Marco Maurizi ||
I
En los últimos años, la cuestión animal ha dejado de ser un tabú para la izquierda marxista. Ya pocos activistas o teóricos marxistas considerarían el sufrimiento animal una «desviación burguesa» o una cuestión de segundo orden. Las desastrosas cifras y las devastadoras consecuencias ambientales de la explotación animal (desde la industria ganadera hasta las zoonosis pandémicas) evitan que caigamos en esas reacciones típicas. Es de justicia señalar que este tipo de reacciones han sido, y siguen siendo, consecuencia de una actitud moralista de los activistas por los derechos animales, en su tendencia a ver el problema animal como algo ajeno al cambio radical sociopolítico, y por lo tanto de una forma interclasista, enfocando la cuestión como un «estilo de vida» o de «consumo», en vez de como el estudio de las relaciones de producción.
En cualquier caso, no se puede negar que parte del problema reside también en la propia teoría marxiana, a saber, en la forma en la que la historia del movimiento obrero ha concebido los conceptos fundamentales de «socialismo científico» y los ha aplicado en la práctica. Existen ambigüedades en la obra marxiana que, en vez de articularse de forma apropiada a los nuevos tiempos, directamente se han negado o se han tratado de forma burda en la historia del marxismo.
La cuestión de la animalidad juega de hecho un papel importante en los escritos de Marx y Engels. Es común ver un tono «protodarwiniano» en la continuidad entre animales y humanos en el materialismo marxista, ya que el materialismo considera al ser humano completamente parte de la naturaleza y rechaza la idea de que nuestra «alma» o nuestra «razón» puedan de alguna forma trascender la naturaleza. Marx y Engels no establecieron una diferencia absoluta entre seres humanos y no humanos (algo que nos separaría del reino animal) ni predicaron ninguna clase de identidad absoluta entre ambos. Por un lado, somos animales, no seres espirituales, y, por el otro, nuestra sociedad no puede describirse simplemente de acuerdo con las leyes etológicas. Desde el marxismo siempre se ha considerado reaccionario cualquier intento de rastrear el origen del fenómeno sociohistórico hasta las leyes naturales (darwinismo social, conductismo, sociobiología), un modo de reducir o negar cualquier posibilidad de cambio y emancipación. Incluso si la naturaleza estuviera gobernada por la necesidad, nuestra lucha por la libertad y la justicia residiría precisamente en la posibilidad de liberarse de ese contexto de necesidad natural, creando las condiciones para la autodeterminación de la humanidad como un sujeto colectivo.
Esta aproximación «dialéctica» a la oposición humano/no-humano puede ser interpretada de formas distintas y contradictorias. La cuestión es si el marxismo es un proyecto de emancipación puramente humanista, que coloca al «Hombre» en el centro de su consideración —entendiendo el comunismo como una forma de total dominación sobre la naturaleza— o si puede rechazar el antropocentrismo y aceptar las demandas del ecologismo y el liberacionismo animal. Ecologistas y teóricos de los derechos animales han criticado al marxismo por su humanismo «prometeico» (Redclift) y su actitud especista (Benton) hacia los animales. En Engels podemos ver posturas aparentemente contradictorias en cuanto a la relación entre humanidad y animalidad. Por ejemplo, por un lado, sostiene que en el socialismo «por primera vez, el hombre, en cierto sentido, se disocia finalmente del resto del reino animal, y emerge de las condiciones de la simple existencia animal hacia unas realmente humanas». Por otro lado, denuncia explícitamente nuestra dominación violenta sobre la naturaleza y predice una venganza de la naturaleza hacia nosotros, presagiando la idea de una armonía venidera entre la sociedad y la naturaleza. Podemos decir que es un correctivo necesario al explícito desprecio que muestran Marx y Engels hacia el naturalismo «romántico» y la causa animal de su época.
II
Tras décadas de indiferencia arrogante hacia el sufrimiento animal (con la encomiable excepción de Rosa Luxemburg) y de un desarrollismo industrial que todo lo volvía antrópico, el marxismo del siglo xx experimentó un enorme punto de inflexión con el pensamiento de Theodor Adorno, Max Horkheimer y Herbert Marcuse. La contribución fundamental de la Escuela de Frankfurt en esta cuestión es la de haber resaltado la dialéctica humano-animal en su sentido apropiado (es decir, práctico) y, consecuentemente, haber defendido una concepción materialista que invita al ser humano a redescubrir y articular políticamente nuestra continuidad con el resto del mundo vivo.
El problema de la relación entre la sociedad humana y la naturaleza solo puede abordarse considerando el problema de la civilización, esto es, la transición mediada por la técnica por la cual el animal humano produce aquellas «condiciones de subsistencia» que, según Marx y Engels, lo hacen propiamente humano. De acuerdo con Adorno y Horkheimer, la civilización es un sistema de dominación de los seres humanos sobre los seres humanos y de los seres humanos sobre la naturaleza. Dado que las dos están conectadas, nos encontramos con una relación necesariamente dialéctica y paradójica con la naturaleza.
