Violeta Garrido ||
En aquellos pliegos de papel que hoy conocemos como Tesis sobre la filosofía de la historia, Walter Benjamin había dejado escrito que, ante todo, el materialismo histórico ha de encargarse de fijar una imagen del pasado tal y como se nos presenta en los instantes de peligro. Una de las lecciones más valiosas que nos legó el pensador alemán tiene que ver con la idea de que el tiempo posee un grado de autonomía tal que lo hace susceptible de ser manejado políticamente, tanto con fines emancipadores como con fines regresivos. La tarea del historiador materialista, entonces, no pasa solo por perseguir el conocimiento de lo que de hecho ha acontecido, sino por defender estos acontecimientos históricos de la apropiación instrumental por parte de las clases dominantes. Esa instrumentalización puede darse en la forma de una distorsión de los hechos o de una omisión deliberada que acabe resultando en una cierta amnesia colectiva. Frente a las visiones de la historia que proponen imágenes clausuradas del pasado, Benjamin oponía la voluntad de construir o reconstruir ese pasado atendiendo a los intereses de los dominados, cuyas voces han estado tradicionalmente silenciadas. En cierto sentido, lo que Benjamin proponía era manipular la historia, pero no para producir un engaño, sino para hacer prevalecer, mediante una suerte de intervención «manual», las realidades que permanecían opacadas en los relatos de los vencedores. Según explica Enzo Traverso en Melancolía de izquierda, lo que caracteriza a la visión marxista de la historia es que inscribe los acontecimientos del pasado en la conciencia histórica a fin de proyectarlos hacia el futuro, instituyendo así una suerte de «memoria estratégica» que se alimenta de las luchas emancipatorias pretéritas para hacer combustionar los proyectos sociopolíticos de transformación. Durante mucho tiempo, y especialmente en los momentos cenitales de la ofensiva neoliberal, esa visión antiteleológica y utópica de la historia se ha clausurado, y en su lugar ha emergido una temporalidad «presentista» que ha desechado por completo la idea de que el pasado pueda constituir un principio de movilización política.
Aunque sin duda la crisis ecológica apabulla por sus dimensiones físicas, sociales e incluso antropológicas, no es la primera vez que la humanidad se ha enfrentado a «instantes de peligro», por tomar la expresión de Benjamin, a condiciones que aparentaban ser insuperables o que ponían en entredicho de alguna manera la continuidad de las sociedades tal y como se conocían hasta entonces; momentos que, más tarde, las clases dominantes explicaron a su conveniencia. Pensar lo contrario tal vez sea la consecuencia narcisista de una deficiente memoria histórica. Ocurre que, como dijo Marx, la humanidad solo se plantea los problemas que puede resolver en cada momento histórico: cada uno de esos acontecimientos desafiantes superaba objetiva y subjetivamente a los anteriores y exigía una creatividad política sin precedentes. Esa es, en definitiva, la ley de hierro de la dialéctica. En todas esas ocasiones, lo más granado del pensamiento socialista ha «inventado» respuestas para tratar de convertir esos sucesos potencialmente calamitosos en posibilidades revolucionarias. Nuestro tiempo nos conmina con urgencia a rehabilitar esa memoria estratégica con el objetivo de que las enseñanzas del pasado contribuyan a la construcción de una sociedad liberada de la premisa de la acumulación ilimitada de valor, lo que hoy implica hacer frente a la crisis climática y las que la acompañan. Otros paradigmas de la memoria, anclados en el duelo y en el temor ahistorizante que les suscita una eventual compulsión a la repetición, instan histéricamente no reiterar los «errores» cometidos en el pasado, sin precaverse de cuáles son los mecanismos estructurales que dominan la reproducción social que hacen que ciertos hechos se repitan una y otra vez como patrones al margen de la voluntad o de la conciencia. La pregunta que cabe hacerse no es —o no solo— «qué no debe repetirse», sino sobre todo «qué se repite» positivamente del «pasado» en nuestro presente y cómo las interpretaciones que ya advertían de la machaconería del orden social capitalista pueden inspirarnos a combatirlo en sus, quizá —ojalá—, últimas intentonas de ampliación.
