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Preguntas definitivas, respuestas provisionales

Xan López y José Luis Rodríguez

Este texto se redactó originalmente como epílogo a la edición de 2025 de Estado, poder y socialismo de Nicos Poulantzas publicada por Belllaterra.

Estado, poder y socialismo de Nicos Poulantzas tiene un papel contradictorio en nuestros esfuerzos por construir una teoría del Estado capitalista contemporáneo. La sensación más poderosa después de leerla es la de que esta es una obra incompleta, en una tensión irresoluble consigo misma. En ella se aprecian, en primer lugar, las cicatrices de la evolución del propio Poulantzas, de los «giros» en su pensamiento que tan bien describe Stuart Hall en el prólogo de 1980. Aquí está la conclusión de su ruptura parcial con una ortodoxia sobre la que construyó su figura, pero que ya en el momento de escribir este libro se mostraba insuficiente para descifrar la complejidad del Estado capitalista. Llaman la atención las numerosas disputas con otros autores y corrientes, muchas de las cuales son incomprensibles para el lector actual sin un enorme esfuerzo previo de estudio. En sus páginas aparecen con frecuencia algunos viejos camaradas comunistas como Louis Althusser o Étienne Balibar, pero también figuras de las que se contamina en la misma medida en la que las critica, como Michel Foucault. Apenas aparecen los grandes clásicos como Marx, Engels, Lenin o Gramsci, pues según Poulantzas han sido anteriormente citados hasta la extenuación. Es un libro que avanza en muchas direcciones, que desea abarcar mucho y que por ello, quizás inevitablemente, conquista muy pocas cimas estables. En retrospectiva podemos leer claramente la ansiedad de un movimiento que no va a ser capaz de sobrevivir intacto a una revolución, o contrarrevolución, histórica. Es un último gran intento de recapitulación de un tema inabarcable, un esfuerzo titánico por arrastrar todo el peso de la tradición hasta un nuevo punto firme en el que mantenerla relevante en la crisis de su momento, que como todas las crisis siempre parece ser la definitiva. En este sentido, Poulantzas es heredero de una disposición netamente marxista, tan trágica como noble, que comienza ya con el mismo Marx.

 

A pesar de todo esto, y por eso tiene sentido hablar de un papel contradictorio, la obra de Poulantzas sigue manteniendo toda su vigencia. Para ello existen al menos dos motivos. El primero es que entre sus intuiciones inconclusas, entre sus materiales exploratorios, hay un buen puñado de piedras esculpidas con la mayor destreza, listas para ser utilizadas en la construcción de un edificio cuya forma final solo podemos, por el momento, intuir. La más célebre de entre ellas quizás sea su definición del Estado como una «con­densación material y específica de una relación de fuerza, que es una re­lación de clase». Esta, por supuesto, es una de las armas más antiguas en el arsenal del marxismo: la revelación de que algo que anteriormente se consideraba como un objeto o cosa con una naturaleza intrínseca es en realidad la materialización de una relación social. Lo hace Poulantzas con el Estado. Lo hace Marx con el capital. Lo hace Iliénkov con la naturaleza humana. Es un gesto ortodoxo contra una supuesta ortodoxia que se resiste a morir, contra la «concepción puramente instrumental del Estado» que lo reduce a un «aparato estatal» de poder al servicio de una clase específica.

 

