Saltar al contenido
Portada » Blog » Una cercanía radical

Una cercanía radical

Rojo del Arcoíris ||

¿Qué nos conecta a las personas queer con las personas racializadas y con los problemas de la crisis ecosocial que padecemos? Que vivimos en los márgenes, que somos las vidas que no importan en un modo de producción de relaciones impersonales que solo busca la consecución expansiva del beneficio. ¿Qué les importa a los capitalistas de nosotres? Nuestra capacidad de imaginar mundos que habitar, prácticas que nos cuiden y lugares donde resistir dentro de su horror, porque pueden apropiarse de todo ello. Porque pueden fagocitarlo para alimentar la máquina del beneficio, capaz de destruir cualquier espacio vivible, ya sea simbólico o material. Y esto no solo sucede con nuestras prácticas: las propias luchas ecológicas son sustrato para esta máquina.

En este artículo tomamos partido contra los intentos ideológicos del capitalismo —el pinkwashing y el greenwashing— de apropiarse de nuestras luchas y de nuestras prácticas. A su vez, defendemos que solo una alternativa política transformadora que nos articule a todes en una lucha común nos puede salvar del colapso hacia el que nos conduce el capital.

Naturaleza y capitalismo

La dominación del capitalismo sobre la naturaleza siempre ha guardado una relación estrecha con el desarrollo de la técnica. En esta época en la que hablamos de «inteligencia artificial», que Éric Sadin designa como la encargada de emitir la «Verdad» o aletheia algorítmica, se concibe la política como la gestión del conflicto, borrando los antagonismos de clase y confiando en la regulación de parámetros para alcanzar el estado que las máquinas calculan como perfecto. Así, cuando una perturbación rompe este equilibrio u homeostasis ficticia según la cual se actúa, la política burguesa intenta parchear el «error» y reducir sus consecuencias negativas. Estas políticas son siempre reactivas a situaciones de las que se tienen sólidas evidencias científicas y donde el cálculo utilitario determina que el beneficio económico es menor que el coste (también económico) de la destrucción del medio. Pero no solo la actuación tardía es un problema por ser tardía: habitualmente se opta por cambiar el problema de sitio y endosárselo a aquellas personas que acostumbran a ser invisibles. «Los nadies», a los que pertenecen sobre todo personas racializadas y las disidencias sexuales, quedan asociados tanto a los trabajos como a los lugares donde se abandonan los desechos y resultan les más perjudicades por la destrucción del medio que provoca la maximización del beneficio burgués bajo el capitalismo. Una vez más se hace evidente la necesidad de la solidaridad, de la mirada que nos permita entender el mundo uniendo los fragmentos reificados para así tomar partido y transformarlo.

Nos responsabilizan del fin del mundo por nuestras decisiones individuales a nivel de consumo pero nos privan de cualquier decisión a nivel de producción.

La reificación no es sino el antónimo de la solidaridad. Consiste en una apariencia congelada de la vida social, donde las distintas situaciones de opresión se nos presentan como aisladas entre sí y, por tanto, separadas de su raíz económica: el capital. La filósofa marxista queer Holly Lewis sostiene en La política de todes que la reificación es «lo que sucede cuando no podemos ver las dinámicas, las relaciones y los estados cambiantes de la existencia por lo que son, por lo que convertimos los verbos en sustantivos, los procesos en cosas». De este modo, una mirada del mundo en la que las relaciones sociales e históricas que dan forma tanto a nuestra sexualidad como a nuestra relación con los recursos de la Tierra se encuentran reificadas tenderá a proponer soluciones individuales, morales y reformistas para problemas estructurales y políticos que requieren de una reorganización revolucionaria de la vida.

La necesidad de esta reorganización se pone de manifiesto si apreciamos que las relaciones sociales se dan en un entorno concreto del que, de hecho, el ser humano es parte inseparable. Así, es inevitable no dejar huellas, más aún si la praxis humana consiste en transformar el mundo. Las relaciones de dominación y explotación se traducen en desastres ecológicos que crecen exponencialmente, pero otras prácticas organizadas por la clase trabajadora podrían transformar el medio en otras direcciones. Como expresa William Cronon: «Los cambios en la manera en que la gente crea y recrea su subsistencia deben ser analizados en términos de los cambios no solo en sus relaciones sociales sino también en sus relaciones ecológicas».

