Saltar al contenido
Portada » Blog » Rastros de fuego

Rastros de fuego

Lara Alonso Corona ||

 

La historia del arte es la historia de la conflagración intencionada.

En octubre de 1860, durante la Segunda Guerra del Opio, tropas británicas y francesas recibieron la orden de «destruir completamente» el Yuanmingyuan o Antiguo Palacio de Verano. El palacio tardó tres días en arder, durante los cuales los soldados saquearon su exquisita colección de arte. La acción fue criticada como bárbara desde el primer momento, incluso por el propio Victor Hugo, que albergaba esperanzas de que Francia algún día se sintiera avergonzada y devolviera las piezas robadas. A pesar de todo, hoy en día los expolios del Yuanmingyuan se hallan dispersos en cuarenta y siete museos del mundo, incluido el muy popular Victoria and Albert de Londres.

Una de las consecuencias más positivas de la oleada de protestas ecologistas organizadas en museos que hemos presenciado en 2022 es que ayudaron a cuestionar esa asunción, no ya del museo, sino de todo el arte como lugar inocente, desprovisto de prejuicios políticos, puro y por tanto de «todos» (en cuanto a «solo de algunes»). A pesar de la larga historia de protestas en museos, esto es algo que tenemos que recordar, y recordarnos, cada cierto tiempo.

Porque el museo nunca ha sido inocente: su propio nacimiento está unido al imperialismo y por lo tanto al extractivismo colonizador, al espacio del genocidio y el robo. Y ha sido a menudo el medio para blanquear a los causantes, a las ideas (de nación, cultura, bonanza económica) que los propelen. Ese mismo imperialismo que saqueó palacios y lo llamó cultura es el que hoy expropia a los indígenas y quema sus bosques y lo llama progreso. La crítica de que el museo no es el «lugar adecuado» para reivindicaciones de tipo ecológico pretende borrar la conexión entre el museo de arte —hijo de la Ilustración, de ese «progreso» que tanto fuego ha provocado— y la destrucción capitalista del planeta. La complicidad entre lienzo y fuego.

Después de Victor Hugo, el entusiasta de las barricadas, vendrá Walter Benjamin a avisarnos que todos los bienes culturales tienen una procedencia en la cual no se puede pensar sin horror. Y si más tarde John Berger nos habla de la pintura al óleo como símbolo de la emergencia de la clase burguesa e indisociable de ella, W. G. Sebald nos habla de la «estrecha relación entre la historia del azúcar y la historia del arte». Piensa en tu museo favorito, en tu pieza de arte favorita y en dónde se alberga, y probablemente sea posible seguir el rastro de sangre que la trajo hasta esa ala del museo, donada por una compañía petrolera; esa sala nombrada por una farmacéutica que ha envenenado a toda una generación (del opio que destruyó Yuanmingyuan al opio que está destruyendo las zonas mineras americanas); ese marco que muchos dicen  que vale más que los intentos colectivos por atajar la crisis climática.

En Culture Strike: Art and Museums in an Age of Protest, Laura Raicovich habla del final del mito de la neutralidad de nuestros espacios culturales y de cómo la idea de que el arte es «lo humano», en abstracto, se ve desmentida en el momento en que una persona que no sea un varón blanco de clase alta y cierta educación se encuentra frente a una colección de obras cuya «humanidad» no la incluye a ella.

Es esta insistencia en lo «común» del arte, en su supuesta pertenencia a una «raza humana» en abstracto, lo que lo une a la visión simbólica más extendida que se tiene sobre los entornos naturales como aquello que no pertenece a nadie; hasta el punto de que incluso les activistes por la conservación del planeta participan de este discurso. Ambas son nociones (voluntariamente) engañosas. Un paisaje hermoso tampoco es un lugar inocente. La escritora filipino-americana Elaine Castillo, al presenciar durante un paseo el espectáculo de un bosque de abetos de Douglas, especie invasora y destructiva en el ecosistema de Nueva Zelanda, reflexiona sobre cómo el concepto de «belleza natural» no es ni universal ni neutro, sino que está ligado a historias de colonialismo y explotación. Como un cuadro, como un museo, un bosque puede ser testimonio del fuego, y puede que el bosque no nos deje ver las cenizas.

Y, sin embargo, rara vez el arte llamado de «protesta climática» proviene de las comunidades más afectadas por los desastres ecológicos, y la emergencia de modelos de crear y compartir arte producidos en las comunidades indígenas y colonizadas no tiene el eco que debería. Las ferias de arte y bienales que elogian o patrocinan estas iniciativas siguen haciéndolo desde los territorios ocupados, de Aotearoa a xučyun, en eventos cuyas buenas intenciones no justifican su huella de carbono.

Puede que, al situar las protestas climáticas dentro de los museos, podamos trazar más claramente esta línea entre lo supuestamente «neutral» y «universal» del arte y sus instituciones, y su complicidad con los procesos ecocidas, cuyas consecuencias son concretas, conocidas y despreciadas. Un planeta ardiendo, dice una popular consigna del ecologismo actual, no puede acoger obras de arte. También habría que hacer el recorrido inverso y recordar que el fuego, que es el mismo, ya acabó con Yuanmingyuan, para traer sus tesoros a nuestras vitrinas.