José Luis Rodríguez ||
Como todo movimiento social, el ecologismo y la lucha contra el cambio climático están compuestos de contradicciones, paradojas y zonas de fricción, pero también de unas pocas convicciones y «verdades» que en su esencia ni siquiera se discuten, pero que permiten una coherencia de acción y reflexión básica. Que hemos de abandonar el uso de combustibles fósiles es una de esas convicciones, otra es que el cambio climático está causado por la actividad humana y requiere de modificaciones profundas en nuestras vidas. La abrumadora mayoría de la producción científica respalda estas certezas y ello nos ayuda a tener un suelo sobre el que desplazarnos políticamente con una mínima coordinación. Por eso resulta descorazonador que también la abrumadora mayoría de la producción científica e incluso los últimos informes del IPCC subrayen —si bien con unas sutilezas que en unos años nos parecerán sonrojantes— que para hacer frente a la crisis climática es necesario avanzar hacia dietas basadas en alimentos de origen vegetal (y cabe deducir lo mismo respecto a la producción y el consumo de cualquier otro bien en el que ahora mismo estén implicados los animales) y que el movimiento ecologista no haya sido capaz de digerir e incorporar esta información con la solidez que se esperaría.
La ganadería no ayuda a almacenar carbono bajo tierra al ritmo que sería necesario, emite más gases de efecto invernadero de los que secuestra y, en cualquier caso, secuestra y almacena carbono con una eficacia mucho menor que la que tienen otros posibles usos de la tierra, como la renaturalización. Aparte, dentro del ecologismo se defiende la explotación animal porque a ella hay vinculados grandes grupos de población y modos de vida que ya se consideran tradicionales (algo que somos capaces de teorizar de modo bien distinto con las explotaciones mineras o petrolíferas, o con cualquier injusticia por mucho que se remonte al origen de los tiempos); porque es «natural» comer animales (aunque tengamos aparatos digestivos muy distintos del de los carnívoros o aunque la naturalidad de cualquier acción humana abra la puerta al esencialismo o a la estupidez: también es «natural» morir por una infección de orina); porque la ganadería permite gestionar y controlar el paisaje (como si los pastos fueran paisajes originarios o edénicos merecedores de conservación y no el producto del trabajo humano); porque el cuerpo de los animales lo pone a nuestra disposición la naturaleza —el proceso histórico de domesticación parece haber sido guiado por la mano invisible de Gaia— y debemos «dar las gracias» (si el agradecimiento se muestra cuando alguien nos presta algo de manera voluntaria, ¿por qué hacer lo mismo al arrebatarle la vida a alguien que, de manera manifiesta, se está negando a dárnosla?); porque la ganadería extensiva permite un modo de consumir carne más sostenible y ecológico (cuando produce entornos con una biodiversidad excesivamente pobre, demasiado débil para hacer frente a la crisis climática, y cuando es la primera causa de deforestación mundial y es tan poco eficaz que en ningún supuesto sería capaz de nutrir mínimamente a los 8.000 millones de personas que pueblan el planeta, como sí lo sería una dieta vegana); porque en «culturas de otras latitudes» se sacrifica y se honra a los animales (como si hubiera algo más paternalista, utilitario y colonial que dar por justo y bueno por definición lo que se haga en «culturas de otras latitudes» o valernos de ello para justificar comportamientos propios del norte global hipertecnificado); porque eslóganes como el de «veganismo global obligatorio» pasan por encima de las voluntades de organizaciones de base de ganaderas y ganaderos (como si la tradición emancipadora no fuera afín a eslóganes grandilocuentes, universales y en tiempo imperativo sabiendo que son precisamente eso, eslóganes: «¡Proletarios del mundo, uníos!»).
No vemos que ninguna de estas líneas de defensa se sostenga, pero sabemos que desbaratar estos argumentos no tiene por qué hacer avanzar ni un milímetro la lucha por poner fin a la explotación animal y por hacer de su abolición un frente necesario para sortear lo peor de la crisis climática. Seguramente cualquier persona que pueda leer esto desde un país occidental, con acceso a internet y con capacidad para hacer una compra semanal en un supermercado cercano podría en teoría hacerse vegana en cuestión de días, y sin embargo no sucede. El consumo de productos de origen animal está demasiado imbricado en nuestros deseos, en nuestro goce y en nuestras perversiones como para apoyarnos únicamente en la exposición razonada y sensata de estas reflexiones. Las personas veganas seguimos confiando demasiado en que los individuos cambien este aspecto de su vida motu proprio después de presentar nuestra visión del asunto. Esto seguirá ocurriendo, las relaciones personales son fundamentales para modificar modos de vida en nuestro entorno y predicar con el ejemplo sigue siendo una de las mejores maneras de hacerlo; no es casualidad que las estadísticas indiquen que de manera lenta pero firme hay cada vez más gente que se hace vegetariana o vegana. Nunca dejará de ser exigible que las aspiraciones de cambio estructurales tengan su correlato en los comportamientos individuales; es así en la lucha contra cualquier otro tipo de dominación que imaginemos y el caso que nos ocupa no es una excepción.