Las derrotas de clase salvaron al marxismo
Étienne Balibar propone una lectura de la génesis de El capital que no suele ser muy habitual. Comienza recordando algo básico: que Marx construyó una racionalidad pionera. Lejos de inspirarse en la de la mecánica, la de la fisiología o la de la evolución biológica, tan en boga en su época, esa racionalidad tomaba la lucha de clases como modelo. Era dialéctica porque instauraba una lógica o una forma de explicación específicamente adaptada a la intervención de la lucha de clases en el tejido mismo de la historia. Con ese posicionamiento teórico se alcanzaba también una clarividencia enorme con respecto a los límites y a las aporías con las que se topaba el propio proyecto en la práctica. En su enfrentamiento con Proudhon, Marx había utilizado la expresión «La historia avanza por el lado malo», queriendo con ello impugnar la visión moralizadora y optimista de la historia —y, en ese sentido, conformista— del hegelianismo puro; los valores de la libertad y de la justicia social no se imponen en la historia simplemente en virtud de la universalidad que se dice que representan. La razón intrínseca y la excelencia de los ideales no son condición suficiente para que se conviertan en hegemónicos, del mismo modo que la adquisición de conciencia «científica» sobre las desastrosas consecuencias del cambio climático no basta para motivar en el plano ético un proyecto que lo supere.
Es tan célebre como inquietante la escena final del Galileo de Bertolt Brecht, en la que Andrea Sarti, el protegido de Galileo, se dispone a sacar de Italia un manuscrito para evitar que caiga en manos de la Inquisición. En su huida, observa que unos chicos están arrojando piedras contra la casa de una anciana, de la que no han visto más que sombras pero de quien dicen que es una bruja. Andrea se acerca al grupo y alza en brazos a uno de sus miembros para que mire a través de la ventana y se percate de que aquella a la que llaman «bruja» es tan solo una mujer que está en la cocina preparando la cena. Qué perspicaz es Brecht: consigue encarnar el acto de la ciencia, el paso de la ignorancia al conocimiento, en el sencillo gesto de aupar a un niño. Pero la escena no termina ahí. Mientras embarca en el navío que le permitirá depositar el manuscrito en un lugar seguro, Andrea se da cuenta de que los chicos están volviendo a toda prisa a la casa para matar a la bruja. Nada puede contra lo que Althusser denominaba «la fantasía de la omnipotencia de la verdad».
Por eso no sorprende que cada vez sean más comunes las expresiones de lo que Jacob Blumenfeld denomina, siguiendo a Naomi Klein, «barbarismo climático» (algo que otros han preferido bautizar más brutalmente, quizá de modo errado, como «ecofascismo»): adaptaciones regresivas a la crisis climática que, en el curso de desarrollo de sus políticas antiigualitaristas, incluyen e incluirán algún grado de darwinismo social, de xenofobia, de negacionismo y de proteccionismo. En 1846, Marx quiso recordarle a su interlocutor francés que son el enfrentamiento de intereses, la violencia de las crisis y las revoluciones, y no la brillantez de los principios, lo que hace «avanzar» la historia. Esta crítica llevaba aparejada una toma de posición ética y política: Marx eligió no ignorar el sufrimiento y la ruina de este «avance por el lado malo», que afectaba en la forma de relaciones de dominación y de explotación a grandes masas de seres humanos y no humanos. Lo que había que hacer, precisamente, era explicitarlas; rasgar el velo fetichista que las recubría y mostrar que no había nada «natural» en ellas, y para eso era necesario construir un aparato teórico complejo, conformado por algo distinto a una suerte de teodicea de la razón universal.
