Los impulsos políticos que asociamos casi automáticamente a la transición ecológica, incluso en el más justo de los escenarios, a menudo contienen una buena dosis de constreñimiento, reducción, control, limitación o sobriedad. Ninguno de estos conceptos es inherentemente negativo, pero cuando los niveles de desigualdad son cada vez más profundos y tras décadas de dominio de una idea de libertad rígidamente individual y hostil a los límites, su aplicación y su generalización se pueden encontrar —y se están encontrando— con muchas barreras. Si entendemos que la autolimitación es parte fundamental de una sociedad en cierta armonía con el planeta, ¿puede tener lugar ahí la libertad? Esta libertad desbocada que nos impregna probablemente no lo tenga, pero quizás sí otro concepto de libertad propio de tradiciones emancipadoras contemporáneas. Si desde nuestra parte de la política hemos dejado que los deseos de libertad se nos vayan ajando, es posible que necesitemos darles nueva vida para luchar por un planeta en el que no solo nos adaptemos a límites biofísicos, sino en el que también podamos desarrollarnos libremente y, en cierto sentido, sin límites. Para hablar de la importancia y el papel fundamental de estas ideas dentro de la tradición socialista y su relevancia dentro de una transformación ecosocial, entrevistamos a Tatiana Llaguno, filósofa y doctora por la New School for Social Research de Nueva York que ha estudiado el cruce entre las nociones de «dependencia» y «libertad».
Antes de meternos en materia puramente «climática», queríamos hacer una genealogía breve de la idea de libertad dentro de la tradición de izquierdas en sentido amplio. La noción de libertad ha sido uno de los pilares de la tradición revolucionaria, tanto de la propiamente liberal como de la socialista, pero también de la anticolonial, por ejemplo. ¿Podrías hablarnos acerca qué importancia tuvo la idea de libertad para toda esta tradición y qué significado tenía realmente, qué se entendía por «libertad»?
La libertad ha jugado (y, en mi opinión, debería seguir jugando) un rol esencial dentro de la tradición de izquierdas y revolucionaria en general. Ahora bien, existen enormes diferencias entre tradiciones políticas y, como consecuencia, una pugna constante por su significado. La idea de libertad en torno a la cual se estructuran nuestras sociedades —soy libre siempre y cuando el Estado (o los otros) no se inmiscuyan en exceso en mi vida— proviene fundamentalmente del pensamiento liberal, de pensadores que muchas veces (aunque no siempre) se posicionaban directamente en contra de los avances democráticos de su tiempo. Este último punto es relevante, en tanto en cuanto creo que actúa como elemento despolitizador de la propia idea de libertad. En contraposición, podemos pensar en autores pertenecientes a la tradición republicana, de Aristóteles a Maquiavelo, para nada todos ellos convencidos demócratas, pero a quienes no se les hubiera ocurrido pensar que la libertad sería posible a través de una abstracción de la comunidad en lugar de gracias a ella.
En el mejor de los casos, la libertad liberal pone sobre la mesa matices o preguntas que antes no estaban presentes de la misma forma, por ejemplo, cómo entendemos lo que vendría a ser una suerte de libertad moral. En el peor, ha de ser entendida como una reacción a la noción republicana de libertad —la libertad como autogobierno—, previa históricamente. Esto, por supuesto, no significa que las dos tradiciones, la liberal y la republicana, sean irreconciliables, pero reconocer las diferencias nos permite trazar distintas genealogías de la idea de libertad, así como también preguntarnos en qué momento y por qué razones una idea de libertad es, en parte, suplantada por la otra. La idea republicana de libertad nos refiere a la libertad como respuesta política a una condición de esclavitud. No ser dominados por otro, y en particular por la voluntad arbitraria de otros, es —este segundo grupo argüiría— de lo que debemos preocuparnos cuando nos preocupamos por la libertad. Como es lógico, esto ha resonado con luchas anticoloniales, pero también con luchas dentro de la tradición socialista.
