Héctor Tejero
Hubo un tiempo en que parecía que la política no importaba mucho, que era un simple reflejo de poderosas fuerzas económicas o un paripé que escondía el juego de los tecnócratas, pero ante la amenaza civilizatoria que supone la crisis ecológica la política se vuelve crucial para evitar la catástrofe. Por eso, ahora más que nunca necesitamos un «realismo climático» entendido como una forma de pensar la política climática que se mida por su capacidad de intervenir en el mundo, por sus consecuencias tangibles, y no solo por la evidencia científica ni por la necesidad moral que respaldan sus propuestas.
El realismo climático implica actuar en política como si realmente nos creyéramos que el fin del mundo es posible. Significa estar en política dando más importancia a ser capaces de transformar la realidad que a tener razón. No es un realismo derrotista que se contenta con lo que se puede hacer de manera inmediata o, peor, que piensa que la transición ecológica ha ido demasiado lejos. No es tampoco un realismo que se rinde al cinismo, al posibilismo o al autoritarismo. No se trata de abandonar nuestros principios ni tampoco es una excusa para justificar cualquier medio ante el posible fin del mundo que habitamos. El realismo climático no renuncia a nada, simplemente nos exige tomarnos en serio que la crisis climática implica la necesidad urgente de cambiar las cosas y actuar en consecuencia.
Hay una gran diferencia entre decir lo que debería hacerse y tener una estrategia y el poder para hacerlo posible. Demasiado a menudo, en la izquierda nos conformamos con enunciar lo primero sin plantearnos igual de seriamente lo segundo. La política climática no puede permitirse quedarse en la repetición constante de lo que en teoría es necesario o de lo que aparentemente es imposible porque esa insistencia en la denuncia moral o en el diagnóstico correcto corre el riesgo de convertirse en una forma de consuelo intelectual.
Dada la incertidumbre radical inherente a la política, el realismo climático no consiste tanto en descartar a priori propuestas por imposibles como en exigir que esas propuestas se pregunten por los actores que pueden empujarlas, por los intereses que pueden alinearse en torno a ellas, por las narrativas que necesitan activarse y por los escenarios en los que pueden prosperar.
El realismo climático exige atención a los detalles prácticos: ¿cómo intervenimos en esto? ¿Dónde están los puntos de apalancamiento? ¿Qué políticas han funcionado en otros lugares y por qué? ¿Qué coaliciones podrían ser viables? ¿Qué marcos movilizan? ¿Qué palabras y qué acciones abren puertas y cuáles las cierran? El realismo climático no nos exige asegurar que nuestra propuesta vaya a ser capaz de transformar la realidad, eso es imposible, pero sí al menos que venga acompañada de un plan de acción para lograrlo en los plazos reconocidos por la ciencia en sociedades como las nuestras.
Necesitamos un realismo climático por dos motivos. El primero y más importante es que, como dice Xan López, la crisis climática supone el fin de la paciencia. Hoy es más importante que nunca conseguir alterar, aunque sea pocos grados, la trayectoria de colisión de nuestra sociedad contra los límites planetarios.
En segundo lugar porque la ciencia climática y la izquierda comparten un vicio de origen similar por ser dos hijas de la Ilustración. La izquierda tiende a un racionalismo que privilegia el análisis, la comprensión profunda de las estructuras y la elaboración de marcos teóricos sólidos y coherentes. Una tendencia acentuada desde la derrota del movimiento obrero de masas y la consecuente sobrerrepresentación de la academia. La ciencia climática privilegia un racionalismo que confía demasiado en el poder transformador de la evidencia científica por sí misma, en la superioridad del dato frente al relato a pesar de que, irónicamente, toda la evidencia científica en el campo de la comunicación y la psicología muestra precisamente que relato suele matar a dato.
Ni la evidencia científica ni la coherencia teórica ni la comprensión adecuada de un fenómeno garantizan la posibilidad de cambiarlo. Y, en ocasiones, su búsqueda puede acabar siendo una coartada para la impotencia. Frente a esta tendencia necesitamos más pragmatismo, más experimentalismo y más voluntad de intervenir aun cuando el terreno esté lleno de incertidumbres y ambivalencias. Dicho de otro modo: enfrentado a una partida de ajedrez a medias, el realismo climático no desprecia saber cómo hemos llegado a esas posiciones, pero sí prioriza descubrir las reglas y pensar los movimientos a partir de ese instante.
Esto no es una crítica externa. Nadie está libre del impulso a hacer el análisis más novedoso, de la tentación racionalista por la teoría más elegante o de limitarse a enunciar la lista de lo que es moral o científicamente necesario. Dice Mariana Kaba que la esperanza no es una emoción sino una disciplina, y lo mismo puede decirse del realismo climático. Este implica obligarse a leer constantemente el terreno contradictorio y pedregoso de la coyuntura actual, a primar la transformación del mundo sobre su comprensión y, también, a ajustar constantemente entre fines infinitos y medios que se empeñan en ser finitos.
Hay una esperanza que descansa en la convicción de que conocer mejor el mundo es la clave para cambiarlo. Y otra esperanza que nace del trabajo persistente de quienes entienden que una buena explicación no basta, sino que hay que construir y empujar desde dentro de lo posible sin perder de vista lo necesario. Una esperanza se contenta con saber; la otra, insiste en poder. La primera se detiene en el diagnóstico; la segunda es una disciplina de la acción, una práctica. A esa segunda esperanza la llamamos realismo.
Héctor Tejero es responsable de Salud y Cambio Climático en el Ministerio de Sanidad.