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Nuestros animales, nosotras mismas

Astra Taylor y Sunaura Taylor ||

Cuando Joaquin Phoenix recogió el Oscar al mejor actor en la ceremonia del año 2020, dio un discurso poco habitual. Vestido con el esmoquin de rigor, dio las gracias y alabó a sus competidores para a continuación soltar un monólogo que reventó las redes. Durante los tres minutos que le correspondían, Phoenix no paró de hablar sobre los problemas del mundo. Puso el foco en que el ecologismo, el antirracismo, los derechos de las indígenas, la igualdad de género, la liberación queer y los derechos de los animales no son frentes aislados, sino facetas diversas de un mismo movimiento. Todos ellos son parte de la «lucha contra la idea de que una nación, un pueblo, una raza, un género o una especie tiene el derecho a dominar, controlar, utilizar y explotar a otra de manera impune».

En Hollywood estaba en boga el tema de la justicia social y esta afirmación se ganó los vítores de un público deseoso de hacer ver lo estudiado que se lo tenía. Sin embargo, el resto del discurso no fue tan bien recibido, en particular cuando Phoenix se puso a desmenuzar las interconexiones que tenía en mente. Con ese estilo suyo tan serio y lleno de pausas, dijo: «Nos adentramos en el mundo natural y saqueamos sus recursos». La siguiente frase fue con la que la gente empezó a ponerse tensa: «Nos sentimos con el derecho a inseminar artificialmente a una vaca y, cuando da a luz, le robamos su cría, por mucho que sus chillidos de angustia no dejen lugar a la duda. Y luego le sacamos la leche que sería para el ternero y nos la echamos en el café o en los cereales». La acusación que hizo Phoenix hacia la comida que nos ponemos para desayunar, que tanto nos gusta a todo el mundo, se topó con un silencio sepulcral, pero los medios no se guardaron nada. Un titular de Vice decía «Joaquin Phoenix tiene toda la razón del mundo, pero ese discurso estaba fuera de lugar». Vox dijo que fue un «desbarre sociopolítico mayúsculo». USA Today calificó esas afirmaciones como «emotivas, empoderantes y desquiciadas».

De hecho, si hay algo capaz de unir a gente de todo el espectro político es la repulsión por esas «desquiciadas» activistas animalistas y veganas. En una rueda de prensa en el año 2019 el congresista republicano Rob Bishop, de Utah, criticó el Green New Deal mientras le daba un mordisco a una hamburguesa con queso con aires teatrales. «Si sigue adelante, esto va a quedar prohibido. Esto ya no me lo voy a poder comer». Mucha gente que apoyaba el Green New Deal salió en tropel a responder que aquello no era verdad, confirmando nuevamente el estatus sacrosanto de la carne roja.

A los conservadores les aterra la idea de una sociedad que realmente valore y desmercantilice la vida (no fetal), que es por lo que promueven una imagen de masculinidad consumidora de carnes. Por desgracia, parece ser que muchas socialistas no son tan diferentes. La gente de izquierdas rara vez se preocupa por los problemas de la ganadería y a menudo ningunean o desprecian a quienes sí lo hacen. En este tema sus posturas son tremendamente convencionales. Un episodio reciente del pódcast de izquierdas Citations Needed empezó con un análisis de cómo eran representados habitualmente en la cultura popular los personajes vegetarianos, y el resultado no fue muy halagüeño: por lo general eran interpretados por mujeres y solían ser insoportables.

Esta clase de estereotipos de género no pillarán por sorpresa a quienes hayan leído el libro de Carol Adams La política sexual de la carne, de 1990, que mezcla historias en torno a las políticas radicales del siglo XIX con análisis de la técnicas de marketing del siglo XX en una obra que es pionera de la «teoría crítica feminista vegetariana» (después de leer a Adams, ya no verás de la misma manera que una mujer diga que se ha sentido tratada como «un trozo de carne»). Hoy en día a menudo se nos dice que el movimiento en defensa de los derechos de los animales vio la luz en los años setenta, engendrado por el filósofo Peter Singer, que es un hombre blanco. Lo cierto es que muchas culturas y religiones no occidentales han renegado de los productos de origen animal durante miles de años. Como señaló la activista y autora Aph Ko hace poco en una entrevista: «El poder del supremacismo blanco está en que nos pensamos que la gente blanca lo ha inventado todo. Evidentemente, no fueron los blancos quienes inventaron el veganismo». En el mundo angloparlante, muchas mujeres abolicionistas, sufragistas y pacifistas hicieron bandera del vegetarianismo y trazaron conexiones entre distintos movimientos y causas mucho antes de que Singer (o que Phoenix, por decirlo todo) saltara a la palestra, entre ellas las valientes hermanas abolicionistas Sarah y Angelina Grimké, que rechazaban el consumo de carne en parte porque creían que eso aceleraría la «emancipación de la mujer de los trabajos de la cocina». Singer pisoteó estos antecedentes intelectuales al separar sus argumentos, supuestamente racionales, de la defensa emocional —esto es, femenina— que lo precedió. En el siglo XIX existía incluso un diagnóstico, el de zoofilpsicosis, para la afección provocada por preocuparse excesivamente por los animales, enfermedad que se creía que las mujeres padecían de manera desproporcionada.

Tenemos que confesar que cuando las afirmaciones de Phoenix salieron en las noticias a nosotras también nos entraron escalofríos, pero no porque pensáramos que sus reflexiones fueran propias de alguien histérico o de alguien que estuviera fuera de sí. Fue porque Phoenix violó un mandamiento tácito que nosotras llevamos décadas intentando seguir: no ser unas veganas plastas. Al arruinar una fiesta de millones de personas hablando de abusos contra los animales lo que hizo fue justo lo que nosotras hemos estado intentado evitar a toda costa, si bien a una escala mucho más humilde. Aunque las dos hemos hablado abiertamente de nuestro veganismo, hemos intentado no confrontar con la gente para no hacer daño a la causa sin darnos cuenta. En innumerables encuentros y comidas en restaurantes la gente nos ha preguntado «¿te importa que me coma esto?», justo antes de pegarle un bocado a lo que hasta hacía poco era el ala, la pata, la pechuga o el lomo de alguien. Como nos parecía mejor ser unas hipócritas que un incordio —no fuera a ser que reforzáramos el estereotipo de que las veganas son, de hecho, unas ascetas insufribles y arrogantes—, siempre hemos respondido que no, tragándonos lo que realmente pensábamos para dejar al resto comer en paz.