Ahora bien, el debate no se limita a liberales y republicanos. Aquí creo que es importante señalar que existiría una tercera tradición dentro del pensamiento político, que podemos ligar a autores como Rousseau, Hegel o Marx, según la cual la libertad, siempre social, se piensa a partir de una dependencia más radical que en esas otras dos tradiciones. Tanto para liberales como para republicanos, partimos la mayor parte de las veces de sujetos independientes, o que aspiran a serlo. A partir de aquí, unos (los republicanos) otorgan un carácter necesario a las interdependencias en las que inevitablemente existimos, mientras que otros (los liberales) tienden a mirarlas con recelo, como limitaciones de la libertad individual de cada cual. La diferencia de la tercera tradición a la que apunto radica justamente en pensar la libertad a partir de una dependencia más insidiosa, constitutiva de los sujetos, lo cual da pie a una complicación importante de la noción de libertad. No solo necesito a los otros (y, podríamos añadir, al mundo natural) para poder ser un sujeto político o para producir, sino que los necesito para lisa y llanamente devenir un sujeto autoconsciente. Creo que esta es la vía más interesante para repensar la libertad en el contexto de emergencia social y climática en el que vivimos.
En todo caso, parece que el papel de la libertad se ha ido diluyendo, en parte por la apropiación neoliberal del concepto y su asociación con la libertad rígidamente individual, en parte, quizá, porque por nuestro lado no hemos sabido actualizar su significado. ¿Podrías explicarnos cómo se ha producido esa pérdida de peso del deseo de libertad en el campo de izquierdas? ¿Qué mecanismos utilizó el enemigo para apropiársela?
Dentro del campo de izquierdas, la noción de libertad ha venido siempre acompañada de otras, igualmente importantes, como la de igualdad. Y es valioso que esto haya sido así, ya que muchas veces lo esencial era señalar cómo, sin unas condiciones políticas y materiales básicas de igualdad, la libertad no era posible. Autoproclamarnos libres sin establecer unas instituciones que reconozcan la igualdad como punto de partida —y una igualdad que fuese algo más que la mera igualdad formal ante la ley— sería un debilitamiento de la propia idea de libertad. Evidentemente esto ha sido una exigencia fundamental, pero el excesivo énfasis en la igualdad, el paso de una concepción de la igualdad como fin en lugar de como medio, ha sido probablemente un fallo dentro de la tradición progresista. La igualdad no es un fin. O, si lo es, debemos ser mucho más cuidadosos con qué entendemos por ella.
Si somos precisos en nuestra crítica al capitalismo, observamos que este último genera tanto la libertad como la igualdad como sus condiciones necesarias. Es decir, el capitalismo necesita de sujetos que sean iguales y libres, de una manera muy específica. Con la idea de individuos «doblemente libres» (libres de vender su fuerza de trabajo y también «liberados» del acceso a los medios de su propia reproducción), Marx complicó la propia idea de libertad moderna, reconociendo en ella una contradicción históricamente situada. Pero si vamos a sus escritos políticos, vemos que Marx también problematizó la noción de igualdad, y en particular la idea de emancipación como meramente ligada a la igualdad política. A esto podríamos añadir, por supuesto, las contribuciones de la tradición crítica a la igualdad moderna como parcialmente ligada a la presuposición capitalista de equivalencia entre mercancías, y la cuestión de la homogeneización. Para Marx, el fin del comunismo es la libertad y la diferencia, el pleno desarrollo de la individualidad. Esto es importante recordarlo constantemente, sobre todo frente a aquellos que nos intentan convencer de que la emergencia de diferencias es algo propio del neoliberalismo y que perdemos el norte cuando incidimos en el necesario reconocimiento de las diferencias. Por supuesto, la libertad y la diferencia a las que queremos dar paso son distintas de las que nos ofrece el capitalismo, pero aspiramos a ambas. Quienes queremos un mundo en el que las relaciones capitalistas dejen de ser aquellas que estructuran el orden social, debemos de ir con cuidado con la defensa de la libertad y de la igualdad. Pero es posible que hayamos sido más críticos y hayamos puesto más sospecha sobre la libertad que sobre la igualdad, viendo los problemas inherentes de la primera y algo menos los de la segunda. Y, en ese proceso, hemos descuidado un concepto fundamental para nuestra tradición, y quizás incluso facilitado su apropiación por el adversario.
