por mucho que Engels se lo suplicara, nunca escribiese «el célebre “Positivo”, lo que realmente quieres». Porque, como señala astutamente Colin O’Connell en «Marxism and the Logic of Futural Discourse» [«El marxismo y la lógica del discurso sobre el futuro»], «lo que tenemos aquí es una imagen del futuro que está basada principalmente en la via negativa».

¿Acaso podría ser de otro modo? La totalidad social es dispersa e indómita, pero como señala David McLellan, «si todas las ideas son el producto de la realidad social contemporánea», y lo son, «entonces una proyección detallada de esas mismas ideas en el futuro lejano está abocada a caer en el idealismo; ideas que eran totalmente imaginarias, pues carecían de un referente empírico». No es que no se puedan contemplar planteamientos, como atestiguan las fértiles tradiciones utópicas: se trata de subrayar que por mucho que tengan una utilidad indiscutible, en tanto que ensoñaciones, provocaciones, experimentos mentales o mitos, y sin importar en qué acabe quedando todo finalmente, lo cierto es que estas proyecciones no pueden ser predicciones rigurosas. Nuestro pensamiento es una función de nuestra realidad: lo que se sitúa más allá es, por definición, impensable. Intentar describirlo puede llevar, como decía el filósofo neoplatónico Damascio, a «rapsodias insensatas».

Esto es señaladamente así en el caso de esa inmanencia, de esa redención tan ansiada. Nicolás de Cusa llamó a Dios possest, que funde posibilidad y ser, que Keller traduce como possi-being, «posi-ser», y se hace difícil ignorar los paralelismos con el poscapitalismo que merecemos, la utopía «genuina, concretamente mediada y procesualmente abierta» de Bloch. Dios «es un bien tan grande que no puede ser pensado o comprendido», escribió Ángela de Foligno en el siglo XIX: «Tan grande es el gozo» de la presencia de Dios, según la visionaria afroamericana decimonónica Jarena Lee, «que excede toda descripción». Esto es el encuentro en apófasis con la plenitud, la justicia, la redención.

 

Hay para quien esta escatología marxista apofática peca de negligente. En la izquierda hay quienes insisten en que las hojas de ruta en pos de una alternativa realista —cuanto más precisas mejor— son el elemento movilizador más eficaz. Y entre la derecha su ausencia es motivo de desdén. En las pancartas de principios de siglo se leía «Echar abajo el capitalismo y sustituirlo por algo más bonito», y los críticos arremetían contra este lema apofático. El economista John Kay se burlaba de su «incoherencia» y Timothy Garton Ash les soltó una regañina a los activistas porque «se les da mucho mejor señalar los errores del capitalismo global que proponer alternativas sistémicas».

Pero tanta mofa se le vuelve en contra a los mofadores. Es su imaginación la que está ajada, ciega no solo (en el caso de los antisocialistas) ante la necesidad de un futuro mejor, sino ante lo enteramente ajeno que nos es. Hay que criticar la demanda de sustituir el capitalismo para poner en su lugar «algo más bonito»: por su cursilería, por esa dulzura remilgada e inofensiva en lugar de ir a sangre y fuego, que es lo que exige el momento. Su apófasis, sin embargo, es con diferencia lo mejor que tiene.

Este no decir no es por escabullirse sino por respeto, por tomarse en serio la escala de su potencial, de alteridad necesaria y posible más allá del capitalismo, que abandone las perspectivas reformistas «realistas» y articulables truncadas por la esperanza actual y realmente existente. Es, por lo tanto, apropiándonos de la escatología del teólogo Jürgen Moltmann, una esperanza contra la esperanza. Su horizonte, según sus recuerdos de juventud, «es un límite que no recluye sino que más bien invita a ir más allá».

Es en este no decir, y no tanto en esas ansias de la izquierda por garantizar que el mundo puede ser enunciado, donde yace un pensamiento prometeico verdaderamente radical.

 

En la precursora novela de 1863 ¿Qué hacer?, Chernishévski narró la revolución como tal no con palabras sino con una extensa elipsis. Dos líneas de puntos. Una manera de esquivar al censor, desde luego, pero también un revolucionismo apofático.