En lugar de comportarse como alguien amable, Phoenix fue un vegano aguafiestas sin pudor ninguno que se llevó al público a hacer una incómoda visita no solo al matadero, sino a la sala de inseminación. Se puso a hablar sobre la leche y sobre la violencia reproductiva y sexual que siempre la acompaña. Lo que hizo que el discurso fuera tan perturbador y memorable fue, en otras palabras, el análisis feminista latente en él. Fue un análisis que acudía a las raíces feministas olvidadas del movimiento por los derechos de los animales y —ojalá— a su futuro socialista-feminista. Creemos que el papel del consumo animal ha sido malinterpretado y que una perspectiva feminista puede ayudarnos a situar los derechos animales dentro de una amplia crítica socialista del capitalismo.

 

El capitalismo convierte los cuerpos en máquinas. Tal y como les sucedía a sus predecesores en la línea de montaje, las obreras de hoy están obligadas a comportarse como robots, ya sea empaquetando envíos en los almacenes de Amazon o conduciendo para UPS o para Uber. Este proceso de mecanización y estandarización no afecta solo a los cuerpos de las trabajadoras humanas, sino también a mujeres no salarizadas, así como a vacas, gallinas y cerdas. Si los sádicos capitalistas del mundo pueden ejercer su control sobre los movimientos más nimios de un ser humano que esté apilando cajas, imagínese el control al que se puede someter a una criatura privada de derechos que lo único que quiere es estar pastando en paz.

El clásico feminista de Silvia Federici, Calibán y la bruja. Mujeres, cuerpo y acumulación originaria, de 2004, expone esta dinámica fundamental. Su historia del avance de los cercamientos pone el acento en su dimensión de género y describe el proceso por el cual el capitalismo va convirtiendo poco a poco a cada mujer en una «máquina de producción de nuevos trabajadores». La privatización de la tierra por parte de los ricos implicó que a los campesinos se les negase lo que desde hacía mucho tiempo había sido costumbre: los derechos comunales de acceso de subsistencia a campos y bosques. Incapaces de pagar las rentas exorbitadas que exigían los terratenientes, la gente fue dejando el campo en busca de un trabajo asalariado. Las relaciones familiares fueron reestructuradas y puestas al servicio de las cambiantes necesidades del capital, elevando a los hombres por ser quienes recibían ingresos y subordinando a otros miembros de la familia a un estatus de dependencia. Las mujeres que se opusieron a un sometimiento y una servidumbre cada vez más profundos fueron castigadas con una violencia sexual organizada, torturadas por herejes y brujas, y relegadas a una vigilancia y una regulación aún mayores de sus elecciones sexuales y reproductivas. En otras palabras, los cercamientos no solo tenían que ver con el control de la tierra, sino también de los cuerpos y de su capacidad regenerativa; un proceso que, según defendemos nosotras, es extensible a los animales no humanos.

Pensemos en una cerda.

Se puede apreciar bien de cerca la importancia que tiene la reproducción para la vida de una granja en Gunda, un documental que vio la luz a principios de 2021 realizado por el aclamado director ruso Viktor Kossakovski y con Phoenix como productor ejecutivo. (Se pusieron en contacto después del discurso de este último en los Oscar). Rodada en blanco y negro, sin narrador ni banda sonara, se trata de una cinta contenida que lo que hace es observar. La secuencia inicial muestra a una cerda madre, Gunda, que da a luz a una camada de cerditos en un establo lleno de paja. Somos testigos de cómo crecen mientras tienen breves encuentros con otros seres de la granja: un rebaño de vacas ansiosas por que las dejen salir a pastar, un grupo de gallinas que exploran el terreno. Observamos cómo Gunda se fija en sus criaturas y vemos todo el esfuerzo y toda la paciencia que exige ocuparse de ellos y alimentarlos. Se acurruca junto a sus pequeños, los olisquea y los amamanta y ellos se van volviendo más fuertes y juguetones. Hacia el final sucede lo inevitable. Llega un camión y sus bebés, metidos en una caja, de repente desaparecen. No vemos a los seres humanos ni qué les ocurre a los cerditos. En cambio, permanecemos lo que queda de película junto a Gunda, al tiempo que ella se esfuerza en asimilar su pérdida. Mientras va corriendo por el redil, haciendo comprobaciones una y otra vez, lo que vemos es a un animal al que le han robado algo que en realidad nunca le perteneció. Ella forma parte de una propiedad, al igual que su progenie. Nada fue dado ni tomado, solo eran pertenencias y ventas.

Objetivamente, Gunda tiene una buena vida para una cerda, aunque la película demuestra que eso tampoco es decir mucho. La inmensa mayoría de cerdas, cuyo único papel en la vida es el de reproducir un suministro continuo de cerdos nuevos, vive en un espacio que no es más grande que el de una nevera, cosa que aún es más alarmante cuando sabes que algunas cerdas industriales pueden superar fácilmente los 225 kilos. Una cerda se va a pasar la mayor parte de su embarazo en un redil de gestación, tan pequeño que no va a poder dar más que unos pocos pasos. Después se la llevarán a otro redil para parir, elogiado de modo más bien sádico por la industria por su «comodidad»: una cerda lactante en uno de estos rediles solo va a ser capaz de estar de pie o echada, sus pezones sobresaldrán por otro compartimento, que es donde tendrán metidos a sus cerditos. Pasadas cinco semanas, cuando se hayan llevado bruscamente a sus crías, la inseminarán artificialmente y el ciclo comenzará de nuevo. Aparte del sufrimiento emocional que sin duda estará atravesando, va a experimentar infecciones urinarias y vaginales continuas, una vulnerabilidad frente a las enfermedades cada vez mayor (a pesar de los antibióticos que hay en su pienso) y discapacidad física debido a la inactividad. En otras palabras, una cerda vive una especie de distopía incapacitante de violencia reproductiva, en la que la posibilidad de criar y cuidar retoños se ve reducida a procesos mecánicos y a un simple margen de beneficios.