El barbarismo climático se caracteriza por que, a la inversa, opta en sus expresiones políticas por mostrarse indiferente ante la situación de las poblaciones más vulnerables. Lo cual, por otro lado, ni siquiera es posible achacarlo a la «estructura ética perversa» consustancial a la economía fósil, que, según Andreas Malm, basa su éxito en el hecho de que los perpetradores de la violencia ecológica, que suele ser acumulativa y no inmediata, no se encontrarán jamás cara a cara con sus víctimas, posteriores en términos generacionales; eso acaba produciendo una película ideológica de distanciamiento y de sensación de impunidad que suele ser coherente con la lógica impersonal que predomina en las sociedades regidas por lo que se denomina la forma-valor. El barbarismo climático reconoce bastante abiertamente los efectos del cambio climático en el presente, cuya contundencia, por otra parte, dificulta cada vez más la articulación de un negacionismo total; pero, en su adaptación a esos efectos, se desentiende de aquellos individuos o colectivos que no forman parte del grupo interno preferido, lo que puede desembocar en cascadas potencialmente infinitas de violencia y de desprecio.
* * *
La hipótesis de Balibar en ese original análisis es que Althusser acertó parcialmente con el concepto pero erró en el número: además de la famosa «ruptura epistemológica» de 1845, hubo al menos otras dos rupturas motivadas por sucesos adversos. Cada uno de ellos exigió que el marxismo se repensara a sí mismo y se armara teóricamente para combatir de modo distinto los nuevos desafíos. En la década de los sesenta, Althusser había argumentado que, a partir de 1845, los intereses de Marx se desplazaron de manera irreversible: las relaciones sociales (y no los individuos tomados aisladamente) surgieron como los verdaderos agentes de la Historia. Tanto si se está de acuerdo con esos «cortes» como si no, en ese planteamiento subyacía la idea de que lo nuevo siempre debe abrirse camino en las «condiciones» de lo antiguo, después de que se haya producido una ruptura política; pero, también, de que lo antiguo debe provocar un cortocircuito en lo más reciente, para utilizar sus resultados teóricos «a contracorriente».
El estrepitoso fracaso de las revoluciones de 1848 refutó el tono optimista que se exhibía apenas unos meses antes en El manifiesto comunista. El alineamiento de una parte de los socialistas franceses con el bonapartismo y la «pasividad de los obreros» ante el golpe de Estado revestían una significación particularmente desmoralizante. A partir de entonces se definió un programa de investigación sobre la determinación económica de las coyunturas políticas y de las tendencias prolongadas del cambio social: el monumental proyecto de crítica de la economía política que, en 1867, sería testigo de la publicación del libro primero de El capital, en el que se percibe la voluntad de una revancha sobre el capitalismo gracias al desvelamiento de sus mecanismos secretos.
La siguiente crisis la inauguraría la fallida Comuna de París en 1871. Por segunda vez en veinticinco años se ponía de relieve el desarrollo imprevisible de la historia, con sus efectos regresivos y su tremendo coste humano. El estallido de la revolución proletaria en Francia (y no en Inglaterra) se «oponía» al esquema «lógico» de una crisis originada en la propia acumulación capitalista y su derrota mostraba la desproporción de la relación de fuerzas entre burguesía y proletariado. Pero Marx lo afronta: en esta ocasión propone una nueva doctrina para fortalecer la organización de las clases dominadas, la dictadura del proletariado; «liquida» la Internacional, e interrumpe la redacción El capital para dedicarse a otras tareas. En fin, a pesar de lo trágicas que resultaron, esas derrotas de clase robustecieron y refinaron el marxismo. Su ascendente en los procesos políticos de las primeras décadas del siglo xx no exige comentario. O tal vez solo uno: se conoce que Gramsci describió justamente la revolución rusa como una revolución contra El capital. La crisis ecológica, que bien puede entenderse como nacida de una serie de derrotas de clase —o explicitada a partir de ellas—, es otra de esas coyunturas que nos brinda la oportunidad de demostrar el componente vivo y políticamente fértil del marxismo como herramienta, capaz de volverse contra sí mismo como tradición.
