Ira Hybris y Sophie Lewis ||
La actual crisis climática es de tal magnitud que sus soluciones requieren cambios revolucionarios y una transformación total de la vida. En este sentido, podría ser deseable realizar un breve retorno —nunca nostálgico, siempre en movimiento— a la imaginación socialista para re-conocer críticamente algunas de sus principales herramientas políticas (y cuestionar otras tantas). No obstante, si hay un elemento socialista que alberga una capacidad realmente transformadora en lo que respecta a la organización de la vida cotidiana y la distribución de los recursos del planeta es la infame proposición invocada por Marx y Engels en su Manifiesto: la abolición de la familia o, como plantea M. E. O’Brien, la comunización de los cuidados. Por esta razón, he mantenido una fructífera conversación con una de las pensadoras contemporáneas que más esfuerzo ha dedicado a impulsar un horizonte de apoyo mutuo más allá de la familia como parte de un transfeminismo revolucionario a la altura de los retos políticos del siglo XXI. Se trata de Sophie Lewis, querida camarada y militante queer socialista, profesora en el Brooklyn Institute for Social Research, académica freelance en el Feminist, Queer and Transgender Studies Center de la Universidad de Pensilvania y autora de, entre otros, los ensayos Otra subrogación es posible y Abolish the Family: A Manifesto for Care and Liberation.
Mucha gente desconoce el verdadero significado de la llamada a abolir la familia, piensan temerosos que se trata de una suerte de conspiración del izquierdismo radical para robarnos a nuestras abuelas. «Lo siento pero no, la abolición de la familia no consiste en separar por la fuerza a unas personas de otras. Todo lo contrario. Es un deseo de que las personas sean libres para estar juntas en un sentido mucho más profundo de lo que ha sido históricamente posible hasta ahora» replica Sophie. En su propuesta renovada del abolicionismo, Lewis se inspira en un antiguo concepto filosófico: «La abolición de la familia, para mí, es el esfuerzo por “abolir” la familiaridad realmente existente, en el sentido hegeliano del término “abolición”: Aufhebung, es decir, simultáneamente preservar, transformar, elevar y destruir. En el presente, la familia nos ofrece una promesa de pertenencia, de colectividad exclusiva, o de seguridad y de amor. Y el núcleo de esa promesa merece ser preservado, pero también actualizado mediante la universalización. Sin embargo, para ello hace falta destruir primero la escasez diseñada por la familia capitalista, el hogar privado y sus ideologías concomitantes de la «sangre» y los «genes». Estaríamos hablando, pues, de una visión del “amor rojo” (o de la reproducción social desprivatizada) basada ante todo en la abolición de la propiedad privada». Nadie debería temer, por tanto, el quedar desproviste del amor y los cuidados que, de ser une afortunade, ha llegado a conocer en los parentescos existentes, pues la abolición consiste en una labor eminentemente creadora. «El principio rector del horizonte abolicionista es que el acceso a los cuidados no debería depender de las personas a las que amas románticamente, aquellas con las que convives o quienes han resultado ser tus familiares legales/biológicos. Dicho de otro modo, la abolición de la familia es el reconocimiento de que ningún ser humano tiene derecho a dominar, poseer (¡o robar y quedarse para sí!) a otro ser humano».
Mediante la abolición de la familia, algunas de las actividades sociales que se encuentran privatizadas en el capitalismo pasarían a manos de la comunidad. Esto implicaría, entre otras cosas, la autodeterminación proletaria para con la producción y la reproducción social: la planificación comunitaria de la economía, nuevas formas de cohabitación y espacios colectivos para comer y cocinar. En este sentido, podría ser interesante que la abolición de la familia pasase a formar parte de las reivindicaciones de la agenda ecosocialista. «Creo que es crucial que el ecosocialismo y el ecologismo de izquierdas incorporen cuanto antes una crítica estructural de los hogares privados, así como de la ideología familista. Hasta ahora, les ecomarxistas han producido relatos poderosos sobre la “brecha metabólica”, pero no críticas directas a aquello que Mario Mieli denominó “la célula del tejido social”: la familia», asevera la filósofa. Si bien es cierto que el ecologismo crítico ha planteado que la vida doméstica como hoy la conocemos, determinada por los impulsos consumistas y las aspiraciones burguesas de lo que significa una buena vida, da lugar a una multiplicación inabarcable de mercancías que maximizan la huella de carbono de la humanidad, «¿no es la familia, acaso, antiecológica a un nivel aún más fundamental, relacional, en la medida en que desempeña un papel básico en la producción y reproducción de la fuerza de trabajo para la sociedad capitalista?», se pregunta Lewis. «Creo que podemos y debemos empezar a señalar que el familismo es una ideología antiecológica innata, entre otras cosas porque se trata de un micronacionalismo: una forma de chovinismo individualista que fluye a través de una historia artificial y pseudodarwinista sobre la escasez, la inevitabilidad de la competencia y la benigna naturalidad del interés propio exclusivista. La familia ha de ser, por tanto, un importante objetivo a atacar en nuestra lucha para sobrevivir al Antropoceno». Asimismo, Lewis conecta la militancia abolicionista con una genealogía de luchas antitrabajo y feministas: «También me gustaría remarcar la excelente propuesta de Alyssa Battistoni de reivindicar un “ecologismo que mata empleos”, que se basa en una larga investigación sobre las luchas en torno al valor (en su lectura marxista) que podríamos poner en marcha en y contra el terreno generizado de “las fuerzas naturales gratuitas”».