Dicho esto, incidiría también en que los mecanismos de apropiación de valores como el de la libertad no son un mero engaño llevado a cabo voluntaria y conscientemente por unos pocos. La concepción predominante de la libertad es una que (en parte) se adecúa a las relaciones sociales prevalentes. De lo que se trata es de cambiar estas últimas. Y de hacerlo exponiendo las propias contradicciones y ciclos de crisis que generan.
Frente a la idea consolidada de la libertad individual (que, además, para darse debe ser del individuo a costa de otros individuos), ¿cabría pensar una libertad social, una libertad que para que se dé la libertad del individuo exija la libertad de todos los individuos? Parecería que la libertad individual es un elemento intrínseco de cada persona, un elemento constitutivo de cada ser, algo que nos es esencial; ¿podría pensarse en la libertad no tanto como un rasgo sino como un ejercicio que, de hecho, produce libertad para los demás?
Definitivamente. Esta idea de libertad es a la que estaba refiriéndome al final de la primera pregunta. Creo sinceramente que la idea de libertad como algo que no nos viene dado, sino como algo que obtenemos (o no) a través de nuestras relaciones con otros, es la más fructífera para pensar la emancipación, incluyendo el tipo de emancipación promovido por el movimiento ecologista. Por dos razones: por un lado, porque nos permite entender mejor el mayor peligro para la libertad, es decir, la dominación, y por otro, porque nos recuerda que, en último término, ser o no ser libres es algo que recae, de una forma u otra, en nuestras capacidades colectivas. Dicho de otra forma, que ninguna instancia de dominación es un destino del que no podemos escapar.
La libertad como realidad social remite a la idea de individuo como un ente social. Esto es en lo que Marx está pensando cuando en la sexta tesis sobre Feuerbach nos dice que la «esencia humana» no es «algo abstracto inherente a cada individuo», sino «el conjunto de las relaciones sociales». Si el ser humano puede decirse libre es justamente en tanto en cuanto establece relaciones sociales que le permiten actualizar esta libertad. Es cierto que los individuos, aun y a pesar de vivir bajo relaciones de dominación, pueden conservar una suerte de libertad, y por ejemplo no someterse completamente a los designios de un orden político totalitario o a la ideología dominante. Que nuestras relaciones sociales constituyan el entramado en el que nuestra libertad se vuelve real no significa que no contemos con recursos para distanciarnos de ellas. Si no fuera así, no podría existir la crítica. Ahora bien, este distanciamiento siempre es a partir de una realidad social dada, que marca los contornos de nuestro ser libre, y por ello es a partir de ella que podemos (y debemos) trabajar.
He dicho que una de las ventajas de ver la libertad como un fenómeno social es que nos permite entender más fácilmente la dominación, aquellos momentos en los que nuestra libertad está siendo violentada de alguna forma. Voy a intentar explicar por qué creo eso, haciendo referencia a un autor fundamental para pensar la libertad —como algo social e históricamente mediado—, que es Hegel. En la Fenomenología del Espíritu, Hegel nos invita a pensar cómo nuestra capacidad de devenir sujetos autoconscientes y libres depende radicalmente de nuestra interacción con otros. En el encuentro con un otro, uno debe justificar y tal vez incluso cuestionar su punto de vista, pero esto, nos dice Hegel, no es una limitación de mi libertad, sino la condición de posibilidad de una libertad actualizada. Ahora bien, este encuentro con el otro puede no ir bien, ya que el reconocimiento entre dos sujetos puede no darse, o puede no ser mutuo. En sus famosos pasajes sobre el amo y el esclavo, lo que Hegel nos dice es que el carácter social de la libertad es aquello que explica las ocasiones en las que esta no está siendo conseguida. Es decir, que lo social (como lo natural) es a la vez la condición de posibilidad y de imposibilidad de la libertad. Dicho esto, una de las cosas que resultan más interesantes de su análisis es que al hablar de la dialéctica del amo y del esclavo, según la cual el primero domina al segundo, Hegel nos hace pensar no solo en la falta de libertad del segundo, sino también en la del primero. Para que ambas partes devengan sujetos libres y autoconscientes tienen que reconocerse, a la vez y mutuamente, como dependientes e independientes el uno del otro. Por supuesto, el esclavo es quien peor parado sale de esta situación, pero la idea de Hegel es poderosa en tanto en cuanto va más allá: si el vínculo social nos constituye, entonces al dominar a otros y restringir su libertad, también estamos restringiendo la nuestra. Me parece una visión muy rica para pensar la libertad porque va en la dirección que apuntas en tu pregunta, sobre cómo la libertad es un ejercicio que se produce intersubjetivamente, colectivamente, a la vez para una misma y para los demás.