En su exuberante historia de la elipsis, Anne Toner califica este gesto como «un símbolo visible de una narrativa agitada», y efectivamente en los signos de puntuación de Chernishévski hay urgencia, rabia y esperanza. Una paradoja de las elipsis es que son una parte habitual del habla en nuestro día a día —han evolucionado, según Toner, hasta «ser vistas cada vez más como un rasgo de la lengua común»— y, aun así, es a partir de este silencio cotidiano, y en particular en el modernismo, que la elipsis señala «los abismos entre lo viejo y lo nuevo», «dimensiones no realizadas»; algo sublime.

Lo que vale para el más allá, para una emancipación poscapitalista, vale también para la convulsión a través del cual se alcance. Apófasis del comunismo significa apófasis de la revolución. La fractura con la mentira social debe contener un exceso que esté más allá de lo expresable para que sea una ruptura lo suficientemente completa.

En este aspecto la revolución socialista se distingue de manera fundamental de las que la precedieron. Lo que tiene de específica la relación de la clase trabajadora —desordenada, heterogénea, racializada, sexualizada, queerificada, escandalosa— con esta inefabilidad transformadora es algo que en este momento nos supera: el hecho de que tenga una agencia particular respecto a ella, por razones que no son ni moralistas ni voluntaristas sino estructurales, sigue siendo fundamental. Las revoluciones anteriores reconfiguran las sociedades, pero no barren del mapa la clase o la explotación. Así pues, dice Marx de las revoluciones del siglo XIX, para un liberalismo que en su versión más noble sigue siendo fiel a las ideologías de la igualdad y la libertad que han sido relegadas por las propias estructuras que ellas mismas legitiman, «la frase desbordaba el contenido». Para la revolución socialista, por el contrario, afirma en una apófasis sobrecogedora, «el contenido desborda la frase».

He aquí una via negativa roja, en la que lo inefable trenza el desgarrón apocalíptico que desvela el mundo con el horizonte utópico que se vislumbra a través del desgarro; y este desgarro, la interrupción mesiánica, con la cotidianidad de la cual surge: la revolución como algo cercano, inmanente aunque no sea inminente. In extremis, como dice Creston Davis acerca de Juana de Arco, «la revolución y la revelación quedan encarnadas en el horizonte de un individuo». Incluso en ausencia de momentos álgidos como este, siempre habrá una política para los éxtasis y las visiones, con su Sehnsucht, sus ceses del sufrimiento, sus plenitudes.

El militante radical del siglo XVIII Thomas Spence se mortificaba en El fin de la opresión con que, si el pueblo «pudiera ser lo suficientemente honesto y sabio para cercenar de una vez los recursos del enemigo, pronto podría liberarse de la Opresión. Pero es una lástima que no perciba las dichas inmediatas e inexpresables que sin falta resultarían de esta Revolución». La revolución, como sus dichas, es inexpresable, pero aun así, y de manera irresistible, la tenemos en la punta de la lengua. Esta cercanía, que el vacío del cual pueda surgir la ruptura sea el mundo cotidiano, hace que esperanza y angustia se solapen. Una expresión de todo ello es el lamento.

Porque en la misma medida en que cualquiera debe negarse a no llorar puede también no anhelar. Dice Keller que «al fin y al cabo lo que produce el mundo [es] el deseo de la relación extática». Y, para este tipo de política, del lamento y lo libidinal —el paisaje psicológico de lo erótico y del amor es una escombrera de aquello que es «más de lo que se puede enunciar»—, es fundamental lo que se sitúa más allá de las palabras. El anhelo, aquello que Keller llama «esperanza en cuya médula espinal está el lamento», Sehnsucht, de plenitud, pléroma, redención y justicia que sentimos pero no somos capaces de articular es inseparable de las imaginaciones apofática y radical. «El eros es el motor de la apófasis» dice Charles Stang, en quien Keller se inspira, «un anhelo que estira el lenguaje hasta tal punto que se acaba rompiendo»; y de este modo, como veremos, reconfigura también al sujeto atomizado: «estira al amante hasta tal punto que se acaba partiendo».