Este proceso se conoce oficialmente como «producción de mercancía animal». En un ensayo de 2020 para New Republic, Gabriel N. Rosenberg y Jan Dutkiewicz escribieron que «la consolidación y unos márgenes cada vez más estrechos han llevado a la industria a descubrir nuevas eficiencias y beneficios aún por explotar en los cuerpos de los animales destinados a la ganadería». La inseminación artificial supuso un avance fundamental y se generalizó después de la Segunda Guerra Mundial para mejorar la productividad del ganado lechero. En la actualidad hay miles de trabajadoras con salarios bajos que se pasan el día metiendo objetos a la fuerza en los genitales de hembras animales para fecundarlas; si se trata de reses el proceso requiere que haya técnicos que metan un brazo en el ano de la vaca para aplanarle el cuello del útero antes de insertar lo que se conoce como pistola de inseminación. Rosenberg y Dutkiewicz explican que esta práctica permite a los ganaderos «asegurarse que estos animales gestan siguiendo los tiempos del mercado en lugar de sus propios ritmos biológicos». Se les induce el parto para que den a luz durante el horario laboral, literalmente pariendo a su hora. En el sistema mercantil se pueden sincronizar los ciclos estrales de establos enteros gracias a un proceso estandarizado que ofrece resultados estandarizados.

Las narrativas que hablan sobre el apego emocional son fundamentales para los mitos en torno al consumo de productos animales, como lo son para los mitos existentes en torno al matrimonio y el hogar.

El exhaustivo y terrorífico estudio etnográfico de las granjas industriales modernas que Alex Blanchette lleva a cabo en Porkopolis: American Animality, Standardized Life, and the Factory Farm [Porcópolis. Animalidad estadounidense, vida estandarizada y granja industrial] documenta el trabajo humano que se necesita para la inseminación artificial masiva, incluida la «sustitución imitativa de la presencia y el comportamiento del verraco». Los encargados llaman a este proceso «estimulación»; algunos manuales de producción porcina se refieren al contacto generalizado entre seres humanos y animales indispensable en las granjas industriales como «cortejo». En La política sexual de la carne, Carol Adams se deja de eufemismos y llama a este tipo de encuentros «violaciones».

Blanchette explora también la dependencia que tiene la industria respecto del compuesto farmacéutico conocido como gonadotropina coriónica equina (eCG por sus siglas en inglés), «una herramienta indispensable para la inseminación artificial de las cerdas en las granjas industriales de Norteamérica». Las empresas pueblan las selvas sudamericanas que son de su propiedad con yeguas semisalvajes de pura sangre, un método efectivo en cuanto a costes para ocuparse de ellas sin que ello implique alimentarlas o atención veterinaria. «En estas plantaciones de sangre y madera solo existen tres estadios de intervención humana directa: la inseminación, la extracción semanal de sangre durante los pocos meses iniciales de embarazo y luego el aborto», escribe Blanchette. Se sangra a las yeguas demacradas a través de unos larguísimos tubos marrones, un proceso al que, según informa Blanchette, solo sobrevive el 70%, tras lo cual se las «devuelve a las selvas para comenzar el ciclo de nuevo». A las cerdas se les inyecta en el cuello un suero hecho de esta sangre procesada, lo que ahorra un buen puñado de días que la industria porcina califica de «improductivos», haciendo que arranque artificialmente la gestación para que los humanos puedan ponerse a trabajar imitando a los verracos y violando a las cerdas de acuerdo con unos ritmos fuertemente controlados.

Llama la atención lo pertinente que es la refinada fórmula inglesa de «animal husbandry», que se refiere a la cría de animales, cuando nos percatamos de la explotación sexual, reproductiva y económica a la que los animales se ven sometidos. El hombre de la casa, o husband, era el «patrón» que tenía el derecho a hacer con sus posesiones lo que creyese oportuno, una dinámica de poder que aún pervive en situaciones en las que sus compañeras y propiedades son criaturas que no han dado su consentimiento para ello. Aun así, por alguna razón hay consumidores de todas las tendencias políticas que todavía creen que los animales nos «dan» la carne, la leche y los huevos y que la relación entre el animal domesticado y el ganadero es algo natural que puede quedar justificado cuando se construye en torno al cuidado y el amor.

Las narrativas que hablan sobre el apego emocional son fundamentales para los mitos en torno al consumo de productos animales, como lo son para los mitos existentes en torno al matrimonio y el hogar. Todas esas historias amables que se les cuentan a los niños, y a las que se aferran un montón de adultos, dan por hecho que los animales les entregan su carne, su leche y sus huevos a los ganaderos de manera indolora e instintiva a cambio de cuidado y protección, evocando una especie de intercambio justo. Aunque es indudable que hay ganaderos que se preocupan e incluso quieren a sus animales, el amor no es una emoción apolítica, particularmente cuando aquello que uno ama es una mercancía. Como señaló agudamente la politóloga Claire Jean Kim: «En lo que tiene que ver con los animales, nos resulta de lo más fácil confundir lo que a nosotros nos hace sentir bien a nivel emocional» —o, podríamos añadir, lo que nos beneficia económicamente— con tratarles o actuar según sus propias «necesidades, deseos e intereses».

Según nos contó una vez Federici, su trabajo académico surgió de su activismo, la teoría siguió a la práctica. En los años setenta —más o menos la época en la que Peter Singer estaba elaborando sus teorías sobre los derechos animales—, Federici formaba parte de un movimiento llamado Salarios para el Trabajo Doméstico, en Nueva York. En la práctica se trataba de una alianza internacional de feministas que, de distinta manera, exigían que se les compensara por el trabajo que hacían en casa. A nivel filosófico lo que buscaban era una ampliación del marxismo clásico al poner de manifiesto la importancia de la división sexual del trabajo para el capitalismo, concretamente del trabajo reproductivo y también del trabajo de cuidados, que por lo general ni era valorado ni remunerado. La atención que el marxismo presta al trabajo asalariado, recalcaban ellas, ignora todas las formas de trabajo no asalariado que permiten que nuestra sociedad y nuestra economía sigan en pie. Sí, el obrero percibe un salario y luego adquiere mercancías. ¿Pero quién pare y quién cuida del obrero? ¿Quién cocina esas mercancías? Según demostró el movimiento Salarios para el Trabajo Doméstico, hacía mucho tiempo que a las mujeres y las esposas se les venía negando una compensación porque la naturaleza femenina implicaba una celosa devoción por el cuidado de los demás, se supone que trabajaban por amor.

Es en un sentido similar que se nos vende una imagen dulcificada e idealizada de la vida en una granja. Como sucede en el caso del trabajo humano, las dimensiones reproductivas de la producción de carne, leche y huevos son a menudo ignoradas, probablemente porque los horrores que soportan estos animales contradicen las imágenes bucólicas y sosegadas con las que los consumidores se sienten cómodos.