La persistencia de esta ortodoxia nos lleva al segundo motivo de la vigencia de Poulantzas. Algunas de las ideas presentes en este libro, y en toda su obra, son enormemente fértiles, importantes, ciertas: el rechazo al instrumentalismo y la concepción del Estado como condensación material de una relación de fuerzas, que ya hemos mencionado; la presencia de medidas de carácter social en la constitución del Estado que son el producto de victorias populares, más allá de los elementos puramente represivos o ideológicos; el papel determinante del Estado capitalista en la conformación de un sistema relativamente abierto, por fluido, de clases, en contraposición a anteriores sistemas cerrados, como el feudal; el reparto cambiante de los diferentes aparatos entre las fracciones de la clase dominante como mecanismo duradero para evitar crisis generales del Estado; el Estado como terreno en el que se dirime y organiza el interés de la clase dominante, que no existe anteriormente a ese proceso; su selectividad estratégica a la hora de intervenir en el proceso social, pero también a la hora de no intervenir; la imposibilidad de realizar una lucha social completamente exterior al Estado, aunque sea indirectamente; etcétera. Sin embargo, es importante resaltar una tensión que muchas veces no se trata en toda su crudeza: muchas de estas ideas no son especialmente polémicas fuera del círculo relativamente reducido y enrarecido de la militancia de ascendencia marxista. El sentido común imperante está más cerca de ellas que de algunas de las posiciones contra las que Nicos Poulantzas y otros lucharon, como la idea de que el Estado es siempre e inevitablemente un instrumento en manos de la clase dominante, mediante el cual impone su dictadura y contra el que,, por lo tanto no cabe más estrategia que el cercamiento y la revolución.

 

La vigencia de Poulantzas, por lo tanto, también depende de la vigencia de una serie de nociones que podríamos describir simultáneamente como vulgares y enormemente resilientes. Es necesario volver una y otra vez a estos debates porque la teoría instrumental del Estado, como parte de un cuerpo más amplio de marxismo vulgar, ha demostrado más capacidad de supervivencia y relevancia social que otras teorías infinitamente más refinadas. Este es un correctivo importante al sesgo teoricista que impregna muchos debates: la persistencia y la fuerza de un cuerpo teórico dependen menos de lo que nos gustaría de su capacidad explicativa. La teoría instrumental del Estado es simple de entender y puede sobrevivir como un conocimiento esotérico que una vez conquistado nos separa de los ignorantes que persisten en la falsa conciencia del Estado como un terreno abierto inevitablemente a la disputa. Esta es una configuración política puramente defensiva, de resistencia, pero que puede sobrevivir durante más tiempo en una situación de crisis prolongada. Es en este proceso de debates recurrentes, que se dan en círculos cada vez más pequeños y atrincherados, en el que Poulantzas y su obra vuelven a ser relevantes una y otra vez. Con todo, su papel de referente no se da únicamente por la debilidad general del marxismo, sino, como decíamos, también por la potencia de algunos de sus descubrimientos. Algunos de ellos pueden tener un papel netamente positivo, por esclarecedores, en tareas de la máxima urgencia como lo pueden ser la investigación de la génesis y actual crisis del Estado neoliberal o la transición a una sociedad ecosocialista.

 

Estas aportaciones son enormemente productivas incluso cuando en ocasiones se ubican, como en Poulantzas, en un análisis fundamentalmente erróneo. Uno de los aspectos más llamativos de este libro, escrito en los momentos inmediatamente anteriores al big bang neoliberal de 1979-1980, es su capacidad de percibir con absoluta claridad la existencia de una crisis general del Estado, del contrato social de la segunda posguerra, a la vez que se equivoca de manera decisiva en su posible resolución. Son acertadísimas sus observaciones sobre la pérdida de legitimidad del Estado, sobre la reducción de sus aspectos democráticos, sobre el mayor peso de la función ejecutiva y administrativa frente a la legislativa, sobre cierta transición a una forma más «flexible» de operar. Se equivocó al plantear que la dicotomía para el resto del siglo se iba a encontrar entre la expansión sin fin de las funciones del Estado, incorporando cada vez más aspectos de la reproducción expandida del capital y de la vida, o una suerte de revolución socialista y democrática (para él una misma cosa) en la que la participación directa de las clases populares iba a adquirir una importancia renovada. Como sabemos, de nuevo con la ventaja de la perspectiva histórica, la revolución neoliberal se basó en una reducción absoluta del papel del Estado en la gestión económica y en una transformación del mismo en defensor del funcionamiento sin impedimentos de la lógica y la disciplina de los mercados, que se reforzaron enormemente gracias a un salto de institucionalización global perfectamente diseñado. El pacto fáustico del nuevo diseño del Estado neoliberal consistió en una pérdida relativa del poder de los Estados frente a los mercados a cambio de una victoria decisiva frente a la doble amenaza del enemigo interior democrático y el enemigo exterior socialista. Es una operación, en todo caso, perfectamente poulantzasiana: los arquitectos de la revolución neoliberal no intentaron en ningún momento cercar y derrocar los Estados democráticos occidentales, al considerar —con buen sentido— que esa era una tarea imposible. En vez de ello trabajaron metódicamente para reducir la importancia de algunos de sus aparatos, reorientar la labor de otros y utilizar el peso del Estado de nuevo tipo para reconfigurar la composición y la intensidad de la lucha de clases en su favor. La última gran transformación política mundial, por lo tanto, es una que Poulantzas habría comprendido (y seguramente admirado) perfectamente y que da la razón a sus planteamientos sin que importe lo más mínimo el contenido explícito de sus últimas predicciones.