La cuestión de fondo en torno a la relación entre la naturaleza y el capitalismo radica en lo erróneo de mercantilizar a la primera para solventar los desastres que el segundo genera; intentar equilibrar estos procesos en términos de coste-beneficio. En este sentido, como dice Jorge Riechmann: «Ni el trabajo ni la naturaleza pueden mercantilizarse sin perjuicio de los seres humanos y de la biosfera, para cuya supervivencia y bienestar han de darse ciertas condiciones independientes de la economía». La mercantilización de la naturaleza implica directamente la primacía del valor de cambio de esta por encima de su valor de uso, reforzando la tendencia expansiva constante del capital que choca con los límites biofísicos del planeta.

Como planteó el filósofo y pionero del ecosocialismo Manuel Sacristán: «Uno puede tener indefinida necesidad del dinero, por ejemplo, o en general de valores de cambio, de ser rico, de poder más, pero no puede tener indefinidamente necesidad de objetos de uso, de valores de uso». Por ejemplificarlo, es imposible tener una necesidad infinita de madera, pero sí es posible querer especular de manera indefinida con el valor de cambio de la madera para encarecer su precio y sacar más rédito económico de esta. Es esta tendencia la que marca, de manera general, una diferencia entre modos previos de producción y el actual, capitalista. Es la sustitución del valor de uso por el valor de cambio, la mercantilización, el punto de origen de la crisis ecosocial. Este proceso supone una ruptura con la concepción de la naturaleza como dos cosas importantes para el ser humano: la naturaleza es medio de obtención de recursos y materias primas a la vez que medio de reproducción de la vida. La introducción del valor de cambio por encima del valor de uso desvirtúa o desmaterializa la relación entre naturaleza humana y no humana, perturba los límites biofísicos del planeta por su tendencia expansiva, creando así lo que John Bellamy Foster denomina brecha o fractura metabólica. Por tanto, el proceso de mantenimiento en equilibrio de los ecosistemas en un contexto capitalista es una cuestión incoherente en fondo y forma. Solo interpretando de forma correcta lo que supone la reificación se puede entender que el capitalismo pueda plantearse a sí mismo como la única manera viable de atajar la crisis ecosocial.

En las últimas dos décadas se ha popularizado el concepto de Antropoceno, trascendiendo el mundo académico.  En este periodo, según Paul Crutzen y Eugene Stoermer, los tiempos tanto geológicos como biodiversos de la Tierra han sido modificados por la acción humana y está empezando a impedir la regeneración básica de materias primas y del planeta en sí mismo. Aunque este concepto puede ser útil al proveer una unidad de análisis concreta que parte de la base de que ya no nos encontramos en la misma época geológica que hace 300 años, puede fallar a la hora de explicar las condiciones históricas, sociales y económicas concretas y cómo estas se relacionan con la actual crisis ecosocial. Además, el uso del término Antropoceno no se puede entender, de ninguna manera, como algo casual: establecer la relación entre la acción del ser humano «sin historia» con la crisis ecosocial en términos científicos es un ejercicio ideológico que se sitúa en la estructura de sentimientos que es el realismo capitalista.

Para poder cuestionar esto es conveniente analizar el periodo de tiempo al que se refiere el término; es decir, es necesario historizarlo. Lo cierto es que hay una variedad de opiniones en torno a dónde situar temporalmente el inicio de esta nueva era geológica, pero existe cierto consenso a la hora de ubicarlo entre mediados del siglo xix o mediados del siglo xx. Es decir, desde el comienzo de los procesos de industrialización o desde que estos procesos se extendieron a otras partes del mundo. Andreas Malm explica en Capital fósil que los molinos de agua y la máquina de vapor ejercían en su momento la misma función a la hora de producir energía, señala incluso que los primeros eran más eficientes que los segundos. Sin embargo, el uso del carbón permitía una mayor concentración de los recursos en manos de los capitalistas, debido a la dificultad y el coste de la extracción de las materias primas para hacer funcionar las máquinas. La aparición de la máquina de vapor en el siglo xviii supuso que la fuente de energía podía ser situada donde el capitalista quisiera y el espacio adecuado para ello eran las propias ciudades, donde se estaban empezando a concentrar los trabajadores liberados de su servidumbre y, como acertadamente señaló Marx, despojados de la tierra, lo que les obligaba a vender su fuerza de trabajo. La historia del capitalismo entre los siglos xviii y xix es, siguiendo a E. P. Thompson y su noción de «economía moral de la multitud», la historia de la destrucción de las comunidades rurales y de las leyes que protegían al campesinado del pauperismo. Una vez superadas las barreras de la costumbre y la tradición, hombres, mujeres y niñes fueron arrojados a los ritmos de la máquina. La industrialización y la expansión imperialista sincronizaron los ritmos de la Tierra con las necesidades productivas y reproductivas del capital.