Diría también que la tradición del hegeliano-marxismo es muy interesante para pensar la libertad no solo como algo social, sino también como algo que inevitablemente involucra y da espacio al mundo natural. A pesar de los clichés recibidos sobre Hegel, es un autor que constantemente nos recuerda la necesidad del mundo material, de la vida, para pensarnos como sujetos y, en particular, como sujetos libres. Devenimos libres transformando el mundo natural a nuestro alrededor y, por supuesto, transformando nuestra propia condición en tanto que seres naturales; pero nunca abandonamos esta última completamente. No somos libres en un mundo y vivimos en otro, nuestra condición de seres libres no está en otra dimensión, sino en la propia vida; si negamos su rol fundamental, entonces atacamos la primera y más básica condición de posibilidad de nuestra libertad. Marx por supuesto continúa esta forma de pensar la libertad. Volviendo a la cuestión de la dependencia, lo que estos autores hacen (así como también la tradición crítica que continúa ese legado) es pensar una forma de libertad en la dependencia, incluyendo la dependencia para con otros, pero también para con el mundo natural.
Ahora sí, pues, dirijamos la mirada directamente a la crisis ecológica. Especialmente desde el mundo anglosajón llegan propuestas que se reclaman herederas de una perspectiva, también de izquierdas, que vincula libertad a abundancia: desde el comunismo de lujo totalmente automatizado, que considera que existe campo para una explosión tecnológica en la lucha contra el cambio climático que al mismo tiempo mejore de manera sustancial las condiciones materiales de la gente, hasta quienes dicen enfrentarse al cambio climático pero desprecian cualquier límite biofísico si consideran que adaptarse a ello va en contra de los intereses inmediatos de la clase obrera (repensar la posibilidad de volar o de comer carne sin medida sería un ataque elitista de urbanitas o de académicos). Aun con todos sus problemas, ¿crees que estas propuestas nos dicen algo acerca de la libertad que pueda ser recuperado o tenido en cuenta desde otros espacios políticos?
Sí. Creo que la idea de libertad que nos toca pensar y defender es una que vincula la práctica de la libertad a la aceptación y transformación de nuestras dependencias. ¿Qué quiero decir con esto y cómo está vinculado a tu pregunta? Lo que quiero decir es que deberíamos partir de la base de que somos seres profundamente dependientes de la naturaleza y de los demás, y que, por tanto, todos aquellos proyectos que nos inviten a olvidarnos de esto, con fantasías sobre una supuesta independencia para con el mundo natural o para con nuestro entorno social, deben ser rechazados. Pero, aparte de aceptar su condición dependiente, los seres humanos son capaces de transformar constantemente dicha condición. Somos seres naturales y también somos «algo más que eso», en tanto en cuanto podemos decidir —con un alto grado de variabilidad— sobre los términos bajo los cuales vivimos nuestras vidas. Nunca nos independizamos totalmente de la naturaleza, pero tampoco somos reducibles a ella. Si vemos la aceptación y la transformación como los dos puntos extremos de una línea, entonces podríamos situar la tendencia que mencionas en tu pregunta en el punto extremo de la transformación, una posición que, al no querer reducirnos a seres naturales, acaba olvidando que lo somos. Pero también existiría la posición contraria, en la que se nos dice o bien que no debemos tocar el mundo (ya que, cada vez que lo hacemos, lo destruimos y lo dañamos), o bien que ya no tenemos nada que hacer, y que solo podemos resignarnos a aceptar pasivamente nuestra condición. Aunque no suelan ser tan directas, este tipo de posiciones están latentes en muchas «respuestas» a la crisis ecológica.