Las vías por las que Poulantzas ha pervivido como una figura fundamental del pensamiento marxista europeo y el movimiento socialista son, como vemos, especialmente intricadas. En su vigencia se entremezclan los deméritos de la tradición marxista atrincherada en el instrumentalismo vulgar y la asombrosa cualidad poulantzasiana de la transformación neoliberal en cuya crisis vivimos hoy en día. ¿Sigue siendo vigente Poulantzas en este nuevo momento de convulsión y transformación, tan similar a la década de los setenta? Siempre hay épocas más o menos propicias para lecturas fructíferas de tal o cual autor, y esta es una especialmente productiva para volver una vez más al pensador griego. Mientras que hay autores a quienes les sientan mejor los momentos de fuertes ofensivas populares o los de retiradas tácticas, Poulantzas reaparece ahora, como ya lo hizo en otros momentos, para auxiliarnos ante una situación de particular desorientación política general y, de modo específico, de recomposición del orden y de las clases dominantes. En estos periodos, el Estado, sus transformaciones intestinas, sus pugnas internas y las incursiones feroces que lo cruzan recobran una preeminencia analítica y política que en periodos de mayor estabilidad parecen quedar velados, por mucho que sigan igual de presentes. Esto puede ser así porque, como él mismo explica en distintas ocasiones, el Estado se encarga de ordenar y reordenar a la clase dominante y desordenar a las clases dominadas, y este proceso, que en general puede darse de un modo subterráneo, emerge a la luz del día, prácticamente con obscenidad, en fases de crisis y convulsiones. Esa es nuestra fase. Por abstrusas que fuesen las formas de Poulantzas, hoy basta con abrir una red social o la web de un periódico para comprender lo que estaba intentando explicarnos.

Pese a que las respuestas de Poulantzas en ocasiones fuesen desacertadas incluso en su época —como en el caso de sus análisis sobre las clases medias, sus intereses, sus afinidades y su posibilidad de integrarse en proyectos progresistas, algo que en todo caso matiza puntualmente en este mismo libro—, el paso del tiempo las haya desmentido total o parcialmente —como ocurre, según decíamos, con su descripción del autoritarismo para el cambio de siglo como una inflación avasalladora de las capacidades del Estado, y valdría la pena comparar esta descripción con el «populismo autoritario» de Stuart Hall— o suenen especialmente candorosas varias décadas después —su confianza excesiva en la democracia directa como instrumento fundamental de la transición al socialismo democrático—, sus preguntas y sus provocaciones inciden con poca piedad en algunos de los puntos débiles de la izquierda de las últimas décadas. De manera concreta, el énfasis casi obsesivo por entender la política como una disputa que coagula en instituciones de poder y que estas disputas, en la medida en que son políticas, atraviesan y se expresan siempre en el terreno del Estado es un punto de vista inquietante para una izquierda que se ha acomodado durante demasiado tiempo en aspirar a crear sociedades alternativas, y no a malear la sociedad, y que ha batallado por ser contrapoder, no por construir algún tipo poder. Este mal, que aqueja de manera profunda al ecologismo en el Estado español, se remonta al nacimiento de los actuales movimientos sociales extrapartidarios, allá por el sesenta y ocho, y a una desconfianza automática en las estructuras de gobierno. Quizá que Poulantzas escribiera buena parte de sus reflexiones sobre el Estado en la década posterior, a contrapelo de las inercias de partido y también de los impulsos movimientistas pero queriendo generar un espacio de retroalimentación y potencia estratégica, indique algo sobre desde dónde podríamos leerle hoy.