De la inquietud producida por este anhelo, por esta urgencia melancólica, nace ese «cruel optimismo» intimidatorio de cierta izquierda que finge tener certezas acerca de las certezas, temerosa del dolor, recelosa del éxtasis.

 

La condena del lenguaje

Porque ya está en acción el misterio de la iniquidad.
2 TESALONICENSES 2, 7

Marx contribuyó a la prolífica historia de lo que William Clare Roberts denomina «infernalismo socialista»: un «mito flexible», una «historia de los socialistas que compara la sociedad moderna con un “infierno social”». El fourierista Victor Considérant acuñó este concepto en 1843 para equiparar los suplicios cotidianos con «las figuraciones más crueles de los mitos de la antigüedad». De modo que en esta tradición los estragos del capitalismo hallan analogías en horrorosas pero conocidas descripciones de fuego y sangre y oscuridad y ruido y desesperación presentes en la literatura religiosa acerca del infierno.

Pero más allá de esta descriptividad, en lo que respecta al infierno existe una tradición menos común, más discutida y esotérica, pero no menos importante: que este, al igual que el paraíso, está más allá de las palabras; que, como dice el estudioso de la cultura anglosajona Tim Flight, «como las almas de los condenados, la lengua perece en el infierno». Una via negativa del foso.

«¿Por qué no ibas a temer los feroces tormentos, a los que tiempo ha se sometió a los malignos demonios, que sobrepasan los sentidos y las palabras de todos los hombres?», se pregunta el poema anglolatino De die iudicii. Lo que esto significa para Flight es que «nadie podrá abarcar nunca el infierno con palabras». Aunque Otto centre su atención de manera abrumadora en la numinosidad de Dios, en una nota al pie un tanto incómoda permite que de un acercamiento sistemático a lo numinoso se derive esta apófasis, más sombría.

El racionalismo del mito del ángel caído no basta para explicar el espanto ante Satán, ni ante los bathea toy satana (las profundidades de Satanás) (Ap 2, 24), ni el misterion tes anomias (el misterio de la iniquidad) (2 Tes 2, 7). Más bien ocurre que este horror posee en sí mismo un carácter numinoso, y el objeto a que se refiere podría definirse como lo numinoso negativo.

De la polinización cruzada entre estas corrientes surge un misticismo infernalista socialista, una apófasis del infierno social.

 

La catástrofe puede enmudecernos, se puede ocultar más allá de las palabras. Dice la psicoanalista Annie Rogers que el trauma «se puede acabar mezclando con algo que es impensable y, por lo tanto, impronunciable».

No todos los horrores son iguales. En las experiencias devastadoras y en su indecibilidad hay especificidades que son irreducibles. Ello no implica una democracia espuria del trauma que sirva para analizar el sistema social, del cual las brutalidades individuales son funciones y excrecencias, él mismo apuntalado por la violencia salvaje y cuyo horizonte es el trauma. Tal es así que, en un análisis muy refinado de las «experiencias que se resisten al lenguaje», Junot Díaz define como algo reacio a las palabras «las experiencias brutales» de un modo particular y «los interminables horrores de la vida humana». Dice que existe «una razón por la cual nos resulta tan difícil hablar de estas cosas».

Y, efectivamente, en la lucha por expresar no solo las catástrofes que se dan a nivel individual sino la naturaleza del sistema de explotación, la opresión y sus sadismos, que es ese vacío cotidiano instaurado como algo inextricable de la atención de la vía negativa roja, nos topamos una y otra vez con los límites de las palabras. En el canon de la literatura de izquierdas, las auténticas enormidades de la opresión, el racismo, el imperialismo, la guerra, son continuamente descritas como «inefables» (lo hacen Eugene Debs, Lenin, Gramsci, tantos otros). No es un término tan trivial, pues señala lo que hay de particular en la naturaleza del capitalismo y de sus depravaciones. Ello no está exento de peligros, como dejan claro las suspicacias que le despierta a Gillian Rose la «piedad del Holocausto». Pero la piedad tiene que ver con aquello de lo que no se debería hablar, más que con aquello de lo que no se es capaz: es una sacralización más que una lingüística siempre fracasada intentando penetrar en el infierno social y describirlo. Y si son las barbaries sociales más extremas —la esclavitud, el comercio de esclavos en el Atlántico, el Holocausto— aquello de lo que una y otra vez se ha visto que rebasa las palabras, entonces se trata de horizontes, y no de patologías, del sistema suprarrepresentable del propio capitalismo.