Sin lugar a dudas, si hubo un momento en la historia de la clase obrera en el que se hizo posible materializar aquellas fantasías más radicales en torno a la reproducción, este fue la Revolución de Octubre en 1917. La pensadora comunista y comisaria bolchevique Alexandra Kolontái propuso una colectivización del trabajo de cuidados (aunque este se mantuviese relegado a las mujeres), expandiéndolo del ámbito doméstico a todos los miembros de una familia proletaria universal. De hecho, en su cuento de navidad futurista Pronto, describe una forma de convivencia posfamiliar en la que «los niños tienen sus palacios, los jóvenes sus casas más pequeñas, los adultos viven comunitariamente en las diversas formas que les convienen y los ancianos conviven en sus hogares […]. Los miembros de la comuna no necesitan preocuparse por sus necesidades materiales, pues se les proporciona de todo: comida, ropa, libros y entretenimiento. A cambio de esto, el individuo dedica dos horas diarias de trabajo a la comuna, y el resto del tiempo, a los descubrimientos de una mente creativa y curiosa». Aunque este relato muestra una reorganización total de la vida íntima, la Unión Soviética centró sus esfuerzos por superar la familia en la producción masiva de maquinaria que pudiera sustituir las tareas consideradas femeninas, dejando sin cuestionar la división generizada del trabajo.
Hoy, en un momento histórico en el que el productivismo masivo de la Unión Soviética sería completamente incompatible con la vida y en el que los feminismos y la crítica queer han desnaturalizado la maternidad, tenemos que pensar en otras formas de organizar los cuidados. En este sentido, le planteo a Lewis qué pasaría si Kolontái viajara en el tiempo hasta nuestros días, qué aspectos de su abolicionismo tendrían que cambiar y cuáles pueden seguir siendo una inspiración para los retos de un presente perpetuamente acosado por la crisis climática. «Se vería obligada a tener en cuenta las limitaciones del modo de producción intensivo en recursos que fue característico a la Unión Soviética. Creo que, probablemente, los límites de la política de cuidados de Kolontái —quien, debo mencionar, fue desautorizada por otros bolcheviques en sus intentos de liberacionismo sexual— también se deben a su ideología productivista, con lo que me refiero a la interpretación errónea de Marx en favor del trabajo y de la identidad de les trabajadores que se hizo hegemónica en la Segunda Internacional. Es cierto que el trabajo es una constante en nuestra relación activa con la naturaleza, pero el trabajo asalariado, junto con la moral productivista que lo acompaña, nos está matando. Está matando a nuestras especies compañeras y, de hecho, está matando nuestro hábitat planetario».
No obstante, Lewis considera que les revolucionaries del presente tenemos mucho que seguir aprendiendo de la teoría y praxis de Kolontái: «Hay muchas cosas que podemos extraer de sus brillantes y tempranos análisis sobre la familia y de su ideología del “amor propietario”, así como de sus ficciones y fabulaciones especulativas sobre la reproducción social posfamiliar, el cuidado socializado y ese “Eros de alas desplegadas”. Ella vio correctamente que las funciones económicas de la familia debían desaparecer. Concretamente, quería que las instituciones estatales asumieran las responsabilidades de crianza de les hijes, la limpieza de la casa y la preparación de alimentos, si bien con la condición de que no se impidiera en modo alguno a los padres que así lo deseasen participar en la educación de sus hijes. Estas fueron para ella las condiciones materiales de posibilidad para la sustitución del amor propietario por un “amor rojo”: el estrecho y exclusivo afecto de la madre por sus propies hijes ha de expandirse hasta extenderse a todes les hijes de la gran familia proletaria», responde Lewis parafraseando a la pensadora soviética. No obstante, esto no es óbice para comprender, desde la crítica y la autocrítica, que la propuesta de Kollontai sobre el amor arrastraba consigo grandes limitaciones propias de su periodo histórico y su contexto geográfico y político: «Es una lástima que no comprendiera, en primer lugar, que el trabajo “real” no es intrínsecamente más valioso que el trabajo de cuidados. En segundo lugar, que el trabajo no es un bien inherente y, por último, que las mujeres no tienen una mayor predisposición “natural” hacia los cuidados que cualquier otra persona». Aunque, apostilla Lewis, «su aguda comprensión de los males del familismo y su deseo de situar el trabajo de reproducción de la vida dentro de los bienes comunes deberían ser elementos centrales de cualquier lucha actual por la justicia climática».