Estas preguntas y provocaciones, quizás en algún momento restringidas a discusiones escolásticas, presentan hoy un aspecto definitivo. Ya no se nos permite lanzarnos a debates sobre la sustancia material del poder y del Estado, su naturaleza de clase, su permeabilidad o impermeabilidad a las luchas y demandas populares, sus fragilidades y durezas, desde los márgenes políticos y sin una inequívoca voluntad de participación. El asalto fascista al Estado y a sus aparatos que estamos presenciando mientras escribimos estas líneas —y que promete extenderse como el moho— en combinación con la urgencia opresiva del cambio climático nos obliga a pensar la cuestión del Estado como el centro de gravedad de nuestros programas. Como expresaba recientemente Wendy Brown, la izquierda necesita una nueva teoría del Estado ajustada al instante lúgubre que vivimos. Estado, poder y socialismo puede ayudarnos a ello.

Por avanzar de manera concreta: una de las formulaciones más productivas de Nicos Poulantzas en este volumen, que ha quedado curiosamente opacada y no ha sido tan citada como otras, es la que apunta a la capacidad del Estado para desplazar internamente sus propios focos de poder cuando estos están en peligro de ser ocupados de algún modo por clases o fracciones de clase no dominantes. Esta apreciación ofrece, por ejemplo, una lectura mucho más rica de las transformaciones estatales en la fase neoliberal —según mencionábamos: como revolución o contrarrevolución que retira capacidad política de aparatos más o menos democráticos, como el parlamentario, para trasladarlo al ejecutivo o al judicial o al represivo— que la predicción de un incremento general de la presencia estatal en la vida cotidiana. Desde luego, es posible pensar en el Estado en sentido amplio o amplísimo —esto es, el conjunto de las instituciones en que se condensa la vida política y social— y percibir la mercantilización abrumadora de la existencia humana y natural ordenada por el propio Estado: de la vivienda, a los cuidados, a los recursos naturales, al ocio. Apuntábamos ya que esto no es lo mismo que la omnipresencia de un Estado que, según Poulantzas, iba a permear todo el tejido de nuestra vida; el papel del Estado en esta mercantilización total ha consistido más bien en proteger la metástasis capitalista y contener cualquier pulsión democrática o socializadora. Esta perspectiva matizada sí casa bien con esa capacidad estatal que explicaba el propio Poulantzas de poner cortapisas a las posibilidades democráticas y de efectuar desplazamientos del poder hacia espacios y aparatos menos democráticos.

Este brevísimo apunte sobre la política estatal en las décadas de la fase neoliberal —limitación de la capacidad democrática en el Estado, robustecimiento de los aparatos ejecutivos y judiciales— da pie a reflexionar sobre posibles vías de entrada a la política estatal contemporánea a partir de las reflexiones de Poulantzas y, de manera más urgente, a analizar en qué está consistiendo el actual asalto e intento de descomposición patrimonial del Estado que, con foco en Washington (podría decirse que con foco en Moscú y con reflejo multiplicador a escala planetaria desde Washington), amenaza con convertirse en estrategia derechista global. Efectivamente, aunque buena parte de las instituciones en que se condensó el régimen neoliberal como revolución conservadora estén disolviéndose en un abrir y cerrar de ojos en términos históricos, esto evidentemente no parece que vaya a resultar automáticamente en un regreso de la capacidad política a los aparatos y órganos más democráticos. Más bien a lo que estamos asistiendo es a un redoblamiento de la apuesta ejecutiva, autoritaria y reaccionaria como respuesta institucional a lo que ha sido percibido como un intento excesivo durante la última década de reequilibrio democrático en cuestiones de redistribución y representación, de la ofensiva populista al auge del feminismo o a la recuperación de fuerza pública durante la pandemia. O, lo que es lo mismo, el fin de la fase neoliberal después de que esta se haya topado con sus propios límites no está implicando —y nunca estuvo necesariamente en condiciones de implicar— el inicio de una fase más igualitaria o exenta de opresiones. Esta crisis, como toda crisis, es en realidad un momento de pugna entre modelos que disputan la forma de reordenar el mundo. Dada la ausencia actual de una fuerza netamente popular, es posible leer esta disputa como principalmente un reordenamiento de la clase dominante y, siguiendo a Poulantzas, es ahí donde interviene el Estado.

