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Extramuros

El poder siempre ha sido la historia de los muros: los que delimitan, los que encierran, los que separan. Se nos dijo que la caída del Muro de Berlín marcaría el inicio de un mundo sin barreras, que el planeta devendría plano, pero desde entonces no han dejado de multiplicarse. Se alzan en las fronteras, blindando territorios; en las ciudades, fragmentando poblaciones; en el pensamiento, clausurando posibilidades. El signo de nuestro tiempo, atravesado por la emergencia ecológica, es una paradoja inquietante: en la era de la interconexión, la fortificación fronteriza se expande sin tregua. Hoy, lo global amenaza con convertirse en el escenario predilecto de la distopía: un lienzo donde los reaccionarios proyectan sus anhelos y los demás, sus pesadillas.

Pero el muro que realmente organiza nuestro presente no es solo el que se construye con hormigón o alambre de espino: es el que impide ver más allá de los límites de un mundo concebido en términos de soberanías aisladas, de policrisis fragmentadas, de soluciones parciales. Pensar «extramuros» no es solo mirar lo que hay al otro lado de esas fronteras, sino reconocer que la configuración del mundo pospetróleo no se define exclusivamente en las cumbres de Bruselas o Washington, sino también en geografías que, desde una ceguera autocomplaciente, apenas nos detenemos a observar. Esto es: la emergencia ecológica exige respuestas que trascienden los límites reales e imaginados del Estado-nación. En un orden poswestfaliano, la política climática no puede concebirse de manera unívoca, sino que se despliega en múltiples formas de transformación, mitigación, adaptación o resistencia.

Así, China se ha consolidado como un actor central en la descarbonización global, no a través de una ruptura con el viejo orden energético, sino mediante la reconfiguración de sus estructuras de poder. Con dos tercios de los proyectos eólicos y solares en construcción dentro de sus fronteras, su dominio en la fabricación de paneles, baterías y vehículos eléctricos refuerza su influencia geopolítica, pero también profundiza sus propias desigualdades: mientras las megaciudades del este se electrifican a un ritmo vertiginoso, las periferias del oeste y el sur soportan los costos ambientales de esta transformación.

En América Latina, la transición ecológica se disputa en el terreno de las políticas energéticas: en Colombia, con la decisión de frenar la expansión de la frontera fósil en un país donde el petróleo ha sido durante décadas la base de su modelo económico; en Brasil, con la tensión permanente entre la lucha contra la deforestación y un neoextractivismo que sigue prometiendo estabilidad y crecimiento, sin transformar, en realidad, las bases de su modelo.

En Oriente Medio, Arabia Saudí ensaya su propia diversificación energética sin renunciar a la matriz fósil que ha sustentado su poder: mientras construye ciudades utópicas en el desierto e invierte en megaproyectos de renovables para proyectar una imagen de modernización verde, afianza su control sobre la economía del hidrógeno y extiende su influencia en el mercado del litio.

En África, la crisis climática ahonda las cicatrices del colonialismo y convierte la tierra y el agua en frentes de batalla. En el Sahel, la desertificación avanza como un filo implacable, desarraigando comunidades y sembrando violencia donde antes hubo sustento. En Mali o Nigeria, la sequía no solo marchita los suelos, sino que aviva disputas políticas y reabre heridas poscoloniales. En el Sáhara Occidental, el Muro de la Vergüenza no solo separa familias: también quiebra el curso de los wadis, apagando los últimos alientos de verdor en el desierto.

La justicia climática no es solo una cuestión de emisiones y transiciones; también se dirime en territorios donde la ecología y la violencia son indisociables, donde el ecocidio y el genocidio operan como engranajes de una misma maquinaria de devastación. En Gaza, la guerra no solo se libra con fuego y metralla, sino contra la posibilidad misma de habitar: el agua deviene arma, la tierra es envenenada, la infraestructura energética reducida a escombros de manera deliberada. La destrucción ecológica deja de ser un daño colateral para convertirse en táctica de aniquilación.

Mientras tanto, los debates sobre las reparaciones internacionales comienzan a asumir la dimensión climática, reconociendo el impacto ambiental como la huella indeleble de siglos de extracción colonial: repararlo no se reduce a gestos simbólicos ni a ajustes parciales, sino que exige una redistribución profunda de responsabilidades en un mundo donde la crisis climática no solo refleja, sino que intensifica las desigualdades históricas y perpetúa las herencias del imperialismo racial.

Frente a la magnitud del desafío, no es necesario compartir una visión única del mundo que queremos construir para encontrar acuerdos que hagan más justa la arquitectura de nuestros pactos presentes. La lucha climática nos exige un universalismo distinto: no el de la homogeneización forzosa, sino el de una aspiración plural y diversa —no exenta de contradicciones— que converja en un horizonte común.

Nos exige, también, la construcción de un frente climático que trascienda fronteras, que conecte geografías diversas y articule una coalición poscrecimiento que vaya de Sudamérica al Sudeste asiático. Como escribe Olúfẹ́mi O. Táíwò: «Los colonizadores del mundo nunca se han confundido sobre la magnitud de sus ambiciones; ya es hora de que se encuentren con la horma de su zapato».

La esperanza, hoy, se construye «extramuros».

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