Con todo, la urgencia de la crisis climática y nuestra convicción de que se ha de poner freno al asesinato continuado de animales (de manera industrial o con nuestras propias manos) nos obligan a pensar en vías para acelerar la rapidez de estos cambios, multiplicar las victorias y escalar su amplitud, aumentar la incidencia social de estos principios y hacer que el fin de la explotación animal se convierta en uno de los cimientos de la ecología política contemporánea. Si sabemos que el abandono del vehículo privado solo va a darse en un contexto en el que haya una red densa de transporte público porque los esfuerzos individuales tienen límites claros —aunque, de nuevo, esos esfuerzos sean relativamente exigibles—, quizá debamos idear instituciones y herramientas sociales, públicas y comunitarias que faciliten la transición al veganismo y que este no dependa de las voluntades particulares de cada cual. Si el problema es del deseo social de carne, son precisamente las estructuras sociales las que más fácilmente nos pueden ayudar a transformar este deseo. Desde las pequeñas propuestas y reformas en los contextos en los que actualmente nos movemos hasta la necesidad de idear espacios e instituciones a mayor escala despojados del uso de animales, pasando por propuestas de transición para las zonas de economía ganadera y aspirando a proyectos de cambio cultural profundo, el veganismo ha de plantearse la tarea de que no solo necesitamos que los individuos se hagan veganos, sino que necesitamos que se hagan veganas nuestras sociedades. La envergadura de la tarea es inconmensurable, no todas las propuestas serán realizables, algunas ideas serán incompatibles entre sí y también en un futuro próximo se darán avances que ahora no somos capaces siquiera de esbozar en nuestra imaginación; en ese futuro tendremos que haber generado nuevos consensos, pues no todas las victorias se lograrán a golpe de decisión, pero eso no es excusa para no tomar decisiones que están en nuestras manos y luchar por que esa capacidad aumente con la mayor velocidad posible.
Lo que se plantea aquí es una serie de propuestas para luchar por el veganismo, más allá de las «conversiones» individuales, en distintos ámbitos y a diferentes escalas: (1) dentro de los movimientos sociales; (2) dentro del orden social actual y, en principio, sin forzar en exceso sus estructuras; (3) luchas que aspiren a quebrar esas mismas estructuras. Evidentemente ni estas categorías ni las propuestas que se sugieren son mecánicamente jerárquicas ni se corresponden por necesidad a etapas políticas consecutivas, pues al fin y al cabo la realidad de los avances sociales es bastante más farragosa e imprevisible que cualquiera de nuestros planes. En cualquier caso, quizá esta división artificial nos ayude a imaginar qué frentes de acción podrían dar forma a una ecología política vegana.
Para un veganismo de puertas adentro
Aunque ha habido ciertos amagos de debate y conflicto en torno al asunto de la explotación animal dentro del movimiento ecologista entre quienes defienden el uso de la ganadería extensiva y quienes abogan por la transición al veganismo, en general ha dominado un espíritu de entendimiento tácito —o de evitación— que ha priorizado la convivencia, pero no una táctica común y reconocida. Seguramente se van a seguir produciendo conversaciones de manera espontánea u organizada que se cierren con una simple exposición de posturas pero sin conclusiones compartidas y sin que se acabe haciendo mayoritario ninguno de los posicionamientos. En otras condiciones, con plazos más relajados, si los espacios políticos atraviesan un momento de debilidad y desorientación parece sensato buscar los puntos de unión y aplazar sin fecha en el calendario los que provocan divisiones. Por desgracia nuestras condiciones no son esas. El peso que la ganadería, en cualquiera de sus formas actuales, tiene como motor de la crisis climática y ecológica no permite contemporizar mucho más y convierte en un imperativo que se comience a hablar abiertamente, políticamente, de este conflicto dentro de los encuentros y espacios verdes. El consumo de carne y de otros productos de origen animal es inherentemente un tema político pero que, salvo excepciones fugaces que han provocado respuestas delirantes, no ha alcanzado el grado de «política en la esfera pública»; es de prever que esa situación cambie en poco tiempo y se convierta en un elemento central de las políticas públicas. Por ello, pese a todos los resquemores y rencillas que estas discusiones sin duda van a provocar y para que los desarrollos que se van a producir en este ámbito no nos pillen con el pie cambiado, es necesario que las organizaciones ecologistas comiencen a debatir sistemática e, insistimos, políticamente sobre este conflicto sin tapujos pero con todo el tacto y la serenidad que seamos capaces de aplicar, siendo conscientes de que están en juego no solo nuestras ideas abstractas sobre el futuro sino elementos de nuestra autopercepción y de nuestra noción de justicia.