El asunto no es que no se deba hablar sobre el abismo: deberíamos mostrarnos volubles a ese respecto, hacer acopio con determinación de los detalles del mal, como Engels en Las condiciones de la clase obrera en Inglaterra, como el poeta de De die iudicii. Pero siempre habrá también un mal más allá de las palabras. De ahí los desechos del lenguaje en el abrasador treno poscolonial The Arab Apocalypse [El apocalipsis árabe] de Etel Adnan, en el que «las lenguas se convertirán en lenguas de fuego», la gente «tiraba […] el lenguaje a la basura» y la tipografía, la escritura del propio poema, queda interrumpida por nuevos ideogramas, desesperados y opacos. La experiencia vivida de les oprimides supone un rebajamiento inexpresable.

Lo que está más allá de lo representable es, de hecho, un elemento crucial para el motor mismo del sistema inexpresable, la acumulación de capital. Según el teólogo y filósofo Paul Tillich, el capitalismo es algo «demoniaco», categoría con la cual sublima cierta mítica «satánica» (de la cual no se distingue ni completamente ni de forma completamente convincente) dentro del propio dinamismo estructural del sistema: de este modo, «el endemoniamiento es la erupción formal-destructiva en la base creativa de las cosas». Tillich parte de Plotino, cuya perspectiva interpreta Hilary Armstrong como el «mal infinito de lo informe y de la multiplicidad indefinida». Un eco de ello se puede encontrar en Terry Eagleton, que en La estética como ideología no solo defiende que exista «un sublime “malo” para Marx» además de uno «bueno», sino que se halla en «el inquieto e incesante movimiento del mismo capitalismo, [en] su implacable disolución de formas». Es así como se encuentran el marxista católico Eagleton y el protestante de la Escuela de Frankfurt Tillich, en el infierno. Según Eagleton:

El dinero para Marx es una especie de sublimidad monstruosa, un significante infinitamente multiplicador que ha roto toda relación con lo real, un idealismo fantástico que borra todo valor específico con la misma rotundidad con la que esas figuras más convencionales de la sublimidad —el rugiente océano, los riscos montañosos— engullen todas las identidades particulares en su ilimitada extensión. Lo sublime, para Marx, así como para Kant, es das Unforme: lo amorfo o monstruoso.

En la frase con que se abre El capital, Marx dice (citándose a sí mismo) que «la riqueza de las sociedades en las que domina el modo de producción capitalista se presenta como un “enorme cúmulo de mercancías”». Se señala a menudo que se pierde cuando se suele traducir como «enorme» el adjetivo ungeheuer, el cual encierra específicamente cierto sentido de lo monstruoso. Pero podemos ir más lejos: Otto tiene toda la razón en que «“lo monstruoso” es justamente lo “misterioso” en grado superlativo». De hecho, su propia definición de ungeheuer es, «en una palabra, lo numinoso». Por lo tanto, El capital no solo arranca con enormidad y monstruosidad, sino con numinosidad. Con —según la descripción que hace Otto de ello— «misterio, espanto, extrañeza». En tanto que numinoso, su objeto es «temible», «sobrecogedoramente “ajeno” e incomprensible».

Según esta lógica, en esta abstracción e infinito malo y las barbaries concretas que surgen de ello existe un límite a la catafasis. «La opresión de las trabajadoras no es misteriosa ni inescrutable», subrayan Fluss y Frim, y de este modo oscurecen incluso cuando iluminan. Porque «misterio» es polisémica y, aunque desde luego no está velada, acerca de esa opresión y en tanto que realidad social vivida siempre hay algo más de lo que puede ser dicho. Hay un misterio de iniquidad.