Dialéctica en un sentido más radical de lo que entendieron Marx y Engels. Bien es cierto que en su Ideología alemana atribuyen la diferencia entre el ser humano y el animal a la habilidad de crear un mundo de relaciones materiales que retroactúa en la conciencia, y así el «mundo humanizado» produce una subjetividad «humana» capaz de entenderse a sí misma y diferenciarse del mundo externo. Pero, al mismo tiempo, Marx y Engels identifican ese aspecto distintivo humano como la capacidad de diferenciarnos a nosotros mismos material y prácticamente del resto del mundo animal, creando una realidad objetiva (y su contraparte consciente, subjetiva) que, en el proceso de creación del Weltgeschichte (la historia universal, la historia mundial), acaba engendrando la «humanidad» como sujeto. Al menos de forma potencial, ya que el modo de producción capitalista, con su apropiación privada de los bienes producidos colectivamente, impide la constitución de la humanidad como sujeto colectivo universal.
En este proceso, la Escuela de Frankfurt enfatiza en el elemento dialéctico de «dominación» que se produce. Los humanos no pueden aparecer como «humanos» sino negando, expulsando lo «no-humano» de ellos mismos: en este movimiento de identificación, el «Otro» es negado tanto espiritual como materialmente. La sociedad humana se constituye desde el inicio como una jerarquía que comienza con la psique del individuo y termina con el establecimiento de una dominación antropocéntrica. Por un lado, el «Otro» que es negado para producir la identidad es la esfera de los impulsos, nuestra propia animalidad, la naturaleza interna, los instintos que, de acuerdo al psicoanálisis, deben ser eliminados del propio ser humano para que se constituya como una personalidad autónoma. Por otro, es la naturaleza externa la que se subyuga, y cuanto más pueda ponerse a disposición de los fines humanos, más conscientes se vuelven las personas de su capacidad para la autodominación. Dentro de este proceso dialéctico —cuyos polos son lo idéntico y lo no idéntico, lo racional y lo irracional, el dominante y el dominado— todas las subjetividades marginales ocupan su lugar, y lo mismo ocurre con todas aquellas características que son expulsadas del círculo de lo humano y proyectadas en la sombra de la animalidad (gentes no civilizadas, mujeres, niños, enfermos, etcétera).
En cualquier caso, resulta evidente que la «humanidad» establecida así como sujeto en ningún caso es la humanidad propiamente dicha, más bien se trata de una representación privada e interesada de las clases dominantes. En la cúspide de la pirámide se encuentra el ser humano que domina tanto a otros seres humanos como al resto de la naturaleza. Si únicamente a través de la dominación de la naturaleza es posible construir una clase jerarquizada (es decir, la exención de una sección de la sociedad del trabajo material y de la distribución desigual de la riqueza producida a través de la subyugación de los ciclos biológicos de otras especies de animales y plantas), entonces solo mediante la dominación de clase se constituye la ideología supremacista y antropocéntrica que justifica nuestra alienación subjetiva y objetiva de la naturaleza. La primera víctima del especismo es el animal humano.
Hemos señalado, sin embargo, que nuestra relación con la naturaleza no-humana es además paradójica. Cuanto más se excluye el sujeto humano de la propia naturaleza, más progresa la sociedad hacia una mecanización absoluta, la humanidad en sí misma y los valores tradicionales del «humanismo» son denunciados como un «mito», y la deshumanización corre a sus anchas, desde los campos de exterminio hasta la irrelevancia actual de las personas que hacen frente a guerras y a la catástrofe climática. La paradoja no puede ser resuelta teóricamente: surge de nuestra actitud en la práctica hacia la naturaleza no-humana. Mientras nos consideremos diferentes, no somos más que animales; sin embargo, solo cuando nos vemos únicamente como animales somos capaces de cambiar la naturaleza. Esto significa que nuestra alienación de la naturaleza nos atormentará hasta que teóricamente aceptemos nuestra propia animalidad, y, al mismo tiempo, solo poniendo fin en la práctica a la explotación animal podrá la humanidad realmente emerger de su naturaleza como un tipo de animal diferente.
La única esperanza para la humanidad es cambiar el curso de los eventos, revirtiendo el rumbo de la civilización: de la dominación a la solidaridad, del control y la manipulación a la necesidad de goce y libertad. La alienación de la naturaleza debe ser superada a través de un acto de solidaridad colectivo. Sin embargo, el ecologismo y el animalismo se equivocan con sus apelaciones a la elección individual y al compromiso ético: las posibilidades utópicas de una sociedad industrial avanzada requieren de un cambio radical en la base productiva. La lección crucial de Marx sigue siendo válida y nos muestra cómo desbloquear las posibilidades de liberación ocultas en la opresión del presente. Cuando la humanidad rompa las barreras que la impiden constituirse como un sujeto autónomo, también erosionará aquellas barreras de especie que nos encierran en el egoísmo heredado del espiritualismo y del patriarcado. No hay materialismo real sin solidaridad con la naturaleza no humana.