Pero seamos sinceras: no se consigue un suministro constante de carne, leche o huevos frescos sin que estén naciendo animales nuevos constantemente. Actualmente hay más de 20.000 millones de vacas, cerdas, ovejas y gallinas en el mundo, cada una de las cuales ha salido de un huevo o una vagina. La importancia de los ciclos reproductivos femeninos para esta interminable cadena de suministro de criaturas vivas resulta quizá más evidente en la industria de los lácteos y de los huevos. Aunque el empaquetamiento comercial sugiera lo contrario, los huevos y la leche no son simplemente productos, sino que son componentes clave de un proceso reproductivo y de generación de vida, o lo que Adams denomina «proteína feminizada». Evidentemente, la producción de huevos depende de aves que tengan ovarios. Y las vacas no lactan de manera espontánea: para que una vaca produzca leche tienen que nacer crías. Cuando las vacas ya no pueden parir o, en el caso de las gallinas, cuando ya no pueden poner un número de huevos al día que resulte beneficioso, se las mata. Todo esto es cierto tanto si hablamos de una pequeña granja gestionada de la manera más «humana» posible como si lo hacemos de unas instalaciones industriales masivas que alberguen a cientos de miles de animales.

En el momento en que una vaca lechera cualquiera es enviada al matadero en Estados Unidos, habrá producido una media de veintiocho litros de leche al día, dos veces y media más de lo que habría producido hace cincuenta años. Esta leche le habrá sido extraída de los pezones no por una cría suya, que solo habría necesitado parte de toda esa cantidad, sino que lo habrán hecho unas máquinas. Una vaca lechera produce tanto que es probable que se quede coja por enfermedades óseas. También es más que probable que tenga episodios de mastitis, una infección que cualquier ser humano que haya lactado conoce por los horrores tan inigualables que conlleva.

Poco después de venir al mundo, todos los animales de granja son sexados. En los criaderos hay trabajadores que clasifican a miles y miles de pollos y de hecho son quienes tienen más probabilidades de sufrir lesiones por estrés repetitivo. A las hembras, valoradas por los huevos que producen durante el ciclo reproductivo, se las envía a una instalación donde tendrán una vida corta y agotadora poniendo huevos en un espacio más pequeño que la pantalla de un portátil. A los machos, por su parte, simplemente se los considera morralla y son inmediatamente desechados con métodos que incluyen la asfixia, la electrocución o la maceración (se los mete en una trituradora enorme). En cuanto a las vacas, el fastidioso nacimiento de crías macho ha hecho que se cree una industria de terneros: una forma de que los productores generen beneficio a partir de un suministro continuado de lo que de otra forma serían crías inservibles de animales.

Es mediante la coerción y la cosificación de la reproducción de animales humanos y no humanos como el capitalismo se reproduce a sí mismo.

¿Qué significaría respetar y honrar a los animales tal y como Kim nos anima a hacer? Si bien las feministas socialistas tienen razón cuando luchan por un salario para el trabajo doméstico, evidentemente lo que defendemos nosotras no es que los animales deban ser vistos como trabajadores merecedores de un salario y derechos laborales como los seres humanos. No hay forma de compensar a Gunda o a la vaca de la que hemos aprendido a ignorar los «chillidos de angustia». Más bien, y siguiendo a Marx, creemos que todas las criaturas son poseedoras de un ser genérico[1] que el modo de producción capitalista aliena de distintos modos. Lo primero y más importante, respetar el ser genérico de una vaca o de una cerda o de una gallina exigiría la creación de un régimen legal y económico que las reconociese como personas vivientes y no como cosas.

Nosotras defendemos que el feminismo socialista ofrece un marco valioso —y hasta el momento infrautilizado— para comprender lo cruel y destructiva que es la naturaleza de las industrias animales. Únicamente mediante la ampliación de un análisis socialista-feminista que vaya más allá del ser humano podemos entender en toda su extensión lo profundamente dependiente que es el capitalismo respecto del constreñimiento, el control y la privatización de las capacidades regenerativas que tiene la vida, y entender por qué los conservadores, y los nuevos fascismos en particular, ven a las personas veganas como una amenaza existencial. Milk es tanto un sustantivo [«leche»] —según el Oxford English Dictionary: «Fluido blanco y opaco, rico en grasas y proteínas, secretado por las mamíferas para la alimentación de sus crías»— como un verbo [«exprimir»] que significa explotar buscando beneficio. Es mediante la coerción y la cosificación de la reproducción de animales humanos y no humanos como el capitalismo se reproduce a sí mismo. Tal y como ha explicado Federici, «la clase capitalista siempre necesita una población sin derechos, en las colonias, en la cocina, en la plantación» y, según muestran los ejemplos anteriores, en la granja y en el matadero.

Según han demostrado las feministas socialistas como Federici, el capitalismo se pudo desarrollar gracias a que animó —y a que obligó— a las mujeres a aceptar el papel de cuidadoras abnegadas como si eso fuera algo natural, ineludible y eterno. A lo largo de los siglos la gente se ha alzado y exigido un conjunto diferente de posibilidades y expectativas para quienes hemos sido señaladas como mujeres, algo que estuviera más allá de una vida de platos por lavar, pañales y relaciones sexuales a la carta. Las mujeres hemos dejado claro que queremos tener el control de cómo tenemos sexo, de si lo tenemos, del embarazo, del aborto, del parto y de la lactancia, pero el capitalismo nos ha convencido para que rebajemos nuestras expectativas cuando se trata de otras criaturas. Una perspectiva feminista y socialista nos obliga a preguntar cómo puede ser que estemos viendo como algo normal la violenta mecanización y el control motivado por el beneficio de los úteros de otros animales, de sus senos y de su capacidad reproductiva —así como las inmensas inequidades y la devastación que ello conlleva—.

