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Cruzar el río tocando las piedras

Emilio Santiago Muíno  ||

 

La hora del peligro

La victoria de Donald Trump y su agresiva contrarrevolución climática, que, como apuntan en este texto Mark Gongloff y Elaine He, está desmontando en apenas unos días años de avances en materia de descarbonización, muestra dos evidencias que el ecologismo transformador tiene el deber de enfrentar. La primera, que el capitalismo verde era un enemigo prematuro. La descarbonización no es un programa asegurado, ni siquiera en ámbitos donde las renovables ya son más competitivas en términos de mercado, como la producción de electricidad. La segunda, que, pese a los importantes avances de la última década, aún no sabemos ser hegemónicos. No sabemos ofrecer un horizonte para las sociedades traumatizadas por la policrisis del Antropoceno ni gobernar en pos de una transición ecológica rápida que sea percibida como justa y deseable por grandes mayorías sociales.

La hora es peligrosa y exige un reposicionamiento estratégico. Por un lado, es probable que la administración Trump vaya a ejecutar el golpe de gracia a los 1,5 °C del Acuerdo de París.  De hecho, tras las primeras medidas de Trump, los analistas de Morgan Stanley, por ejemplo, ya barajan escenarios catastróficos de subidas de temperatura de 3 °C a final de siglo, a los que no obstante esperan ajustarse para extraer beneficios. Más allá de Estados Unidos, Trump sienta un precedente cuya capacidad de contagio pondrá en riesgo el rumbo climático de la humanidad durante los años más decisivos para poder corregirlo. En la Unión Europea, ya avanzamos de hecho hacia una convergencia de clivajes con Estados Unidos: la excepcionalidad americana, donde la mitad del arco electoral está dominada por una oferta política basada en el negacionismo o el escepticismo climático, puede convertirse en una pauta consolidada en todo Occidente. Durante los años de aplicación del European Green Deal, un programa sin duda insuficiente y mejorable, tanto en sus cuantías de financiación como en su frigidez social, pero que apuntaba en la dirección correcta, han sido también los años del auge en Europa del negacionismo de la extrema derecha, del surgimiento de un retardismo de izquierdas y de la multiplicación de fricciones que boicotean la agenda climática. El tradicional consenso climático blando de Europa se ha roto: hoy, presionados por su flanco derecho, los partidos conservadores ponen en peligro las políticas verdes europeas reclamando pausas reguladoras o enfoques menos audaces. Muchos partidos progresistas hacen lo propio, reduciendo su ambición climática bajo justificaciones redistributivas, dejándose influir por intereses sectoriales o por movimientos NIMBY en defensa del disfrute privilegiado de experiencias paisajísticas. Mientras tanto, como nos muestra la evidencia científica, la crisis climática se acelera, los impactos se multiplican y el presupuesto de carbono se agota.

La situación es inquietante porque revierte una tendencia que, si bien aún tenía más de promesa que de hecho, era sustancialmente positiva. La revolución tecnológica de las renovables, unida al ciclo de luchas que abrieron las movilizaciones climáticas juveniles del año 2019, permitió al programa ecologista dar saltos de escala en su capacidad de dirección social, así como algunas victorias sustanciales en la guerra de posiciones: desde políticas industriales de descarbonización con capacidad real de transformar nuestras matrices energéticas (la ley IRA, los fondos UE Next Generation) hasta importantes avances culturales protagonizados por ese rompehielos ideológico del sentido común que son los movimientos sociales, como la normalización de opciones alimentarias vegetarianas o la aceptación del ideal del decrecimiento en el debate público mainstream. De hecho, aunque con la pandemia del Covid la ola verde de 2019 se frenó, su huella marcó los programas de salida y recuperación de un modo que diez años antes hubiera parecido ciencia ficción. En algún momento entre 2019 y 2023, el ecologismo estaba empezando a ganar, aunque le costase mucho asimilarlo. La reducción de emisiones (incluyendo importaciones) de muchos países europeos o la aproximación de China a su propio y necesario pico de emisiones son la prueba más objetiva de este cambio de tendencia.

Sin duda, incluso en los momentos del último lustro que justificaban un optimismo mayor, casi todo estaba aún por hacer. La distancia entre lo ecológicamente necesario y la ambición de nuestras políticas seguía siendo inmensa. Pero, al menos, ya parecíamos sociedades indiscutiblemente orientadas a dar ese salto. Y podíamos dedicar nuestras fuerzas políticas a inyectarle al proceso tanto la velocidad que nos exigía la ciencia como la dirección transformadora que nuestros posicionamientos progresistas, democráticos o ecosocialistas delineaban. En 2025, este escenario se ha vuelto más oscuro. Como afirma César Rendueles con humor negro, el último parte de la guerra climática de posiciones podría ser algo así como «defendiendo al hombre del tiempo».

El Estado español no es ajeno a estos vientos de época. Los acontecimientos de los últimos años demuestran que haber asumido que la izquierda social y política de nuestro país posee, por defecto, un compromiso climático coherente y sólido ha sido una premisa errónea. El caso más llamativo, pero no el único, es el apoyo que despierta en el campo progresista la propuesta de moratoria a las energías renovables: una medida que ya ha sido aprobada en varias comunidades autónomas, y que supone un suicidio climático, económico y político. Esto es independiente del hecho de que el despliegue de las renovables tiene mucho margen de mejora en cuanto a justicia territorial y social se refiere. Pero el papel de la izquierda debería ser precisamente explorar y consolidar este margen de mejora sin nunca cruzar la línea que te convierte, de facto, en un colaborador involuntario del fascismo fósil. Hay que seguir peleando por una implantación justa de las renovables. Pero si pides paralizarlas ya trabajas mucho más para Trump que para cualquier plan de decrecimiento realista. La aparición de una izquierda retardista ibérica, justo en el momento en el que las amenazas más graves a la democracia y el clima en cincuenta años se han dado la mano, es ante todo un síntoma: los cimientos ecologistas del espacio progresista y los cimientos políticos del ecologismo han resultado ser más endebles de lo que pensábamos. Necesitamos un trabajo específico que ayude a reforzar ambos con una misma argamasa política. La fórmula de esta argamasa solo puede ser redoblar la apuesta por la construcción colectiva de un futuro deseable.

