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Fracturas de la transición ecológica europea

Pablo Lapuente Tiana

Entre las muchas piezas que componen el Green Deal europeo, pocas han pasado tan inadvertidas como una directiva de título largo y complicado: la de diligencia debida en sostenibilidad corporativa, más conocida por su acrónimo en inglés, CSDDD. Esta norma, a caballo entre la protección medioambiental y los derechos humanos, recoge el impulso de la ola de protestas desencadenadas tras el colapso del edificio Rana Plaza en 2013, donde más de mil trabajadores murieron en una fábrica textil de Bangladesh. Aquel desastre, que salpicó a marcas como Benetton o Mango, expuso con crudeza cómo la deslocalización industrial facilita abusos laborales, explotación y daños medioambientales a lo largo de las cadenas globales de valor. Desde entonces, muchas marcas expuestas al escrutinio público empezaron a adoptar mecanismos voluntarios de supervisión de sus proveedores (lo que en términos jurídicos se llama «diligencia debida»). Algunos países, como Francia o Alemania, dieron un paso más allá y convirtieron esas prácticas en obligaciones legales. El CSDDD representó el intento de trasladar esa lógica al plano europeo, creando un marco común que convirtiera esos compromisos voluntarios en obligaciones jurídicas.

Sin embargo, la principal respuesta legislativa europea a esta situación pasó de puntillas por el debate público. Parte de esa invisibilidad se explica por su amplitud —incluye derechos laborales, impactos ambientales o gobernanza empresarial—, que no le permite un encaje cómodo en el ámbito de las políticas verdes. Esa amplitud dificulta su promoción entre el gran público, pero al mismo tiempo constituye su rasgo más distintivo entre las iniciativas verdes europeas, y es una de las razones por las que merecería mayor atención. A diferencia de los marcos regulatorios que buscan reducir emisiones o fomentar energías limpias, el CSDDD apunta a la estructura de la producción global. El CSDDD plantea una idea no desprovista de ambición: que las empresas europeas deban rendir cuentas no sólo por lo que ocurre en sus operaciones, sino también por lo que sucede en todos los eslabones de sus cadenas de valor.

Como quiera que fuera, el CSDDD puede hoy considerarse en vías de demolición. En 2024, como parte de la reforma del llamado paquete Ómnibus, el texto fue drásticamente rebajado. Una de sus modificaciones más visibles fue la eliminación de la obligación de las empresas de vigilar y rendir cuentas más allá de sus proveedores directos, justo donde suelen concentrarse los abusos laborales y medioambientales. Más recientemente, el Parlamento Europeo, bajo la presión del Partido Popular Europeo —que amenazó con pactar con la extrema derecha si los demás grupos del gobierno europeo se oponían—, acordó desvirtuarlo aún más. Lo que quedaba de la directiva sobrevivió sólo por la falta de consenso para derogarla por completo. Y, aun así, se ha sabido que grandes grupos industriales no pierden la esperanza y han intensificado recientemente su presión sobre gobiernos como los de Alemania y Francia para lograr una derogación completa.

En este contexto, llama la atención que una parte del capital europeo haya mantenido su apoyo a la versión original y más ambiciosa del CSDDD. En ella se cuentan importantes multinacionales, muchas agrupadas en asociaciones como FoodDrinkEurope o la European Brands Association. ¿Cómo puede ser que empresas como Nestlé, Unilever o Nike respalden una legislación diseñada para restringir su margen de maniobra y exponerlas a litigios? ¿Qué revela este respaldo? El apoyo al CSDDD puede deberse a diversas razones tácticas, condicionantes estructurales, factores sectoriales o regionales. Pero entre todos, hay tres elementos a destacar. Estas tres claves resultan útiles no sólo para entender este apoyo corporativo concreto, sino también para captar dinámicas más amplias.

Adaptación ante la crisis climática

Uno de los sectores cuyo apoyo al diseño original del CSDDD se ha mantenido más firme es el agroalimentario, por mucho que no sea un bloque homogéneo. Varias razones pueden explicar esta postura, pero muchas de ellas remiten de un modo u otro a los riesgos climáticos y medioambientales. El caso del cacao ofrece un buen ejemplo. Desde el inicio del proceso legislativo en Europa, grandes compañías chocolateras agrupadas en plataformas como la Cocoa Coalition —que incluye a Nestlé, Ferrero o Mars— han respaldado la directiva como parte de su compromiso con la sostenibilidad. Tras el anuncio del paquete Ómnibus, la Cocoa Coalition fue una de las primeras en reaccionar contra la dilución del texto, exigiendo a la Comisión Europea que no se modificara ni se retrasara su puesta en marcha.

Más allá de las propósitos amables, nada de esto implica que las compañías del cacao —o de otros sectores agroalimentarios— estén siendo ahora dirigidas por ecologistas o activistas de derechos humanos. El sector del cacao puede albergar razones más pedestres, ligadas a la rentabilidad a largo plazo de su actividad, que lo impulsen a preferir un marco regulado antes que la ausencia total de reglas. La crisis climática está transformando aceleradamente las condiciones de producción del cacao en amplias regiones del planeta: las enfermedades de los cultivos se multiplican, las cosechas se vuelven impredecibles y la estabilidad de las cadenas de suministro se ve cada vez más comprometida. Además, se ha documentado en los últimos años un aumento en el abandono de tierras destinadas al cacao, así como un proceso de diversificación o sustitución de cultivos por parte de los agricultores. Hay razones para pensar que, para el sector del cacao, la regulación europea no sería una carga, sino una herramienta para reforzar estrategias que en cualquier caso muchas empresas ya están poniendo en marcha.