 

En febrero de 2017 se hizo viral en Twitter el hashtag #MilkTwitter después de un incidente que se conoció como «la fiesta de la leche», que consistió en que un grupo de hombres, muchos de ellos sin camiseta, se encaramó a una instalación artística en contra de Trump, cartón de leche en mano, y se puso a gritar insultos racistas. Al menos uno de ellos profirió el grito de «¡Abajo la agenda vegana!», al tiempo que subrayaba que ni él ni sus colegas eran «unos maricones». Bien pronto sus simpatizantes empezaron a llevar cartones de leche a los mítines de Trump y a ponerse el emoji de la botella de leche en el perfil de Twitter. Se popularizó el insulto soy boy [«chico soja»], que se utilizaba contra hombres cuya supuesta debilidad quedaba de manifiesto por el hecho de preferir bebidas vegetales. Iselin Gambert y Tobias Linné han demostrado en un estudio acerca de la obsesiones antivegetarianas de la extrema derecha que estos tropos se cimentan en el legado racista colonial, imperialista y concretamente antiasiático de antaño, que despreciaba a los «afeminados comedores de arroz de India y China». (En 1902, la Federación Estadounidense del Trabajo publicó un informe en apoyo de la Ley de Exclusión China titulado Carne vs. Arroz. Masculinidad americana vs. Culismo[2] asiático. ¿Cuál sobrevivirá?).

La alt right ha convertido el hecho de que haya muchos adultos blancos que, debido a una mutación genética, tengan la química estomacal propia de un bebé en un símbolo de superioridad racial e hipermasculinidad.

Pese a que la leche es percibida como el epítome de las bebidas estadounidenses, su omnipresencia no proviene de una venerable tradición cultural o de una profunda necesidad biológica. Los seres humanos no necesitan lactancia cuando ya no son niños, ni de senos humanos ni de senos bovinos. La preponderancia de la leche es más bien el resultado de las políticas industriales posteriores a la Segunda Guerra Mundial, diseñadas para animar a los ganaderos a aumentar los rendimientos y así poder enviar al extranjero productos lácteos procesados y enlatados con los que alimentar a los soldados. A los niños incautos se les hizo beber leche para generar y sostener la demanda de manera deshonesta, evitándoles así a los ganaderos el tener que reorganizar sus operaciones. Hubo unas campañas de marketing sin base ninguna en defensa de la leche como alimento esencial para la salud que en ocasiones utilizaron imágenes racistas y capacitistas. («La escasa estatura de los japoneses, que tengan las piernas arqueadas, sus frecuentes problemas de visión, se puede achacar a una dieta inadecuada, ¡particularmente a la falta de leche!»). Lo cierto es que la leche no es particularmente rica en nutrientes, ni siquiera en calcio, y la mayor parte de las personas no puede digerirla adecuadamente. Se calcula que más del 65% de la gente es intolerante a la lactosa; en algunos países la cifra llega al 100%. La mayoría de los seres humanos dejan de producir lactasa, que es la enzima que hace falta para digerir la leche, después de ser destetados. En cierto sentido, la alt right ha convertido el que haya muchos adultos blancos que, debido a una mutación genética, tengan la química estomacal propia de un bebé en un símbolo de superioridad racial e hipermasculinidad.

Quizás esto no sea tan sorprendente dada la posición central que tienen las glándulas mamarias en la idea científica que tenemos de nosotras mismas. En 1758 el naturalista sueco Carl Linnæus, Linneo, introdujo el término Mammalia en la taxonomía zoológica, un término que significa literalmente «del pecho». De esta manera Linneo rompía con una tradición de dos mil años de antigüedad al abandonar el término canónico aristotélico de Quadrupedia y, de modo aún más radical, al incluir a los seres humanos en una categoría junto a otros animales. Aun así, según ha apuntado la historiadora de la ciencia Londa Schiebinger, los seres humanos no pasaron a formar parte de la familia animal más que a través de una parte del cuerpo con una particular marca de género y, por aquel entonces, fuertemente racializada. Como señala la propia Schiebinger, las mamas con capacidad de producir leche únicamente son órganos funcionales en la mitad de los animales de este grupo, por lo que se podrían haber inclinado por rasgos potencialmente más universales (bien podríamos haber sido Pilosa, las peludas, o Aurecaviga, las que tienen los oídos huecos).

El pecho tenía un poder político y social particular y, de manera destacable, dada su capacidad para producir leche y dar de comer a los retoños, era ya percibido como algo animal. En otras palabras, se trataba de una parte del cuerpo que podía vincular a los seres humanos con los animales de manera aceptable, al tiempo que preservaba la superioridad masculina. El cuerpo de los hombres no estaba vinculado al de los animales de manera explícita; de hecho, se suponía que el cerebro hacía de nuestra especie algo diferente. (El término de Linneo para nuestra especie fue el de Homo sapiens, «hombre de razón»). Como apunta Schiebinger, el término «mamífero» tampoco puede ser entendido si no se tiene una perspectiva más amplia del miedo a las aspiraciones que tenían las mujeres de acceder a una ciudadanía completa y a un poder fuera del hogar, un miedo que estaba dando forma a las dinámicas políticas y económicas de aquel periodo. «Mamífero» era un recordatorio para todas nosotras de cuál era nuestro lugar justo en la naturaleza y en la sociedad: productoras de bebés y lactantes.

Por todo ello este concepto puede ser visto como una advertencia sobre el orden jerárquico capitalista, patriarcal, racista y especista que sitúa la masculinidad blanca por encima de todo lo demás; estos son los mismos subtextos de los que está repleta la leche, que los derechistas se beben con tanto orgullo. Sin embargo, en tanto que feministas socialistas en ese mismo término podemos oír una llamada a la camaradería. Otras especies no se merecen solo nuestra simpatía debido a su sufrimiento, sino también nuestra solidaridad debido a que también son explotadas y desposeídas. Nuestro estatus de mamíferas puede servir para recordarnos esa animalidad compartida y el hecho de que esta economía depende de que a los seres humanos y a otras tantas especies se les extraiga todo lo que tienen.

Según demuestra el ejemplo de la extrema derecha, el especismo acaba haciendo daño a los seres humanos porque impregna de manera inevitable nuestras relaciones con el resto de personas y justifica la opresión y la explotación (de manera no muy diferente a cómo, según ha quedado probado, el racismo tiene consecuencias devastadoras, e incluso mortales, para las personas blancas, o al modo en el que la misoginia daña también a los hombres). Según el politólogo Will Kymlicka, al menos diez estudios sociológicos y psicológicos con revisión por pares prueban que creer en una jerarquía entre especies está «firmemente asociado con una mayor deshumanización de grupos humanos desfavorecidos o marginados». Este hallazgo es directamente observable en las asquerosas payasadas de la fiesta de la leche, pero queda también de manifiesto en las prácticas rutinarias de la ganadería industrial y en la crueldad con la que se trata en ella a los seres humanos. Las comunidades pobres negras, latinas, migrantes y discapacitadas están mucho más sometidas a los impactos negativos en la salud de la producción de carne y a los ya conocidos abusos laborales dentro del sector. Si bien el trauma que esta industria inflige a las personas y a los animales no es el mismo, sí que está entrelazado. Todas estamos atrapadas en el mismo sistema capitalista racista, sexista, colonial y ecológicamente catastrófico.