En Estados Unidos, en Europa, en España, en Brasil, en Argentina… En todas esas regiones estamos viendo cómo la autonomía de ciertos aparatos estatales de la que ya hablaba Poulantzas, en particular el ejecutivo y el judicial, bastante más vigorosos desde hace décadas, está valiendo de ariete para un movimiento reaccionario global que está planteando una guerra a otras fracciones de la clase dominante, pero también y al mismo tiempo a otras fracciones de las clases medias y populares dentro y fuera de los aparatos estatales, todas ellas vinculadas a sus ojos en una alianza democrática, impía y woke. Este movimiento reaccionario ha entendido —como siempre ha entendido— que su victoria política depende de la captura de aparatos estatales estratégicos capaces, a su vez, de debilitar aquellos otros materialmente más proclives a empujar reformas democráticas. Dicho de otro modo, y en palabras de quienes redactaron el Project 2025 en el que se basa el actual asalto institucional de Donald Trump y el movimiento MAGA: «Lo que necesitamos es una revolución en el Estado». El desmantelamiento de departamentos como el de educación o protección medioambiental, o el modo en que están triturando legislación tan fundamental como la de la transición energética, en combinación con la pulverización del conjunto de la administración, no son ejemplos preocupantes pero aislados, sino una tendencia general. En Europa, por mucho que confiemos en la inmutabilidad de unas instituciones que percibimos como mastodónticas —pese a todo, la Unión Europea tiene menos funcionarios que la ciudad de París, por ejemplo—, no deberíamos hacer oídos sordos a esta fuerza ultraderechista y antiestatista, pues ya se están produciendo los primeros contactos serios y manifiestos destinados a reorganizar el actual entramado institucional de la unión y vaciar de competencias los espacios desde donde de hecho se está batallando, por ejemplo, por un afianzamiento de los derechos civiles o por un impulso más decidido a la transición energética.

Esta disputa entre fracciones de la clase dominante mediada por el Estado —con repercusiones e influencias de otras clases y fracciones, por supuesto, y de hecho cabría pensar que el movimiento reaccionario, hoy manifestándose de un modo crudamente oligárquico, tiene un origen más cercano a lo que clásicamente consideraríamos pequeña burguesía— cuenta con una faceta específicamente ominosa: nos guste más o nos guste menos, el modo en que se dirima la batalla interna en el interior de la clase dominante en su expresión como pugna entre fracción fósil y fracción verde determinará la posibilidad misma de seguir haciendo política en los próximos siglos. Ello tiene repercusiones muy concretas a corto, medio y largo plazo. La capacidad de sostener un proceso de reindustrialización verde hasta que sea realmente operativo, de adaptar territorios diversos al nuevo clima en el que nos estamos adentrando o de planificar la producción económica de modo que no engulla de forma desordenada los materiales necesarios para la transición energética —o, sobra decirlo, para clausurar la infraestructura fósil y no quemar combustibles hasta nuestra carbonización— son cosas que ahora están en juego, curiosamente, en términos poulantzasianos. Nuestra implicación en todo ello también lo está.