¿Por qué vamos perdiendo?

Las razones que explican la incompetencia de nuestras sociedades para enfrentar la emergencia climática son muchas. Se trata de un problema epistémica y moralmente escurridizo por ser amorfo, no lineal, de consecuencias seguras en lo abstracto pero más inciertas en lo concreto, siempre asociado o potenciado por factores sociales e históricos que amplifican sus impactos y desdibujan la atribución, difícil de personificar en un enemigo con nombre y rostro, y cuya resolución implica posponer o perder muchas ventajas presentes en pos de beneficios futuros. Un proceso que además está incrustado en el corazón de nuestra economía, nuestra cultura material cotidiana y nuestros imaginarios, que es la quema de combustibles fósiles, lo que genera una inercia monstruosa. Esta inercia, además, viene reforzada por los intereses del capital fósil y su capacidad para defenderlos. Un segmento del capital global que suma una cantidad astronómica de activos en forma de inversiones materiales o financieras que no van a dejarse descapitalizar sin oponer una feroz resistencia. Además, en tanto que la crisis climática es un problema planetario cuya resolución obliga a unos grados de cooperación muy altos en un escenario de fragmentación y competencia política continua, se reproduce en ella, en todas las escalas, el tipo de lógicas perversas del dilema del prisionero. Finalmente, sobre este conjunto de obstáculos, que hace que la tarea del ecologismo sea comparativamente mucho más difícil que la de cualquier movimiento emancipador precedente, debemos reconocer que los ecologistas no hemos sabido dotar a nuestro proyecto de toda la potencia política que exige una misión generacional de esta envergadura.

De todos los frenos para una acción climática decidida, este último es sin duda el que a los ecologistas más nos compete, aquel que es más fácil retirar si emprendemos las acciones apropiadas, porque esencialmente depende de nuestras decisiones. Y el primer paso, que ayudará mucho a dar todos los pasos que vendrán después, es interiorizar como un axioma escrito a fuego que la transición ecológica es una batalla política y que se dirimirá en un balance de victorias y derrotas políticas. Casi ningún militante ecologista discutirá esta afirmación, sin embargo, las concepciones de la política que pueden sostener esta idea son muy distintas. Aquí defendemos la más exigente de todas: la política es la disputa por la regulación de los procesos de poder que dan una dirección objetivamente contrastable a nuestras sociedades en el aquí y ahora. Esto es, tomando la eficacia como vara de medir y sin fiar su resultado al trabajo a largo plazo del «viejo topo» (a diferencia de lo que decía Guy Debord del proletariado de los años sesenta, el pueblo del clima no se puede permitir esperar), y sin confundir tampoco la política con los (por otra parte deseables y bienvenidos) beneficios personales o grupales que el activismo aporta a las subjetividades, el bienestar moral y los proyectos de vida de las militancias. Si esta concepción fuerte de la política es el punto de partida, sus consecuencias distan de estar incorporadas a nuestros discursos y a nuestras prácticas.

Bajo esta definición exigente de lo político, que la transición ecológica sea una batalla política implica, a la luz de la experiencia acumulada, hacer cuatro consideraciones de gran importancia estratégica para nuestra hora de peligro:

  • La construcción de mayorías políticas es un arte que no consiste en alfabetizar científicamente a la población o en traducir mayorías sociales ya dadas que simplemente tuvieran que tomar conciencia de su auténtica realidad desgarrando el velo de la manipulación mediática. La política no se juega en el eje verdad-mentira. Se juega en la articulación de deseos, miedos, identidades y afectos de pertenencia, proyectando un horizonte compartido que sea deseable y creíble. Sabemos que el dato no mata al relato jamás y que un mismo dato puede generar respuestas morales muy distintas, depredatorias o cooperativas. Por tanto, la política es fundamentalmente una batalla moral y organizativa, y solo de modo muy secundario una batalla cognitiva. Pero, paradójicamente, esta batalla moral no se gana con moralismo, sino dando dirección y ofreciendo resultados que refuercen un contenido aspiracional. Y la batalla organizativa debemos darla asumiendo que el suelo antropológico del XXI ya no permite que florezcan, o al menos no de la misma manera, el tipo de organizaciones y movimientos del siglo XX de los que nos sentimos herederos y que tanto nos siguen inspirando y emocionando.
  • La política, como afirma Héctor Tejero, es siempre una actividad consecuencialista en la que lo que importa son los efectos que produce y no las intenciones declarativas, o la belleza, coherencia o sofisticación teórica de las verdades relampagueantes que la inspiran. Además, la política real está obligada a moverse en una incertidumbre radical. Y debe mostrar una alta flexibilidad para atender a los giros de las coyunturas cambiantes, bien para aprovecharlas o para protegerse de sus efectos inesperados. Esto genera una tensión entre el pragmatismo que necesitamos para ser efectivos y la fidelidad a los compromisos ideológicos con los que nos sentimos identificados y reconocidos por nuestros universos sociales de pertenencia. Se trata de una tensión irresoluble que puede ser sin embargo fértil siempre y cuando asumamos que la política debe ser evaluada por los resultados que obtiene y no por las promesas de futuro que declara, sea en sus publicaciones, sus simposios o en los frutos simbólicos de sus movilizaciones.
  • En sociedades tan complejas como las nuestras, cualquier hegemonía política es sinónimo de alianzas incómodas —en una certera expresión de José Luis Rodríguez—. Solo si logramos articular demandas muy distintas, de actores muy diferentes, en un mínimo compartido que logre confundirse con lo mejor del sentido común popular, podremos aspirar a tener una influencia real en el curso de las cosas. Esto exige que el ecologismo hable y se construya en los términos más anchos y generosos posibles. Que el ecologismo participe de los espacios de influencia social de mayor alcance. Necesitamos mucho más declinar la Agenda 2030 en su mejor versión que sustituir el término «Antropoceno» por «Capitaloceno». Necesitamos mucho más poder que contrapoder.
  • Toda hegemonía desborda el sistema de partidos y la política institucional, pero no puede articularse ni ser efectiva sin ellos. El debate calle-instituciones es una falsa dicotomía. Como nos enseñó Gramsci, un bloque histórico aglutina iniciativas en la sociedad civil y en la sociedad política, que se retroalimentan en una ecología organizacional rica y compleja, que el 99% del tiempo es de suma positiva (aunque en nuestra imaginación y mitologías predomine ese 1% del tiempo en que calle e instituciones pueden ser juegos de suma negativa). Además, necesitamos esfuerzos en múltiples frentes que desbordan la tensión partidos-movimientos: la descarbonización del mundo también se juega en lo científico, en lo académico, en lo empresarial, en lo jurídico, en la cultura, en los medios de comunicación… Dicho esto, una evidencia fuerte de nuestra experiencia histórica es que son siempre las políticas públicas las que terminan definiendo nuestro paisaje social. Cristalizando victorias en formas institucionales que crean hábito y sedimento antropológico con efectos de larga duración. Por eso debemos seguir insistiendo en que lo que nos toca es pensarnos para gobernar durante largos periodos de tiempo, y así poder implementar políticas públicas que modifiquen nuestras estructuras sociales e influir en las decisiones fundamentales en los momentos en que no gobernemos. Todo ello sin menoscabo de otras formas de acción de tipo comunal o incluso, aunque nos cueste más admitirlo, también provenientes de la iniciativa empresarial, las políticas públicas son la caja de herramientas con la que podemos tanto cortar el cable rojo para desactivar la bomba de relojería climática, como enfrentar la construcción de un futuro que no solo aspire a sobrevivir al desastre sino que asegure que una vida mejor sea un derecho al alcance de todas y todos.