De qué hablamos cuando hablamos de la barbarie
En el arranque de Historia y conciencia de clase György Lukács describía lo que orgullosamente daba en llamar el «marxismo ortodoxo»: este no consistía en la repetición dogmática de unas tesis determinadas; era, exclusivamente, un método particular de observación de la realidad que atesoraba el objetivo último de transformarla. La siguiente generación de teóricos socialistas también tuvo que adaptarse al menos a dos importantes crisis: lo que podemos nombrar como la «crisis civilizatoria burguesa», de la que informan especialmente los trabajos de Rosa Luxemburgo y del propio Lukács, y el fascismo. Para los revolucionarios de la época de Lenin, la guerra no era un destino para Europa, sino que fue el resultado de la capitulación en agosto de 1914 de la socialdemocracia internacional ante la «orgía sangrienta» de la burguesía, para utilizar los términos de la propia Luxemburgo. Hace tiempo que el movimiento ecosocialista se ha venido apropiando, con variaciones, del lema «Socialismo o barbarie» que Luxemburgo popularizó originalmente en el folleto «La crisis de la socialdemocracia alemana». Aunque hoy pueda existir la tentación de hacerla pasar por una consigna plana de tintes colapsistas, un análisis escrupuloso del contexto histórico que la vio nacer revela que no era solamente una frase «con gancho» ni representaba un sometimiento simbólico al devenir ineluctable de la historia; condensaba, por un lado, un estudio brillante sobre las tendencias destructivas de la ley del valor y, por otro, un llamamiento a que el proletariado se hiciese de una vez por todas dueño de su propio destino. En aquel panfleto, Luxemburgo combatía con las herramientas que tenía a su disposición el fatalismo histórico: es cierto que hay mecanismos estructurales a partir de los cuales se puede explicar el desarrollo histórico, pero este no se produce al margen del proletariado, que es en igual medida su motor y su causa, su producto y su resultado. En otras palabras: es posible (y deseable) intervenir en el curso de la historia, codeterminarlo mediante la acción organizada y la planificación. En cuanto a las estructuras objetivas de la vida social, es bien sabido que Luxemburgo no conocía los Grundrisse, pero era una ávida lectora de Engels y ante todo una pensadora excepcional. En su Introducción a la economía política supo caracterizar la secuencia de modos de producción en la historia de manera rica y variada sin caer en el socorrido esquematismo evolucionista. Y, sobre todo, explicó el doble componente de la guerra en la economía capitalista. En primer lugar, la ley del valor exige constantemente nuevos mercados para exportar tanto mercancías como capital. Pero, en segundo lugar, las crisis insisten en aniquilar capital «ocioso» derivado de la sobreacumulación de beneficio. Esa era, en efecto, la barbarie que había desatado la guerra imperialista y de la que ningún Estado podía sustraerse. La política imperialista era la consecuencia de un determinado grado de maduración en el desarrollo mundial del capital, un fenómeno internacional por naturaleza.
La crisis ecológica es una barbarie en el mismo sentido en el que lo fue la guerra: igualmente internacional, igualmente consecuencia del automatismo ciego que impone la autovalorización del valor. Como ya han argumentado muchos investigadores, son los mercados capitalistas y no otros los que posibilitaron, por ejemplo, la explotación sistemática de los combustibles fósiles. Bajo la presión permanente de un aumento de la productividad y del beneficio, el carbón ofrecía, entre otras cosas y frente a otras fuentes de energía, la posibilidad de centralizar tanto la producción como a la propia fuerza de trabajo, y por tanto de incrementar la producción al regular artificialmente los tiempos de trabajo mediante la reivindicación de mayores niveles de plusvalía absoluta. Así, a cada nuevo ciclo de acumulación le corresponden en general parcelas de naturaleza más y más grandes (y no solo mayores cuotas de combustibles fósiles).
