María Bonete ||
Star Wars: Rebels es una serie de animación que se emitió entre 2014 y 2018 en Disney XD. Uno de mis episodios favoritos es el decimoquinto de la segunda temporada, «The Call»l. La tripulación protagonista necesita encontrar un lugar donde repostar: la nave que es tanto hogar como modo de transporte y arma contra el Imperio se ha quedado sin combustible. Flotando en la nada sideral, se encuentran con un grupo de ballenas espaciales, que a instancias del protagonista de la serie —Ezra Bridger, joven aprendiz de jedi en un periodo de la Galaxia Muy, Muy Lejana en el que ser un jedi es una condena a muerte— deciden seguir.
Las ballenas —o purgill— les guían (¡por supuesto!) a un asteroide en el que el malvado gremio minero, con conexiones con el Imperio, ha encontrado reservas de gas tibanna, la materia prima que en el universo de Star Wars conforma la base, postrefinado, del combustible que acciona las naves espaciales que héroes y villanos utilizan para moverse por la galaxia. La capitana de la nave y cabeza del equipo decide, evidentemente, volar la refinería.
Sin embargo, Ezra apunta a una circunstancia en la que nadie más ha reparado: la explosión dañaría de forma irreparable a los purgill, pues el gas tibanna es la base de su alimentación.
El final del episodio es irrelevante por lo predecible: al final, los héroes destruyen la refinería y salvan a las ballenas. Lo llamativo es que en realidad no es ni único ni especial: durante los últimos años, la mayoría de las propiedades de la IP monstruosa que es la Star Wars de Disney incluyen este tipo de conflicto.
Algunos ejemplos: las dos últimas temporadas de Star Wars: Rebels giran en torno al expolio de los recursos naturales del planeta Lothal, en el Borde Exterior, por parte del Imperio. En el juego Star Wars: Jedi: Fallen Order visitamos Kashyyyk, el planeta del que es originario Chewbacca, donde la población autóctona ha sido esclavizada y donde el Imperio está tratando, a base de refinerías y deforestación, de transformar el entorno en recursos. En Andor, la última serie live-action de Disney+, la conexión entre colonialismo y extractivismo es obvia y recurrente: primero en Aldhani, luego en el planeta-prisión Narkina-6, y también en Kenari, donde además vemos los orígenes de las políticas coloniales y extractivistas del Imperio en la idealizada República.
Escribe Mark Bould en The Anthropocene Unconscious que un texto —entendido como cualquier tipo de artefacto cultural— no ha de hablar de forma obvia y abierta sobre la crisis climática para tratar sobre esta. Su ensayo es una respuesta a la idea de que los únicos textos que tratan este tema pertenecen a géneros «de segunda», como la ciencia ficción, que planteó Amitav Ghosh en su libro de 2016 The Great Derangement. Por su parte, Bould también problematiza la consideración de que la ciencia ficción y otros géneros menores, «populares», no sean dignos de análisis.
La realidad, al fin y al cabo, es la siguiente: en la actualidad, millones de personas en todo el mundo ven, juegan a y leen productos de Star Wars, que por otro lado son creados por una tremenda variedad de equipos distintos para diferentes medios y plataformas. Los discursos que traslucen estas historias, y la relación que existe entre estos y otros discursos, son relevantes. No tanto, en mi opinión, por su funcionalidad como manifiestos o llamadas de atención sobre el problema, sino por su papel como reflejo y síntesis de las preocupaciones y obsesiones de la sociedad en la que son producidos.
Un análisis en profundidad con perspectiva ecocrítica de Star Wars requeriría otro formato —y bastante más espacio—, pero quiero destacar algunos puntos: para empezar, considero que existe una tensión obvia entre las pretensiones más o menos apolíticas de la mayoría de estos productos culturales, consecuencia inevitable de su contexto de producción, y las historias que cuentan. La mayoría de las series, películas y juegos que he mencionado al principio de este texto condenan de forma más o menos indirecta no tanto el progreso en sí —circunstancia probablemente imposible en una sociedad obsesionada con el más-y-siempre como es la capitalista occidental—, sino cierto tipo de progreso.
Al mismo tiempo, estos textos no solo dan protagonismo y reflejan las violencias, casi siempre coloniales y con fin extractivista, que caracterizan el régimen político mundial actual, sino que entienden estas, dentro del mismo texto, en todas sus terribles consecuencias.
Y, sin embargo, el mismo género al que pertenecen estas historias, que las hace tan accesibles y tan plásticas y llenas de potencial, construye de forma inevitable cierta distancia entre la realidad en la que se ven inspiradas y ellas mismas: es decir, las descontextualiza y las simplifica. El eterno villano, el Imperio, a pesar de sus alusiones —sobre todo estéticas— al Tercer Reich, es un significante vacío, y las mismas convenciones del contexto de producción de Star Wars —que es lo que permite que estas historias existan desde un principio— funcionan en su contra. Los malos son muy malos, los héroes son muy buenos, y salvar a las ballenas y destruir la refinería no forman parte de un todo orgánico, sino que son dos problemas distintos, que no comparten ni solución ni causa común, y que quizá son excluyentes.
O quizá no: «The Call» fue emitido por primera vez en febrero de 2016. Ha llovido mucho desde entonces: la Star Wars de hace siete años no es la actual, y nosotros tampoco somos los mismos. Sobreestimar las pretensiones revolucionarias de un producto Disney tiene sus riesgos, pero ahí no reside el interés de estos textos. Lo interesante es el hecho de que en la actualidad el extractivismo, y las catástrofes medioambientales antropogénicas derivadas del mismo, se han convertido en un lugar común desde el punto de vista narrativo; y lo que eso nos dice no tanto sobre Star Wars sino sobre cómo entendemos el mundo en el que vivimos y nuestra relación actual tanto con él, como con el sistema económico que sostiene.