Guillermo Zapata |
Network, un mundo implacable, la fabulosa película de Sidney Lumet que pretende hacer de espejo crítico de las derivas televisivas de los años setenta, no evitó las derivas televisivas de los años setenta, pero nos dejó algún discurso histórico sobre el fin de los tiempos (catódicos). De la misma forma, la lucidez de Charlie Booker a la hora de alertar contra las tecnologías en su también fabulosa Black Mirror es asimismo un catálogo de las impotencias de cualquiera de nosotros ante el poder de la tecnología. Es sorprendente la cantidad de veces en las que verdad e impotencia se dan la mano. En la muy apocalíptica No mires arriba la condición de denuncia sobre el cambio climático termina con una secuencia que roza el narcisismo complaciente. Los protagonistas, viejos militantes de la lucha contra el meteorito, se reúnen y cenan juntos mientras se dicen: «Bueno, al menos hicimos todo lo que pudimos». Una afirmación que solo se puede hacer en serio desde la posición de quien sabe que, al fin y al cabo, no viene ningún meteorito y todo esto no es más que una película.
El problema es que estamos atrapados en unas narraciones que no nos sirven para afrontar el problema que tenemos delante. La diferencia entre una película de catástrofes y una posapocalíptica está en el momento de la línea temporal en el que nos situamos. Hay muchas más narraciones sobre el apocalipsis que sobre su prevención.
El cine de catástrofes entiende el colapso como un acontecimiento, un momento, un aquí y ahora universal. A partir de dicho acontecimiento total elabora una teoría sobre la sociedad. Hay un cine de catástrofes que habla de las fantasías de las clases más poderosas, que solo pueden ser salvadas por profesionales del servicio público (El coloso en llamas), o que dibujan historias de amor en primera personas sobre el trasfondo de una descarnada lucha de clases (Titanic). Hay un cine de catástrofes que sintetiza la ansiedad postraumática de un acontecimiento terrible que reduce la sociedad civil a un conjunto de víctimas con dispositivos tecnológicos para grabar su propia aniquilación (Cloverfield); y hay un cine de catástrofes que ha encontrado en la imagen pura de la destrucción de la civilización una suerte de poesía fílmica (el conjunto de la filmografía de Roland Emmerich).
El cine posapocalíptico, por su parte, entiende el colapso como algo que fue y que se extiende en el presente. El carácter pesimista de los mundos que presentan las ficciones posapocalípticas no puede hacernos olvidar que, después del colapso, hay vida, y la pregunta no es tanto cómo escapar, qué refugio encontrar, cómo salvar a los nuestros o cómo evitar la pérdida de vidas, sino más bien cómo vivir de la mejor manera posible. Mad Max: Fury Road es paradigmática en ese sentido, pero el final de una obra de humor negrísimo como Mars Attacks! también nos ofrecía la posibilidad de refundar la civilización con unos mariachis tocando el himno de Estados Unidos y dejando de vivir en casas para vivir en tipis.
Nuestro problema es el que señala la película Todo a la vez en todas partes. Esa línea temporal previa al apocalipsis, el apocalipsis mismo y la vida posapocalíptica ya existen en nuestra realidad de manera conjunta en muy distintos problemas interrelacionados. Nuestro problema es cómo afrontar un fenómeno que es a la vez Armageddon (la película que intenta evitar que caiga un meteorito) e Impact (la película que habla de las consecuencias de que caiga).