III
Bien, y ahora ¿qué hacer? La situación política y económica es compleja y hace difícil una recomposición de las fuerzas anticapitalistas. Es incluso más complicado intentar introducir en la agenda de la izquierda radical la cuestión del sufrimiento animal; y, de forma más general, superar la alienación de la humanidad respecto de su propia animalidad.
Nacido en la gran ola de movimientos de liberación de la década de 1960, el movimiento en favor de los derechos animales imaginó que sería suficiente con «expandir» la esfera de los derechos morales de los seres no-humanos a los humanos, siguiendo la estela ya trazada por otros grupos en defensa de los derechos civiles. En este sentido, muchos activistas creen que después de la lucha contra la discriminación racial y de género, la lucha contra la discriminación de especie no es más que «el siguiente paso». Aquí hay dos errores. Primero, después de 1968, el movimiento «progresista» hacia una nueva moralidad más inclusiva fue tan solo un paréntesis, tal y como lo demuestran los terribles retrocesos de los derechos humanos en los últimos cincuenta años. No hay un «progreso moral objetivo» en la historia, solo conflictos cuyos resultados tácticos y estratégicos dependen del nivel de enfrentamiento entre clases. El segundo error es consecuencia del primero: hemos olvidado que los movimientos por los derechos civiles caminaron codo con codo junto con los avances en las exigencias de las clases trabajadoras a lo largo del mundo. La derrota de la izquierda a finales de los setenta y la imposición de la hegemonía neoliberal en occidente llevaron a minimizar este nexo fundamental entre las libertades civiles y la esfera material de producción. Lo que la izquierda experimentó a lo largo de los ochenta fue un continuo desmantelamiento de sus estructuras organizativas y culturales. El importante legado de la nueva izquierda en los sesenta (por ejemplo, la lucha antiburocratización y en favor de un socialismo libertario que buscaba vivir la utopía en el presente) se convirtió, tras el colapso de la Unión Soviética, en un modus operandi antidialéctico. Mientras que la presencia del conflicto tanto dentro como fuera de los parlamentos, las tensiones entre los dos lados del «Telón de Acero» y el crecimiento de las medidas keynesianas en las socialdemocracias de occidente permitieron una dialéctica constante entre la vida y las formas organizativas, entre las modificaciones jurídicas de las relaciones de producción y el mundo inmediato del consumo, en el mundo actual, desertificado por la «financiarización» de la economía, la lucha política parece coincidir con la rebelión personal de los individuos atomizados y de las pequeñas comunidades.
La desconfianza difusa de la política organizada y la tendencia a retraerse en la esfera privada a través de su inmediata «politización» («lo personal es político»), así como la tendencia a considerar la marginalidad social de uno mismo, las relaciones íntimas y privadas como algo más real, una estrategia más efectiva de conflicto es, de hecho, un intento de transformar la propia impotencia objetiva en una omnipotencia subjetiva. Muchas formas del llamado «anticapitalismo» presente confunden el fenómeno con la esencia, la apariencia externa de vida con la estructura económica que la apuntala. Lo «real» (das Wirkliche), en un sentido hegeliano, produce efectos (Wirkungen) a un nivel universal. Lo real es precisamente el capital en su abstracción, el movimiento cuantitativo de la autovalorización con el que atraviesa la sociedad y la somete a su poder moldeador, aplastando toda resistencia. Lo que bajo nuestra mirada parcial y superficial parece «concreto» y «real» (la vida en su inmediatez, las relaciones individuales, intercambios «cualitativos» que afirman escapar a la lógica del mercado) es, de hecho, una abstracción en sí misma, incapaz de producir efectos que cambien el curso del mundo, y, por encima de todo, incapaz de una acción que alcance algo común a un nivel universal. Cuando los individuos unen su parcialidad, aquello que les es privado, formando algo «común», todavía no podemos hablar de un universal. Actuar en defensa de lo que es común es a menudo una forma disfrazada de actuación privada y particularista. Lo universal expresa una aspiración por un orden mundial racional, lo común no lo hace, y su parcialidad es una forma irracional y destructiva del conflicto de intereses. Al mismo tiempo, en lo común, las diferencias ocupan un segundo lugar o son incluso eliminadas, mientras que lo universal las coloca en el lugar de la integración. Precisamente por esa razón, lo universal es un factor de conflicto progresivo, desplazando el poder de la parcialidad y forzándolo a medirse con la tarea de construir una totalidad compartida. En lo común, lo que se comparte empíricamente se separa del resto por el espacio insuperable de una apropiación aislada y arbitraria. Lo universal es la modificación activa de ese espacio en un tipo de vínculo. Pero para que ese vínculo no permanezca abstracto y medie esas diferencias de forma real, no solo de forma ideal, debe ser llevado a un punto donde la apropiación parcialmente ciega se genere y suprima su carácter irracional y excluyente. Solo modificando la forma de la apropiación se consigue que lo universal vaya más allá de la simple composición de egoísmos y se convierta en un proceso real en el que uno media con el otro (una dialéctica de unidad y multiplicidad, identidad y diferencia).