En Historia y conciencia de clase se razona que, por su posición como clase dominante, la burguesía se encuentra epistémicamente limitada para comprender en toda su amplitud el proceso económico que acabo de resumir. El término «reificación» tiene para Lukács un significado preciso: el desarrollo económico se le aparece a la burguesía como un proceso externo a ella, resultado —cree— de mecanismos que en el fondo no la conciernen, que pueden explicarse por la intervención de poderes trascendentes y captarse a través de ciencias parciales. Esa es, en definitiva, la razón por la cual las clases dominantes y sus representantes políticos defienden que la economía es un mero asunto de gestión que la docilidad de unos tecnócratas adecuadamente escogidos pondrá bajo control.
Lo que Lukács concluye es que la burguesía está incapacitada para dirigir el proceso social porque no puede captar el sentido de la totalidad de un momento histórico dado y ofrece una explicación para tal fenómeno: la atomización a la que se enfrenta cada capitalista, que persigue sus propios intereses en el mercado competitivo, impide que esta clase penetre en el modo en que los intereses particulares se traban en un solo sistema, se le llame modo de producción o formación social. Salvando las distancias que haya que salvar con la obra de Lukács, tampoco hoy las clases dominantes, con sus aliados de las diferentes fracciones de clase, van a ser capaces de dar con una salida a la crisis climática en una dirección emancipadora para las mayorías mundiales (y esto último es lo verdaderamente relevante). Sus intereses conscientes chocan frontalmente con la necesidad de detener la imposición social de la producción por la producción; pero, aunque hipotéticamente no fuera así —aunque nos encontrásemos ante las clases dominantes más ecologistas y dialogantes que quepa imaginar—, su «inconsciente de clase» (llamémoslo así), generado en virtud de la posición de aquellas en el proceso productivo, seguiría obstaculizando la comprensión del modo de producción del cual son una parte fundamental, y por tanto limitando las respuestas que esas clases pueden ofrecer ante sus disfuncionalidades. Pero ni las posiciones de clase ni las barreras epistémicas asociadas son siempre completamente rígidas, por lo que las segundas tampoco son exclusivas de las diferentes burguesías del planeta: incluso las socialdemocracias contemporáneas más bienintencionadas, que plantean habitualmente el problema (o sus posibles soluciones) en términos de las elecciones personales de los consumidores, de la huella de carbono, de las emisiones individuales o de la «codicia» de las grandes corporaciones, ignoran, en sentido lukácsiano, los factores estructurales que conforman nuestra forma de vida económica. Desatienden (o postergan pragmáticamente) el hecho de que no es posible disociar la crisis climática de la base material de una sociedad globalizada en la que el trabajo productor de valor es el principio rector de nuestros lazos sociales. La destrucción ecológica no es exógena a la producción de valor, sino intrínseca a ella. De alguna manera, los programas de las fuerzas socialdemócratas dejan traslucir una considerable ceguera ante el «peligro» de la crisis climática que suele adoptar la forma de un optimismo insustancial y, en ese sentido, se alejan de la tradición política y teórica que concedía gravedad histórica a los acontecimientos que marcaban a cada generación.
Si bien está claro que los impuestos progresivos, los créditos de carbono, la forestación urbana o la redistribución de los bienes básicos y de la riqueza son medidas provechosas y positivas, es difícil que ellas combatan por sí solas la forma de gobierno impersonal del capital que está detrás de la debacle ecológica. No se trata de una crítica superficial o maximalista; es una constatación por la que es necesario y urgente transitar para poder configurar un programa político de clase (de mínimos y de máximos) que sea verdaderamente efectivo no solo en el corto plazo, sino también en el largo. Eludirla —expulsarla de nuestras discusiones cotidianas en aras de lo que en apariencia resulta más apremiante— solo conducirá a que esa cuestión teórica que exige una elaboración práctica reaparezca una y otra vez, en la forma de un retorno de lo reprimido, como algo que no se ha afrontado correctamente. De hecho, fue algo que no se supo enfrentar correctamente en la Unión Soviética y que tal vez esté en el origen de la mil veces nombrada «crisis del marxismo».