Lastres acumulados en la cosmovisión ecologista

Además, la construcción de un ecologismo políticamente competente ha estado condicionada por algunos lastres que se han ido revelando a la luz de la experiencia; malas apuestas que es preciso problematizar y recalibrar lo antes posible. Los enumeramos sintéticamente:

Lastre de diagnóstico científico: segmentos sustanciales del ecologismo se han visto enrocados en diagnósticos sobre la crisis ecológica técnicamente obsoletos o empíricamente falsados que comprometen su capacidad de comprender los procesos del mundo y nuestros márgenes de maniobra. Esto es muy evidente en todo lo que tiene que ver con el neomaltusianismo energético y la obsesión con el peak oil, que alimenta errores de análisis serios tanto en las corrientes colapsistas como las versiones más antimodernas del decrecimiento, pero que tienen un efecto arrastre sobre el conjunto de nuestro espacio político.

Lastre teórico: el pensamiento ecologista no solo carece de una tradición de reflexión política propia, como la que sí desarrolló el marxismo obligado por las circunstancias. Sus esquemas teóricos vienen marcados por tics como el esencialismo naturalista, el reduccionismo, el determinismo, el abuso de la categoría de sistema como totalidad fundante de sus procesos parciales o la recaída en las formas más vulgares de teleología histórica. Pensamos que el ecologismo puede enriquecerse en diálogo con autores y autoras que ayudan a superar estos patrones de pensamiento desde diferentes enfoques: desde Gramsci a Stuart Hall, desde Adam Tooze a Bruno Latour, desde el sociólogo Michael Mann a Mariana Mazzucato, desde Donna Haraway a Álvaro García Linera, desde la economista Isabella Weber hasta la relectura de clásicos como Dewey, Hirschmann, Weber, Maquiavelo o Lenin. Lo que nos interesa de algunas de estas cabezas es la lucidez política, la comprensión de su autonomía relativa, la ambición transformadora compatible con el pragmatismo, el reconocimiento del papel de lo simbólico-cultural y hasta de lo estético en los procesos sociales, la reivindicación del pensamiento in medias res, su mirada compositiva frente a los trucos totalizantes del holismo y del pensamiento sistémico, la concepción constructivista y experimentalista del cambio histórico.

Lastre empírico: en base a un cierre moral e identitario precipitado sobre algunos de sus hallazgos, una parte del ecologismo ha dejado de prestar atención a la novedad radical de los hechos. Lo que debería ser un diálogo audaz con el mundo se ha ido convirtiendo en un monólogo sordo. Por ejemplo, si bien la crítica de la economía ecológica al exencionalismo de la economía convencional es correcta, el desprecio al pensamiento económico vigente conduce al ecologismo a un provincianismo epistémico dramático, que lo ciega en la lectura de las coyunturas. Lo mismo sucede con el ámbito de la tecnología. El ecologismo no puede ni debe hacer cortes impugnadores dogmáticos que lo alejen del análisis de las realidades concretas, sea la economía financiera, las políticas europeas o los impactos de la Inteligencia Artificial.

Lastre en la compresión del terreno de juego: nuestra generación está obligada a intervenir en una circunstancia de disrupción antropológica que nos tiene desorientados. Los dispositivos que ejercían roles mediadores básicos en la modernidad industrial, como las organizaciones de masas y los medios de comunicación, y desde los que nuestra tradición aprendió a hacer historia, han entrado en una profunda crisis de múltiples causas: desde la sedimentación antropológica de la subjetividad neoliberal hasta la consolidación de los ecosistemas tecnológicos digitales distribuidos y dominados por algoritmos tecnofeudales. Nos toca, por tanto, librar una guerra que es al mismo tiempo una cartografía de un nuevo campo de batalla para el que nuestra experiencia acumulada no nos ha preparado.