Cuando olvidamos la oposición fundamental entre el capital y el trabajo, este proceso cambia a un plano en el que no interfiere con el proceso de acumulación capitalista y por lo tanto no lo interrumpe. Solo la lucha activa al nivel donde el capital se apropia del poder del trabajo sacude la estructura económica de la vida social. La revuelta contra la calidad de vida alienada no se desarrolla en la esfera del consumo —donde el capital ya ha ejercido su poder sobre el trabajo y lo ha vencido—, sino en la esfera de la producción. El capital solo puede sufrir una derrota decisiva en su poder para determinar nuestras vidas si existe una oposición a cómo el capital consume el trabajo, haciéndolo cualitativamente indisponible para ese consumo. La calidad no es lo irracional que se opone a la cuantificación tecnológica del capital, a la subsunción de nuestras vidas en su mecanismo de producción propia. Más bien, la calidad emerge como negación de esa apropiación y solo en este sentido crea una forma más elevada de racionalidad, una en la que los productores pueden apropiarse de las herramientas con las que dan forma a su existencia colectiva.
IV
A un nivel académico, este proceso fue acompañado por el triunfo del posmodernismo y su constructivismo radical, una filosofía idealista que alimentaba la tendencia a considerar el lenguaje y el cambio en el estilo de vida como formas de guerra de guerrillas semiótica, como estrategias de lucha «alternativas», múltiples y plurales que se oponían a ese «totalitarismo» del marxismo tradicional.[1] Donde Marx dijo: «Los filósofos no han hecho más que interpretar de diversos modos el mundo, pero de lo que se trata es de transformarlo», el posmodernismo interpreta: «Para cambiar el mundo, ¡solo tenemos que interpretarlo de manera diferente!». Aproximadamente por esa época, la aparición de la «tercera vía» (Clinton y Blair) introdujo desde arriba una tendencia a interpretar el conflicto en una esfera legal como algo más urgente y práctico que el conflicto en la esfera económica, dando lugar a la infame oposición entre derechos civiles y sociales. Para entender cómo superar el enfoque liberal de los derechos animales, primero se deben abordar las contradicciones en el verdadero concepto de «revolución a través de los derechos». Solo entonces, después de haber desarrollado los conceptos de «universalismo material» y «democracia material», será posible plantear la cuestión de la subjetividad animal y su relación con la emancipación social de una forma determinada.
Los derechos sociales y civiles parecen ser figuras con las que la política defiende o enriquece la vida de los individuos. Por un lado, el valor de una vida segura como un todo, lo que se consigue especialmente en la esfera económica, en la estructura de las relaciones productivas. Por el otro, los valores relativos a las elecciones de la forma de vida, desde la simple forma de vida biológica (nacimiento, muerte, sexo) hasta la defensa de las libertades públicas y las preferencias privadas.
En su forma histórica, estas constelaciones de valores se orientaban hacia dos tendencias opuestas, socialismo y liberalismo, que encontraron una coexistencia posible y a la vez problemática en la larga etapa de la socialdemocracia de posguerra. Todavía hoy, las posturas políticas en estas materias tienden o bien a favorecer un aspecto sobre el otro o bien a enfatizar su necesaria «síntesis». De una u otra forma, estas son posiciones pobres e insuficientes.
Es sintomático, por poner un ejemplo, que las posiciones rígidamente socialistas, es decir, aquellas que defienden enérgicamente que los derechos sociales preceden a los civiles, son en la actualidad representadas principalmente por movimientos ambiguos, en los que la matriz socialista/comunista se ha movido cada vez más hacia el «soberanismo», si no a un nacionalismo y patriotismo explícito, rozando a menudo el culto burdo a las «saludables» tradiciones patriarcales. Esto es lo que, en lenguaje militante y social, se llama «rojipardismo», es decir, la convergencia objetiva de posiciones de izquierda y derecha acompañadas por la tesis de la «superación» o «irrelevancia» de esa distinción.
Normalmente, esta postura atribuye a la izquierda liberal una predilección por los derechos civiles a expensas de los derechos sociales. Esta acusación se basa en un diagnóstico históricamente bien fundado que es, sin embargo, absolutizado en un modo abstracto y termina produciendo distorsiones inaceptables en la reflexión política. Es cierto, efectivamente, que desde el colapso del Muro de Berlín la izquierda liberal ha tenido en menor consideración los derechos de los trabajadores, redefiniendo cada vez más su posición de «izquierdas» como una defensa en exclusiva de las libertades civiles. Pero también es cierto que la derecha, especialmente la nueva derecha soberanista y populista, usa instrumentalmente este argumento para cambiar el eje de la opinión pública hacia una dirección cada vez más reaccionaria, con un efecto, en términos generales, que no produce ninguna «ruptura» del orden neoliberal y que, en cambio, contribuye al empeoramiento progresivo de la situación de la clase obrera. Por el contrario, estos grupos de izquierda «rojiparda» han interiorizado el lenguaje y las actitudes violentas e irracionales de la extrema derecha, terminando por apoyar su proyecto vacío y aberrante de una oposición entre la élite y el pueblo, o la palabrería desquiciada contra la «corrección política». Debemos articular el problema de los derechos sociales y civiles de una forma realmente dialéctica.