El comunismo es indescriptible: el capitalismo es inefable.

 

Todo está conectado con todo lo demás

La convergencia marxista con la teología negativa del infierno, además de la de los cielos, no es una cosa maniquea: es apofática precisamente porque abjura de cualquier simetría secularizada entre el Bien y el Mal en aras de la totalidad social.

En Incursiones en lo indecible de Thomas Merton, «uno de los hechos terribles de nuestra época es la evidencia de que esta está efectivamente dañada, dañada en su centro mismo por la presencia de lo Inefable». Después de todo es de lo Inefable «de donde extrajo Eichmann la meticulosa exactitud de su obediencia». Pero Merton también insiste en que el nuestro es «un padre inefable». Se da aquí una ambivalencia tangible respecto a lo Inefable: no es ninguna sorpresa que Merton lo señale como «imagen escatológica», con todo el anhelo y toda la preñez de ruptura que ello conlleva.

Traduciéndolo a términos marxistas, y por citar a ese totalizador irredento y dialéctico que es Fredric Jameson, un fenómeno puede renegar del «hábito estático de la lógica ética convencional —la exclusividad del bien y del mal, de las valencias negativas y positivas—», y ello «nos incita a indagar de manera más profunda en la estructura del fenómeno como tal para así rozar la dialéctica en su mismo centro». Por lo tanto, los futuros posibles e inexpresables, utópicos y de otro de tipo, son funciones de nuestro presente terrible e inexpresable; del mismo modo en que nosotres somos también funciones de la indecible totalidad dialéctica que los engloba, como a nosotres. Así, la apófasis se halla en el corazón no solo de nuestra realidad social, sino de nuestra agencia.

Dice An Yountae en The Decolonial Abyss [El abismo decolonial], al analizar el colonialismo y la esclavitud, que «el abismo encierra en sí lo inefable: tanto el dolor inefable de la herida colonial como el estado inefable del sujeto que vive en el presente suspendido, esperando a que se despliegue el futuro impredecible». Esperando y luchando: en la medida en que, en tanto que sujetos políticos, resistimos, lo hacemos en parte mediante el lenguaje. El lenguaje nos ata con símbolos: sin los cuales no podemos hacer, y/pero de los cuales nuestra política exige que entendamos que también van a fracasar. Los símbolos son, y deben ser, rebasados.

 

Una maravillosa alienación: la apófasis después de la elipsis

¿Y un más allá de lo decible más allá de la ruptura más allá de lo decible?

En 1962, en «Hombre alienado», donde entra en disputa con el marxismo, el poeta italiano Eugenio Montale cuestiona «una convicción más o menos explícita de que la incomodidad, el vacío interior, la imposibilidad de expresarse a uno mismo […] no son más que el producto de una forma de desajuste». Según este modelo, es la «alienación» (una palabra que, advierte justamente, puede significar muchas cosas; «demasiadas, de hecho») lo que nos cierra la boca. Aun insistiendo en que no se lea como quietud frente a la injusticia, Montale le lanza al marxista un aviso.

No hay nada que pruebe que una sociedad bien organizada […] y en un mundo que sea menos brutal y (aparentemente) menos ególatra que el actual, el individuo vaya a verse liberado de la sensación de angustia y […] de la incapacidad para comunicarse.

Ahora bien, Montale es, después de todo, un poeta de lo inexpresable para quien, según Clodagh Brook, «lo que está más allá de los límites de las palabras» puede que sea la salvación, «un futuro desconocido». Para él, en el cierre del poema «La primavera hitleriana», y no menos que para Chernishévski, es en la elipsis donde puede aparecer la redención política:

un alba que mañana por todos
de nuevo asome, blanca pero sin alas
de espanto, a las arenas agostadas del sur…

Para Montale, dice Brook, incluso la prerredención, en el ahora caído, «trae intermitentemente la revelación»: para y acerca de un mundo que no será enunciado, pues (trayendo a colación la intuición gramsciana/ottoiana) «las totalidades están fuera del alcance de lenguaje». Su prevención acerca de que un mundo posalienado pueda seguir siendo un mundo angustiado, inexpresable, encierra la angustia de que puede que eso no sea así, de que la redención pueda significar el fin de lo indecible. En la advertencia hay una esperanza oculta de que la advertencia sea innecesaria, lo innombrable obstinado.