Si eso ocurriera en un tiempo relativamente corto, ya supondría un avance notable respecto a la situación actual y podríamos felicitarnos por ello. Ello ayudaría a depurar las reflexiones de todas las partes, a avanzar los desarrollos políticos en uno u otro sentido y, de manera fundamental, a obligarnos a buscar tácticas compartidas en un momento de máxima flaqueza. Probablemente sea de la incorporación real de esta problemática a los espacios ecologistas, y aun en medio de fuertes discusiones, de donde surja una reunión de intereses real frente al que coyunturalmente debería ser el enemigo común y el eslabón al que dirigir todos los golpes: las macrogranjas. Productoras de entornos insalubres, centros de una explotación laboral salvaje y complejos industriales de triturar vidas, estos espacios concentran el odio tanto de antiespecistas como de quienes defienden otro tipo de ganadería y del movimiento ecologista y climático en general. Conocemos sus efectos nocivos, no solo locales sino globales —desde sus emisiones directas hasta las provenientes de la importación de piensos o de la exportación de productos—, existe un sentimiento difuso de consenso social sobre la crueldad propia de estos lugares, el maltrato abyecto al que en ellos se somete a los animales, la concentración de riqueza obscena y de influencia política que genera. Concretar ese sentimiento difuso en una práctica política puede servir para coagular y dirigir la lucha contra la crisis ecológica como lo hizo la lucha contra las centrales nucleares hace unas décadas. Habrá quien vea en esa alianza de militantes una unión entre gente que tiene demasiadas cosas en común como para caminar separados; puede que precisamente su riqueza sea otra, que sea gente capaz caminar junta pese a lo muchísimo que les separa, sabiendo manejar con virtuosismo e inteligencia los vínculos tácticos cuando la situación lo requiere. En todo caso, es evidente que no defiendo exclusivamente el ánimo constructivo de estos debates y alianzas y aspiro a que una de las partes se imponga. Parto de que el avance real para el movimiento ecologista consistiría en integrar en su seno las certezas expuestas anteriormente y en hacer de la abolición de la ganadería una parte fundamental de su programa de transición. Más adelante hablaré, de manera inevitablemente especulativa, sobre cómo podría ser este programa de transición, pero el movimiento ecologista tiene posibilidades de transformación interna que van más allá de que se aborden con seriedad ciertos debates.
Como cualquier lucha contra cualquier opresión, la que se dé contra la explotación animal no puede ser asumida por las organizaciones políticas únicamente en el plano retórico o en las grandes propuestas programáticas, sino que debe ser asimilada en su cotidianidad, en su práctica política a menor escala y en el tejido de sus propias relaciones sociales. Por empezar por lo obvio, nuestras organizaciones deberían hacer de los menús veganos «nuestro pan de cada día», y no me refiero solamente a que dejen de ser una opción en nuestros encuentros para que empiecen a ser la opción exclusiva —que evidentemente debería ser así—, sino que la alimentación tendría que ser un puntal de nuestras actividades y de nuestra formación. Así, partiendo de los encuentros frecuentes para comer o cenar en compañía hasta los grupos de consumo libres de explotación animal, las clases de cocina o los grupos de apoyo para ayudar a la gente a hacerse vegana como propone Layla Martínez, se puede llegar a la formación sobre explotación animal y antiespecismo, a talleres sobre cómo expresamos nuestro especismo en redes sociales, a garantizar espacios concretos dedicados a esta temática en congresos y conferencias sobre cuestiones climáticas y ecológicas, y a llevar a cabo acciones de protesta contra la ganadería como las que concebimos en el caso de las industrias fósiles. El veganismo social puede estar presente de mil maneras en nuestros colectivos y puede provocar en ellos una más que necesaria sacudida intelectual y práctica.