La célebre autora y militante por la liberación negra Angela Davis hizo el año pasado una observación vinculada con todo esto. Lo que apuntó Davis fue que «dar prioridad a los seres humanos trae consigo definiciones restrictivas de quién cuenta como ser humano, y el trato brutal a los animales está conectado al trato brutal a los animales humanos», dejando claro así que su veganismo está unido a una perspectiva expansiva y transformadora que es antirracista, feminista, anticarcelaria, anticapitalista y radicalmente democrática. «Si vamos a participar en las luchas actuales por la libertad y la democracia, debemos reconocer que las causas se van a ir haciendo más amplias», afirmaba Davis. «No estoy diciendo que el camino de la historia sea automático. Sin embargo, hemos podido ver que la noción de la naturaleza de la democracia se hace cada vez más amplia, y no veo cómo puede ser que dejemos fuera a nuestras compañeras no humanas, con las que compartimos el planeta». Davis anticipó que la cuestión de la solidaridad interespecies «será un frente de lucha muy importante durante la siguiente etapa».

Hay un número cada vez mayor de estudios académicos que examinan el entrelazamiento complejo entre las jerarquías humanas basadas en la raza, el sexo o la discapacidad, por un lado, y el desprecio por los animales, por otro, que respaldan la perspectiva radical de Davis. Según Syl Ko, que, junto a su hermana Aph Ko, ha dedicado tiempo a escribir sobre las intersecciones entre el racismo contra la población negra y el especismo, las ideas occidentales acerca de lo humano y lo animal son «términos raciales»: son ideas que han sido conformadas durante cinco siglos por las jerarquías entre razas. Hace mucho ya que a quienes son oprimidas se las compara con animales en oposición a la imagen privilegiada e idealizada de una masculinidad blanca elevada como cúspide de la humanidad. En palabras de Claire Jean Kim: «En parte la raza ha sido articulada como forma de medir la animalidad, como sistema de clasificación que ordena los cuerpos humanos en base a cómo de animales son y cómo de humanos no son, con todas las implicaciones que de ello se derivan». Es por eso por lo que, tal y como afirmaba hace poco Aph Ko en una entrevista, reconocer la jerarquía entre especies no tiene que ver con sumar una opresión completamente nueva a una ya extensa letanía de desigualdades sociales, sino con evidenciar cómo las categorías diferenciadoras de los seres humanos han sido conformadas por las ideas que se tienen acerca de la animalidad, concretamente por una animalidad vejatoria y humillante. Las hermanas Ko afirman que, debido a esta historia entrelazada, las defensoras de los animales harían bien en pensar la justicia racial como algo fundamental en su trabajo, y viceversa, una perspectiva que ellas denominan «veganismo negro». Se trata de una ética cuya existencia contrasta de manera profunda con la ideología misógina y atiborrada de leche de los supremacistas blancos.

La liberación humana y la liberación animal están, por tanto, unidas entre sí; el maltrato de todos los seres está conectado, como declaró Davis. Del mismo modo en que apelamos a la izquierda para que amplíe su círculo de preocupaciones, también los defensores de los animales tienen que adoptar un análisis amplio que comprenda las interconexiones entre asuntos aparentemente dispares, desde el maltrato descarado a las trabajadoras agrícolas, a menudo migrantes, que son quienes cultivan nuestra comida, hasta el sistema punitivo criminal y racista de este país que tiene encerradas a millones de personas, hasta la obscena concentración de riqueza y poder a la que conduce la economía imperial. Si bien pensamos que comer más verduras es esencial si queremos reducir el sufrimiento y mitigar los peores efectos sobre el clima, sabemos también que simplemente con cambiar lo que ponemos en el plato no llega, y es por eso por lo que el veganismo nunca ha tenido que ver solo con la comida. Las grandes empresas son más que felices vendiéndonos productos orgánicos y nuevas y mejoradas hamburguesas veganas y la última «bebida» de almendras al lado de las variedades de siempre, que han sido sacadas de algún cuerpo, siempre y cuando puedan pagar salarios de miseria, controlar las cadenas de suministro, quedarse con la propiedad intelectual y cosechar beneficios. Necesitamos algo más que consumir productos veganos; necesitamos un cambio de paradigma.

 

A la gente de izquierdas le encanta citar el poema de Percy Shelley «La máscara de la anarquía»:

Alzaos cual leones tras un breve sueño
y en tal abundancia que sea invencible.
Librad a la tierra de vuestras cadenas,
de ese rocío que anoche os cayera.
Vosotros sois muchos y pocos son ellos. 

Vale la pena recordar que, como sorprendentemente sucede con buena parte de los primeros radicales románticos y socialistas utópicos, ese «muchos» al que Shelley se refería incluía a los animales. Shelley escribió dos ensayos muy influyentes en los que criticaba el hecho de comer carne, el primero de ellos la Vindicación de la dieta natural, publicado en 1813, seguido poco después por Acerca del sistema vegetal de la dieta (la palabra «vegetariana» no fue acuñada hasta veinte años más tarde). Aunque los argumentos provienen de fuentes griegas e hindús antiguas, el título del primer tratado se inspira de manera evidente en la célebre Vindicación de los derechos de la mujer, escrito por la feminista Mary Wollstonecraft, madre de la pareja de Percy, la autora Mary Shelley, que tenía posturas similares (el protagonista de su aclamada novela Frankenstein se niega a comer carne). Los dos Shelley entendían que el consumo de carne estaba vinculado a una estructura de poder que provocaba un dolor inmenso y evitable. Su producción, subrayaba Percy Shelley, trae consigo una mala gestión de los recursos naturales, escasez de alimentos (pues el grano que podría destinarse a dar de comer a los seres humanos va a parar a los animales) y desigualdad económica.

La elección de comer carne no se hace en el vacío, y menos en un mundo en el que la industria agropecuaria es un negocio de dos billones de dólares a nivel global y uno de los sectores con más ayudas y más publicidad que existen.