Lastres del imaginario político heredado: durante décadas, la cultura política ecologista se ha conformado por ciertas preferencias de principio y disposiciones de ánimo que han terminado cristalizando en un imaginario político heredado. Si bien en el pasado este imaginario político dio frutos innegables, algunos de sus rasgos hoy obstaculizan el protagonismo histórico que el ecologismo tiene el deber de demostrar. La revisión de estos rasgos y del modo en que manifiestan y a la vez prefiguran ciertos compromisos de acción es otra tarea inaplazable. Mencionamos algunos de ellos:

  1. En un sentido weberiano, la primacía de la ética ecologista de la convicción debe bascular hacia una ética ecologista de la responsabilidad, más predispuesta a establecer «alianzas incómodas» con efectos materiales contrastables que a cultivar espacios de autoproyección expresiva de los propios valores.
  2. La crisis ecológica es poliédrica y está afectada por el mismo tipo de dinámicas de retroalimentación pluralista que el concepto de policrisis intenta abarcar en el ámbito histórico más general: no existe una lógica unitaria (una crisis de crisis) que gobierne el conjunto de la crisis ecológica y la interacción entre las diferentes manifestaciones de la insostenibilidad agrava cada una de ellas. Por ello existen muchos ecologismos distintos en función de dónde ponen el acento del problema (cambio climático, crisis de biodiversidad, contaminación, agotamiento de recursos, extralimitación) y cuál es el caudal central de su enfoque (malthusiano, ecorracionalizador, nostálgico antimoderno, conservacionista, socialista…). Nuestra posición es que, sin olvidarnos de otros aspectos de la crisis ecológica, el ecologismo debe priorizar esfuerzos en adoptar un enfoque netamente climátic Las razones tienen que ver con la esencia diferencial del problema: el cambio climático es un daño global, de carácter apocalíptico, gobernado por una contrarreloj especialmente exigente y además con alto grado de irreversibilidad. La sexta extinción masiva, como manifestación de la crisis de biodiversidad, es también un daño global (aunque con manifestaciones mucho más multiescala) y de carácter apocalíptico, pero el margen temporal que nos impone es más incierto y, además, los ecosistemas pueden conocer procesos muy exitosos de regeneración que no se pueden extrapolar a la atmósfera. A su vez, hay razones netamente políticas para esta priorización: el cambio climático ya es un asunto de interés público en el debate social de nuestro tiempo y la ambición climática repercute positivamente en todos los aspectos globales de la crisis ecológica (aunque la mitigación puede tener afecciones locales negativas a la biodiversidad, que deben ser estudiadas caso a caso, aunque también puede tenerlas positivas).
  3. La mirada localista y la querencia por la pequeña escala, que han sido una de las señas de identidad del ecologismo («lo pequeño es hermoso»), han resultado claramente insuficientes a la hora de abordar retos de alcance necesariamente global y cada vez más intrincados en dinámicas de naturaleza geopolítica. Tomando prestada una magnífica expresión de Xan López, el ecologismo necesita organizar su espíritu internacionalista en una Internacional Climática que aspire a pensar en términos planetarios y cuya articulación, para los pueblos de Europa, pasa necesariamente por una agencia colectiva dada a escala de la Unión Europea, que es el marco de disputa del grueso de las políticas ecológicamente fundamentales y además un sujeto obligado a ganar peso geopolítico si quiere sobrevivir.
  4. El ecologismo ha promovido cierta romantización antimoderna, temporal, espacial y en última instancia antropológica, que es problemática en lo axiológico y es problemática en términos de estrategia política. Estamos convencidos de que el ecologismo debe entenderse como la revisión materialmente informada del proyecto emancipador moderno ante los efectos del Antropoceno. A su vez, asumimos que el espacio sociológico ciudad ha jugado y seguirá jugando un rol histórico protagonista, tanto en lo cualitativo (como ha sucedido en los últimos mil años) como, y esto es una novedad histórica, también en lo cuantitativo: la mayor parte de la humanidad que debe enfrentar la policrisis del Antropoceno vive y seguirá viviendo en ciudades a lo largo de todo el siglo XXI. En otras palabras, no compartimos la hipótesis de la desurbanización que algunos ecologismos manejan, ni como realidad metabólica impuesta ni como proyección deseable del futuro humano.Y aquí existe un nudo gordiano que debe trabajarse: el ecologismo es una tradición alimentada por «luchas territoriales» que, si quiere ser hegemónico, debe asumir que el territorio mayoritario del conjunto de la sociedad es la ciudad, que a su vez es una realidad muy compleja en su fenomenología (ciudades intermedias, metrópolis, periferias, capitales provinciales…). Esto no significa que el ecologismo no deba asumir dos líneas de trabajo importantes: en primera instancia, la transición ecológica rural es estratégica tanto por el papel del sistema alimentario en el balance climático como por el desequilibrio electoral que beneficia a las regiones rurales frente a los grandes centros metropolitanos; en segunda instancia, la división clásica campo-ciudad ha sido desdibujada durante los procesos materiales de la Gran Aceleración, lo que ha producido efectos híbridos que no pueden obviarse. Por ejemplo, pese a que los mundos de vida cotidianos y los impactos materiales de la mayor parte de la población son claramente urbanos (incluso en el campo), sus querencias estéticas, afectivas y de pertenencia siguen mostrando vínculos fuertes con imaginarios ruralistas (incluso en las ciudades). Esta paradoja es importante, por ejemplo, para intervenir con éxito en los conflictos relacionados con las infraestructuras energéticas renovables en los territorios.
  5.  Si bien el escepticismo tecnológico es una novedad ecologista en la historia de las ideas que merece reivindicarse, pues compartimos el presupuesto central de toda la historia del ecologismo de que el cambio tecnológico no es suficiente para afrontar las desestabilizaciones materiales del Antropoceno y son necesarias transformaciones sociopolíticas, en muchos casos percibimos que el escepticismo ha degenerado en tecnofobia. La innovación tecnológica es un rasgo fuerte de las sociedades modernas que genera sorpresas y abre posibilidades evolutivas, y que no solo no va a desaparecer en los próximos años, sino que puede contribuir significativamente a la descarbonización si además cuenta con el apoyo de una financiación pública adecuada. Defendemos que la posición del ecologismo transformador ante la tecnología debe ser laica: ni esperar milagros ni considerar los avances tecnológicos como un pecado.
  6. En pos de ganar madurez política, el ecologismo necesita reforzar su mirada sociológica. Asumiendo que los límites planetarios imponen restricciones a la actividad humana, los límites sociales también marcan cierta rigidez que debe ser tenida en cuenta a la hora de intervenir políticamente. Del mismo modo que el principio de precaución tecnológico es un buen contrapeso contra las narrativas tecnosolucionistas ingenuas, el ecologismo debe implementar en sus análisis un principio de precaución sociopolítica para así hacerse cargo de las consecuencias negativas de intervenciones políticas demasiado disruptivas o que no tengan en cuenta elementos contextuales altamente complejos.
  7.  Aunque este es un rasgo en clara revisión gracias al diálogo fructífero entre el ecologismo y la tradición marxista, consideramos que el énfasis en los consumos individuales insostenibles presenta límites claros para articular una transición ecológica de mayorías. Es preciso seguir señalando la dimensión estructural e inercial de muchas de nuestras pautas de consumo. A su vez, nuestra hipótesis del cambio sí presta atención a la importancia que ciertas modificaciones de hábito personal pueden tener en dinámicas más generales: ni somos puras encarnaciones de dinámicas estructurales ni tampoco individuos libres con plena conciencia racional de sus acciones y con poder de decisión sustantivo. Este espacio intermedio de responsabilidad personal debe ser políticamente trabajado; eso sí, desde una óptica mucho menos marcada por la moral restrictiva y más por lo aspiracional.
  8. El alarmismo es un rasgo inherente de la tradición ecologista en la medida en que esta surge como respuesta a una crisis existencial que implica riesgos apocalípticos. Sin embargo, la degeneración del alarmismo en colapsismo, una ideología que da al colapso la categoría de un hecho consumado, o al menos tan probable como para condicionar las estrategias del presente, nos parece un error doble, tanto analítico (en términos rigurosos, el colapso no es una deriva evolutiva tan probable como la desdemocratización y el incremento de la desigualdad, el militarismo y los procesos de desposesión) como político (el colapso es un significante que promueve el nihilismo y la antipolítica).
  9. El ecologismo transformador, que aspira a la mutación de la economía capitalista en un modelo productivo integrado en los límites planetarios, tiene en la historia del socialismo y su aventura civilizatoria una parada obligada. La historia del socialismo es una experiencia de enorme valor para testear la plasticidad de las sociedades modernas, así como la viabilidad de ciertas operaciones de intervención política. Este afluente intelectual es importante para justificar algunas apuestas estratégicas fundamentales. Por ejemplo, a pesar de que debemos seguir peleando por darle una orientación tendencialmente socialista a la transición ecológica (la acumulación de capital es un factor de desestabilización ecológica importante, aunque no el único), el ecosocialismo del siglo XXI será muy distinto a los socialismos del siglo XX. El dilema «socialismo o barbarie» de Rosa Luxemburgo sigue vigente siempre que tengamos en cuenta que socialismo en el Antropoceno significa algo diferente a lo que Luxemburgo imaginó. Del mismo modo, asumimos que cualquier política pública ecologista viable debe saber integrarse en la complejidad de la economía realmente existente, violentándola solo hasta cierto punto, lo que exige antes conocer el mundo económico en el que vivimos y las dinámicas en las que evoluciona. Esto es importante, por ejemplo, para articular un enfoque de poscrecimiento factible que logre integrar la parte reivindicable del programa del decrecimiento y lo convierta en una opción capaz de inspirar políticas públicas efectivas.
  10. El ecologismo heredado está atravesado por un debate moral entre antropocentrismo y biocentrismo. Sin ánimo de resolver este debate, nuestra posición es que toda política hegemónica está constreñida, en este nivel de conformación cultural de la especie humana, a moverse en coordenadas antropocéntricas, aunque estas puedan y deban ser débiles, asumiendo por ejemplo la importancia de abrir la comunidad política a los animales en forma del reconocimiento de toda una serie de derechos y compromisos con su bienestar. Las propuestas ecologistas de signo biocéntrico, como la ecología profunda o la apropiación con intenciones políticas de la versión orgánica de la teoría Gaia, nos parecen líneas de trabajo de vanguardia cultural que, si bien son respetables y pueden llegar a ser valiosas en un futuro, no entran dentro del campo operativo de la ecología política que necesitamos en esta hora de peligro.