Retomando la idea de las comidas compartidas en cantinas y comedores propios, y más allá de que haga del veganismo una realidad más presente en nuestro día a día y se fije, aunque sea a escala reducida, en la urgencia de la crisis ecológica, esta propuesta responde además a una exigencia de más largo aliento, como es la de recomponer una cotidianidad conjunta y con unas raíces sólidamente políticas. Desde las comidas agápicas de los primeros cristianos, en las que estrechaban lazos personas venidas de distintos ambientes religiosos, hasta los desayunos infantiles que ofrecían los Panteras Negras, un surco recorre las tradiciones emancipadoras y de él brota la convicción de que los espacios comunes en los que se comparten tanto la satisfacción de necesidades como el placer, tanto el reposo como el trabajo socialmente útil, tanto el traspaso de saberes tradicionales como la alegría de la experimentación, tanto la ociosidad como las discusiones políticas acaloradas, son uno de los cimientos para la elaboración de una institucionalidad social propia y vigorosa. Todo el mundo fantasea con las historias de espacios sociales tan densos que acogían a la gente desde su nacimiento hasta su funeral, construyendo sus vidas con hábitos reconocibles y punteándola con ritos propios, y esto vale igual para organizaciones revolucionarias que para comunidades eclesiásticas y religiosas. Aun asumiendo que la crisis que nos asuela tenemos que afrontarla y sortearla dentro de un orden depredador —a trompicones, revolviéndonos contra él e intentando domeñarlo, pero hoy por hoy dentro de él—, la posibilidad de hacer saltar sus costuras en el largo plazo dependerá de nuestros primeros pasos en la reparación y reelaboración social, no para prefigurar, pues esto es imposible, sino para reordenar. Las comidas compartidas, los comedores abiertos, las cantinas populares y veganas pueden ser un espacio propicio para recoger todas estas elucubraciones y, además, con la posibilidad casi inmediata de multiplicar su ambición. Si las propuestas autónomas y comunalistas y los grupos de afinidad pueden embarrancarse en la exclusividad con más facilidad de lo que se suele reconocer, la potencia real de compartir mesa como herramienta política se halla precisamente en hacerlo con alguien a quien no conoces. ¿Podemos pensar en traducir estos deseos de transformación dentro de nuestros colectivos en un programa de demandas generales con carácter inmediato? ¿Podemos ver proliferar cantinas públicas con cocinas totalmente veganas y trabajos dignos? ¿Excursiones escolares a santuarios de animales? ¿Debates públicos sobre la cuestión de la carne? ¿Qué nos imaginamos logrando mañana?
Para un veganismo en la coyuntura
Mencionábamos que la urgencia de la crisis ha alterado nuestra relación con los tiempos políticos. Nos enfrentamos a una encrucijada tan irresoluble como ineludible entre, por un lado, la necesidad de saltar por encima del gradualismo político más moroso; por otro, la exigencia de conocer y gobernar la dureza del gradualismo técnico; y, finalmente, la inevitabilidad de producir estrategias adaptadas a nuestra debilidad coyuntural y a la lentitud que ella impone. Efectivamente, tan irresoluble como ineludible. Por supuesto, aspiramos al veganismo global como objetivo; por supuesto, necesitamos una táctica con la que empezar a ganar posiciones prontamente sobre el estado real de las cosas, que permita que ese objetivo sea algo más que una ensoñación. Para ello, podemos imaginar ciertas iniciativas por las que batallar dentro del orden actual y que, en algunos casos particulares y con la dosis necesaria de intervención sociopolítica, podría empezar a forzar los límites de dicho orden.
Por empezar por algunas propuestas no demasiado rompedoras —aunque tengamos claro que cualquier sugerencia en este sentido va a ser recibida con una hostilidad desquiciada— y por abonar el terreno sobre el que intervenir, es vital contar con información actualizada y equipos de nutricionistas que conozcan estas realidades en centros de salud y educativos. Como cualquier persona vegana seguramente sepa, es agotador enfrentarse al cuestionamiento sobre los supuestos problemas de salud a los que nos estamos arriesgando por parte de profesionales que no han tenido el mínimo interés en informarse sobre la materia o, directamente, no saben siquiera en qué consiste una dieta vegana. Es casi seguro que en las próximas décadas se producirá una transición a algún tipo de alimentación distinto al actual, así que es fundamental que nuestros equipos sanitarios sepan orientarnos y que contemos con nutricionistas expertos en estas transiciones. En términos puramente nutricionales, para la mayoría de la población no debería resultar particularmente complicado llevar una dieta vegana, pero es normal que existan dudas en el caso de gente que padezca alguna enfermedad, gente mayor, personas embarazadas o gente al cuidado de bebés, por poner algún ejemplo, así que la posibilidad de incorporar estas consultas al sector público y que no dependan de la capacidad económica individual, tal y como se reclama para la salud mental, no debería resultar especialmente innovador. Incluso si no se produjera una transición generalizada a dietas veganas parece recomendable contar con información profesional sobre dietas saludables…, ¡y seguramente nos recomendarían a todes que abrazáramos el veganismo!