Freud pensaba que los contenidos inconscientes eran de alguna manera «indestructibles» y que por eso reaparecían cada cierto tiempo por los caminos desviados del retorno de lo reprimido; no sería exagerado afirmar que, análogamente, lo que Bellamy Foster denominó, inspirándose en Marx, «fractura metabólica» vaya a convertirse en nuestro trauma recurrente, «indestructible» en la medida en que no rompamos realmente con la lógica de la acumulación capitalista. Pero, como bien saben los psicoanalistas y cualquier profesional de la salud mental, que existan medios para hacer frente al trauma no significa que haya que someterse a tratamiento forzosamente. La terapia exige compromiso: requiere que el sujeto haga consciente lo inconsciente mediante acciones específicas, y eso es algo a lo que uno no siempre está dispuesto. En la mayoría de los casos, es perfectamente posible vivir una vida más o menos funcional sin atajar el trauma, de igual modo que es posible hacer política desoyendo las causas profundas de la fractura metabólica. La actividad política que se centra fundamentalmente en la reivindicación de una redistribución justa de los bienes posee una función similar a la de la represión o a la del trabajo elaborativo en el proceso terapéutico. La elaboración permite controlar o «domesticar» la energía desbocada de la pulsión derivándola a sublimaciones y a formaciones sustitutivas como el síntoma, y, aunque es condición necesaria, no es suficiente para acabar con el susodicho trauma.
Creo no estar simplificando en demasía la cuestión si afirmo que las represiones o las elaboraciones de tipo político que persiguen la imposición de una serie de valores o de normas moralmente «correctas» con las que limitar la acción destructiva de las poblaciones humanas sobre la naturaleza y sobre otras poblaciones humanas nunca llegarán a ser lo suficientemente poderosas como para detener de forma definitiva la autofagia (amoral) del capital, cuyas contradicciones volverán a emerger monstruosamente antes de lo que muchos piensan. No ganamos nada y perdemos mucho reduciendo este debate conceptual a los márgenes técnicos de la transición energética. La crisis ecosocial, entendida como la barbarie de nuestro tiempo, aparece entonces como la expresión sintomática más brutal de una fractura metabólica reprimida o no resuelta, que reclama, para su resolución emancipatoria, una política radicalmente opuesta al aplazamiento o la procrastinación.
Determinismo y exterminismo
Es preciso hacer, después de todo, una aclaración antideterminista. Como señalábamos respecto a Rosa Luxemburgo, la convicción de que en la realidad operan los impulsos abstractos y automáticos del capital no impugna la férrea creencia en la agencia de los sujetos y en las potencialidades de sus agrupamientos colectivos; y mucho menos si tenemos en cuenta el posicionamiento político de la propia Luxemburgo en el clásico debate sobre la huelga de masas que tanto ha desquiciado a los leninistas. Tampoco implica negar que la dominación del capital se encarna en los individuos, que tienen diversos grados de responsabilidad ante las situaciones en las que se ven envueltos. Ni, por último, quiere decir que haya que rechazar la existencia de elementos inesperados y de inercias difícilmente previsibles en la historia. El otro elemento constitutivo de la clásica disyuntiva planteada por Luxemburgo, tan de actualidad, puede leerse como una ardorosa apelación a tomar las riendas del propio destino. La «inevitabilidad» de la guerra fue el pretexto que utilizó la dirección socialdemócrata para apoyar los créditos, sin los cuales se argumentaba que sería imposible cumplir con la «defensa de la nación». A eso Luxemburgo le oponía la voluntad palpable de los trabajadores por evitar un injusto derramamiento de sangre. En un sentido amplio, el socialismo, como alternativa a la barbarie, no implicaba nada semejante a la realización de algún tipo de «paraíso terrenal», del que en realidad nada sabemos; en eso consiste, precisamente, la gravedad trágica del comunismo. Lo que Luxemburgo reivindicaba eran los criterios de racionalidad que la crítica de la economía política aporta a las formas de organización social de los seres humanos. Precisamente, el pensamiento socialista siempre se ha caracterizado por oponerse a la idea de que los seres humanos son instrumentos de circunstancias que actúan ciegamente. El paso del reino de la necesidad (del automatismo, del abandono a potencias superiores que arrasan con lo que encuentran a su paso) al reino de la libertad ha de producirse, por primera vez en la historia, en virtud de una acción consciente y decidida. Pero la mejor racionalidad marxista no puede operar en abstracto o vulgarmente sino al precio de su propio fracaso; debe adecuarse al objeto de análisis y asumir la posibilidad de la contingencia. En un momento en el que, de nuevo, parecía que el fin de la civilización se hallaba cercano, esta vez debido a la amenaza nuclear, la crítica de E. P. Thompson a la izquierda «inmovilista» de las décadas de los setenta y ochenta, que reducía la cuestión de la bomba atómica a las categorías tradicionales de la racionalidad marxista, nos enseña algo en ese sentido.