Construir el futuro y ecologizar la sociedad

El ecologismo ha cultivado espacios de intersección necesarios y productivos con otras corrientes hermanas del proyecto emancipador, como el feminismo o el pensamiento anticolonial. Estas intersecciones han dado su fruto: la potente elaboración intelectual y cultural en campos como el ecofeminismo lo demuestra. Nuestro diagnóstico es que nuestra tarea histórica y generacional va un paso más allá de seguir conversando entre pequeñas minorías activistas: la verdadera hegemonía desborda sus categorías de enunciación germinales. Al igual que se decía en el momento de la hipótesis populista que el objetivo no era hacer una izquierda más grande sino construir pueblo, consideramos que en esta fase histórica, una vez que la tarea de enunciación del problema ya ha sido desarrollada por las generaciones ecologistas precedentes, lo que nos toca no es volver el ecologismo más grande e influyente, sino algo más ambicioso: ecologizar la sociedad.

La ecologización de la sociedad solo será posible si logramos ganar la batalla por la construcción del futuro a los reaccionarios negacionistas. Primero con el sentido de las palabras, pero más pronto que tarde también con transformaciones políticas —parciales e incompletas, pero también concretas y reales— que vayan dando muestras palpables de cuál es el camino que ofrecemos y por qué este supone una vida mejor para las grandes mayorías. Por ello, es sumamente importante que las transformaciones que impulsemos se alejen de cualquier enfoque de ajuste coactivo o moralista para vidas cotidianas ya muy tensionadas por la precariedad y la vulnerabilidad, incluso entre aquellos que ocupamos los deciles más altos de los impactos climáticos globales. El futuro no lo construiremos regañando a nuestro pueblo, sino impulsando espacios de ganancia fácilmente legibles en la vida cotidiana que ofrezcan nuevas posibilidades de expansión para una vida más plena y significativa.

En este combate ideológico no hace falta descubrir ninguna piedra filosofal, los ingredientes de la receta ya están circulando en el sentido común popular. Se trata de organizarlos, de decantarlos, de representarlos en discursos e imágenes que sean conceptual, afectiva y estéticamente potentes y, sobre todo, de encarnarlos en políticas públicas que tengan impactos medibles en la vida cotidiana y que permitan a las personas experimentar un mundo que, dentro de los límites planetarios, sea mejor. Un mundo con el que merezca la pena comprometerse. He aquí una enumeración no exhaustiva de diferentes nodos de buen sentido que nos pueden servir de puntos de apoyo arquimédico para mover el antropoceno hacia los umbrales de estabilidad climática:

– Debemos explotar al máximo la nueva compatibilidad entre ecologismo y prosperidad económica que nos ofrece la disrupción tecnológica de la triada renovables-baterías-electrificación. La descarbonización es una tarea con un importante efecto arrastre modernizador en todo el sistema productivo. Apostar políticamente por ella supone apostar por la innovación técnico-científica, el empleo verde y la política industrial como enfoque macroeconómico. Un enfoque que no solo nos permita llegar a tiempo a la meta climática, sino también dejar atrás para siempre las recetas obsoletas y sociópatas del neoliberalismo.

