Pero, entonces, ¿«la tradición de todas las generaciones muertas oprime como una pesadilla el cerebro de los vivos» o, más bien, «todo lo pretérito que merece ser reseñado está ahí para obligarnos, para inspirarnos, para apoyar cada vez con mayor amplitud nuestro constante propósito»? Para esta pregunta solo puede haber una respuesta: sí.
La nuestra es, la reivindiquemos o no, una tradición incómoda. Los arrebatos de tradicionalismo y quienes los protagonizan han hecho que leamos casi toda curiosidad por lo pasado, por lo heredado, como un rasgo de la reacción. No es una atrofia de nuestra sensibilidad política, que posee razones para comportarse así. Desde el elogio marxiano a la capacidad del capital para superar los límites con que se iba topando hasta la querencia escapista de parte de quienes nos rodean por «las formas de vida tradicionales» y por las cosas «como se hicieron siempre», tenemos elementos analíticos y viscerales para entender la categoría de «tradición» como un lastre. Para nuestra desgracia, podemos entenderlo así porque lo hacemos desde una tradición.
Esta tradición nuestra, que en sentido amplio llamamos socialista y a la que todes pertenecéis y a la que pertenece también gente a la que no soportáis, funciona en parte por la irresolubilidad de la relación entre su deseo de permanecer y su voluntad de abolirse. Ni el uno, ni la otra, sino todo lo contrario. Sus mejores destellos aparecen cuando carece de instinto de autoconservación, cuando le brillan los ojos al prever un futuro en el que no sea necesaria. En este sentido, una tradición antitradicional; ahí estuvo su combustible. Cabría pensar en la tan criticada —tan merecidamente criticada— teleología socialista, que en su versión más vulgar veía cómo la historia concluía necesariamente, tras la sucesión de etapas predefinidas, predecibles e inevitablemente encadenadas, con la abolición de las clases y con la sociedad comunista, como una engañosa herramienta analítica pero como una potentísima herramienta política, guía y determinación al mismo tiempo. El magnetismo de lo irremediable. Las y los comunistas del siglo XX no imaginaban sino que ejercían su teleológico poder, y por ello «nunca necesitaron de utopías positivas, de religiones salvadoras, de milenarismos escatológicos. Todas ellas cosas que estamos lamentablemente obligados, no por casualidad, a redescubrir hoy para mantener la llama del “fuego de la mente”». Quién no mataría hoy por un poco de telos.
Por complicar más las cosas, que nunca lo están lo suficiente, el debilitamiento de toda esta tradición —que es el de su fuerza social— nos ha dejado sin orientación respecto a qué hacer con las inercias y durezas de la realidad, ni con el problema de cómo enfrentarla con acción humana: los finales necesarios no comparecen, no nos convienen o nunca existieron; las tendencias arrolladoras de la política asfixian nuestra mirada de larga distancia y se mofan de nuestra autopercepción política. La historia es una apisonadora. Quizá esta nunca llegó a su fin, pero sí lo hicieron las historias alternativas. No podemos mostrarnos indiferentes a esta certeza, pero tampoco dejar de filtrarnos por las vetas que hoy se abren en ella. No es una novedad, pero quien hoy se piensa socialista e intenta ponerse manos a la obra de manera más o menos coherente con los principios de esa tradición necesariamente padece un extrañamiento risible, porque «la risa viene […] cuando se compara la tarea necesaria con las fuerzas disponibles». Hubo un momento en que, mirando a los Cárpatos, había un claroscuro que servía de orientación, o de excusa para no mover un dedo por las fatiguillas que la mugre de la historia revelaba. Lo que fuera. ¿Cómo ser socialista, cómo es un hacer socialista, cuando no hay ningún anclaje cierto, ninguna referencia a la que apuntar o de la que huir; cuando no hay brújula ni mapa? ¿Cómo desplazarse en terra ignota? Siempre hay oscuridad al pie del faro.
Toda nuestra reflexión en torno a la tradición es, quizá de manera poco intuitiva, una reflexión sobre el futuro, sobre el tiempo. No hay una voluntad de buscar acomodo y consuelo ni necesidad de hojas de ruta. Pero sí de tiempo: si el presente es total y necesitamos que se abra, necesitamos que lo haga en todas direcciones; si necesitamos apropiarnos del futuro tenemos también que apropiarnos del pasado. Quizá no del hilo rojo de la historia, que esté bajo las arenas del desierto de este siglo; quién lo sabe. No obstante, puede que sí veamos la posibilidad de un oasis tras cuarenta años de desierto y recordemos lo que solía ser un oasis. Esta caravana bien merece agua fresca de una fuente nueva, una caravana que no se hace preguntas para las que ya conoce la respuesta, que no acude a abrevaderos secos y que utiliza la tradición para tantear territorio oscuro: un deseo infantil de exploración, pero que se lo toma muy en serio.
La presión de capas de depósitos históricos, de movimientos tectónicos inabarcables con una potencia geológica, de erupciones y reacciones políticas imprevistas, de aspiraciones gaseosas, han hecho de nuestro pasado, que en algún momento fue material orgánico que amenazaba con dominar la Tierra, un conjunto de fósiles. La biosfera, mientras, está contaminada con más de doscientos años de gases del capital, inscrita con lucha de clases. Por suerte, nuestra incómoda tradición tiene la sana costumbre de llevar la autocrítica hasta la autoinmolación: quién hará entrar en combustión los fósiles socialistas para que sea socialista la atmósfera.