Para empezar, los derechos sociales no son «derechos» en el mismo sentido técnico que los derechos civiles. Y, para terminar, quizás tampoco sean ni siquiera «derechos». Los derechos sociales no pueden ser adecuados o formalizados en tanto y cuanto el conflicto de clase persista, ya que las relaciones capitalistas impiden su completa materialización: de ahí el hecho de que incluso cuando se afirman desde un nivel legal quedan sometidos a los efectos de la lucha económica y pueden por tanto verse limitados o incluso negados en la práctica social real. Aquí, la ley, que no garantiza ni mucho menos su materialización, puede ser, en cambio, un instrumento poderoso y efectivo contra la limitación y la supresión de dichos derechos por parte de la clase dominante.
La opresión «individual» que la ley trata de «corregir» tiene que ver con la percepción de una limitación irracional de la libertad de una persona, o mejor dicho, de la experiencia de vida de una persona, a la potencialidad social a la que siente que tiene derecho. «Libertad» no significa la supresión de los límites, sino de la irracionalidad de los mismos, del sinsentido que introducen en nuestra existencia individual y colectiva. Por tanto, su irracionalidad siempre debe ser juzgada en relación con las posibilidades reales que la vida colectiva permite al individuo: la opresión es la falta de autodeterminación percibida por el individuo en un contexto sociocultural dado. Pero esta ausencia está relacionada con la posibilidad de autodeterminación de la sociedad como un todo: esto último determina el espacio de posibilidades en que opera el primero. Cada elección, incluso relativa a uno mismo, está limitada de antemano por la vida colectiva, se fuerza en unos límites que son irracionales porque sentimos que nuestra vida es menos de lo que podría ser. La irracionalidad que oprime la posibilidad individual de autodeterminación es una función de las limitaciones impuestas en la racionalidad social como un todo.
Esta expansión de las posibilidades de autodeterminación para los individuos y la comunidad es lo que podemos llamar democracia material. La democracia material se convierte aquí en el prerrequisito teórico y práctico para la completa materialización de la democracia formal. El universalismo ideal y abstracto de la democracia formalmente entendida solo puede encontrar su total consecución en el universalismo material del socialismo, es decir, un modo de producción en que el desarrollo libre de todos sea el prerrequisito para el libre desarrollo de cada uno.
Que la vida individual sea vivida de una forma particular y particularista (ya sea como individuos o como grupos) es el síntoma de una ausencia de emancipación colectiva, significa que el universalismo material no está funcionando, pues las relaciones productivas son la fuerza material que transforma desde dentro de nuestra existencia limitada y parcial, elevándola al nivel de un compartir efectivo. Una sociedad basada en la solidaridad no es una sociedad en la que todos los individuos se preocupen subjetivamente de otros, ni una sociedad «superética» de un voluntarismo universal. Al contrario: se trata de una sociedad en que la necesidad es un asunto colectivo porque la raíz de la esfera de la producción está orientada hacia el bien común. Del mismo modo, el capitalismo no es una sociedad «basada» en el egoísmo. Por el contrario, es el proceso objetivo de la reproducción del capital el que produce el egoísmo como su forma subjetiva adecuada.
De ahí la necesidad de revertir las relaciones de producción para que puedan surgir relaciones sociales diferentes. Cualquier hipótesis de transformar esas relaciones que pase a través de las decisiones «espontáneas» solo puede ser parcial y «particular», no podrá nunca elevarse al nivel de universalidad que solo permite la democracia material. Por su parte, cualquier intento de corregir las distorsiones sociales a través de la ley, a través de los «derechos», alcanza una universalidad únicamente formal, pues no cambia la estructura subyacente de la vida colectiva, deja intacto el proceso de valorización propia del capital sobre el cual pivota.
La ausencia o limitación de este momento de revolución en las relaciones de clase obliga a cualquiera que busque unas políticas progresistas a recurrir a los instrumentos legales y formales de las leyes liberales. Que este socialismo, basado en la idea de participación igualitaria y no discriminatoria en la lucha política, deba recurrir a prácticas y teorías liberales para constituirse en un sujeto «democrático» es una señal de su debilidad. Cuanto más se convierte el socialismo en una fuerza real, menos necesita recurrir al formalismo técnico-legal para la traducción de las relaciones reales en relaciones mediadas por la ley como superestructura, un instrumento ortopédico de interacción social.
Esto no quiere decir que en un mundo socialista la ley pueda ser «abolida» como expresión universalizadora y abstracta de esas relaciones, tampoco que la forma de coexistencia pueda florecer espontáneamente desde la sociedad (el sueño del primitivismo e inmediatismo anarquista). Significa, en cambio, que la forma actual de los sistemas legales no sólo experimenta la contradicción inevitable entre el ser social y la necesidad sistémica y estática de racionalización legal, sino también la contradicción innecesaria y evitable entre el proceso de universalización y las distorsiones impuestas en él por intereses particulares de las clases dominantes. No es la mediación legal lo que debe ser eliminado, sino el efecto distorsionador de los intereses inmediatos que las relaciones de producción ejercen en este proceso de mediación.