En «Notes on Exterminism, The Last Stage of Civilization», el historiador británico reconocía que, si bien las condiciones en las que vivimos están históricamente formadas y, por consiguiente, son susceptibles de un análisis racional, someterlas a una lógica excesivamente metódica nos lleva a pasar por alto los aspectos irracionales asimismo constitutivos de los sucesos. La guerra fría nuclear era un evento absurdo y no planificado por las élites que no se adecuaba fielmente al esquema propuesto por la teoría marxista del imperialismo, o, mejor dicho, por la divulgación que de ella hacía un determinado espectro de la izquierda, aquejada de cierta pereza intelectual y de una visión conservadora de la dialéctica de la historia. Generalmente esos foros atribuían las causas de la guerra fría a la voluntad perversa del imperialismo, por lo que resultaba posible analizar los sucesos sobre la base de la supuesta racionalidad —eso sí, malévola— del imperialismo y concluir, en la mayoría de ocasiones, que los movimientos militares de la Unión Soviética eran puramente «defensivos». Sin embargo, según Thompson, la coyuntura que podía llevar al conflicto nuclear no solo respondía al antagonismo entre potencias, sino que se producía en parte siguiendo una lógica recíproca e incluso regulada por normas convenidas. La guerra fría había inaugurado una dinámica interna —el «exterminismo»— que trascendía las diferencias entre los modos de producción. Al margen de sus diferencias, los modos de producción norteamericano y soviético se habían convertido en sistemas armamentistas: la organización del trabajo, de la investigación, de la vigilancia y del acceso a los recursos y a las técnicas se disponían en función de la producción y de la exportación de material bélico. En resumidas cuentas, el exterminismo designaba la irracional pulsión de muerte de un complejo socio-estatal que conducía a la continua acumulación y proliferación de sistemas armamentísticos con capacidad para exterminar civilizaciones enteras. Thompson explicaba que la carrera armamentística era «autogeneradora» en ambas partes del mundo y que tenía un carácter más inexorable del que pueden dar a entender las nociones de «lobby» o de «interés» militar. Hasta aquí todo parece suscribir la fórmula más general de la acumulación de valor, pero Thompson nos recuerda que la motivación por obtener beneficios no operaba en la Unión Soviética —a lo que cabría preguntarse: ¿seguro?—, de modo que la política de creciente militarización no debía de estar respondiendo enteramente a las fuerzas del mercado, sino que debía de estar viéndose alimentada por otras lógicas más irracionales. Pero acto seguido, en lo que podría parecer una aporía o un callejón sin salida, el autor reconocía la existencia de una poderosísima economía nuclear que era relativamente autónoma respecto de los avatares de la diplomacia.