De esta manera, referirse a la actual era geológica con el término de Antropoceno distorsiona, cuando no oculta, el papel del modo de producción capitalista. ¿Por qué no nos referimos a esta etapa como Capitaloceno, como sugiere Jason W. Moore,? Los errores del concepto de Antropoceno no tienen que ver tanto con la intencionalidad de encubrir mecanismos y condiciones históricas concretas (dotar de voluntad a un concepto sería un error), sino con que es un término que falla en el análisis de fondo a la hora de explicar cómo surge la crisis ecosocial y la importancia que tienen en esta los procesos de acumulación y financiarización del capital. Aunque entrelaza los tiempos de la biosfera y la geosfera con el paso del tiempo humano, lo hace de forma ahistórica, sin cuestionarse por las relaciones sociales en las que se produce. Con ello, desatiende las desigualdades producidas por el sistema capitalista, errando en el desarrollo de soluciones adecuadas al permitir que el marco de las relaciones capitalistas se sostenga.

Emergente alternativo y vinculación con las identidades

El concepto crucial de «emergente alternativo» que vamos a desarrollar en el texto forma parte del trabajo del teórico marxista británico Raymond Williams. Este plantea que lo hegemónico se compone, por un lado, de elementos dominantes, que son los que articulan las instituciones y son la expresión de la dominación de clase que se produce en una totalidad capitalista. Junto a estos encontramos, por otro lado, elementos residuales, fragmentos de otras composiciones culturales que ya no juegan un papel dominante pero que resisten dándole sentido a ciertas prácticas culturales y que a la vez permiten a la hegemonía sostenerse. Por último, Williams plantea que existen elementos emergentes, «nuevos significados y valores, nuevas prácticas, nuevas relaciones y tipos de relaciones que se crean continuamente». Estos están condicionados por las relaciones sociales entre las diferentes clases y grupos situados en el interior del espacio de la hegemonía y se producen según las necesidades o posibilidades del contexto histórico. En este caso, la incompatibilidad del capitalismo con la vida impulsa la innovación, pero su tendencia a absorber cualquier nueva práctica (y la búsqueda activa de ello por parte de la clase dominante) hace que estos emergentes suelan tener un carácter alternativo, es decir, que puedan convivir con la hegemonía sin oponerse a ella. Esto queda probado por la posibilidad de las clases acomodadas de aislarse en el mundo rural, las opciones veganas del Burger King, o la aparición de representación LGTBI durante apenas un fotograma en películas como Lightyear, que conservan el marco capitalista frente a cualquier intento de innovación. Estos ejemplos son lo que llamamos greenwashing y pinkwashing.

Entendemos el pinkwashing y el greenwashing como el lavado de cara mediante estrategias supuestamente «concienciadas» con las luchas de les disidentes sexuales y con los esfuerzos por mitigar la crisis ecológica. El pinkwashing es una táctica comercial por la que las empresas tratan de dar la impresión de ser «modernas y progresistas» y fingen ser aliadas de la comunidad LGTBI y defensoras de sus derechos. Con estas prácticas quieren atraer a consumidores y distraer de las múltiples explotaciones —incluyendo la explotación a las propias personas LGTBI de clase obrera— que sostienen su funcionamiento. Nuestras camisetas tienen cosidas la bandera arcoíris, así que olvídate de las condiciones laborales de las trabajadoras del sudeste asiático que las cosen.

A muchas personas queer probablemente ya nos sonarán estas actividades, pues las llevamos desempeñando tanto tiempo como elemento de subsistencia cuando eramos marginalizades que se convirtieron en estereotipos culturales

Los Estados también pueden perpetuar el pinkwashing usando conquistas de derechos (en el sentido más liberal del término) para ocultar desigualdades estructurales. Un país puede haber legalizado el matrimonio igualitario mientras sus ciudadanos siguen perpetuando violencias homófobas. O incluso, de manera más insidiosa, se pueden usar estas supuestas conquistas para tapar la opresión a otros: en Ucrania se legaliza el matrimonio igualitario días después de prohibir el Partido de los Trabajadores, del mismo modo en que Israel puede jactarse de tener un país «inclusivo» y una comunidad gay de plenos derechos y a la vez poner en marcha un genocidio con el beneplácito internacional. En este sentido también se puede establecer conexión entre el pinkwashing y el concepto de «homonacionalismo» acuñado por Jasbir K. Puar para hablar de las situaciones en las que los derechos LGTBI se usan como justificación para acciones políticas de corte nacionalista e imperialista.