 

Está claro que no podemos saber, y ningún miedo como este es razón —como deja claro el propio Montale— para hacer las paces con el poder.

Pero incluso aceptando el vínculo que establece Montale entre lo inexpresable y la «alienación», en uno de sus «demasiados» significados se indica una vía por la que lo innombrable prosigue más allá de la angustia social. Es con una torsión de ruptura con lo que según el místico del siglo XIII Enrique Suso el alma «entra en una secreta alienación innombrada y maravillosa».

Para Montale la respuesta más esperanzada por parte de un marxismo apofático, y la más rigurosa, consiste en no insistir en que efectivamente el comunismo vaya a erradicar lo inexpresable y en que eso es algo que estaría bien, sino en preguntar —solo puede ser una pregunta— si el derrocamiento del capitalismo puede disminuir la angustia, sí, ¿pero ensanchar la parte de lo indecible dentro de la vida social, precisamente al elevar al ser humano?

Este podría ser el paso de una situación de alienación generalizada a otra de una maravillosa alienación generalizada.

 

Para Fluss y Frim, en su texto de 2017 «Dialectical Enlightenment», «insistir en que la gente decida —y en que efectivamente existe una respuesta correcta— no es ningún chantaje. O aceptamos un universo inteligible o lo rechazamos; o afirmamos una humanidad común o la negamos; o vemos la revolución social como necesaria o seguimos ciegos ante este hecho». La «inteligibilidad», la comprensibilidad y la decibilidad, a las cuales vuelven una y otra vez, son para ellos inextricables de una acción radical. Es «una corriente de pensamiento —afirman— que avanza desde un mundo inteligible hacia la emancipación total de la humanidad».

Este marxismo tan empecinadamente catafático tiene la gran ventaja de la claridad. Pero este modelo pone en juego el «hábito estático» de la lógica al que Jameson reprende. La racionalidad es algo más que racionalismo versus irracionalismo, por no hablar de que, en dicho modelo, más allá de los límites del primero, florece ese anverso peligroso. Si lo indecible es una reprobación de la parte reduccionista, de ello no se deriva que sea función de la contraparte oscurantista.

El estudio de Rudolf Otto se subtitula (lo que le añade más énfasis) «Sobre lo no racional en la idea de lo divino» —y, podemos añadir, sobre lo inefable en un sentido más general— «y su relación con lo racional». En su prólogo a la edición en inglés subraya que al centrarse en lo «no racional», o lo que él llama, felizmente, «lo suprarracional», no «quiere por consiguiente alentar en modo alguno la tendencia de nuestra época hacia un extravagante y fantástico “irracionalismo”, sino más bien enfrentarse a ello en su forma mórbida». No se anda con paños calientes con lo irracional y dice que es «el tema favorito de todos aquellos que son demasiado perezosos como para pensar o que están más que dispuestos a eludir la ardua tarea de clarificar sus ideas y cimentar sus convicciones sobre una base de pensamiento coherente». Por lo tanto, lo no racional o lo suprarracional es su heurística para llevar a cabo «un intento serio de analizar de manera aún más exacta el sentimiento que queda cuando el concepto fracasa».

Ese fenómeno ocurre. Merece que se lo investigue. Y aunque no quedará totalmente explicado, es una negligencia, de racionalismo binarista, poner excusas para no hacerlo.

Aunque sea de manera instrumental, estos esfuerzos por un desencantamiento de la izquierda —como afirman Fluss y Frim de forma reveladora, por desplazar «el misterio y la espiritualidad que definieron el periodo medieval»— no resultan mucho más atractivos que un socialismo que se tome en serio la espiritualidad —el misterio—. Según lo formuló Seymour bellamente: «La capacidad de encantarse, obtenida con esfuerzo en mundo amargo, es un pretexto más plausible para la justicia».