– Debemos hacer coincidir la transición ecológica con una importante operación de reparto de la riqueza que facilite, al mismo tiempo, cerrar los abismos de desigualdad generados por décadas de neoliberalismo y blindar la transición contra las fricciones que provocan los agravios comparativos entre esfuerzo climático y responsabilidad climática que son tan frecuentes en sociedades tan desiguales. La batalla política de la transición ecológica es también distributiva. Y ganarla pasará por asegurar un futuro en el que la impresionante riqueza que acumulan nuestras sociedades se oriente a blindar las condiciones materiales de posibilidad para vidas buenas garantizadas para toda la ciudadanía. Esta línea de trabajo político y discursivo debe ser reforzada con la idea de que, ante la escala de los problemas asociados al Antropoceno, como la crisis climática, una respuesta pública e igualitaria adquiere un papel que desborda lo moral (la justicia) para tornarse técnico (la eficacia). La gestión de la pandemia, en la que se paralizó la economía gracias a una ingente inyección de dinero público y se establecieron prioridades de vacunación por criterios de interés general, demuestra que las soluciones de orientación socialista son óptimas en tiempos de crisis. Y no dejaremos de habitar tiempos de crisis, en el mejor de los casos, durante varias décadas. Construir el futuro es construir certidumbres. Y lo público siempre ha sido el prestamista de última instancia de confianza social.

– Debemos asociar el proyecto de la transición ecológica con la mejor inversión posible en términos de seguridad, entendida en todas sus acepciones. Sabemos que la crisis ecológica toma forma de amenaza multiforme con muchos impactos potenciales terribles. Construir el futuro pasa por volverlo menos amenazante: debemos ser capaces de dar alivio a fenómenos que van desde la ecoansiedad del joven climáticamente concienciado a la inseguridad del empresario agrícola sometido a los caprichos de un clima hostil, pasando por el miedo a perder el empleo de un trabajador de un sector intensivo en carbono, la impotencia de una persona que ve su patrimonio destruido en un evento climático extremo o los múltiples peligros que la crisis climática y ecológica generan en términos de salud. En el siglo XXI, casi toda la población está compuesta de víctimas climáticas en potencia. Por ello el mejor futuro posible pasar por inversiones históricas en materia de adaptación, compromisos de transición justa para reconversiones laborales, la socialización del sistema global de seguros para blindar su solvencia ante una demanda creciente de reparaciones debido a fenómenos climáticos extremos o la creación de instrumentos estatales de respuesta ante emergencias a la altura de nuestras inquietantes circunstancias.

– Debemos ganar la batalla del deseo al modelo de subjetividad neoliberal. Para ello contamos con muchos elementos para dar a luz a un ideal de felicidad que sea compatible con la descarbonización del mundo y el respeto a los límites planetarios. Algunos de ellos tienen que ver con reivindicaciones ecologistas explícitas (salud personal y salubridad de los entornos cotidianos, zonas verdes en ciudades pacificadas, movilidad urbana limpia y accesible, defensa del derecho al disfrute de la naturaleza). Otros se podrían entender como anhelos implícitamente ecologistas en la medida en que pueden facilitar modelos de felicidad de proximidad siempre y cuando se combinen con tiempo liberado y nuevos elementos de seguridad vital colectiva. Nos referimos a generar condiciones institucionales y materiales para el pleno desarrollo de fenómenos como la asociatividad, la recreación comunitaria, el arte de la amistad, las relaciones erótico-afectivas, el deporte, el juego, la creatividad artística, las pasiones individuales más diversas, los cuidados como una experiencia de sentido y no como una carga más en agendas muy estresadas… Construir el futuro pasa por asegurar a las personas la inauguración de un nuevo campo de posibilidades para florecer, para desarrollar vidas buenas y altamente satisfactorias, que debe hacer palidecer las compulsivas y toxicomaniacas promesas de felicidad de la sociedad de consumo.

Un enemigo prioritario para poder encontrarnos

Por último, toda identidad política necesita un enemigo contra el que construirse. El ecologismo no es una excepción. Pero esta tarea no la hemos terminado de afinar con precisión. El problema de la crisis ecológica es que su estructura de responsabilidad, si bien está notablemente estratificada por la propia matriz fosilista de nuestra cultura (sabemos que el 10% de la población mundial emite el 50% de las emisiones), también presenta una morfología transversal. La capilaridad del problema dificulta dibujar una frontera entre ellos y nosotros que combine lo ecológicamente necesario y lo políticamente posible. Especialmente en los países del norte, pero también entre las clases medias de los países emergentes (y no habrá hegemonía ecologista sin incluir a estos sectores). ¿Cómo conformar un nosotros emancipador global si entre ese 10% de la población mundial está incluida la casi totalidad de la población española, incluidas sus clases trabajadoras? ¿Qué antagonismo político climáticamente útil podemos construir poniendo el foco exclusivamente en las emisiones de lujo si el conjunto de las emisiones de los jets privados en España en un año equivale a las emisiones de los automóviles de España durante un solo día de circulación? ¿De qué sirve apuntar que un puñado de empresas (muchas de ellas públicas) producen el 70% de las emisiones si no cuestionamos las pautas de consumo o las tecnologías que arrojan a esos niveles de emisiones, y que no variarán exclusivamente con un cambio de régimen de propiedad?  