Ciertamente, la relación entre la justicia climática y los feminismos siempre ha sido compleja, dado que la tierra y la naturaleza han sido consideradas tradicionalmente elementos femeninos. Frente a esta óptica esencialista, algunas corrientes contemporáneas del feminismo materialista han planteado que, precisamente, trascender el mito de lo «natural» es un requisito indispensable para la emancipación de las mujeres y las disidencias. Así, Helen Hester, en su ensayo Xenofeminismo sostiene que la retórica empleada por el movimiento ecologista, según la cual es necesario salvar el planeta para que les niñes del futuro puedan vivir en él, peca de un futurismo reproductivo y heteronormativo. En su lugar, Hester nos invita a imaginar colectivamente formas de «reproducción contrasocial», de reproducirnos en antagonismo con el presente. La propuesta xenofeminista, esa «xenohospitalidad» hacia tode recién llegade, dialoga muy bien con la separación que moviliza Sophie Lewis entre el maternar como verbo y la maternidad como institución capitalista y patriarcal. En este orden de ideas, le planteo cómo podrían el ecologismo crítico y otros movimientos sociales abandonar su fetiche para con la maternidad capitalista, para empezar a maternar juntes contra el Capitaloceno. «Gran pregunta. De hecho, acabo de terminar de dirigir un seminario sobre ecofeminismo y xenofeminismo en el que abordamos esta misma cuestión. Helen afirma elementos del refrescante diagnóstico de Lee Edelman en No Future sobre “el fascismo de la cara del bebé” (tal y como se despliega en los activismos ecologistas, por ejemplo), pero al mismo tiempo sigue acertadamente a José Esteban Muñoz al negarse a desechar por completo las categorías de “esperanza” y “maternidad”, y al insistir en la subjetividad política de les niñes realmente existentes, señalando que, bajo la supremacía blanca y el colonialismo capitalista, el futuro es solo cosa de algunes niñes». Asimismo, Sophie reconoce la influencia que el debate xenofeminista ha tenido en su propio pensamiento: «Me ha influenciado mucho el dictamen de Hester de que xenofam ≥ biofam (es decir, los parentescos elegidos o “alien/ajenos” son iguales o mayores que los parentescos “recibidos”), que también puede formularse como xenofam ≥ synofam (xeno significa “extraño” u “otro”, y syno significa “mismo”). Quizá sea otra forma de decir, como hice en mi primer libro Otra subrogación es posible: ¡familias reales contra la familia!».
En lo que respecta a la posibilidad de un maternaje —siempre como verbo— contra el Antropoceno (o quizás sea mejor decir Capitaloceno), Lewis insiste en la importancia de la construcción de «ciudades para amigues» en oposición al urbanismo centrado en las parejas ylas familias, espacios donde vivir que sean totalmente accesibles y «kitchenless», esto es, «una arquitectura con pocas cocinas privadas y muchos comedores comunes». «Tal urbanismo tiene que centrarse en el cuidado geriátrico y de ancianes, en la abolición de las prisiones, en la liberación de les discapacitades y también –algo muy importante– en la autonomía de les más jóvenes, reconociendo que les niñes son generalmente las personas más empobrecidas y privadas de derechos del mundo, pues normalmente no controlan dinero ni recursos y tienen poco o ningún poder de decisión sobre dónde o con quién conviven». Frente a la segregación generacional (tanto epistémica como material), Sophie propone unos cuidados solidarios e intergeneracionales, formas de maternadería –como ella dice– que se opongan a la reificación de las categorías legales que son empleadas administrativamente para individuarnos a las oprimidas. Estas formas de cuidados maternaderiles pueden encontrarse latentes en las genealogías de los feminismos proletarios queer y antirracistas: «En la revista del movimiento Off Our Backs!, por ejemplo, la pareja de lesbianas interraciales Maria Peña y Barbara Carey declararon en 1979 que, en el futuro, les niñes “no pertenecerán al patriarcado, [pero] tampoco nos pertenecerán a nosotras”. Por supuesto, ¡nadie pensó que sería una tarea fácil! Renunciar a los derechos exclusivos sobre “nuestres” hijes es una perspectiva inicialmente aterradora, más si cabe para quienes hemos sido históricamente excluides de las categorías de “aternidad” y “familia”». Por tanto, para Lewis, la comunización de los cuidados debe prestar una especial atención a las violencias institucionales del supremacismo blanco: «Hoy en día, les niñes siguen siendo sistemáticamente robades a sus familiares, ya que no todas las formas de familia tienen las mismas protecciones contra las incursiones del Estado que las familias blancas propietarias. Esto significa que necesitamos urgentemente iniciar conversaciones sobre cómo la abolición de la vigilancia familiar (racista) y la abolición de “la” familia pueden ir de la mano. Como señala mi amiga M. E. O’Brien en su libro Family Abolition, la abolición de la familia es también la anulación radical del privilegio que la sociedad otorga a determinadas formas de familia en detrimento de otras».