Ambas posiciones sufren de una cierta unilateralidad. La libertad como aceptación y transformación de nuestra dependencia es, creo, una buena alternativa: no se trata de olvidar nuestra condición como seres naturales, pero tampoco de claudicar ante ella. De lo que se trata es de pensar racionalmente nuestra particular posición dentro del mundo natural y de establecer relaciones sostenibles que no pasen ni por la negación del planeta ni por la negación de nosotros mismos o de nuestra libertad. Una manera posible de hacerlo es combinando nuestra capacidad de reapropiarnos del mundo con una predisposición a dejar al mundo ser. Es decir, de conjugar nuestra capacidad de transformar el mundo con un constante cuestionamiento de la inevitable tendencia a creer que podemos y debemos controlarlo en su totalidad. En definitiva, aquello que debemos tener en cuenta de las propuestas que mencionas es su insistencia en nuestra capacidad de reapropiarnos del mundo. No es una idea errónea, pero puede volverse peligrosa cuando no está siendo contrarrestada por la otra, igual de importante.
Finalmente, diría que el énfasis en la cuestión social es fundamental. Por supuesto, este énfasis no es solamente característico, ni mucho menos, de aquellos a los que aludes en tu pregunta. Pero es evidente que no podemos pensar la transición ecológica si no es a partir de los intereses de la clase trabajadora, es decir, de la mayoría. Ahora bien, es igual de nefasto olvidarse de esto que utilizarlo para justificar una forma de ser en el mundo basada en la pura dominación.
Ya sea dentro de esa tradición de izquierdas que entendía la abundancia como condición para la liberación, o en el presente neoliberal que asocia la libertad a que no se le pongan barreras a la voluntad individual, la noción de escasez parece no casar muy bien con un futuro de libertad. Yendo por partes, ¿crees que «escasez» es un término absoluto con el que tenemos que aprender a relacionarnos o crees que el que haya escasez es un resultado político que depende precisamente más de qué entendamos por libertad que de la cantidad de recursos materiales de que se disponga?
Tendería a pensar lo segundo. Evidentemente, existen limitaciones materiales, y la noción de límites (más que la de escasez) me parece una en la que deberíamos ahondar, desde el ecologismo y desde la filosofía en general. Necesitamos un concepto de libertad que no sienta los límites (los propios y los provenientes de la naturaleza) como algo que lo restringe sino como algo que le activa. La escasez es un término mucho más cargado ideológicamente; de hecho, funciona como presupuesto ideológico de la economía moderna. No hay suficientes recursos para todos y, por tanto, nos dicen, lo que hay que pensar son formas de distribuirlos. La mayor parte del tiempo, bajo relaciones sociales capitalistas, la respuesta a cómo gestionar esos recursos aparentemente escasos es el mercado. Pero esto esconde que el propio mercado genera, constantemente, una escasez artificial de bienes y servicios, que luego utiliza para justificar su propia existencia y razón de ser. Claramente hay una trampa ahí y por eso tenemos que ir con cuidado al adoptar conceptos como el de escasez. El famoso reclamo del movimiento por la vivienda, «ni casas sin gente, ni gente sin casa», es un buen resumen de esta realidad. El capitalismo no produce para colmar nuestras necesidades, sino para revalorizar el capital; cuando esto último se consigue a través de la creación de una escasez cualquiera, entonces el capitalismo la crea. Entender la escasez como un término absoluto sin tener en cuenta esto último creo que es un error. De hecho, podríamos incluso aventurar que la escasez no es otra cosa que el encubrimiento que la economía política hace de su propia incapacidad de admitir límites. La lógica del capital, por su propia definición, es infinita, los límites son algo que no puede integrar, solo superar. La noción de escasez, que bajo el capitalismo funciona en beneficio del capital y no en pro de la reproducción de la vida, podría por tanto ser entendida como la vuelta de tuerca ideológica (y puesta a su servicio) que hace el capitalismo de una realidad que no puede asumir.