En cualquier caso, pese a estos puntos ciegos, hay al menos dos cuestiones en las que ese texto nos resulta útil. La primera de ellas tiene que ver con cómo evitar la tendencia a la conspiranoia. Que, a ojos de Thompson, la escalada militar respondiera en buena medida a causas irracionales no quería decir que fuera consecuencia de una suerte de plan oscuro orquestado por las élites mundiales; más bien todo lo contrario, dado que estaba en juego algo tan grave como la aniquilación de la humanidad. Tampoco la crisis climática o las epidemias —dos heridas abiertas de la misma fractura metabólica— son un fraude de los científicos ni una confabulación del club Bilderberg. Las teorías de la conspiración son una expresión de escepticismo epistemológico profundamente nocivas y desmovilizadoras y no es casualidad que se multipliquen en épocas como la nuestra, marcadas por décadas de declive ideológico del marxismo. En cierto modo, son el envés de otra actitud que Thompson discute: la inclinación hacia la personalización excesiva, que disipa la imagen de conjunto. El exterminismo —y, de modo general, el marxismo, como he intentado mostrar— plantea que los acontecimientos sociales se cuecen en «ondas largas» y afectan colectivamente con independencia de la moralidad o de la voluntad de los sujetos activos en cada época. Pero, cuando estos sucesos impactan, requieren que las clases y los agentes sociales se pronuncien. Dice Thompson: «Esto no viene ahora al caso. Discutir de los orígenes, señalar a los santurrones o a los criminales, significa guarecerse de la realidad en el moralismo». No importa mucho si la «reacción» militar soviética era una causa secundaria: en el momento en el que se acepta participar en la escalada bélica es posible exigir responsabilidades. La crisis ecológica, aunque soliviantada por una minoría de ricos insoportable, no es ni su creación maléfica ni algo de lo que los capitales más pequeños o los habitantes del mundo occidental, en el que se producen la inmensa mayoría de las emisiones de gases de efecto invernadero, puedan desentenderse.
Como la liebre en la tormenta
En un párrafo especialmente perspicaz del artículo sobre los errores de la socialdemocracia, Luxemburgo afirmaba: «Sería una insensatez pensar que solo necesitamos sobrevivir a la guerra, como liebre que espera el final de la tormenta bajo el matorral, para proseguir después alegremente la antigua andadura». En lo personal, el tiempo le dio trágicamente la razón: sobrevivir a la guerra no protegió su cráneo de los culatazos mortales de los freikorps. En el plano colectivo, también: ya nunca más fue posible «proseguir alegremente la antigua andadura» y el viejo continente se abocó al fascismo y el mundo a otra guerra, pero también a los emocionantes procesos de descolonización. En nuestra época y en los países de los centros imperialistas, la liebre es quien solamente se confía a la «resiliencia climática» y a los mecanismos de adaptación a la crisis con la esperanza de poder seguir alimentando sus fantasías consumistas y espectaculares, sin percatarse de que no hay ni habrá ninguna antigua andadura a la que sea posible ya volver. Para esta liebre, «sus errores son tan gigantescos como sus tareas». Un debate políticamente productivo será aquel que, atendiendo a la manera en la que nos habla la tradición,
- se consagre a la discusión de las estrategias necesarias para poner fin a ese instante de peligro que representa la crisis ecológica causada por los mecanismos de la acumulación capitalista, y a las formas partidarias o de organización adecuadas para conseguirlo;
- sea capaz de utilizar con valentía la carga explosiva de una tradición tan rica como la socialista aunque sea a costa de inmolar los aspectos de la misma que resulten insuficientes o inadecuados para afrontar los retos que nos impone nuestro momento histórico;
- tenga como horizonte final un escenario de emancipación colectiva; es decir, una forma de organización de la vida en la que el proceso social no domine a los agentes sino que, a la inversa, permita que los agentes lo dirijan democráticamente, decidiendo las prioridades productivas de acuerdo con las necesidades colectivas y sin cebarse de los esfuerzos ajenos;
- sepa articular, para ello, un programa independiente, no sometido al arbitrio único de los ritmos electorales-institucionales ni desconectado de las necesidades reales de las clases trabajadoras.
Para bien o para mal no pierde vigencia aquello que dijo Sartre: «No perdamos nada de nuestro tiempo; quizá los hubo más bellos, pero este es el nuestro».