Este tipo de conversaciones se mantienen en un escenario de «realismo capitalista», la forma en que Mark Fisher nombró la ausencia de una capacidad colectiva para imaginar un futuro posible más allá del capitalismo y sus lógicas. En este marco, la esperanza se vuelve una fuerza revolucionaria de primer orden a ser recuperada, y la imaginación especulativa (tan desdeñada en los días de Marx y Engels) puede ser más necesaria que nunca en tiempos de colapsismo. Por ello, quise concluir este diálogo con Sophie pidiéndole que cerrase los ojos y se preguntase, volviendo a esos mares de limonada con los que soñaba Fourier: ¿cómo ves el falansterio del futuro ecosocialista queer por el que luchamos? «Gigantescos baños públicos, bosques para tener sexo y huertos alimentarios en los terrenos de los antiguos campos de golf. Cuando cierro los ojos, intuyo que podemos vivir y viviremos sin clases, placenteramente, habiendo dejado atrás el trabajo, y que esto implicará un proceso masivo de curación de traumas extremadamente graves. Sé que pueden pasar muchos años hasta que desaparezcan el género jerarquizado y binarizado, el capacitismo, el productivismo y el racismo. Puede que pasen muchos años antes de que nuestros cuerpos se desplieguen tras la violencia que nos han infligido los jefes, las fronteras, el patriarcado capacitista, la familia y el Estado policial. Pero ya podemos ver que disponemos de nuevas formas de alegría, ahora, de forma inmediata e inmanente, tomamos las calles en masa y nos quedamos allí, “familiarizándonos” con nuestro propio potencial colectivo. Es en el contexto de las insurrecciones de masas, de las okupaciones, de las cocinas de protesta, etcétera, donde hay que localizar los gérmenes o las semillas del abolicionismo familiar. Pienso en la Comuna de París, naturalmente, pero también en la mucho más reciente comuna de Oaxaca, en México, por ejemplo». Asimismo, Lewis aprovecha para recomendar una obra literaria que persigue esta creación especulativa de horizontes revolucionarios, de volver imaginable lo imposible: «La novela de M. E. O’Brien y Eman Abdelhadi, Everything for Everyone: An Oral History of the New York Commune: 2052-2072, en la que les habitantes de Nueva York declaran la guerra al Estado, comienzan a trabajar en la restauración ecológica a escala masiva, ponen en marcha mecanismos para el autogobierno democrático de las masas y empiezan a comunizar la reproducción biológica y social en “centros de atención a la gestación” y comunas de afinidad no coercitivas».
Finalmente, Sophie desea despedirse citando unas palabras que escribió en 2018: «En el amor queer universal de mis redes de amistad, en mi carne queer y polimaternalmente cuidada, puedo sentir las mutaciones de una comunización incipiente. En todas partes veo hermoses militantes empeñades en la regeneración, no en la autorreplicación. Reconocer que estamos inextricablemente contaminades con y por todes les demás (y por les bebés de todes les demás) no es tanto “destruir” la familia nuclear como hacerla impensable. Y eso es lo que tiene que ocurrir si nos tomamos en serio la justicia reproductiva, es decir, si nos tomamos en serio la revolución». Otra vida es posible, solo resta comenzar a imaginarla para luchar por ella. Frente a las amenazas del colapso climático, es el momento de maternar juntes el socialismo.