Lo que hoy le corresponde a los «derechos civiles», es decir, el hecho de que sintamos que podemos desarrollar el potencial de nuestra existencia al completo, solo puede ser afirmado en una organización no opresiva y racional de vida colectiva. Esto no significa que su defensa deba ser pospuesta hasta que dicha organización se consiga en la esfera productiva: significa, en cambio, que su defensa «aquí y ahora» clarifica y expande sus posibilidades objetivas a medida que la esfera productiva quede bajo el control de los productores. Y así, cuanto más terreno gane la democracia material a la democracia formal, más se convertirá en obsoleta toda su actual configuración técnico-legal, desenmascarando y eliminando sus distorsiones, las cuales están supeditadas a los intereses irracionales y parciales de la clase dominante. Eliminar la ambigüedad de la expresión «derechos sociales» es, por tanto, esencial si se quiere evitar cualquier confusión entre las dimensiones legales y materiales de emancipación: la forma en la que los derechos civiles se expresan, entonces, se convierte en más «pura» (es decir, más «formal») en tanto que la forma provisional e inadecuada de los derechos sociales desaparece, a la vez que estos se convierten en parte orgánica de la estructura material de la sociedad. El verdadero universalismo se da aquí, no en la esfera de los derechos.
V
El problema de la relación entre antiespecismo y el socialismo debe por tanto clarificarse sobre el trasfondo de esta contradicción entre democracia formal y material, entre el universalismo «legal» y el real. Pero este es un problema que concierne al frente anticapitalista en su totalidad, un término que hoy en día arrastra matices vagos e imprecisos que ya no permiten la necesaria distinción entre el modo de producción capitalista y su efectiva superación.
La forma en la que el discurso sobre las «formas de opresión» se ha establecido hoy en día tiene, probablemente, puntos débiles. No hay forma unitaria y coherente, desde un punto de vista teórico, de unir sexismo, racismo, capacitismo, homotransfobia y especismo. Son cuestiones diferentes, cada una con su propia especificidad, y deben distinguirse a su vez del problema de la contradicción capital-trabajo (además, con respecto a esta contradicción, cada una de estas «cuestiones» juega un papel diferente y específico). El especismo nos ayuda a entender este hecho crucial. Si consideramos el especismo como «una de las formas de opresión», esta especificidad desaparece y todo parece reducirse a un problema de «discriminación». Pero los animales no humanos son discriminados (si realmente queremos usar este término, que creo que aquí es inadecuado) porque son explotados por la sociedad humana, constituyendo el trasfondo material que la clase dominante necesita para producir su riqueza.
Si utilizamos un concepto excesivamente amplio de «explotación», este pierde el rigor y la especificidad. Como consecuencia, el análisis de las relaciones de clase se vuelve confuso e imposible. Necesitamos ser más específicos, no menos. Si no queremos que el concepto de «producción» se convierta en una cosa meramente metafórica (como cuando hablamos de «producción de subjetividad» o «trabajo productivo» en el ámbito sexual), debemos hacer distinciones. Solo tras haber distinguido estas relaciones, podemos intentar hacer una síntesis.
El «sujeto proletario» en sí mismo únicamente puede constituirse dentro del proceso de universalización real producido por la sociedad capitalista, incluyendo sus instituciones liberales, las cuales las comunistas tienen el deber de usar para «romper» la jaula de hierro del sistema capitalista. Esto es teóricamente cierto también respecto a la subjetividad animal, pero no es posible una transposición inmediata de la cuestión de los «derechos» —así como de la explotación «capitalista»— de los seres humanos a los animales: esto es evidente en el caso del trabajo excedente,[2] pero no tanto respecto al problema de los derechos.
La cuestión es que los animales no humanos puedan formar parte de una concepción amplia de democracia una vez que la democracia se haya establecido sobre unas bases materiales adecuadas. Esto no significa que la izquierda pueda simplemente ignorar la subjetividad animal, por mucho que el hecho de que la humanidad se constituya como un sujeto autónomo y autodeterminado sea una prioridad del socialismo. Los animales solo podrán ser incluidos en nuestro proyecto emancipatorio cuando los humanos sean capaces de emanciparse a sí mismos. Esto implicaría que la base material de la democracia ya se haya conseguido a través del control de la producción. Si esto no ocurre, simplemente no es posible extender el campo de la democracia a otras especies, porque no hay ninguna democracia real que compartir.