Fragmentación y poder en la UE

La segunda dimensión tiene que ver con las tensiones en torno a la arquitectura institucional del capitalismo europeo. Algunas corporaciones, especialmente alemanas y francesas con operaciones transnacionales consolidadas, han realizado inversiones considerables para adaptarse a los estándares de diligencia debida y ven en la expansión del CSDDD la ocasión para obtener una ventaja competitiva. La erosión de la directiva amenazaría con reinstalar una lógica de competencia regulatoria entre Estados miembros, depreciando sus inversiones y reintroduciendo una grave incertidumbre jurídica. Desde su perspectiva, un marco europeo unificado a través de un CSDDD fuerte ofrecería ventajas para la acumulación de capital transnacional —reducción de costes administrativos, estabilidad jurídica y simplificación administrativa— que compensarían las imposiciones de la legislación.

Esta divergencia de intereses remite al interminable dilema de la Unión Europea: el conflicto entre quienes apuestan por un espacio integrado con reglas compartidas y quienes prefieren poco más que una suma de soberanías reguladoras. No todas las empresas responden igual a esta divergencia: algunas ven en la fragmentación la oportunidad de trasladarse a jurisdicciones más laxas, aprovechar las asimetrías normativas, negociar en terrenos favorables a sus intereses; otras prefieren un marco común y una mayor integración. Por supuesto, la mayoría de las compañías que apoyan una Europa más armonizada no aspiran a un superestado, sino simplemente a un entorno regulatorio predecible dentro del mercado único. En cualquier caso, estas diferencias entre las élites económicas se solapan con las tensiones políticas sobre las posibles direcciones de la Unión Europea en el futuro. Mientras Draghi o Letta reclaman más competencias a nivel europeo y algunos actores buscan dar pasos en esa dirección, otros —desde dentro y desde fuera de la unión— se ven mejor parados en una Europa balcanizada. Las posiciones divergentes sobre el CSDDD pueden ofrecer pistas sobre las fracturas dentro del capitalismo europeo ante el futuro político de la Unión Europea.

Presión social y legitimidad

El tercer elemento apunta a las distintas maneras en que ciertas compañías están expuestas al escrutinio social. El origen de esta directiva estuvo unido al fuerte desprestigio que sufrieron muchas marcas orientadas al consumidor final. Empresas de sectores como la moda, la alimentación o la electrónica fueron especialmente sensibles a las denuncias impulsadas por oenegés y coaliciones de consumidores que, con campañas de presión, movilizaciones y protestas, lograron forzar a numerosas empresas multinacionales a establecer controles más estrictos sobre sus cadenas de valor. Estas movilizaciones demostraron que la presión desde los consumidores es capaz de impulsar transformaciones reales, y en ese sentido imponen un correctivo al cinismo con que muchas persona solemos valorarlas. Sin embargo, estas estrategias también mostraron claramente sus límites. El naming and shaming nunca consiguió forzar la mano a la mayoría del mundo corporativo, particularmente en sectores no orientados al gran público. Además, en los últimos años, las compañías que han pasado a oponerse abiertamente al CSDDD parecen haber perdido el miedo a una reacción adversa de sus consumidores.

Estas campañas dependieron de la existencia de un cierto régimen moral compartido en la esfera pública, capaz de reaccionar ante los abusos de las empresas incluso cuando ocurren lejos de casa. Resulta difícil saber hasta qué punto un régimen moral como este sigue vivo hoy en día. Tal vez no se haya erosionado tanto como pudiera creerse, no al menos para una serie de grandes empresas cuyos consumidores son aún capaces de hacerles perder mucho dinero y para las cuales un estándar regulatorio bajo el CSDDD es preferible a los riesgos de una campaña de desprestigio en caso de que se venga abajo un nuevo Rana Plaza.

Por distintas razones, el CSDDD nunca gozó de la visibilidad pública de otras iniciativas del Green Deal europeo. Sin embargo, fue —y aún es, aunque tal vez no por mucho tiempo— una directiva atravesada por tensiones de crucial importancia para la transición ecológica. Las tres anotaciones de este artículo no pretenden agotar sus implicaciones, sino explorar algunas fracturas en el interior de las élites capitalistas europeas. Que algunas grandes corporaciones insistan en defender un CSDDD ambicioso, incluso cuando las instituciones europeas les ofrecen en bandeja de plata su descuartizamiento, ofrece una imagen elocuente de esas fracturas. Entenderlas puede ayudar a los defensores de la transición ecológica a situarse, a reconocer con quién puede compartir intereses tácticos, por qué y hasta dónde.

Recientemente, Héctor Tejero ha defendido la importancia de los detalles prácticos de la acción política y cómo estos siempre conllevan tensiones y contradicciones. Las divergencias entre las élites económicas en torno a las políticas verdes europeas constituyen un buen ejemplo de estas contradicciones. Permiten ver con mayor claridad dónde, en medio del actual desorden del mundo, se abren oportunidades para actuar.

Pablo Lapuente Tiana es politólogo, afiliado a la Universidad de Estocolmo.

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