Todo esto no significa que tengamos una idea del mundo y de la vida como algo que en absoluto está marcado por la finitud o por los límites. De hecho, creo que la visión de la libertad en dependencia nos lleva irremediablemente a admitir la capacidad de otros y de la naturaleza de limitarnos. Lo clave aquí es, como hemos dicho, no entender esta limitación como algo contrario a nuestra libertad sino como algo que la posibilita.
Una última pregunta, con la vista puesta en el futuro. La tradición republicana del socialismo aspiraba a desplegar un entramado institucional que garantizase, entre otras cosas, la mayor libertad posible para la mayor parte de la gente mediante la redistribución de la abundancia material, dicho de manera muy resumida. Si, como hablábamos, la escasez es un concepto que poner en cuestión, probablemente necesitemos darle la vuelta a esa idea. ¿Cómo te imaginas un entramado institucional que no aspire a una redistribución equitativa de la abundancia sino a construir vidas dignas y deseables atendiendo a unos límites materiales? En definitiva, ¿cómo te imaginas una República de (contra) la Escasez? ¿Qué necesitaría una república así para ser una sociedad libre?
Más que una República de la Escasez (o contra ella), propondría luchar por lo que podríamos denominar una Libre Asociación de Reproductores. Si bien valoro la tradición republicana, me identifico más con la conocida formulación de Marx, a la cual simplemente le haría el cambio (casi simbólico) de productores a reproductores. La tradición republicana tiene ciertamente mucho que decir sobre el entramado institucional, sobre el rol de la ley, del derecho, o del estado. Me parecen también muy fructíferos todos los debates que se dan entre autores republicanos y autores marxistas, así como las contribuciones de gente que se identifica con ambas tradiciones. Sin embargo, mantendría la fórmula de Marx porque creo que proporciona una apertura distinta, capaz de complicar aún más los presupuestos filosóficos, políticos y sociales sobre los que nos interesa trabajar.
Si me preguntas sobre cuáles deberían ser los mínimos requisitos de dicha asociación, diría (en negativo) que la abolición de la propiedad privada y de la forma valor, así como de la división social del trabajo, y (en positivo) un reparto justo del trabajo socialmente necesario y, por supuesto, la creación de un modo de producción centrado en nuestras necesidades y en las del planeta. Estas necesidades no son algo a predeterminar de antemano, son históricamente moldeables y deben estar siempre abiertas a discusión, pero deberían funcionar como elemento estructurador de nuestras relaciones de reproducción. Evidentemente, todo esto supondría, en último término, una extensión sustancial de la democracia, no solo con relación a los sujetos partícipes de las decisiones a tomar (ahora mismo grandes partes de la población son de facto o de iure excluidos de las mismas), sino también de las cuestiones y de los temas a tratar colectivamente (cuestiones sobre cómo, qué, y para qué producimos, por ejemplo).
Mi sugerencia de una Libre Asociación de Reproductores cumple simplemente la función de visibilizar que de lo que se trata en último lugar es de permitirnos reproducirnos libremente. Por supuesto, esta idea de reproducción no está ligada a un mandato reproductivo incuestionable de todo aquello que está vivo (o que podría estarlo), como una especie de vitalismo; el adjetivo «libre» cumple justamente la función de integrar, dentro de la formulación, el reconocimiento de nuestra capacidad de decidir qué queremos reproducir y qué no, y sobre las condiciones bajo las cuales queremos hacerlo. Pero creo que el uso de la palabra «reproducción» (que lleva dentro de sí la noción de producción) nos permite reconocer más fácilmente la importancia de temas que han quedado (no siempre, pero muchas veces) en los márgenes del debate, desde el trabajo reproductivo, en el que ha puesto el énfasis el feminismo, hasta las aportaciones de la propia naturaleza, que nos recuerda el pensamiento ecologista, y así visibilizar la relevancia de estas cuestiones en el proyecto social y político alternativo por el que estamos luchando. Concebirnos como reproductores es concebirnos como seres que crean el mundo, pero también como seres que lo hacen a partir de un mundo ya existente, y que necesitan, al menos en parte, conservar. Por tanto, la Libre Asociación de Reproductores es una invitación a imaginarnos como individuos libres y a la vez profundamente dependientes: de otros seres humanos, de otros animales y del mundo natural en su conjunto.