Los veganos pueden jugar un papel fundamental en este proceso de democratización, al menos desde dos puntos de vista. Primeramente, es evidente que una sociedad realmente democrática debe hacer todo lo posible para ayudar a aquellos que eligen un estilo de vida que no solo no hace daño ni ofende a nadie, sino que además ayuda a implementar una cultura de empatía y solidaridad. En este sentido, todo lo que contribuya a ensanchar las posibilidades de elección es positivo, incluyendo los desarrollos tecnológicos y comerciales que hacen que el estilo de vida «libre de crueldad» sea más fácil. Pero precisamente por esta razón se entiende que estos son procesos que caen dentro de los límites fijados por el capitalismo y no pueden estructuralmente ir más allá. El veganismo no es un modo de producción. Pero si el veganismo permanece dentro de la esfera del consumo, lo más que puede pedir es una expansión de la democracia formal, no material. Los veganos son representativos de un derecho denegado, no tanto de «su» derecho a vivir un estilo de vida, sino de lo que conlleva su elección. Negar o limitar esta posibilidad de elegir significa para nuestra sociedad no tanto una «discriminación» respecto a los veganos sino más bien un silenciamiento de la voz de los animales oprimidos que hablan a través de ellos. Lo más importante que los veganos pueden hacer desde este punto de vista es ensanchar la propia noción de democracia para que incluya a aquellos que estructuralmente han sido excluidos de ella, es decir, los animales no humanos constantemente reducidos a objetos. Los veganos, con su decisión, expresan la necesidad de reconocer esta subjetividad negada respecto del objeto de consumo. Pero está claro que para conseguir este objetivo no deben limitarse a actuar como «veganos», esto es, como consumidores: más bien deben actuar políticamente para una transformación de la sociedad, esto es, de la esfera de la producción. Luchamos por una organización de la producción que reconozca esta subjetividad desde el principio. El antiespecismo es la teoría política que, ampliando el concepto de «sujeto» más allá de los límites de la especie, aspira a erigir una sociedad estructuralmente fundada en la solidaridad y respeto por el Otro en todas sus formas.
Como hemos visto, el socialismo siempre ha estado atravesado por la oposición entre «humanización de la naturaleza» y la «naturalización de la humanidad» que Marx describe en los Manuscritos. Por ejemplo, Antonio Labriola, un importante socialista italiano de la Segunda Internacional, escribe sobre el problema de evitar —como defendían los positivistas— la reducción del ser humano a un mecanismo natural, pero también sobre al error opuesto de los espiritualistas, que separaban a los seres humanos de la naturaleza, como si fuéramos seres especiales y «divinos». Pero incluso en este caso, el socialismo por sí mismo no puede liberarse de esta contradicción únicamente reflexionando sobre ella (como hacen todos los socialistas, desde Marx a Adorno), pues no es simplemente una contradicción del pensamiento, se trata de una contradicción real. Entonces, las dificultades del socialismo actual para visualizar en toda su amplitud el problema de la animalidad (y, por tanto, de la condición de los animales no humanos) es, en sí mismo, un problema que podemos tratar de clarificar teóricamente pero al cual no podemos darle ninguna verdadera respuesta significativa en lo «particular», solo podemos indicar sus líneas tendenciales, el horizonte que se abre a la humanidad, en tanto se convierte en dueña de sí misma.
La «animalidad» no es, por tanto, un problema que se introduce al socialismo desde fuera: el socialismo y la liberación animal son dos mitades de un todo que no podemos recomponer de antemano, sino a través de los caminos intricados de la praxis. Los socialistas son herederos de la tradición antropocéntrica y con razón ven en la civilización una conquista de la que no hay vuelta atrás (por ello sospechan de la liberación animal, pues temen que pueda poner un punto final a la civilización en su conjunto). La estrategia que debemos usar para romper ese aspecto destructivo de dicho legado es la de la Escuela de Frankfurt: para mostrar que solo reconociendo la aporía del antropocentrismo y la civilización puede salvarse realmente lo que en su interior haya de verdad. Ello implica usar a Darwin y la ciencia para deconstruir la imagen espiritualista del ser humano, no como hasta ahora, reduciéndolo a una simple máquina, sino mostrando que la naturaleza en sí misma es más que un mecanismo simple y ciego: debemos insistir con vehemencia en que la libertad es una condición ontológica de todas las criaturas vivas y que esa libertad se expresa en la humanidad a un nivel superior, pero solo porque es más «universal». Los seres humanos alcanzan realmente la condición «humana» cuando se hacen cargo del mundo no humano, es decir, aboliendo su posición de «privilegio». Ya no tiene sentido excluir a los animales no humanos en la teoría de esta «universalidad», pues todas las objeciones de los especistas contra este ensanchamiento de los conceptos de «democracia», «igualdad» y «libertad» son argumentos «empíricos», basados en el estado actual del mundo. Dejaron de tener valor en cuanto imaginamos una sociedad organizada sobre bases diferentes. Todas las dificultades de los socialistas a la hora de aceptar esta perspectiva son, todas ellas, formas de desviacionismo burgués. La verdadera liberación animal tiene la oportunidad de criticar a los socialistas «desde la izquierda». Pero debe aprender cómo hacerlo, porque su entrenamiento teórico lo empuja, desafortunadamente, en la dirección opuesta.