De hecho, el ansia de productos de origen animal y el ansia de beneficios han estado entrelazadas desde los orígenes del capitalismo. En el siglo XVI fue el boom en el comercio de la lana lo que impulsó el avance de los cercamientos. Antes de que la élite patricia llenase el campo de cabezas de ganado y empezase a producir carne a una escala importante, convirtieron tierras cultivables en tierras de pasto ovino. Según lo formuló el filósofo del siglo XVI Tomás Moro: «De las ovejas, que son de natural tranquilo y se las puede mantener fácilmente en orden, se puede ahora decir que están fagocitando hombres y despoblando no solo aldeas sino ciudades».

Muy pronto se utilizó a cabras, a cerdas y a otro tipo de ganado para devorar y cercar lo que se conoció como «nuevo mundo». En Creatures of Empire: How Domestic Animals Transformed Early America [Criaturas del imperio. Cómo los animales domesticados transformaron América en sus inicios], Virginia Anderson muestra cómo los colonos reclutaron a las criaturas que categorizaban como ganado para la causa de la expansión colonial y de los cercamientos capitalistas, llevándoselas al otro lado del Atlántico para ayudar a «civilizar» el continente. Los animales importados fueron peones de la apropiación y la destrucción imperialistas de las tierras y los modos de vida nativos. Los colonos levantaron un sistema de propiedad de la tierra que privilegiaba el movimiento de los animales y el derecho de pastoreo por encima de las reivindicaciones territoriales y los derechos de caza indígenas. La carne de vacuno se convirtió en un icono de la cultura americana y en un instrumento con un destino manifiesto, que hizo que se reubicara en reservas a comunidades asediadas y que se extinguieran los búfalos debido a la caza para así dejar espacio al ganado. (La domesticación animal fue además el foco primigenio de las enfermedades zoonóticas que los europeos extendieron y que asolaron a las poblaciones indígenas que no eran inmunes a ellas).

 

«La concepción que se tiene de la naturaleza bajo el imperio de la propiedad y el dinero es el desprecio real, la degradación práctica de la naturaleza», señalaba Marx en 1843. Aunque no llega a profundizar de manera sistemática en esa idea, sí que prosigue con tono aprobatorio con una cita del sacerdote radical del siglo XVI Thomas Müntzer: «Se ha convertido en propiedad a todas las criaturas, a los peces en el agua, a los pájaros en el aire y a las plantas en la tierra, y también la criatura debe ser libre». Por supuesto que Marx no era un defensor de los derechos animales. Las descripciones más conocidas que hace de a qué se podría parecer el comunismo —cualquiera podría «por la mañana cazar, por la tarde pescar y por la noche apacentar el ganado y después de comer, si me place, dedicarme a criticar»— no es que puedan ser definidas precisamente como un paraíso vegano. Con la sorprendente excepción de Cuba, los países del socialismo realmente existente han sido por lo general tan depredadores respecto a los animales y tan explotadores del mundo natural como sus homólogos de mercado. Pese a ello, consideramos que el resto de las criaturas nunca va a emanciparse dentro de un paradigma capitalista. También pensamos que lo mismo puede decirse de los seres humanos dentro de un paradigma antropocéntrico y especista.

Dos siglos después de que Shelley redactara sus escritos, la defensa del hecho de dejar de comer carne es todavía más urgente. Entre la cría, la explotación y los cultivos de comida para animales, la industria ganadera devora el 40% de la superficie habitable de la Tierra. No es solo que la agricultura industrial sea la principal causa de deforestación y de cambios climáticos (un estudio reciente ha predicho que las emisiones de gases de efecto invernadero de las empresas más grandes de carne y de lácteos pronto superarán a las de las mayores empresas petrolíferas), también aumenta el riesgo de futuras pandemias, pues las enfermedades zoonóticas y las bacterias resistentes a los antibióticos se gestan en las macrogranjas, incluidos los patógenos que llegado el día pueden hacer que el covid-19 se parezca más bien un resfriado común. (En abril, dos meses después del discurso de Phoenix, el crítico teatral de Los Angeles Times publicó una rectificación tajante de lo que había dicho: si bien el «discurso sobre las vacas […] hizo que buena parte de un público enjoyado se muriera de la vergüenza», ya no «parece tan demencial en la época del coronavirus»). Las industrias de producción animal son, por ello, las principales causantes de la extinción masiva, por la que hasta ciento cincuenta especies desaparecen cada día al tiempo que los seres humanos y el ganado representan ya más del 96% de la biomasa de mamíferos de la Tierra. Sustituir a criaturas salvajes por miles de millones de seres genéticamente similares es algo que disminuye de manera radical la biodiversidad y a la vez aumenta nuestra vulnerabilidad epidemiológica, todo ello para impulsar los resultados empresariales. El trato y el destino que se impone a los animales son inseparables tanto de la supervivencia de los animales salvajes como de la nuestra.

Estamos ante temas acuciantes que deberían preocupar a cualquier persona de izquierdas, en particular a quienes se consideren socialistas y feministas. Aun así, si bien uno de cada veinte estadounidenses es vegetariano y mucha gente vegana apoyaba a Bernie Sanders (aunque a veces se quejaran cuando este comía carne), en este asunto las organizaciones de izquierdas van muy rezagadas. Los socialistas que sin dudarlo cuestionan la propiedad privada rara vez ponen en tela de juicio que se pueda ser dueño de un animal o ponen el acento en las consecuencias destructivas de las industrias de explotación animal. Actualmente el progresismo está presionando para poner fin a las macrogranjas, por ejemplo con la última propuesta de ley encabezada por Elizabeth Warren, Cory Booker y Sanders para ir eliminando gradualmente la explotación industrial de animales a gran escala hasta su desaparición en el año 2040. A nosotras nos parece que la gente de izquierdas debería como mínimo unirse a la lucha por acabar con las grandes empresas de carne y lácteos, aunque lo que idealmente nos gustaría ver es a la izquierda encabezando una ofensiva para abolir estos sectores. Estos behemoths empresariales concentran riqueza y agudizan la destrucción ecológica y biológica, absorben ayudas del Estado y presionan para que sus productos lleguen al público valiéndose de información falsa y promoviendo la idea de que la abundancia de productos de origen animal es sinónimo de un modo de vida de clase media, un mito que se dedican a exportar a los mercados emergentes de todo el mundo. Tal y como nos enseñaron las feministas que nos precedieron, lo personal siempre es político. La elección de comer carne no se hace en el vacío, y menos en un mundo en el que la industria agropecuaria es un negocio de dos billones de dólares a nivel global y uno de los sectores con más ayudas y más publicidad que existen.