La respuesta políticamente idónea nos la dan los combustibles fósiles y su contraste con el mundo de las renovables. En parte, el ecologismo ha fracasado en sus intentos de construir hegemonía porque se ha situado, a veces con un voluntarioso entusiasmo, justo en el terreno donde sus enemigos querían encasillarle: en la renuncia, el empobrecimiento, el sacrificio, el retorno al pasado, la culpa y, de alguna manera, el castigo merecido y la purga del pecado. Pero el campo de juego cambia si, apoyados en la certeza científica de las posibilidades de un mundo renovable, logramos desplazar el marco de la disputa a una lucha entre un viejo mundo obsoleto, que no termina de morir porque quiere perseverar en sus privilegios (el mundo fósil), y un nuevo mundo mejor, asociable a una vida buena y próspera, que no puede nacer porque está bloqueado por una minoría. En un bando, los intereses de las grandes compañías petrolíferas, los petroestados y otros actores de un bloque histórico que nos interesa delimitar como «productores del desastre climático». En otro bando, una mayoría potencial que puede articular una amplia alianza, aunque sea temporal: desde el ecologismo más radical a las formas más razonables de empresariado verde (como afirma Joaquín Sempere, los ecosocialistas tenemos un largo trecho que podemos recorrer en compañía de empresas lucrativas). En medio, las múltiples identidades, roles y segmentos de población que están descubriendo nuevas formas de precariedad relacionadas a su exposición al caos climático en curso. Lo que une a esta mayoría potencial es que se le está violentando el presente y destruyendo el futuro por respetar una estructura de privilegios abusiva que, aquí está una de las claves, es también arcaica e innecesaria. Las alternativas técnicas y sociales que pueden sustituirla sin grandes traumatismos están maduras: solo hace falta dejar los beneficios fósiles en el subsuelo. Que alguna gente que tiene muchísimo dinero pierda una parte del mismo. Si ese es el marco y ese es el obstáculo, la posibilidad de construir una amplia mayoría parece prometedora. La victoria contra el capital fósil no está ni mucho menos garantizada. Pero sí parece que podremos, al menos, presentar una batalla que les haga temer por la pérdida de su nefasto monopolio sobre el mañana.

Lograr dibujar los contornos de la batalla política que viene asociando los intereses de los combustibles fósiles con significados como pasado, privilegios, toxicidad, peligro, redundancia, imperialismo, fascismo, muerte, y los de las energías renovables con otros como futuro, democracia, interdependencia, prosperidad, necesidad, vida… Si el ecologismo logra convertirse en una fuerza de futuro, capaz gobernar ecualizando su proyecto con un interés ciudadano muy amplio, será porque logre impulsar, con su trabajo ideológico, cultural y político, algo parecido a esta dicotomía de símbolos antagónicos.

Cruzar el río tocando las piedras: lo importante es siempre el siguiente paso

«Cruzar el río tocando las piedras» es una expresión que se asocia al giro pragmático que dio el socialismo chino tras la muerte de Mao y los desmanes de la Revolución Cultural. El mismo giro que llevó a un país subdesarrollado a convertirse en medio siglo una superpotencia global (con un alto impacto ecológico) y, al mismo tiempo, también a ser hoy el actor climático más ambicioso del mundo, el primer candidato a electro-Estado del siglo XXI. Lo interesante de la expresión «cruzar el río tocando las piedras» es cómo condensa una verdad profunda del trabajo político, esa que según Hector Tejero dice Tronti que dijo Bloch que dijo Marx: «El único problema es siempre el siguiente paso». Y, a la vez, volviendo al ejemplo chino, y esto dicho al margen de las críticas que China merezca por sus déficits democráticos, la expresión también ilustra cómo el encadenamiento de coyunturas políticas bien resueltas puede protagonizar una de las transformaciones sociales más espectaculares de la historia humana, como la que ha tenido lugar en la República Popular de China en los últimos cuarenta años. La resolución de la crisis climática es una operación con un nivel de épica y trascendencia al menos similar, si no superior. Pero que al igual que con el rescate de cientos de millones de personas de la pobreza y la construcción de la clase media más grande del mundo en términos absolutos, no caben atajos ni grandes saltos: solo se podrá efectuar paso a paso, piedra a piedra. Un lema que nos recuerda la impresionante capacidad de la política para cambiar las cosas. Y, al mismo tiempo, que nos alecciona sobre la necesidad de ir tanteando puntos de apoyo humildes pero firmes en medio de la corriente y la incertidumbre.

Sintetizado lo expuesto hasta aquí, la construcción ecologista del futuro pasa por un giro estratégico que ayude tanto a fortalecer las capacidades políticas del ecologismo como a fundamentar el compromiso climático del espacio progresista en el Estado español. Este giro estratégico tiene que demostrar, como su primera prueba de fuego, que puede abrir un espacio político propio. Y en política, como en el fútbol, los espacios no están dados, hay que construirlos. La misión de este espacio político propio para el ecologismo progresista propio es triple:

  1. Convocar la inteligencia colectiva y la audacia que le permita imaginarse y pensarse como una fuerza hegemónica, capaz de gobernar en clave climática tanto la mutación del régimen neoliberal que comenzó en 2008 (y que ha tenido en la guerra arancelaria desatada por Estados Unidos en 2025 su propio Rubicón) como la mutación geopolítica que ha supuesto ese triple ensayo de ecofascismo encarnado en la invasión rusa de Ucrania, el genocidio isrealí en Ganza y la combinación de negacionismo y anexionismo de la administración Trump.
  2. Contribuir a consolidar, desde el lado izquierdo del tablero, una suerte de frentepopulismo climático que blinde la descarbonización frente al auge del fascismo fósil y que, a la vez, la empuje para darle un alto contenido de principios igualitaristas y progresistas.
  3. Cumplir con los dos cometidos anteriores mediante la enunciación plausible de un horizonte de futuro deseable, dentro de los límites planetarios, que le permita al ecologismo en particular, y la izquierda en general, recuperar una pulsión aspiracional hacia una vida más atractiva que lleva años monopolizada por la derecha.