La única forma de dar coherencia a la lucha política de la liberación animal es interpretándola en el sentido de la lucha de la animalidad (incluyendo la animalidad humana) por salir de la lógica de dominación. Pero esto nos lleva a una perspectiva global, ciertamente más amplia que el socialismo, pero que lo presupone y que, efectivamente, puede entender y realizarse adecuadamente únicamente con el trasfondo de un socialismo ya materializado. Todo lo que se haga antes de que se establezca la condición necesaria para la equidad va a resultar confuso y cuestionable. Esta es la razón por la que distingo «antiespecismo» (que es, o al menos puede ser, una filosofía social) de «veganismo», que es el intento práctico de alcanzar cierta forma de «coherencia» a un nivel individual con las ideas que tiene uno mismo de justicia y solidaridad.
Pero ¿cómo podemos alcanzar esta unión entre socialismo y antiespecismo? Creo que el antiespecismo y el socialismo deben seguir adelante de forma independiente y que cada uno debe descubrir la necesidad del otro de manera independiente. La tarea teórica de nosotros los marxistas liberacionistas es exactamente esta: mostrar desde el interior de ambas teorías la necesidad de completarse entre sí. Pero no en el sentido de que se trata de la misma necesidad, la una no es el espejo de la otra. Tampoco hay una «teoría unitaria» que defender o difundir: la lucha de clases y la lucha contra el antropocentrismo son dos luchas diferentes, no son la misma cuestión. La unión se produce a través del conflicto y la contradicción, no con una cancelación arbitraria. Es absolutamente necesario que quienes luchan por la liberación animal continúen protestando y exigiendo justicia, que las cosas «pueden» hacerse de forma diferente, etcétera; lo importante es que reconozcan que esta posibilidad y esta justicia se hacen realidad solo dentro de la lucha socialista. Por otro lado, a medida que las posibilidades del socialismo se materialicen, su objetivo también se ampliará y se puede pensar y demandar una extensión de su esfera de acción desde dentro de su propia perspectiva, la extensión de subjetividad más allá de los límites de la especie. Estas no son cuestiones que deban posponerse a la realización del socialismo: estos objetivos se van evidenciando y definiendo gradualmente, más aún a medida que la posibilidad del socialismo se convierta en una fuerza activa en la realidad.
[1] Es interesante apuntar que, en el panteón de la filosofía posmoderna, los pensadores de la Escuela de Frankfurt eran excluidos regularmente por su tendencia a usar (si bien de forma «crítica» y «negativa») los conceptos de «totalidad», «esencia», «dialéctica», «historia» y demás». Se prefería a otros pensadores (como Derrida, Deleuze y Foucault) que encajaban mejor en la tarea de anunciar la «positividad» de las relaciones inmediatas como «alternativas» al capitalismo, así como de cambiar el foco de la crítica a un nivel semiótico en la «deconstrucción» de los discursos. Parece entonces paradójico que lo que ahora se describe como «teoría crítica» constituya una mezcla de conceptos posmodernos lanzados en una orientación política esencialmente liberal (si bien con una postura radical) que ha dejado de tener nada que ver con la Kritische Theorie de Adorno, Horkheimer y Marcuse.
[2] En relación con los animales, expresiones como «valor», «ganancia» y «expropiación» tienen un significado impreciso que confunde los términos teóricos de la cuestión. No hay que olvidar que el análisis marxiano del valor es esencialmente una teoría monetaria: el dinero no es simplemente un medio superpuesto en las relaciones capitalistas, sino que constituye una forma esencial y necesaria de su manifestación. Todo el análisis de Marx en El capital tiene como objetivo explicar por qué esas relaciones deben adquirir una forma monetaria. Cada elemento de la producción capitalista, de hecho, debe aparecer en forma de mercancía y, por consiguiente, debe dotarse de un intercambio de valor para entrar en el círculo de la valorización del capital. El trabajo entra dentro de la producción siempre «unido» a la persona del trabajador, pero como algo separado esencialmente de su cuerpo. Este es un punto central por dos razones entrelazadas: por un lado, el trabajo que crea un nuevo valor no es el trabajo concreto, cualitativo usado para producir una mercancía x o y, sino más bien el trabajo abstracto, cuantitativamente representado por el dinero que expresa un intercambio de valor. Por otro lado, Marx enfatiza que, si los trabajadores no fueran libres para vender su fuerza de trabajo, y por consiguiente su tiempo limitado, serían esclavos, y esto haría imposible del fenómeno específico capitalista de la «valorización del valor», es decir, no habría intercambio desigual entre el salario y la fuerza de trabajo, lo que constituye la base de la producción del plusvalor. Este es un elemento fundamental. De hecho, la fuerza de trabajo tiene un valor que se expresa en el salario, es decir, la parte del capital invertido que Marx denomina capital variable. En el caso de los esclavos humanos y animales, su labor no es discernible de su existencia corpórea, ni en la teoría ni en la práctica: el animal, como el esclavo, tiene un valor pero este valor no es su fuerza de trabajo, por tanto no puede expresarse como capital variable, puesto que forma parte de la propia inversión en los medios de producción. Esto es el capital constante. El animal, como el esclavo, es reducido a una máquina y su acción no difiere de la de un engranaje, no añade valor de intercambio, simplemente transfiere su valor de cambio intrínseco a una mercancía, y este valor reaparece aquí en forma de «coste».
Traducción de Laura González.