 

El alma
dicen algunos que es un lujo burgués, lo que demuestra
un extraño desconcierto sobre el alma y la burguesía.
DAVID GASCOYNE, «Un errante»

Predecir o tener la esperanza de que lo numinoso fuese a desaparecer más allá del capitalismo, en un comunismo pleno, es una posición de fe. Que como mínimo quedaría totalmente transformado, psicológica y socialmente, no es algo que esté en duda. Pero incluso en unas condiciones en las que hasta el último resto de creencia teísta haya llegado a su fin —un suceso que además, a pesar de la más optimista fe de la izquierda en el Marchitarse de la religión, es perfectamente cuestionable—, de ello no se sigue que el excedente psicológico, lo que está más allá, lo indecible, vaya a volverse decible. Ninguna predicción de este tipo ha sido rigurosamente argumentada y tampoco es deseable prima facie.

No es improbable, digamos, que el ser humano en su pleno florecimiento sea muchísimo más capaz de emocionarse, de ser sensible ante lo sublime y de que ello le afecte —las vistas desde un acantilado, una obra de arte, momentos que a nosotres, que tenemos los sentidos oprimidos-obturados, apenas se nos quedan grabados como algo ni siquiera estético—, que el ser humano alienado. Y tampoco es improbable que esa persona no vaya a ser mucho más capaz de abarcar con palabras la totalidad de esos fenómenos.

Lo inefable que ofusca y oprime debe ser y será suprimido: lo indecible que libera y enriquece podría —debería— florecer.

Keller desenreda de manera elegante y vital elementos tan distintos como el «misterio» y el «misticismo» que la Ilustración Radical de la Continuidad mezcla. La ruptura, según subraya ella, debe ser «una emancipación del misterio respecto de la mistificación».

 

Coda hesicástica: para un comunismo del silencio

Cada cuerpo que queda en esta tierra tiene una idea particular del paraíso.
CAROL SHIELDS, La memoria de las piedras

Durante mucho tiempo la izquierda ha defendido contra los embustes a propósito de una homogeneidad gris y desvaída que el socialismo será como un carnaval. Colorido, estrepitoso. En tanto que tiempo de reconstrucción, contestación y debate, los días primeros de una redención combinada y desigual, efectivamente resulta imposible imaginarlo no estando repleto de sonido. ¿Más allá de ello?

Hay para el silencio —¿para qué no la hay?— una teología política. Silentium. 2 Esdras 7,30: llegado el momento mesiánico, «el mundo regresará a su silencio primitivo».

No podemos eludir los mitos políticos por razones impecablemente apofáticas; como dice Roland Boer acerca del comunismo cristiano: «hablar el lenguaje del mito, pues se nos queda corto el lenguaje propio de lo que aún no ha sido experimentado o de lo que se pueda llegar a conocer». Por supuesto, el mito es peligroso e irremediable, reacción e inspiración radical, a veces al mismo tiempo. Con precaución, pero no podemos no darle uso.

El capitalismo es catastrófico, agotador, brutal, bastante implacable, no nos da ni un respiro y hace muchísimo puto ruido. Cómo no iba a haber para quienes el mito que nos mantiene en la pelea, plenamente conscientes de que no sabemos lo que será, de hecho, lo que sea, por escandaloso que sea, lo que el después que tan desesperadamente necesitamos pueda ser, el deseo que nos lleva a valernos de los saberes de las palabras y de los silencios que tienen dentro y más allá, es por la calma de lo profundo, de piedra, un coro que todo él habla ese silencioso lenguaje subterráneo, una abstracción definitiva, silencio más allá del silencio silente como decían los gnósticos, pero dejando a un lado las herejías, por el silentium, simplemente para tomar aire y no oír nada, por el propio silencio. Para, escucha. Selah.

* Esa última parte de la referencia a Lo santo difiere de la traducción publicada en castellano, donde la «crucial advertencia» no aparece, para aproximarse más al texto que Miéville cita en inglés. (N. del T.).

Este ensayo apareció originalmente en la revista Salvage, n.º 6 (noviembre de 2019)