Otra forma de afianzar a través de las instituciones actuales los cimientos de esta transición, y que tampoco debería ser particularmente traumática —amén de las quejas furibundas de madres y padres, uno de los grupos sociales más temibles del capitalismo tardío—, consistiría en proponer cambios paulatinos en guarderías y colegios. Los sistemas educativos podrían incorporar también equipos de nutricionistas especializados en la alimentación de los menores, reintegrar las cocinas para que dejen de estar externalizadas, suspender excursiones a zoos, acuarios y granjas escuela, o promover la educación (y la diversión) alimentaria en sus planes educativos —quizá así se acabe con el escandaloso mito de la dieta mediterránea en un país que consume más carne que ningún otro en Europa—; todo ello es básico y reforzaría el músculo público para acometer los cambios que estamos proponiendo. Sin embargo, yendo a la materialización de todo ello en los propios centros, es impostergable el que los comedores escolares ofrezcan opciones veganas donde no lo hagan ya y que se ideen propuestas de transición a comidas libres de explotación animal. En previsión de las respuestas hostiles, cabría poner en marcha periodos de formación a cargo de nutricionistas del sistema público, actividades compartidas de cocina para familias y tutores para que todo esto no sea visto como un adoctrinamiento del perverso comunismo, incluso la posibilidad de que madres y padres acudiesen a los propios comedores escolares o proyectos a medio plazo para que el cambio no levantara demasiadas ampollas. Por ejemplo, en un plan a cinco años para los comedores escolares, en cada nuevo curso se podría ganar para la causa uno de los días, y no sería de extrañar que ya en el quinto año no hubiese ningune niñe que los viernes tuviera ganas de comerse un filete empanado que no fuera de seitán.
Va a ser inevitable pensar, además, en planes comunicativos agresivos y a machamartillo protagonizados por instituciones, individuos u organizaciones políticas, capaces unas de apropiarse de los pasos dados por las otras y de progresar allí donde por sí mismas no podrían, logrando avances conjuntos incluso gracias a la disputa estratégica. Sabemos que el gusto por la carne está fuertemente anudado a la construcción de la masculinidad, como explican desde Carol J. Adams hasta Astra y Sunaura Taylor; o que los productos señalizados como veganos generan rechazo entre los consumidores y se venden menos; o que la memoria afectiva de todos los momentos que hemos pasado compartiendo comida, como toda costumbre, es una fuerza material más potente que la de mil decretos. La tarea de arrancar de raíz esta pulsión, por lo tanto, parece titánica e interminable, digna de ser emprendida por un equipo de publicistas psicoanalistas socialistas antiespecistas. Como no nos consta que este equipo se haya fundado, imaginemos. Desde las campañas públicas acerca de los perjuicios para la salud del consumo de carne roja hasta el etiquetado —similar al de las cajetillas de tabaco— informando de los efectos sobre la salud y sobre el medio ambiente; desde la labor de lobby para que el problema de la ganadería comience a estar presente en debates mediáticos hasta lograr que compartir fotos de carne o pescado en redes sociales sea visto como algo retrógrado o que tomar leche de otros animales sea percibido como la rareza histórica y la práctica inquietante que en realidad es; desde las imágenes de políticos y personas conocidas compartiendo sus platos veganos hasta las campañas institucionales contra el veggiewashing de las empresas cárnicas; desde la presión para que en los programas de cocina en televisión haya una cuota de platos veganos hasta la organización de ferias veganas municipales en cada capital de provincia.