El greenwashing funciona de un modo similar, usando la supuesta buena conciencia de las empresas para generar más beneficios y, de una manera más simbólica, reduciendo preocupaciones colectivas a gestos puramente estéticos. El término fue acuñado en 1986 por el activista Jay Westerveld en un artículo en el que criticaba a un hotel en Fiji por una nueva campaña anunciando que se iban a lavar menos a menudo las toallas de las habitaciones, aludiendo razones ecológicas, a la vez que este mismo hotel planeaba una expansión tremendamente destructiva para el ecosistema del lugar.

El greenwashing no tiene ningún objetivo que realmente busque alterar las condiciones de producción que han producido la crisis ecosocial actual —del mismo modo que el pinkwashing no está interesado en la liberación de les disidentes sexuales—, sino que, como en el caso anterior, se trata simplemente de una estrategia de marketing. Tiene además un doble efecto. Por un lado, traslada la lógica de la moral individualista a las grandes empresas, y así como individuos debemos reciclar porque somos «buena gente», si una empresa recicla es que debe de ser «buena gente». Por otro, como veremos, reduce la acción social a acciones individuales y las mide con el mismo rasero con el que mide la acción empresarial.

El pinkwashing y el greenwashing a menudo se presentan combinados, ya que ambos son estrategias para «lavar la cara» de corporaciones o estados; así, los soldados gays del ejército de Israel pueden disfrutar de un menú vegano y sostenible mientras disparan a niños palestinos en un dos por uno de progre-lavado de cara.

Lo eco-friendly se ha convertido, además, en un marcador social que permite la distinción social y supone una muestra de un mayor poder adquisitivo (socialmente asimilado a la clase burguesa), pues los productos eco-friendly se ven aparentemente encarecidos por la sostenibilidad de su modo de producción. Un ejemplo de esto se halla en la industria textil y en la así llamada «moda sostenible». De nuevo, prácticas alternativas que han podido aparecer en los márgenes de los movimientos ecologistas son reificadas e incorporadas a la hegemonía para favorecer los circuitos de valorización y acumulación del capital.

Por tanto, a las obreras se nos plantea un dilema. No podemos llevar el modo de vida eco-friendly que se promociona por falta de poder adquisitivo, pero nos asustan augurando el fin del mundo tal y como lo conocemos si nos quedamos de brazos cruzados. Un fin del mundo del cual, además, nos responsabilizan por nuestras decisiones individuales a nivel de consumo pero nos privan de cualquier decisión a nivel de producción, que es donde está la cuestión de la destrucción ecológica.

Para ciertas capas sociales acomodadas sí que es posible llevar este estilo de vida e incluso irse a vivir al campo ante la hostilidad de las ciudades. Esta tendencia, al promoverse por su capacidad de convivencia con la hegemonía y volverse pop, ha cristalizado en una corriente estética escapista denominada cottagecore, que ha devenido en un objetivo vital para muches. En efecto, el DIY (do it yourself, «hazlo tú mismo»), la jardinería y el cuidado de los animales han pasado a formar parte de la vida diaria de ciertos grupos sociales con unos ingresos medios tirando a altos, estudios generalmente universitarios y preocupaciones que en la literatura académica se han denominado valores posmateriales. A muchas personas queer probablemente ya nos sonarán estas actividades, pues las llevamos desempeñando tanto tiempo como elemento de subsistencia cuando eramos marginalizades, que se convirtieron en estereotipos culturales allá por los sesenta y setenta del siglo pasado con las corrientes hippies, y así han llegado hasta la actualidad: la bollera manitas, las lesbianas vegetarianas, el maricón florista, la bisexual que bebe leche de avena.

Los mensajes de los medios sobre el colapso que se avecina si no se toman ciertas medidas individuales llevan a pensar a quienes se lo pueden permitir que el éxodo y vuelta a la vida de campo es una respuesta eco-friendly (y, además, capitalista-friendly) a la crisis climática. La vida rural nos dotará de la «pureza» y «amigabilidad» (con el medio ambiente y con el resto de personas) que nos faltan en la ciudad despersonalizada del capitalismo tardío.