Como decíamos, las respuestas de Poulantzas no siempre fueron acertadas en su momento o no lo han sido con el transcurrir del tiempo; sus preguntas, sin embargo, no solo son pertinentes sino que ahora se han vuelto urgentes. Mencionábamos también que sus reflexiones sobre las transformaciones estatales del último tercio del siglo XX nos obligaban a pensar nuestras vías de intervención política en los términos con los que él mismo trabajaba. Esas preguntas y esas vías dibujan el contorno de la política que tenemos al alcance de la mano. ¿Cómo podemos intervenir en las disputas intraestatales sabiendo que la tarea fundamental para una transición democrática es la transformación de la materialidad del Estado? ¿Cómo podemos participar en los espacios democráticos del Estado —por antonomasia, el parlamento— sin dejarnos absorber e intentando a su vez penetrar en otros espacios que o bien nos han estado vedados o hemos descartado por principio o identitarismo? ¿Existen aparatos del Estado no «democratizables»? ¿Ha de ser el papel de los movimientos sociales absolutamente extraestatal —el propio Poulantzas afirmaría que eso es imposible— o han de buscar vías de intervención propias, pues al fin y al cabo toda política se decide en el terreno del Estado? Y, en una pequeña pero significativa apostilla, ¿cómo se ven afectadas estas preguntas por la temporalidad política contraída que instaura el cambio climático?

Aventuremos una respuesta general. A Nicos Poulantzas le han seguido otros muchos pensadores y teóricos que, sin reclamarse necesariamente sus herederos intelectuales, sí han explorado directa o indirectamente muchas de las sendas en las que él mismo solo pudo o supo adentrarse, concretado —a menudo a la contra del propio Poulantzas— fórmulas con las que reconocer tanto el territorio que pisamos como el destino que nos gustaría alcanzar y, sobre todo, los caminos tortuosos e inseguros que median entre ambos puntos. Todos esos pensadores, como también Poulantzas, se han referido a un punto culminante de ruptura democrática y han planteado, a su manera, dos fórmulas que también son del pensador griego: la primera, «la desconfianza con respecto a las posibilidades de intervención de las masas populares en el seno del Estado burgués se ha convertido en simple desconfianza con respeto al movimiento popular de base» y, la segunda, «no puede haber más socialismo que el democrático». Inspirándonos en las preguntas de Poulantzas y de quienes le han seguido para reflexionar sobre cómo participar en el seno del Estado liberal tal cual existe como premisa de la lucha por una democracia que en todo caso aspire a alguna forma de socialismo, entendemos que deberíamos partir de las disputas tal cual se están dando en el Estado —resumidamente, fascismo supremacista fósil frente a democracia liberal verde— para plantear alianzas que logren un improbable objetivo triple: decantar esa pelea en un sentido que nos sea especialmente propicio, desactivar el programa reaccionario en marcha y generar las condiciones mínimas para nuestra supervivencia y para una profundización democrática, quizá de manera simultánea, pero sin darlo por garantizado. Este es un bosquejo de programa sin garantías, lleno de incertidumbres y peligros, pero es probable que solo desde ahí, desde ese reconocimiento descarnado de cómo puede darse nuestra intervención en el Estado con una perspectiva democrática, podamos utilizar las reflexiones de Nicos Poulantzas en el presente. De la prosperidad de esa intervención en el Estado, en la pugna que actualmente se está dando en su seno, dependen nuestras ambiciones más inflamadas, que desde hace un tiempo se encuentran entre interrogantes. Esta tarea ingrata es la que hoy tenemos entre manos, pero nunca hubo tarea más crucial.

Las preguntas de Poulantzas se han vuelto definitivas. Las respuestas que nosotros podemos ofrecer, como todas las respuestas, solo pueden ser, por definición, provisionales, pero debemos darlas pensando que quizá mañana no tengamos la posibilidad de rectificar.

 

Xan López y José Luis Rodríguez son miembros del Instituto Meridiano de Políticas Climáticas y Sociales.

 

 

 

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