Por desgracia, el movimiento mainstream por los derechos de los animales ha puesto su granito de arena a la hora de aislarse de otros movimientos de la izquierda por la justicia social. Encumbrar a la gente famosa que ejerce de portavoz, las idioteces a menudo ofensivas por parte de PETA y la controvertida y deficiente lógica utilitaria de Peter Singer han contribuido a este problema.

Es probable que la atención prestada a la salud personal haya sido también un error de cálculo político. Es sabido que, al reflexionar sobre el éxito inmenso de La jungla, la novela que el socialista Upton Sinclair escribió para sacar a la luz los horrores de la industria del empaquetado de carne, el propio autor señaló: «Yo apuntaba al corazón de los lectores y por accidente donde les di fue en el estómago». Una formulación similar se puede utilizar con la militancia actual, que, decidida a no parecer una panda de gruñones, ha elegido poner el acento sobre los beneficios físicos del vegetarianismo, esperando que centrándose en el estómago quizá se pueda dar un rodeo para acabar abriendo las mentes. En esta misión por hacer que la gente se pase a una dieta basada en productos de origen vegetal, los reformistas que esperaban que utilizar, de manera literal, una zanahoria (idealmente orgánica y con una atractiva forma en espiral) en lugar de un palo condujera a una solidaridad entre especies lo único que han hecho ha sido alimentar la vanidad de las personas, sin crear en ningún caso unos cimientos firmes para un movimiento político potente o duradero. Esta táctica también ha contribuido a que la imagen del veganismo sea la de una esfera propia de gente blanca y privilegiada que no padece amenazas más urgentes para su supervivencia. (En realidad, la gran mayoría de personas vegetarianas del planeta no son blancas y, dentro de Estados Unidos, es menos probable que la gente blanca adopte el vegetarianismo en comparación con otros grupos). Como autora y como estudiosa de los alimentos, A. Breeze Harper mostró en el brillante Sistah Vegan: Black Women Speak on Food, Identity, Health and Society [Hermana vegana. Mujeres negras hablan sobre comida, identidad, salud y sociedad], los libros y las revistas veganos populares más conocidos presentan todo el tiempo representaciones racistas, heteronormativas y capacitistas de la imagen que debería tener alguien que consuma alimentos de manera ética. Una vegana, según el lenguaje utilizado por la serie de libros dietéticos más vendida, tendría que ser una «skinny bitch»: blanca, rica y delgada. La asociación del veganismo con la belleza y con el bienestar también ha hecho daño a su reputación al reforzar la idea de que lo que comemos no es más que un asunto de preferencias personales. «Hacerse vegano» es percibido como otro estilo de vida y consumo más de entre los que se nos ofrecen en un mercado que está repleto de ellos.

Sin embargo, el hecho de que haya algunas personas veganas que puedan ser unas pesadas, estar mal informadas o incluso algo peor no es razón para que la gente de izquierdas deje de lado la cuestión de la liberación animal o deje que se abra la veda para algunas de las empresas más grandes del mundo. (Si la prueba definitiva para ser o no de izquierdas estuviera en no ser unos pesados, la verdad es que acabaría quedando un grupo muy reducido). Además de ejercer una crítica implacable y enfrentarse a unas prácticas empresariales inaceptables, nos parece que las feministas y quienes sean anticapitalistas tienen el deber de formular una pregunta si cabe más profunda: ¿en qué se basa el derecho de nuestra especie a mercantilizar y disponer de otros seres sintientes? ¿Qué es lo que otorga a nuestra especie el derecho a explotar violentamente las capacidades sexuales y reproductivas de otros animales en interés del capital?

 

En una carta de 1875 Friedrich Engels le daba vueltas a la idea de que la lucha de la clase trabajadora pudiese venir facilitada por una idea de solidaridad que fuese ampliada. Podría «crecer hasta tal punto que abarcase al conjunto de la humanidad y la opusiera, como una sociedad de hermanos que viviese en solidaridad, al resto del mundo, el mundo de los minerales, de las plantas y de los animales». Hoy en día mucha gente de izquierdas sigue comprometida con la idea de dominar la naturaleza en nombre del progreso social. No estaría de más que reflexionasen sobre el marco mental colonial del que surgió este antagonismo destructivo. Las sociedades indígenas y las filosofías políticas llevan un tiempo buscando una perspectiva diferente: la tierra no es un recurso que está ahí para que lo agotemos, sino algo de lo que los seres humanos somos parte y con lo que estamos en relación. En muchas comunidades nativas, las ecologías y especies locales son vistas como naciones con derechos respecto a las cuales los seres humanos tienen responsabilidades. Si bien en algún caso puede haber tensiones entre las cosmologías indígenas y los principios veganos occidentales, en ambos casos se pone en cuestión la idea de que la naturaleza —y los animales— sean simplemente propiedades, así que podría ser una poderosa alianza contra la industria de explotación animal. Los intentos antropocéntricos por conquistar la Tierra nos han traído una emergencia climática, la sexta extinción, una concentración de riqueza aún más intensa y han hecho que todo el mundo esté en riesgo de nuevas y virulentas pandemias. No hay manera de estar en solidaridad contra el mundo si aún queremos existir dentro de él.

Al igual que Carol Adams, vemos el veganismo como «un acto de la imaginación», como un comienzo y no como un fin en sí mismo. Se trata de una categoría aspiracional, un reconocimiento de valores que no pueden ser expresados del todo en el mundo tal y como es hoy en día. Negarse a consumir productos de origen animal no es un acto de negación, sino un compromiso proactivo con la tarea de dar paso a una sociedad más emancipadora, igualitaria y ecológicamente sostenible. Este proceso de transformación estructural puede apoyarse en un cambio en nuestra autocomprensión. Identificarnos con otras criaturas —reconocer a Gunda y a sus crías como criaturas igual que nosotras y no como mercancías— al tiempo que celebramos las infinitas diferencias existentes es un modo de enfrentar la sempiterna política capitalista del divide y vencerás.

 

[1] «Ser genérico» es la traducción habitual al castellano del término Gattungswesen. Es relevante señalar en este caso que la traducción habitual al inglés, que es la que utilizan las autoras, es species-being, que vendría a significar «ser de una especie» [N. del t.].

[2] Referencia a los culis, trabajadores asiáticos con supuesta baja cualificación [N. del t.].

 

 Este artículo apareció originalmente en inglés en Lux Magazine, n.º 3, noviembre de 2021.