Mostrando un poco más de atrevimiento, y mezclando la posible experiencia en los comedores públicos existentes con la organización de base de cantinas populares veganas, ¿podemos imaginar en cómo multiplicar la ambición de estas ideas y luchar por cantinas públicas con menús veganos? Pensemos en cómo funcionan los centros cívicos cedidos a organizaciones comunitarias o en cantinas de titularidad y gestión pública que ofrezcan trabajo estable; las modalidades de esta iniciativa pueden variar y las colaboraciones público-comunitarias ofrecen alternativas diversas, pero los beneficios parecen claros: desde la estabilidad laboral hasta la capacidad de intervenir en los modos de consumo y en la educación alimentaria de barrios enteros, pasando por la posibilidad de sentar juntas a la mesa a personas que no tienen tiempo ni para saludarse u ofrecer menús baratos con productos de proximidad, de temporada y de origen vegetal. Si la proliferación de estas cantinas respondiese a algo más que a tibios planes piloto y fuese la encarnación de un derecho público a la buena alimentación —como los son los centros sanitarios al derecho a la salud—, la propuesta tendría implicaciones muy serias: creación de miles de puestos de trabajo, punta de lanza de la veganización de las dietas, mecanismo de intervención indirecta en el precio de la alimentación, reorientación de los patrones de consumo, confrontación con el modelo laboral sobreexplotador de una hostelería que además es probable que se tambalee en medio de un calor cada vez más insoportable.
Contando, además de todo ello, con que la tauromaquia quedase de una vez por todas abolida, con que zoos y acuarios cerraran de por vida y con que se aprobasen otras leyes de bienestar animal, esa oportunidad para ir más allá en el cuidado de los animales no humanos no debería ser desaprovechada. ¿Y si se propusiera la creación de centros de atención a la fauna urbana en nuestras ciudades?, ¿o santuarios públicos en entornos rurales donde atender a todos esos toros que ya no podrán ser toreados? ¿Y cómo aplicar las leyes mencionadas sin la creación de un nutrido cuerpo de inspectores contra el maltrato animal? Parece evidente que el ímpetu público es inevitable para empezar a cosechar victorias a gran escala y a no mucho tardar. Y si este cuerpo de inspectores interviniese decididamente junto al de inspectores de trabajo en la industria ganadera, con seguridad presenciaríamos los inicios de algo que va más allá de las políticas coyunturales. Probablemente empezaríamos a ser conscientes de que se avecinan cambios estructurales.
Para un veganismo de las estructuras
Un veganismo digno de tal nombre y acuciado por las urgencias ecológicas, como explicaba en la introducción, si aspira a la abolición de la industria ganadera en su conjunto no puede depender únicamente de la fuerza de voluntad o de las convicciones personales. El desmantelamiento de todo un sector, de una estructura económica acoplada a estructuras culturales, seguido de la construcción de otro modo de producción y distribución de alimentos, tiene que marchar sobre batallas sociales, planes de transición, alianzas incómodas y ambición compartida. No obstante, y según señalaba en los primeros párrafos, no pensemos que la intervención sobre la coyuntura está jerárquicamente por debajo de una intervención estructural, y menos aún con los plazos reducidos con los que funcionamos. La acción coyuntural y la acción estructural se alimentan, se desplazan, se afectan, se conforman; el plan de choque inmediato sobre nuestro deseo carnívoro o los proyectos escolares no son necesariamente una etapa previa al cierre de las macrogranjas. Pensemos en todo ello como la capacidad de intervenir donde sea posible cuando sea posible, categorizado simplemente a nivel analítico.