Pero la relación de las personas de clases acomodadas con la vida rural, además de romantizar ciertas prácticas y experiencias, es contradictoria con las formas de vida reales de algunas de las zonas rurales. Por ejemplo, las macrogranjas o zonas mineras, formas productivas imprescindibles para el capital y que generan daños a menudo irreversibles en los ecosistemas, horrorizan al pequeño burgués, que cree llegar al campo que ha generado en sus ensoñaciones y se da de bruces con lo realmente existente. Moldeadas por una conciencia de justicia global, estas capas acomodadas llevan campañas contra las formas de vida de zonas rurales sin ser capaz de ofrecer una alternativa social y política a su realidad. Se propone sencillamente que el mundo rural sea un remanso de paz, un complejo vacacional para las almas cansadas de la gran ciudad, sin comprender que las contradicciones del capitalismo y la explotación de la naturaleza también están presentes —y a menudo con terroríficas expresiones culturales— en el mundo rural.

Emergente oposicional y contrahegemonía

Comprender cómo funcionan los procesos que destruyen nuestros ecosistemas solo nos es útil si nos permite producir emergentes que busquen romper con la hegemonía y cambiar las formas de relacionarnos con les demás y con el entorno. Esto es lo que llamamos «emergentes oposicionales», los cuales tienen detrás un programa político transformador. En todo caso, no debemos pensar en los emergentes alternativos y oposicionales como dos categorías aisladas: hablamos de un espectro del emergente que permite cambios en la hegemonía y que fluctúe entre los dos tipos según nuestra capacidad de insuflarles ese programa político transformador al servicio de toda la sociedad.

Así, entendemos que si atacamos desde un lugar, estamos introduciendo cambios, pero para transformar radicalmente todo debemos conectarlo a una red de prácticas contrahegemónicas, siendo así el todo más que la suma de las partes. Por eso, darle un programa político al emergente implica quererlo todo. El emergente oposicional podría quedarse en alternativo si solo ataca desde un lugar (por ejemplo, la lucha contra las macrogranjas y por la necesidad de bienestar para los animales, si no va acompañada de estrategias que garanticen una vida digna también a las personas de las comarcas que viven de estas explotaciones intensivas, desde posiciones que desafíen el modo de producción dominante). Pero no solo hay emergentes oposicionales que pueden perder la potencia revolucionaria y convertirse en alternativos: hay emergentes alternativos con pretensiones de innovación de las que podemos apropiarnos para dotarlas de programa político. La política de resistencia, que en ocasiones podemos llamar reactiva, lleva muchas veces a decir «no» a esos caminos y dejarlos sin explorar, tachándolos de luchas parciales. Nosotres creemos que les marxistas deben aprovechar el momento, recoger esas oportunidades de transformación, tanto desde el ecologismo como desde el feminismo, el movimiento LGBTI o los sindicatos. No se trata de abandonar esas reivindicaciones, sino de articularlas en la lucha por el socialismo entendiendo dónde está la raíz de todos esos problemas.

Esta radicalidad no puede llevarnos a no actuar en lo concreto, sino al contrario: aprovechar el momento es construir desde lo particular. En este terreno nos encontramos a menudo con las contradicciones del «mientras tanto», ¿pues acaso se le puede pedir a los mineros que abandonen sin más su medio de vida porque es contaminante? Y, dando un paso más allá, ¿realmente tenemos que elegir entre lo particular y lo universal?

Williams insiste en la necesidad de conectar lo particular con las abstracciones, llamándonos a «no ser extranjeros». Sin empatía y conocimiento de los sentimientos del compañero minero ningún programa de grandes palabras y retórica revolucionaria será más que papel mojado; desde la mesa del escritor no se siente el miedo a quedarse sin trabajo. Pero sin una propuesta de actuación a largo plazo no dejaremos nunca de poner parches a la piscina en la que nos estamos ahogando. Como decía Mark Fisher: «Una izquierda que no tenga a la clase en su centro no puede ser más que un grupo de presión liberal». Por eso, nuestra lealtad está siempre con la clase obrera y debemos buscar ese programa político que conecte una actuación concreta con las demás escuchando a la gente. Es a lo que apunta Williams cuando en «Socialismo y ecología» dice que «todo tendrá que negociarse, negociarse de manera justa y equitativa, y tendrá que llevarse a cabo de manera constante durante un largo tiempo».

Por tanto, animamos a fijarnos en lo concreto, de forma crítica pero siendo capaces de aconsejar desde la cercanía. Esto es posible deshaciéndonos de la posición de algunos marxistas de «guardianes de la teoría» y haciendo que lo que ocurre en el aquí y el ahora deje de ser una lista que revisar y tachar para devenir el terreno sobre el que se va a trabajar. Debemos reconocer en él esas nuevas piedras a las que podemos darles una dirección transformadora y hacer que se conviertan en el camino a la liberación de todes les oprimides y explotades del mundo.