Retomando el título del texto, pensamos que este giro puede avanzar a partir del siguiente decálogo de pequeñas piedras. Pequeñas piedras que nos permitan cruzar, de un modo políticamente factible, los primeros tramos de ese río que es la descarbonización rápida, justa y deseable de nuestro mundo:

  1. Ayudar a que el ecologismo asuma el riesgo real de involución simultánea que representa la actual ofensiva del fascismo fósil, tanto en términos democráticos como ecológicos. En este momento, la democracia y el clima o se salvan justos o perecen las dos.
  2. Cultivar en la izquierda el tipo de cultura política basada en el pacto incómodo, la concesión estratégica, la importancia de la defensa del mal menor, el imperativo de pragmatismo y el mínimo común múltiplo que siempre deben presidir los momentos de riesgo extremo, como son las situaciones frentepopulistas.
  3. Tratar de profundizar en las políticas públicas climáticas del gobierno progresista de España para llevarlas más lejos, así como en aquello que las posibilita, que es la ambición climática de la sociedad civil. Y, en un escenario de alternancia política, asegurar que la contrarrevolución climática no se produzca o sea lo menos dañina posible.
  4. Desmontar el retardismo de izquierdas expresado en un rechazo irracional, particularista y tecnófobo a las energías renovables, sin menoscabo de seguir avanzando en su implementación social y territorial justa.
  5. Rechazar la tentación colapsista en el ámbito del ecologismo y del imaginario social de la izquierda.
  6. Reconducir las pulsiones decrecentistas maximalistas del movimiento ecologista hacia unas coordenadas poscrecimiento que vuelvan la necesaria crítica ecologista al crecimiento económico compatibles con políticas públicas realistas, que nos permitan disminuir nuestros impactos ecológicos al tiempo que mantenemos o ganamos en bienestar social.
  7. Instalar una lectura compleja del momento económico posneoliberal, hoy encarnado en una guerra arancelaria que nos retrotrae a las peligrosas lógicas económicas de los años treinta, como situación política en disputa, cuya resolución progresista puede acelerar la velocidad y el alcance de la transición ecológica, o bien frustrarla para siempre.
  8. Combatir la lectura izquierdista de que la desigualdad económica es una excusa para la inacción climática.
  9. Encontrar fórmulas de colaboración internacionalista con los movimientos ecologistas y progresistas del sur global que nos permitan romper con la falsa dicotomía entre descarbonización e imperialismo verde, mediante el apoyo de políticas comerciales, industriales y de transferencia tecnológica norte-sur, que permitan ir superando las prácticas de depredación extractivista de un modo compatible con los anhelos de prosperidad, soberanía y modernización con características propias de los pueblos del sur.
  10. Articularnos, a nivel europeo y global, con otras redes de pensamiento y acción con las que compartamos afinidades en el diagnóstico y en las propuestas.

Nuestra sociedad no carece de ideas, de fuerzas, de proyectos y personas capaces de echarse a la espalda la dirección constructiva de un ecologismo que sea, a la vez, transformador y pragmático, utópico y factible, realista y esperanzado, frío y cálido por usar la maravillosa dicotomía que puso en circulación Ernst Bloch. Por tanto, que sea capaz de mantener, en un contexto de riesgo involutivo apremiante, la tensión entre un horizonte de cambio ambicioso y a la vez demostrar competencia en los ámbitos electoral, de gobierno, empresarial, cultural, social o de cualquier otro ámbito tal y como realmente existen hoy, sin esperar el deus ex machina de un cambio social radical o de un colapso que nos lo ponga todo milagrosamente más fácil.

Sin embargo, estas capacidades están dispersas, sin una narrativa ni un trabajo intelectual unificado, y además carecen de organización y coordinación efectiva, siendo su interacción una dinámica espontánea dada a través de mecanismos informales y estructuras precarias. La intención de Meridiano es ayudar a sentar las bases de este foco de trabajo común. Inicialmente en un plano más ligado a la clarificación intelectual, a la sofisticación del diagnóstico y a la toma de posición ante diversos desafíos, aunque sin renunciar, a medio plazo, a que esta articulación de inteligencia colectiva pueda tener desarrollos organizativos específicos.

La fase de concienciación sobre los riesgos de la crisis climática en particular, y ecológica en general, está agotada. Varias generaciones ecologistas que nos han precedido hicieron un trabajo ingente para romper con las trampas del mito del progreso asegurado, e introducir en el sentido común una sospecha necesaria sobre los peligrosos caminos que estaba tomando la sociedad industrial. Solo podemos mostrar agradecimiento por su esfuerzo. Pero, al mismo tiempo, consideramos que es necesario probar nuevos enfoques. Nuevas estrategias y apuestas que ayuden a dar el salto ideológico que permitan al ecologismo ejercer el liderazgo intelectual y moral de las sociedades desgarradas en la policrisis del Antropoceno. Y, si fuera posible, el salto en capacidad política que nos permitan gobernar, o al menos influir en la acción de gobierno, durante las próximas décadas decisivas.

Sabemos que todo ello pasa por reivindicar, pero sobre todo por demostrar en la práctica, que eso que Marx llamó el Reino de la Libertad no está ecológicamente clausurado. Que la transición ecológica rápida, justa y deseable pasa por hacer que cada paso en materia de descarbonización sea un paso que nos deje a la vez un poco más cerca del Reino de la Libertad. Descarbonizar el mundo y cambiar la vida. Ambas consignas son para nosotros la misma. El mañana cruel, asfixiante e inseguro que plantea el fascismo fósil no tiene ninguna posibilidad de imponerse si logramos encarnar esta consigna, con destreza e inteligencia política, en un horizonte de transición ecológica ilusionante y esperanzador. Una mezcla de gran visión y pruebas concretas. Que sea capaz de interpelar y articular amplias mayorías en una pluralidad de formas de compromiso muy diferentes. Y siempre bajo la convicción de que, como afirma Andreu Escrivá, aún no es tarde para que en un planeta climáticamente más seguro la vida no solo continúe, sino que llegue a ser incluso mejor que lo que ha sido hasta ahora. Para que así a nuestros hijos e hijas el derecho a un aire respirable, a una placa solar, a un verano habitable, a un futuro sin miedo, a un futuro a secas, le cueste un poco menos de sudor, un poco menos de sufrimiento, unas pocas menos lágrimas y un poco menos de sangre que el mucho sudor, el mucho sufrimiento, las muchas lágrimas y la mucha sangre que les costó a sus abuelos el derecho a un techo, a un hospital, a un colegio o al voto. Esa es nuestra misión generacional, ese es nuestro eslabón en el esfuerzo común: trabajar por construir el derecho al futuro. Que es siempre el primero de todos los derechos.

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