Suponiendo —y ya es mucho suponer en este momento— que se pudiera abordar la superación de la ganadería industrial, sobre la que ya nos hemos extendido, y lo cual tendría efectos sobre los usos de la tierra tanto como sobre la estructura del capital español o sobre la distribución del poder en todo el país, ¿qué transformaciones estructurales podrían seguirle? Los planes de transición económica tienen que ser tan creíbles como imaginativos —escribimos ahora mismo frente a una página en blanco con no demasiados antecedentes— y presentan dos caras. Por un lado, una transición humana para quienes trabajan en esta industria: la recuperación y el saneamiento de las áreas donde estaba instaladas, la renaturalización de áreas rurales enteras o la reconversión de las instalaciones para dedicarlas a un uso ecológicamente más benéfico (sin contar con el enorme cuerpo burocrático y organizativo que todo ello necesitaría) parecen salidas provechosas. Por otro lado, una transición animal de unas complejidades logísticas, políticas, ambientales y morales inauditas. ¿Qué hacer con los casi cuarenta mil caballos, tres millones de vacas, diez millones de ovejas, cuarenta millones de conejos, cincuenta y cinco millones de cerdos y ochocientos millones de aves que se sacrifican cada año en España? Algunas macrogranjas tienen encerrados a cincuenta mil cerdos o a un millón de aves simultáneamente en unas condiciones de hacinamiento inhumanas. ¿Cuánto espacio necesitamos para darles ahora una vida digna sin explotarlos? Los cálculos pueden empujarnos a recalibrar y a reformular el uso del territorio como no lo habíamos hecho jamás y ponen en serios aprietos la viabilidad de cualquier transición ecológica que hasta ahora hubiésemos concebido. ¿Durante cuánto tiempo tendremos que encargarnos de ellos? Pensemos que son especies criadas durante miles de años para vivir en condiciones de reclusión y que son asesinadas con pocas semanas o meses cuando las aves podrían vivir hasta diez años, los cerdos y las ovejas quince y las vacas hasta treinta años. No estamos, por lo tanto, ante una reconversión que, aun iniciada de manera inmediata y dentro de un programa victorioso, se pueda hacer de la noche a la mañana y sin atender a plazos y fases o que pueda llevarnos inmediatamente a un orden de relaciones totalmente nuevo y equilibrado entre seres humanos y el resto de los animales. Se trata de un proyecto que va a exigir décadas de trabajo, con seguridad lleno de zonas oscuras y vaivenes dolorosos. Porque, hablando con franqueza, vamos a tener que tomar decisiones de enorme calado ético y apremiante urgencia ecológica con las que las convicciones antiespecistas más pulcras no casan del todo bien. Es el caso, por ejemplo, de cómo actuar ante la reproducción de todas estas especies, ahora liberadas pero bajo nuestro cuidado (esfera de muchas ambigüedades). Defendemos que no se intervenga en las vidas de otros seres sin su consentimiento salvo que sea para su propio beneficio, pero entendemos que es inmanejable un planeta con esta cantidad de animales hasta hace poco domesticados —la cantidad de animales libres es ahora mismo irrisoria frente a la cantidad de animales explotados—. Parece que la única salida es su esterilización, pero no podemos caer en procesos descontrolados que nos alienen de nuestra responsabilidad con unos individuos que siguen siendo totalmente dependientes. Es probable que las generaciones de la transición ecológica nos tengamos que hacer cargo de decisiones políticas complejas y, en ocasiones, vergonzosas pero en la medida de lo posible bien calculadas en favor de una transición que permita la supervivencia de la mayoría de individuos de todas las especies.
En cualquier caso, como suele ocurrir con los proyectos de transición ecológica y a la vista de lo que señalábamos, la falta de trabajo no tiene por qué presentarse como un problema. La creación y gestión de santuarios de grandes dimensiones, su papel en la regeneración de los territorios y la planificación que van a tener que poner en funcionamiento podría absorber muchísimo tiempo en todas las zonas que ahora mismo dependen de la ganadería industrial. Si pensamos que la mayor parte de los cultivos ahora mismo destinan su producción a la alimentación animal, también es de prever que su reorientación hacia la producción de alimentos para consumo humano y, sobre todo, su renaturalización activa puedan exigir una enorme cantidad de fuerza de trabajo. Las reconversiones nunca son sencillas ni están exentas de enemigos incluso entre quienes potencialmente podrían salir más beneficiados, pero esto no ha de ser un impedimento a la hora de tantear cuáles podrían ser sus líneas maestras.
El conflicto entre antiespecismo y ganadería extensiva, en esta situación, cobra otro cariz. Todo lleva a pensar que estas discusiones pueden producirse únicamente hoy, cuando la abrumadora mayoría de la producción de carne y de otras mercancías de origen animal provienen de la ganadería industrial y la ganadería extensiva puede presentarse como alternativa amable. Si fuera un poco perverso diría que la última puede presentarse como tal siempre y cuando la primera siga existiendo, de manera que sus destinos están irremediablemente unidos. Hay tres factores que pueden señalar por qué la abolición de la ganadería industrial puede llevarse consigo a la ganadería extensiva. Primero, cualquier persona que esté en contacto con explotaciones ganaderas sabe que la imagen bucólica y pastoral que a veces se quiere presentar de ellas responde a un ideal inexistente en el que las estadísticamente escasas manifestaciones de amor y ternura amortiguan la realidad de la explotación y la muerte. En el mejor de los casos, son espacios de trabajo donde el asesinato de un animal se lleva a cabo con cierta asepsia y con motivaciones expresamente capitalistas. Si deja de existir el ogro de la ganadería industrial estas prácticas pueden aparecer como lo que realmente son. Segundo, resulta difícil pensar que una oleada sociopolítica que haga echar el candado a las macrogranjas no esté animada, en última instancia, por una alteración esencial en nuestra percepción de otros animales que pondría en tela de juicio su explotación y su asesinato del modo que sea. Tercero, en ese instante se haría evidente que el consumo que es capaz de cubrir la producción de la ganadería extensiva queda muy por debajo de los estándares nutricionales mínimos. Aunque devorara porciones gigantescas de terreno —que en una transición ecológica de emergencia no se debería permitir—, y siempre pensando que la distribución fuese equitativa, la ganadería extensiva podría aportar una cantidad de proteínas a nuestras dietas tan marginal e insuficiente que a todo el mundo podría resultarle evidente que dedicarle recursos a ese sector sería una violentísima pérdida de tiempo. Por supuesto, si fuera necesario plantar batalla política, un socialismo de características veganas tendría que estar en disposición de hacerlo, pero puede que ni siquiera fuera necesario.
Un último frente de acción, probablemente con aspiraciones más profundas y de larga duración, sea el de las reparaciones a las poblaciones animales. Karen S. Emmerman explica cómo una de las prácticas antiespecistas más transformadoras que ella misma ha intentado llevar a cabo es la de intentar reparar aquellos daños hechos a los animales y que, por cuestiones personales o estructurales, no ha podido evitar.
La tarea de compensación moral que tengo en mente no es una forma de equilibrar un error ético; no puede hacer que tengamos las manos menos manchadas ni proporciona restitución alguna. En lugar de ello, las compensaciones morales […] son un modo de reconocer el daño provocado y emprender acciones que hagan tangible el reconocimiento. Ya que la tarea va a requerir a menudo desafiar los sistemas de opresión que generan los conflictos interespecies, emprenderla demuestra un firme compromiso con la reducción del sufrimiento de los animales no humanos. Realizar esfuerzos mediante los cuales poner fin a la explotación animal sistémica, que daña a los animales no humanos y restringe nuestras elecciones, mejoraría la vida de todas las partes implicadas. La compensación moral no consiste en un gesto vacío destinado a expiar nuestros errores éticos, sino un compromiso genuino con el reconocimiento del daño provocado y con compensar al mundo entero.
Emmerman, vegana, explica que tuvo que darle a su bebé leche de fórmula que contenía una vitamina extraída de la lana y que, aun no pudiendo reparar el daño hecho a las ovejas en cuestión de las que se extrajo esta vitamina, sí decidió emprender acciones que pudieran ayudar a que otras ovejas no se vieran forzadas a estar al servicio de las necesidades humanas. Extrapolando este modo de pensar a nuestro planteamiento, no podemos concebir una transición ecológica completa y sincera que únicamente repare los ecosistemas para garantizar nuestra propia supervivencia. La renaturalización de bosques, selvas, costas y mares, el enriquecimiento de la biodiversidad de los ecosistemas, el cuidado prestado a otros animales o la renuncia a nuestros deseos carnívoros o al avasallamiento turístico de otros entornos; en fin, la combinación de compensación a los animales y retirada por parte de los seres humanos es la única manera de que una transición ecosocial culmine mereciéndose el adjetivo «justa».
Para acabar (hemos venido a por tu alma)
Decía Lukács algo así como que la política es el método pero que el objetivo es la cultura; quien se piense muy materialista que se quede con esta idea. Quien quiera algo más provocador, que cite con orgullo a Margaret Thatcher, que decía que la economía es el método pero que el objetivo son las almas.
El veganismo aspira a conquistar políticamente la cultura y las almas, a señalar que nuestra manera de tratar a los animales lo dice todo de cómo tratamos a otros seres humanos, a echar por tierra nuestra posición de superioridad sobre otros animales, a descalabrar las ideas dominantes sobre qué son y qué papel juegan respecto a nosotres y nosotres respecto a ellos, a poner en su lugar en la historia la explotación animal y a demostrar que tal y como se originó se puede desmontar, a garantizar que el dolor de los animales no es necesario para nuestro placer, a extirpar el sadismo social de nuestros deseos, a mirar de otro modo a sus extrañas pupilas desde nuestras mentes extrañas. A reconocer que si la libertad es un ejercicio que libera, nuestras almas nunca serán libres si no lo son las de quienes tienen plumas, escamas, caparazón o pelaje. Camaradas, no tenemos nada que perder salvo nuestras cadenas tróficas.